MO YAN: EL PERRO Y EL COLUMPIO


La segunda de las entregas tiene por protagonista al Premio Nobel chino Mo Yan y un cuento verdaderamente precioso, con toda esa delicadeza de la literatura china, pero también con toda su crudeza. Como Moravia, nuestro primer invitado, Mo Yan es un escritor mágico. Algunos recordarán Sorgo Rojo, esa maravillosa película que a todos nos dejó impresionado. Mo Yan, que en chino significa "el mudo", nació en un pueblito interior de China, donde escuchó innumerables relatos orales y de donde procede su maravillosa fantasía. Hijo de una China campesina y pobre, habiendo ejercido el pastoreo hasta los 18 años, pronto logra enrolarse en el ejército, única salida profesional para el hijo de un campesino. Con todo este bagaje humano y patrimonial comienza su carrera, compuesta por varias novelas y algunos libros de cuentos. Aunque todos sus cuentos conducen realmente a una experiencia inolvidable, en El perro y el columpio, encontramos acaso su quintaesencia, en lo que respecta a su ardiente sensibilidad, habilidad en las descripciones naturales (fruto de una larga observación), así como una grandísima capacidad de interiorizar en el desasosiego y en el desvalimiento de sus personajes. Un cuento excepcional. Merece la pena leerlo con tranquilidad.
Yo tuve ocasión de leerlo en traducción al italiano de Grabielle Tru-sac, de modo que la traducción que hoy traemos aquí me es desconocida. Sus traductores son Liljana Arsovska y Edgardo Bermejo.


EL PERRO Y EL COLUMPIO
Mo Yan
Trad. de Liljana Arsovska y Edgardo Bermejo en colaboración con Alejandra Xin Xu Xia y Pablo Rodríguez Durán.






En el pueblo de Gaomi hubo alguna vez una raza de perro blanco, amistoso y de gran tamaño. Pero ahora, después de muchas generaciones de descuidos en su crianza, es muy difícil encontrar uno que conserve la pureza de la raza. En la actualidad todo mundo cría perros mestizos, e incluso si ocasionalmente uno se encuentra con un perro blanco, aparecerá en alguna parte de su pelo una mancha delatora que indique la mezcla de su sangre. Pero si la mancha de color no cubre una gran porción del cuerpo, ni aparece en una parte muy visible del animal, todo mundo se referirá de manera indulgente a él como un “perro blanco”, haciendo caso omiso de la discrepancia entre el nombre y la realidad.
* * *
En cierta ocasión me encontraba en la escalinata debajo del puente de piedra, y mientras me lavaba la cara en las aguas nítidas y frescas, advertí que no lejos de ahí hacía lo propio un “perro blanco” cuyo cuerpo era completamente albino excepto por sus dos patas frontales. El perro se desplazó un tanto abatido a un lado del puente de piedra que se alzaba en ruinas sobre la corriente magra de un pequeño río cerca de mi antigua casa. Era el mes marcado con el número 7 del año lunar y en las bajas tierras de mi pueblo se respiraba un calor apenas soportable. Poco antes, cuando me apeé del autobús que hacía la ruta de la cabecera del condado a los poblados rurales, comprobé con desagrado que el sudor empapaba mi ropa, y que se adhería a mi cuello y mi cara cubiertos de un polvo amarillo y espeso. El agua y la manera en que me refrescaba me trajo el impulso de despojarme de la ropa y sumergirme desnudo en aquellas aguas, pero abandoné la idea cuando advertí que no estaba solo y que otras personas caminaban sobre el camino terroso que conducía a las orillas del puente. Me puse en pie, y limpié mi cara y cuello con un juego de pañuelos, regalo de mi novia. Era pasado el mediodía, el sol cedía gradualmente en dirección al oeste y una ráfaga de brisa flotaba en el ambiente. Aquella amable y refrescante brisa que soplaba del sudeste era sumamente reconfortante, y hacía balancear las hojas en los sembradíos de sorgo, lo mismo que agitaba la cabellera del “perro blanco” mientras se me acercaba cada vez más, moviendo la cola. El perro se me acercó lo suficiente para advertir sus dos patas delanteras teñidas de pelo negro.
El perro patinegro caminó hasta el final del puente, se detuvo, dirigió la vista hacia la carretera, levantó la barbilla y me miró con una turbia y canina expresión. Su mirada, vaga, acaso desolada, conservaba pese a todo un tono de familiaridad que sentí desde lo más profundo de mi corazón.

* * *
Cuando años atrás abandoné la casa familiar por mis estudios, mis padres se mudaron a otra provincia para vivir con mi hermano mayor. Yo no tenía más parentela en el pueblo, de manera que nunca regresé. De pronto se pasaron diez años, un tiempo no corto como tampoco suficientemente largo. Poco antes de las vacaciones de verano mi padre vino a la escuela donde yo era profesor, y no pudo evitar hablarme con gran emoción de nuestra antigua casa. Quería volver y echar un vistazo al pasado. Le expliqué que estaba muy ocupado con mi trabajo y que me sería imposible escapar, y obtuve por única respuesta un movimiento de cabeza en gesto de desaprobación. Enseguida se marchó y no pude dejar de sentir cierta incomodad por mi rechazo, de tal suerte que hice a un lado todos mis compromisos y decidí regresar.
* * *
El perro blanco miró de nuevo al camino de tierra marrón y giró la cabeza para observarme, su mirada de perro persistía en la turbiedad. Justo cuando yo examinaba con atención sus patas negras, a punto de recordar algo asombroso, sacó la lengua, roja y brillante, y entonces me ladró. Luego se acercó a un pilote del puente, alzó una pata y orinó de la manera acostumbrada. Terminado su asunto, caminó despacio debajo del puente por el mismo sendero hasta ponerse a mi lado. Nuevamente sacó la lengua, esta vez para lamer un poco de agua del río.
Se mostraba como si estuviera esperando a alguien, la parsimonia con la que lengüeteaba era como si realmente no tuviera sed ni prisa. Todo lo demás le resultaba indiferente, incluso un pez que se reflejó en la superficie del río y que pasó nadando muy cerca de su nariz. Ni al perro ni al pez parecían tampoco importarles mi presencia. El perro apestaba. Tanto, que me acometió el impulso de arrojarlo al agua de una patada, pero me contuve considerando que yo mismo debería tener mejores modales caninos. Justo en ese momento el perro dobló la cola, levantó la cabeza, miró fríamente por encima de mi hombro y se enfiló con decisión hacia el final del puente. Observé cómo se le plegaba la piel del cuello cuando emprendió la carrera con excitación nerviosa a través del sendero. A ambos lados del camino de tierra florecían campos de sorgo con sus borlas entre grises y verdes. El cielo parecía contenerse en un azul rebosado de nubes blanquísimas que se deslizaban sobre los sembradíos del campo cuadriculado, como si fuese un tablero de ajedrez. Entonces me encaramé en el puente y recogí mi bolsa de viaje con la intención de cruzar a toda prisa. Del lugar donde me encontraba distaban todavía seis millas de mi pueblo, y a nadie le había avisado de mi llegada, de modo que era mejor apurar el paso y facilitarles la posibilidad de obtener un sitio dónde dormir y comer. Justo en eso pensaba cuando vi de nuevo al perro blanco trotar sobre el camino que bordeaba el campo de sorgo, guiando los pasos de una persona que cargaba una enorme paca de hojas de sorgo.
Luego de veinte años de trabajar en el campo, sabía perfectamente que las hojas de sorgo sirven muy bien como forraje de primera para alimentar a los caballos y al ganado. Sabía también que cortar las hojas con este fin no afectaba en modo alguno la producción del grano. Observé a la distancia el desplazamiento lento y esforzado de aquel enorme bulto y sentí lástima por la persona que debía estarlo cargando. Sabía muy bien lo que se siente abrirse camino cortando hojas a través de la densidad sofocante de los campos de sorgo. Casi no es necesario decir que en esta faena el cuerpo se anega en sudor y los pulmones se expanden como si fueran a explotar, y lo peor de todo son las barbas de las hojas que se te untan al cuerpo empapado de sudor. La sola idea de no ser yo el cargador de ese bulto me causó alivio.
De manera gradual fui reconociendo a la persona que caminaba encorvada por el peso de la carga. Distinguí una camisa azul, un pantalón negro y unas sandalias de plástico de color marrón sobre las que descansaban unos pies que de tan flacos parecían más bien las patas de un gallo. De no haber sido por que tenía el pelo largo no hubiera adivinado si aquella figura correspondía a la de una mujer, aun cuando ya estaba a una distancia muy corta de mí cuando por fin emergió del campo de sorgo. Continuó caminando con la cabeza paralela al suelo y el cuello encogido, probablemente para aliviar el dolor que debía producir en la espalda una carga tan pesada. Sus dos manos se las arreglaban muy bien para sostener aquel bulto y distribuir el peso sobre su lacerado cuerpo. El sol caía en picado y brillaba a través de las pequeñas gotas perladas que se escurrían por su cuello y por su frente. Las hojas de sorgo lucían frescas y verdes como si fueran puerros. Siguió avanzando fatigosa y lentamente hasta alcanzar el puente más bien estrecho y por el que apenas podría caber el bulto. Mientras tanto yo me regresé al sitio donde el perro justo acababa de hacer su gracia y desde ahí los observé cruzarlo.
Entonces advertí que había un vínculo entre la mujer y el perro, que iba y venía a su lado, a ratos con paso veloz, a veces más lento, como atado a una correa invisible que se estiraba o aflojaba indistintamente. En algún momento el perro me quedó de frente y entonces nuevamente me miró con esos ojos de perro porfiado, una mirada de cierta familiaridad que de golpe me arrojó un atisbo de claridad: aquellas patas negras contribuyeron a develar lo que aún quedaba de confusión en mi memoria y me hicieron recordarla. El olor acre de su sudoración y la manera en que jadeaba con la cabeza agachada al pasar junto a mí yacían en lo más profundo de mi memoria. Por fin dejó caer la pesada carga de hojas de sorgo para estirar el cuerpo lenta y dolorosamente. El bulto que había depositado en el suelo era tan grande que se levantaba a la altura de sus pechos. Entonces advertí que el atado de hojas conservaba una forma acusadamente cóncava, y que el lugar donde lo había depositado con gran energía era un gran amasijo de hojas húmedas y arrugadas. Yo sabía que las partes de su cuerpo que habían soportado el fardo de las hojas de sorgo sentían ahora el dulce alivio del descanso; erguida de nuevo sobre el puente y con la brisa fresca y húmeda del río flotando sobre el campo y acariciando su cuerpo, ella debió al fin sentirse relajada y satisfecha, dos vocablos que resumen nuestra felicidad y sentido del bienestar, y que con el paso de los años he terminado por comprender a cabalidad.
Por un momento se mantuvo erguida y enseguida me pareció que perdería el conocimiento de un momento a otro. A su rostro pringado de barro le surcaban grietas de sudor. Intentaba tomar aire con desesperación a través de la boca. El puente de su nariz era recto, agraciado y severo. Su tez morena. Sus dientes, inmaculadamente blancos. Mi pueblo ha sido cuna de mujeres muy bellas, algunas de ellas incluso eran elegidas como damas del palacio a lo largo de las dinastías. Otras cuantas se convirtieron en famosas actrices en Pekín aun hoy en día. Me parece que luego de haber visto a muchas de ellas no puedo sino asegurar que es así como lucen, de la misma manera en que puedo afirmar que ella gozaba de los mismos atributos.
—¡Nuan! —grité.
Ella me miró entonces con su ojo izquierdo inyectado de sangre y de un aspecto terrible.
—¡Nuan! ¡Cuñadita! —grité de nuevo como añadiendo una nota al pie de mi llamado.
Yo tengo ahora veintinueve años y ella es tan sólo dos años menor, pero tras una década de no vernos su aspecto había cambiado notablemente, y si no fuera por una cicatriz en la porción izquierda de su cara, fruto de un accidente en un columpio, simplemente no la habría reconocido. Mientras tanto, el perro blanco no dejaba a su vez de examinarme con atención. Debía de ser un perro muy viejo de por lo menos veinte años de edad. Nunca imaginé que lo volvería a ver con vida, y además que lo encontraría saludable. Aquel año, durante el Festival del Bote de Dragón, era apenas un cachorro del tamaño de una pelota de baloncesto cuando mi padre lo trajo a casa de regreso de visitar a mi tío abuelo en su casa del campo. Ya desde hace veinte años estos perros totalmente blancos y de buena crianza se encontraban al borde de la extinción, y aun aquéllos con imperfecciones delatoras de su impureza, y a los que pese a todo se les seguía llamando “perros blancos” como éste, eran casi inconseguibles. Mi tío abuelo criaba perros para ganarse la vida, y en aquella ocasión le permitió a mi padre quedarse con un cachorro del sobrino. Su llegada a nuestro pueblo, lleno de perros callejeros y sin gracia, no pudo sino provocar la admiración de todos e incluso le ofrecieron una buena suma por el perro, que mi padre rechazó sin chistar pero educadamente. Incluso en los pueblos chinos de aquellos años, en un pueblo desolado como el mío de Gaomi, persistían algunas pocas actividades interesantes y una de ellas sin duda alguna era la crianza de perros. Siempre y cuando no se presentaran desastres naturales, casi todos teníamos suficiente para comer, y aun los perros podían prosperar.
* * *
Tenía yo 19 años, Nuan 17 y el perro blanco cuatro meses, cuando una tropa de soldados del Ejército de Liberación y una flotilla de camiones militares pasaron en una hilera interminable por el puente de piedra. En los toldos de lona, a la vera del puente, los estudiantes de secundaria preparábamos el té para los soldados. Los del equipo de propaganda, fuera de los toldos, tocábamos los tambores, cantábamos y bailábamos. El puente, ya lo dije, era muy estrecho, por lo que el primer camión logró cruzar con mucha dificultad y una llanta colgando en el vacío. La llanta trasera del segundo camión tropezó con una piedra del puente y se volcó en el río. Muchos trastos se rompieron y el aceite flotaba sobre el agua. Los soldados saltaron al río para rescatar al conductor mojado hasta la médula. Otros soldados con batas blancas los rodearon y otro más de guantes blancos gritaba por el altavoz. Nuan y yo, siendo la columna vertebral del equipo de propaganda, olvidamos el canto y el baile y nos dedicamos asombrados a ver aquel estropicio. Más tarde un grupo de altos oficiales se personaron, estrecharon manos con el humilde representante de nuestra escuela rural, el tío Guo y el jefe Liu, del Comité Revolucionario de nuestra escuela. Los oficiales lucían sus guantes blancos y alzaban las manos para saludarnos a todos, mientras nosotros observábamos el pasar de la tropa.
Después de pasar el río la tropa se distribuyó por todos los pueblos aledaños. El cuartel central se instaló en nuestra aldea. Parecían días de fiesta, como si fueran las celebraciones del año nuevo lunar, todos los aldeanos estaban jubilosos. Desde mi casa conectaron decenas de líneas telefónicas y las jalaron en varias direcciones. El teniente Cai, un tipo bien parecido, y una parte de la tropa que la conformaba el conjunto artístico del ejército se hospedaron en la casa de Nuan. Todos los días iba a verlo y me hice su amigo. Cai, un hombre alto, fornido, de pelo lacio y cejas arqueadas, solía pedirle a la joven Nuan que le cantara y mientras ella lo hacía él la escuchaba con la cabeza reclinada, fumando con denuedo. Yo alcancé a ver cómo el teniente lograba mover las orejas en el acto de escuchar. Le decía a Nuan que talento no le faltaba pero también que se hacía necesaria la intervención de un maestro famoso que le educara la voz. A mí también me decía que tenía un gran futuro en puerta. Al mismo tiempo le llamaba mucho la atención y le encantaba el cachorro blanco de mi casa. Apenas se enteró, mi padre insistió en regalárselo, pero el teniente no lo aceptó. Cuando la tropa se alistaba para marcharse, mi padre y el de Nuan le rogaron al teniente que nos llevaran con ellos. El oficial prometió consultarlo con sus superiores, y les aseguró que a más tardar al final del año, durante la siguiente temporada de reclutamientos, estaríamos incorporados. Antes de partir me regaló un Método para tocar la flauta, y a Nuan otro libro llamado Cómo cantar canciones revolucionarias.


* * *
—Cuñadita —le insistí un tanto avergonzado—, ¿ya no me reconoces?
En nuestro pueblo abundan los apellidos diferentes que provienen de todas partes de China: los Zhang, los Wang, los Li, los Du y muchos más. Varias generaciones y poco orden en los parentescos. Tías por la rama paterna (gugu) que se casaban con sobrinos (zhizi), o sobrinas que se escapaban con sus tíos (shenshen). Siempre y cuando las edades de esas parejas no disten por mucho, nadie lo toma a burla. A Nuan me acostumbré desde pequeño a decirle “cuñadita” sin que hubiera ningún grado de parentesco entre nosotros. Una década atrás, cuando comencé a llamarle indistintamente “Nuan” o “Cuñadita”, albergaba un sentimiento muy especial al pronunciar sus nombres, pero ahora, pasados los años y crecidos ambos, podía aún referirme a ella como “cuñadita” pero ya sin la carga de afecto que me transmitía ese mote en el pasado.
“¿Cuñadita, acaso ya no me reconoces?”. Apenas lo dije y ya me había recriminado a mí mismo por semejante torpeza. Hacía tiempo que un dejo de tristeza se había estacionado en la expresión de su rostro. El sudor de la faena aún le escurría provocándole que un mechón húmedo del pelo se adhiriese a su mejilla. El rostro ayer moreno lucía más bien gris. El ojo izquierdo conservaba algo de brillo y humedad, mientras que el derecho ya no estaba: no había ojo, ni lágrimas del otro lado, sólo una cavidad alrededor de la cual se aferraban algunas pestañas en desorden. Se me estrujó el corazón, simplemente no pude sostener la mirada en aquel cuenco vacío, y alcé un poco la vista para apuntarla hacia la altura de sus cejas delicadamente dibujadas y el brillo reconfortante de su cabellera expuesta al sol y al sudor de los días. Un tic en la porción izquierda de su rostro hacía que el músculo de la mejilla brincara provocando a su vez sobresaltos continuos en el ojo y en la ceja completando un cuadro desolador y extraño. Cualquier otra persona podría haberla visto sin mayor afectación, menos yo, para mí aquel cuadro resultaba insufrible.
* * *
Han pasado más de diez años desde aquella noche en la que fui a tu casa y te propuse: “Cuñadita, el columpio está vacío, vamos a columpiarnos un rato”. Tú te negabas al principio. “Vamos —te dije—, anímate. Hace ya una semana que terminó el festival de comida fría, y seguramente mañana desmontarán el columpio y usarán la madera, además esta mañana oí al carretero quejarse de que se hayan usado las cuerdas de la carreta y dijo que las recuperaría cuanto antes”. Un largo bostezo antecedió tu respuesta cómplice: “De acuerdo, vamos”. Para ese entonces el perro blanco ya había crecido a la mitad de su tamaño. Lucía flaco y huesudo, muy diferente de como llegó siendo un cachorro. Caminaba detrás de nosotros con el brillo de la luna reflejándose en su cabellera hasta adquirir una tonalidad plateada. Aquel columpio, dispuesto sobre un terreno baldío, consistía tan sólo de dos troncos sosteniendo un travesaño, dos ganchos de fierro, dos cuerdas gruesas y una tabla de madera para sentarse. El aspecto desolado y misterioso de aquel armatoste rústico bajo la luz de la luna recordaba las puertas del infierno. Detrás del columpio, a unos pasos, había una zanja sobre la que se apiñaban arbustos de acacias con sus ramas espinosas, que brillaban filosas, puntiagudas y hostiles bajo la luna gris.
—Yo me siento y tú me columpias —dijiste.
—Te columpiaré hasta que alcances el cielo.
—Sube al perro conmigo.
—No te quieras pasar de la raya.
—Perrito, ven a divertirte tú también.
Con una mano te aferrabas a la cuerda y con la otra al perro que se mostraba confundido y nervioso. Me coloqué en la parte trasera del columpio, les atenacé con mis piernas y con la fuerza de mi cuerpo comencé a balancearme hasta que poco a poco fuimos cobrando impulso. Conforme ganábamos altura me pareció que los rayos de la luna se agitaban como un río turbulento. La brisa del viento soplaba en nuestros oídos y por un momento sentí que me mareaba. Tú reías y el perro ladraba cuando el columpio alcanzó la altura del travesaño. Ante mis ojos se intercalaban el campo, el río, las casas y el cementerio, mientras que la brisa fresca me acariciaba la cara en mi vaivén pendular.
Me detuve a observarte y te pregunté:
—¿Cuñadita, te gusta?
—Claro que sí, estoy en el cielo.
Entonces la cuerda se rompió. Yo caí al suelo mientras que el perro y tú volaron desgobernados hacia los arbustos de acacias y una de sus espinas se hundió en tu ojo derecho hasta perforarlo. El perro saltó entre los arbustos y, mareado por el columpio, corría en círculos de confusión.
—¿Te ha ido bien en estos años…? —le pregunté no sin cierta dificultad.
Le vi subir y bajar los hombros y vi también cómo se iban relajando los músculos de su cara. El ojo izquierdo, que parecía haber crecido de manera desproporcionada —tal vez por el exceso de uso o para compensar su condición tuerta—, se detuvo a observarme con una dureza y una frialdad que me hicieron sentir muy incómodo.
—¿Cómo me podría ir mal? Tengo para comer, para vestir, tengo un hombre, hijos, excepto por el ojo nada más me falta. ¿Por qué no habría de estar bien? —dijo con el filo adolorido del sarcasmo.
Me quedé mudo y después de pensar un rato le solté:
—Conseguí un trabajo en la Universidad, más adelante podrían incluso darme un puesto como profesor..., extraño mi tierra, y no sólo a mi gente, extraño también el río, el puente de piedra, el sorgo rojo de los campos, el aire puro, el adorable canto de los pájaros… Aproveché las vacaciones de verano para regresar.
—¿Qué hay que se pueda extrañar de este lugar perdido? ¿Extrañas a un puente roto? ¿Los campos de sorgo que no son más que una maldita arrocera de vapor que te sofoca hasta la muerte?
Continuaba su alegato mientras descendía por la orilla del puente. Una vez frente al río se despojó de la camisa azul, que debió pertenecer a un hombre y que a esas alturas estaba manchada y descolorida por el sudor, la arrojó sobre una roca y se inclinó para lavarse la cara y el cuello. Despojada de la camisa, se había quedado con una camiseta enorme y de cuello redondo, salpicada de agujeros por el uso y que, a pesar de su aspecto grisáceo alguna vez debió de ser blanca. Se hacía sujetar el pantalón con una cinta de mecate. Parecía ya no mirarme al hacer sus abluciones. Luego, como si no hubiera nadie, se arremangó la camiseta para lavarse los pechos. Por la tela empapada de su ropa interior se translucían dos senos grandes y caídos. Comprobar su forma me hizo pensar irremediablemente que era así como se daban las cosas, tal y como lo decía una cantaleta infantil que repetíamos los niños en el pueblo: “los pechos de las solteras son de oro, los de las casadas de plata, y los de después de parir son como tetas de perro”.
—¿Cuántos hijos? —le pregunté.
—Tres —contestó sacudiéndose el cabello al tiempo que exprimía su camiseta y la fajaba de nuevo en sus pantalones.
—¿Violaste la regla de parir sólo uno?
—Yo sólo parí una vez —respondió con frialdad y no sin advertir mi sorpresa. Tres en un solo parto, uno tras otro, pum, pum, pum, así de fácil, como los cachorros de una perra.
Fingí una carcajada, pero ella simplemente tomó de nuevo su uniforme azul, lo sacudió y se abotonó la camisa de abajo hacia arriba. El perro blanco, que había estado recostado en la hierba, también se aprestó para partir, se sacudió con energía y se estiró complacido.
—¡Qué valiente eres! —le dije.
—¿Y qué más puedo hacer? —se preguntó—, cuando estamos predestinados para el infortunio no hay manera de evitarlo.
—¿Tuviste hijos e hijas?
—Todos varones.
—¡Qué suerte! Entre más hijos más bienaventuranza.
—Tonterías.
—¿Y este perro es el mismo?
—Ya no le queda mucho tiempo.
—Un instante y se nos pasaron volando diez años.
—Otro instante y estaremos muertos —respondió.
—Cierto —le respondí apenas, conforme me iba sintiendo molesto con la charla y viendo al perro echado sobre el pasto exclamé—: Pero este perro viejo y sabio seguro que sabrá apañárselas para mantenerse vivo.
—¿Cómo? ¿Quieres decir que es justo para ti seguir viviendo pero no para nosotros? Los que comen arroz tienen no menos derecho a vivir que los que comen desperdicios, los de arriba tienen derecho a la vida y los de abajo también.
—¿De qué estás hablando? —le dije—. ¿Quién es de arriba y quién de abajo?
—¿Qué acaso tú no eres de los de arriba? ¡Todo un profesor universitario!
Sus palabras me sonrojaron y dejaron mudo. Sentía que no podía quedarme callado y traté de imaginar la mejor manera de responder a sus ataques, pero pronto desistí y me contuve. Recogí mi maleta y me despedí con sequedad.
—Probablemente me quede en casa de mi tío octavo, espero me visites si tienes tiempo.
—Me casé con uno de los Wang de la colina. ¿Lo sabías?
—Si tú no me lo dices cómo podría saberlo.
—Lo supieras o no, ahora da igual —respondió categórica—, si no te molesta mi apariencia de perro ven a verme cuando tengas tiempo. Sólo pregunta por la tuerta Nuan, no hay quien no conozca mi casa.
—Cuñadita, nunca imaginé que nuestra conversación tomaría este rumbo.
—Es el destino, al destino lo controla el cielo, por más que quieras cambiarlo, nada se puede hacer.
Subió por el puente, se paró frente a la paca de hojas de sorgo y me dijo:
—Hazme un favor, ayúdame a colocar la paca sobre mis hombros.
—Déjame ayudarte cargándola yo mismo hasta tu casa —le dije conmovido y envalentonado.
—De ninguna manera —respondió, y diciendo esto se arrodilló frente al bulto, lo empuñó sobre sus hombros y me pidió que le ayudara a levantarlo.
Me puse detrás de ella, sujeté el lazo que ataba el bulto y haciendo un gran esfuerzo lo coloqué sobre su espalda mientras ella se las arreglaba para ponerse en pie. Su cuerpo se arqueó nuevamente. Para hacer la carga más liviana buscó una y otra vez la manera de acoplarla a las formas de su espalda. Las hojas de sorgo crujían ruidosas. Entonces una voz suave y apagada escapó desde el fondo de su incómoda posición:
—Ven a verme.
El perro blanco ensayó unos ladridos y corrió hasta ponerse delante de Nuan. Me detuve largo rato a observar cómo aquel bulto se iba alejando lentamente con rumbo al norte. Me quedé hasta que el perro se convirtió en un puntito blanco, y hasta que el bulto y la cargadora no eran más que un punto negro en el horizonte. Entonces me di la vuelta y caminé hacia el sur. Desde el puente hasta la colina de los Wang eran tres millas y hasta mi pueblo seis.
* * *


Mi tío octavo me aconsejó recorrer en bicicleta las nueve millas que nos separaban de la colina de los Wang. Me rehusé pero el tío insistió.
—Ahora somos prósperos —me dijo—, cada casa posee una bicicleta. Ya no es como antes cuando en todo el pueblo había unas cuantas. Ni siquiera las prestaban. ¿Cómo iban a prestar algo tan escaso y valioso?
Asentí, yo mismo vi por doquier el tráfico desordenado de las dos ruedas, pero seguía pensando que andar a pie era para mí la mejor solución. Desde que me hice universitario padecía hemorroides y por eso prefería caminar. El tío reviró:
—Al parecer eso de estudiar tampoco deja nada bueno. Además de las enfermedades y las dolencias, actúan como lunáticos. Y a todo esto, ¿para qué vas a su casa? Allí el que no es ciego es mudo. ¿No te da vergüenza que todo el pueblo se burle de ti? Los peces con los peces, los camarones con los camarones. ¿Por qué rebajarse tanto?
—Tío, no entiendo lo que me dices —le dije—, pero soy una persona que ya pasa de los veinte y se acerca a los treinta, de modo que sé bien lo que hago. —El tío se enfrascó en sus propios asuntos y ya no me fastidió más.
Quería volverla a ver nuevamente en aquel puente. Si de nuevo apareciera aquel enorme fardo de hojas de sorgo, haría esta vez todo por ayudarle a cargarlo. De esta manera Nuan y el perro me guiarían hasta su morada. En la ciudad se ha vuelto común que la gente se fije en la ropa, y todos ahora pugnan por mantenerse al último grito de la moda. Pero en mi pueblo la cosa era muy distinta. Todos miraban mis pantalones de mezclilla como una extravagancia y eso me incomodó. Hube de explicar a confesión de parte que aquella prenda la adquirí usada y que había pagado una bagatela, cuando en realidad me costó una fortuna. Obtuve su perdón al conocer el precio y el origen de mis pantalones, pero eso no lo sabían los aldeanos de la colina Wang y a ella tampoco me la topé en el camino. No tuve más remedio que entrar a la aldea y preguntar por su casa enfrentándome a las miradas inquisitivas de todos. La suerte no me acompañó esta vez y no me topé ni con Nuan ni con el perro como hubiese querido. Crucé el puente de piedra que anunciaba la entrada al pueblo y entonces contemplé el sol que se asomaba radiante entre las hojas del sorgo. El efecto de la luz solar teñía de rojo las aguas del río. El sol mismo vestía de un rojo inusual rodeado de oscuridad y flotaba en el ambiente la sensación de que estaba a punto de llover.
Traía conmigo un paraguas plegable que me protegió de la llovizna al entrar en la aldea. Lo hice justo cuando una anciana, encogida de hombros, cruzaba la calle. El viento levantaba sus ropas y parecía tambalearse, fue a ella a quien le pregunté por la casa de Nuan. Se quedó quieta y desconcertada ante mi pregunta. El viento mecía sus cabellos blancos y su ropón, acentuando la fragilidad de su cuerpo. La lluvia caía en gotas disgregadas pero tan grandes como monedas de cobre que de cuando en cuando impactaban su rostro. “¿Dónde está la casa de Nuan?”, insistí. “¿Qué Nuan?”. Contestó y tuve que precisar: “la tuerta Nuan”. Entones me miró con enorme desconfianza, y apuntó con un dedo a una hilera de casas coronadas con tejas azules.
Parado en la acera grité: “¿Está en casa la cuñada Nuan?”. El primero en contestarme a ladridos fue el perro blanco. No era nada parecido a aquellos perros odiosos que te hostigan a saltos y jaloneos para intimidarte. Tranquilo e impasible, permaneció en su lecho de pasto seco, con la mirada adormilada y un ladrido más bien amable y generoso, con la gallardía de un perro de raza pura.
A mi segundo llamado Nuan al fin respondió con su voz cristalina desde dentro de la casa. Pero no fue ella quien salió a mi encuentro sino un hombre feroz, barbado, con las pupilas marrón y la mirada crispada que se detuvo en la contemplación desaprobatoria de mis pantalones. Conforme avanzaba era yo quien retrocedía. Me apuntaba con el dedo meñique que agitaba mientras escupía un sinnúmero de sílabas incomprensibles. Aunque el tío me advirtió que el marido de Nuan era mudo, parado frente a aquel loco no pude más que estremecerme sin remedio. La tuerta que se casa con el mudo, un roto para un descosido, de nuevo me estremecí.
* * *
Nuan, compartíamos grandes esperanzas por aquellos días. Cuando el teniente Cai se marchó nos dejó henchidos de optimismo. El día que partió derramaste todas tus lágrimas por él. Aún recuerdo su rostro pálido en el momento en que sacó de su bolsillo un peine de cuero de buey y te lo regaló. Yo también lloraba y le aseguré que esperaríamos a su regreso para llevarnos con él. Esperen por mí, contestó.
Con el otoño ya muy avanzado, y el sorgo ya rojo y maduro, nos enteramos de que el Ejército de Liberación reclutaba nuevas tropas en la cabecera municipal. Estábamos tan emocionados con la noticia que no pegamos el ojo toda la noche. A uno de los profesores de nuestro bachillerato, que viajaría a la cabecera municipal para hacer algunas diligencias, le encargamos que preguntara en la oficina de reclutamientos por el teniente Cai. Cuando el profesor regresó, nos aclaró que en esta ocasión el reclutamiento estaba a cargo de la fuerza aérea, que vestían uniformes azules con amarillo, y que no había personal de la unidad a la que pertenecía el teniente Cai. Yo sentí una gran frustración, pero tú en cambio exudabas optimismo: “El teniente Cai nunca nos engañaría”, dijiste. “Hace tiempo que seguro ya nos olvidó”, repliqué. Tu padre se burlaba de nosotros: “les dan un palo y creen que es un rifle”, nos dijo. “Para él ustedes no eran más que unos niños. El buen metal no se utiliza para clavos, de la misma manera que un buen hombre no está hecho para ser soldado. Mejor terminen su escuela, y hagan algo de provecho, ya dejen de soñar con tonterías”. “A mí jamás me tomó por niña, a mí nunca me vio como niña”, reviraste enardecida y hasta ponerte roja del coraje. “¡Suficiente!”, gritó tu padre. Me admiró tu vehemencia y casi no podía reconocerte en ese estado. “Si no vino este año vendrá el próximo”, te dije, “y si no el que sigue”.
Como ya he dicho, el teniente Cai era un hombre muy apuesto, un noble y digno representante de la raza humana. Alto y delgado, de facciones finas, siempre lucía impecablemente rasurado. Tiempo después me confesaste que la víspera de su partida te besó tiernamente la frente. Me dijiste también que tras el beso suspiró profundo y te dijo: “Hermanita, eres noble y pura, y es por eso que siento una rabia innombrable”.
—Cuando me enrole me casaré con él —aseguraste.
—Ni lo sueñes —respondí—, ni por cien kilos de carne de puerco como dote se casaría contigo.
—Entonces me casaré contigo.
—Pero yo no quiero —te respondí.
—Yo realmente te quiero —dijiste.
Ahora que he vuelto a repasar la escena, recuerdo que me parecías muy atractiva por aquel entonces, tus dos pequeños pechos como capullo solían acelerar mi corazón.
* * *
El mudo me miraba con hostilidad. Me apuntaba con su dedo meñique en señal de desprecio y de odio. Yo trataba de sonreírle para granjearme su simpatía, pero él insistía en apuntarme a la cara no ya con uno sino con los dedos de ambas manos en un gesto indescifrable. Entre los conocimientos acumulados de mis travesuras infantiles encontré la respuesta a esos extraños ademanes: yo tendría que haberle contestado con un ademán similar que representaba a un sapo viscoso sostenido con las manos. Pensé que mejor sería darse vuelta y correr, pero entonces vi a los trillizos salir de la casa. Los tres eran casi idénticos, vestían iguales e iguales eran sus cabezas rapadas. Parados en el umbral de la puerta, tres pares de ojos igual de pequeños y amarillos me examinaban. La manera de agruparse con las cabezas inclinadas al mismo lado los hacía parecer una tercia de pollos desplumados e irascibles. Tenían por otra parte un aspecto envejecido, la frente salpicada de arrugas, sus mandíbulas firmes y pronunciadas. Los tres temblaban absortos.
Rápidamente saqué unos dulces de mis bolsillos y se los ofrecí, pero enseguida el mudo los ahuyentó con las manos mientras guturaba sin sentido. Los niños devoraban con la mirada los dulces de mil colores y permanecían paralizados; intenté acercarme a ellos pero el padre se interpuso con los mismos ademanes y los mismos balbuceos histéricos.
Por fin se apareció Nuan, un tanto apurada pero con las manos cruzadas por delante aparentando serenidad. Enseguida adiviné el motivo de su tardanza, se demoró en el acto arduo de abrocharse una blusa tradicional de tela azul saturada de botones y de enfundarse en un pantalón gris que lucía recién planchado. Este tipo de blusas, que solían usar las actrices de otra época, ya casi no se les veía en este tiempo. Verla así me invadió de nostalgia. Aquella blusa hacía resaltar sus pechos y subrayaba los rasgos finos de su cara no menos que la altivez de un cuello espigado. Se había puesto un ojo postizo en el cuenco vacío que de algún modo restituía la simetría de su rostro. Sentí al verla una profunda tristeza. Suelo contemplar la vida con una sensibilidad extrema, mi corazón se estremece hasta con los sucesos más triviales, de manera que en esta ocasión no podía sentir de otra manera. No pude tampoco estacionar la mirada en su ojo postizo, carente de vida y de una opacidad perturbadora. Al darse cuenta de que la observaba se inquietó y agachó la cabeza para huir de mi mirada, le dio la espalda al mudo, me encaró, me quitó la mochila del hombro y me invitó a pasar.
El mudo, poseído por la ira, la empujó con un brillo de rabia en la mirada. Apuntó de nuevo el dedo meñique de su mano, esta vez con dirección a mis pantalones de mezclilla y profiriendo toda clase de balbuceos y gruñidos. Todos los músculos de la cara se le movían y contraían por la forma vehemente en que intentaba expresarse, su presencia no era menos impactante que terrorífica. Por último aventó un enorme escupitajo al piso y con sus enormes patas lo aplastó. Al parecer su odio hacia mí tenía que ver con mis pantalones de mezclilla. Me arrepentí de traerlos y decidí que al regresar le pediría prestado a mi tío un pantalón de cintura ancha de los que se estilan por esos rumbos.
—Cuñadita —le dije apenado—, parece que nuestro Gran Hermano no me recuerda.
Pero ella por única respuesta le propinó al mudo un empujón enérgico. A golpes de pantomima se esforzó por explicarle quién era yo. Leí un gesto de aprobación en el hecho de señalarme primero y luego calificarme con el pulgar hacia arriba; de la misma manera le explicó la localización de mi pueblo; apuntó a los bolígrafos en mi bolsillo, y al escudo universitario en mi pecho, hizo ademanes de alguien escribiendo y dibujó un libro en el aire con sus dedos. ¡Cuánta elocuencia en sus gestos! El mudo algo debió de comprender que se calmó de inmediato. Su mirada, ahora dócil, parecía la de un niño grandulón. Mostraba los dientes amarillos al reírse de manera pueril, golpeando el suelo con sus pies y emitiendo ruidos extraños, me dio una palmadita en el pecho y se ruborizó. Esta vez comprendí sus gestos: parecía emocionado. Ganarme la confianza de este singular personaje me causó un gran alivio, entonces los trillizos al fin se me acercaron con la mirada fija en mi mano llena de dulces. “¡Vengan!”, les dije.
Los niños miraron al padre como buscando su aprobación y al ver su cara sonriente, se abalanzaron sobre los dulces y se los arrebataban. En la arrebatiña un dulce cayó al piso y se trenzaron en una lucha por rescatarlo. El mudo los miraba regocijado. Nuan suspiró relajada y dijo:
—Ya lo has visto todo, a estas alturas pensarás lo ridículos que somos.
—Cuñadita, ¿cómo crees? Son hermosos.
El mudo, sin dejar de mirarme, reía amigablemente. Se dio la vuelta y le propinó un puntapié a los trillizos que continuaban forcejando por los dulces. Al separarse, los tres clavaron en el padre sus pequeños ojos truculentos. Dividí los dulces por partes iguales y se los repartí. El ánimo del mudo pareció descomponerse de nuevo y entre manotazos y carraspeos algo quiso decir a los trillizos. Ellos escondieron las manos atiborradas de dulces en sus espaldas. El mudo gimió con más fuerza, y entonces no tuvieron más remedio que sacar un dulce cada uno y ponerlo en la enorme palma de su padre. Desaparecieron como bólidos de nuestra vista. El mudo contemplaba sus dulces sobre la palma de la mano con gesto idiota, y luego concentró su mirada en mí. Movía los labios con denuedo y se esmeraba en ademanes que me hicieron voltear a ver a Nuan como pidiendo su ayuda:
—Dice que hace tiempo que sabe de ti. Dice también que muere por probar uno de estos dulces finos que trajiste de Pekín.
Ya entrado en gestos ensayé el propio y haciendo como si me metiera un dulce a la boca le hice saber que era el tiempo de intentarlo. Me sonrió complacido, liberó la envoltura y se lo tragó. Masticaba e inclinaba la cabeza en un afán inquisitivo. Su dedo pulgar apuntando hacia arriba fue la señal aprobatoria del primer caramelo, y se siguió de frente con el segundo. Le dije a Nuan que la próxima vez me aseguraría de traer más caramelos para mi hermano mudo.
—¿Vendrás de nuevo? —preguntó.
—Por supuesto que lo haré —le respondí.
Antes de seguirse con el tercero, el mudo recapacitó y se lo ofreció a Nuan con un gesto hosco. Ella parecía rechazarlo cerrando los ojos, pero el mudo balbuceó un “argh” gutural e insistente. Rugió de nuevo y puso el caramelo frente a la cara de Nuan, pero esta vez ella lo rechazó categórica con un movimiento de cabeza. Un “argh” aún más estruendoso antecedió el momento en que el mudo la tomó del pelo, se llevó a la boca el dulce con todo y envoltura, lo liberó y ensalivó entre su lengua, y una vez pegajoso y chupado lo tomó con una mano y lo introdujo a la fuerza en la boca de Nuan, que sin ser pequeña, frente a los dedos del monstruo tan grandes como un pepino, lucía diminuta. Comparados con sus dedos inflamados y oscuros, los labios de Nuan parecían infinitamente tiernos y delicados. Frente al mudo, Nuan era un dechado de fragilidad.
Nuan sostuvo el dulce en la boca, y no lo masticaba como tampoco lo escupía, en una actitud estoica. El mudo me dirigió una sonrisa, como celebrando una victoria. Entonces ella rompió la incomodidad de la escena y me dijo: “mejor entremos, es muy tonto seguir parados aquí bajo el viento”. Barrí el patio con la mirada y cuando ella me sorprendió oteando me dijo: “¿Qué ves? Aquél es un burro grande que patea y muerde a los extraños, sólo a él le obedece. En la primavera compró aquella vaca que hace un mes parió a su primer becerro”.
En su patio había un enorme establo. La vaca estaba en los huesos, y pese a todo daba de amamantar a un becerro fornido, que al alimentarse meneaba la cola y golpeaba con su cabeza las ubres adoloridas de su madre, que encogía el lomo y entronaba la vista en señal de resignación.
El mudo tenía una capacidad sorprendente para beber alcohol. Se tomó él solo casi la totalidad de la botella de un licor muy fuerte llamado Relámpago Blanco, y yo apenas probé un vaso. Él estaba como si nada y yo ya sentía los efectos. Abrió la siguiente botella, me llenó el vaso y alzando su copa con ambas manos brindó a mi salud. Temeroso de ofender a mi amigo, con una determinación temeraria alcé mi copa y le di fondo. Fingí estar más ebrio de lo que estaba para evitar un nuevo brindis, me tambaleé un poco y me recosté. El mudo enrojecido por el licor celebró mi derrota y se lo hizo saber con un gesto a Nuan. Ella nos miró a los dos y me dijo en voz baja: “no pretendas competir con él, diez como tú no le llegan. De ninguna manera vayas a emborracharte”. Yo puse mi pulgar hacia arriba y lo señalé a él, luego con el dedo meñique hacia abajo, me señalé a mí. El licor se fue y los ravioles llegaron. “Comamos juntos, cuñadita”, le dije. Con el permiso del mudo los trillizos se arremolinaron como lobeznos alrededor de la cama que servía de mesa. Nuan a nuestro lado servía la comida. Le pedí comer con nosotros pero dijo que se sentía mal, que le dolía el estómago.
Después de la comida, el viento cesó y las nubes se disiparon. El sol ahora brillaba con fuerza al sur de la bóveda celeste. Nuan sacó un pedazo de tela amarilla del tocador, señaló a los tres hijos y mirando al mudo apuntó hacia el noreste. El mudo asintió con la cabeza. Nuan me dijo: “Descansa un poco, yo iré al pueblo para mandar hacer algo de ropa para los niños. No me esperes, después del mediodía puedes marcharte”. Me lanzó una mirada llena de intensidad, tomó su morral y caminando de prisa salió por el patio. El perro blanco la seguía con la lengua afuera.
Nos quedamos solos el mudo y yo sentados uno al lado del otro, de cuando en cuando nuestras miradas se cruzaban y él sonreía. Los trillizos jugueteaban y al poco se quedaron dormidos. El calor arreciaba y las cigarras chirriaban con fuerza en los árboles aledaños. Entonces el mudo se despojó la camisa y dejó al descubierto una musculatura imponente. Me sentí al mismo tiempo intimidado y ridículo teniendo que soportar el insoportable hedor que emanaba de su cuerpo. El mudo parpadeaba sin cesar y entonces con las dos manos se talló el pecho del que arrancaba fragmentos de lodo gris que asemejaban las heces de una rata. Con su enorme lengua de lagarto se humedecía los labios de manera grotesca. Verlo me provocó náusea, me sentía acalorado y la escena me hizo pensar en las aguas verdosas y corrompidas debajo del puente. El sol se escabulló por lo alto de la ventana y pegaba sobre la tela de mis piernas envueltas en mezclilla. Eché un vistazo a mi reloj de pulsera y enseguida el mudo balbuceó algún sonido, se bajó de la cama, y de un cajón sacó un reloj electrónico para mostrármelo. Le hice ver con gestos que el suyo era mejor que el mío, y sin ocultar su alegría se puso el reloj en la muñeca derecha. Con otro gesto le hice ver que se lo había colocado en la mano incorrecta, pero él rechazó mi propuesta con un movimiento de cabeza y un tanto confundido. Ya no me quedó otra cosa que sonreír e intenté una conversación:
—Pero qué calor. Calculo que este año la cosecha será muy buena. Podrás cosechar hasta el fin del otoño. Oye, ese burro que tienes ahí luce muy bien. Después del Tercer Pleno del Partido las cosas han mejorado mucho para los campesinos, ¿no crees? Hermano, ya eres rico, es tiempo de comprarte un televisor. Ese licor Relámpago Blanco es de primera, y además realmente pega…
“Aaaah… Aaaah”, balbuceaba el mudo con una cara exultante mientras se mecía el cabello con ambas manos. Luego movió una de ellas hacia atrás y hacia adelante a la altura de su pecho. ¿A quién diablos le querrá ahora cortar la cabeza?, pensé. Advirtió que no le estaba entendiendo y con nuevos aullidos me transmitía su ansiedad. En un nuevo intento se apuntó con el dedo al ojo derecho, la otra mano la hizo bajar desde el cabello hasta el cuello y no sé cómo pero entendí que intentaba decirme algo en relación a Nuan. Asentí con la cabeza. Se acarició sus negros pezones, señaló a los niños, y se sobó el estómago. Me parecía estar entendiendo pero no completamente y así se lo hice ver. Un tanto exasperado se puso en cuclillas y trató de nuevo de explicar algo con señas cada vez más ansiosas, a las que yo respondía asintiendo como si entendiera. Me dieron ganas de aprender el lenguaje de los mudos.
Finalmente decidí despedirme cuando ya estaba empapado por el sudor. No me resultó difícil de entender su intención amistosa cuando me sonrió con su cara de niño y llena de nobleza, y cuando me dio unas palmaditas en mi pecho y luego en el suyo como sellando una amistad. Le respondí emocionado: “Hermano, ¡seremos amigos para siempre!”. Hizo levantarse a los trillizos que todavía amodorrados me acompañaron a la puerta. Saqué mi paraguas y se lo di en señal de obsequio, también le dije cómo usarlo. Lo recibió como si fuera un tesoro y lo abría y lo cerraba muy intrigado. Los niños también miraban con asombro al paraguas. Con una seña le hice ver que tenía que emprender la marcha con rumbo al sur. Balbuceó algo como pidiéndome que aguardara, se metió corriendo a la casa y enseguida apareció con una navaja en las manos, me mostró su hoja afilada que evidenciaba a todas luces su calidad. Arrancó la rama gruesa de un árbol junto a la puerta y la rebanó en varios pedazos que acabaron en el suelo. Entonces puso la navaja en mi morral.
Cavilando de regreso a mi pueblo, comprendí que el mudo, con todo y sus rudezas y limitaciones, era un tipo con personalidad. Nuan a su lado no sufriría demasiado. Si bien no podían hablar, el lenguaje de señas, muecas y miradas les permitiría resolver por otras vías esta limitación. Pensé que tal vez mis dudas y temores con respecto a sus vidas eran infundadas. Al alcanzar el puente depuse toda aprehensión en relación con Nuan y sus problemas y sentí el impulso de saltar al río para darme un baño. No había gente en el camino. La lluvia mañanera ya se había evaporado, el polvo amarillo y seco ocupaba de nuevo su lugar en el suelo. Las hojas del sorgo brillaban aceitosas expuestas al rayo del sol, las langostas volaban entre la yerba como si fueran tijeras aladas que cortaban el aire con su peculiar zumbido. El agua sonaba debajo del puente y el perro blanco se encontraba echado a la orilla del puente.
Apenas me vio el perro comenzó a ladrar mostrándome sus blancos y afilados dientes. Tuve el presentimiento de que algo raro estaba pasando. El perro se puso en pie y se enfiló hacia el campo de sorgo. De cuando en cuando volteaba y me ladraba como pidiendo que lo siguiera. La tensión de la escena me recordó al pasaje de alguna novela de espionaje y metí la mano en mi morral para empuñar la navaja que me regalara el mudo. Me hice paso entre las ramas del sorgo hasta que se abrió un claro en el que pude contemplar a Nuan sentada con su bolso a un lado. Había hecho una cama de hojas secas y estaba ahí, recostada en medio del escenario de un rojo intenso. Al verme sacó de su bolso la tela amarilla como para disponerla en el suelo, al extenderla la tela proyectó una sombra que bailaba sobre su rosto. El perro también se acomodó en el suelo con su cabeza descansada en las patas delanteras.
Sentí escalofríos y los dientes me rechinaban por la tensión. Como pude le pregunté: —¿Pero no tendrías que estar en el pueblo? ¿Qué haces aquí?
—Creo en el destino —me dijo, escurriendo lágrimas cristalinas que rodaban por sus mejillas—. Le dije al perro: perrito, si acaso puedes entender mis sentimientos corre hasta el puente y hazlo venir. Si viene, eso significa que el destino nos reúne. Y mira, aquí estás.
—Será mejor que regreses a tu casa —le respondí—, él incluso me acaba de regalar esta navaja.
—Te fuiste por diez años, pensé que no te volvería a ver en esta vida. ¿Aún no te has casado, cierto? No estás casado. Ya lo has visto tal como es él, lo mismo te puede matar de un beso que de un golpe. De seguro ya sospecha algo y en cualquier momento podría tomar una soga y amarrarme. Estoy tan aburrida que lo único que hago todo el día es conversar con el perro. Perrito, has estado conmigo desde que perdí el ojo y has envejecido más rápido que yo misma. Quedé embarazada al siguiente año de nuestro matrimonio, el vientre se me infló como un globo. Antes de parir no podía siquiera caminar y el vientre me impedía verme los pies. Parí tres de un solo golpe, cada uno de dos kilos, flacos como gatos. Se ponían de acuerdo para llorar a la vez y para mamar a la vez, pero yo sólo tenía dos pechos así que se turnaban para comer y mientras uno lo hacía los otros dos lloraban. Casi me vuelvo loca en los primeros dos años desde que nacieron, me moría de angustia. Le pedía a dios que no salieran como su padre, que les permitiera el don del habla. Cuando alcanzaron siete u ocho meses de edad empecé a perder la esperanza. Las cosas no parecían estar bien, al parecer eran sordos y tontitos, cuando lloraban lo hacían en un tono casi imperceptible. Yo le rogaba a los cielos, Dios, que al menos uno de ellos hable y me haga compañía, pero no fue así: los tres salieron tan mudos como su padre.
Sentí que me hundía de la pena y le dije:
—Todo es culpa mía, cuñadita, si no te hubiera llevado al columpio en aquella ocasión.
—No fue tu culpa —respondió—, lo he pensado muchas veces y sé que yo fui la culpable. Recordarás que te confesé el beso en la frente del teniente Cai, en realidad él me quería y esperaba de mí que huyera de la casa y me uniera a su tropa, pero no me atreví, no tuve el valor. Y luego pasó lo del columpio. Recibí todas las cartas que escribías desde la universidad pero me rehusé a responderlas. Pensé que me veías como una persona desfigurada que ya no valía la pena. Con que uno de los dos sufra es suficiente, pensé. Al fin que yo ya no te merecía. Qué tonta fui. Ahora dime una cosa: ¿si en aquel entonces te lo hubiera pedido te habrías casado conmigo?
—Claro que sí, por supuesto —le dije no menos conmovido por la pregunta que por la ternura salvaje de su rostro.
—Qué bien, veo que me comprendes. Temía provocarte repulsión y por eso me puse el ojo postizo. Estoy justo en mis días fértiles, quiero un hijo que pueda hablar. Si aceptas, serás mi salvador; si te niegas, mi verdugo. Sé que hay mil razones y diez mil pretextos para no aceptar, pero por lo que más quieras no las menciones.








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