A partir de esta semana y durante diez o doce más, voy a insertar una seria de cuentos que me han ido impresionando a lo largo del tiempo. Moravia, Cortázar, Hemingway, Joyce, Borges, Rulfo, Chejov, Carver, Cheever, Torga, Bebilacqua, Hamsun, Poe y algunos otros autores a los que guardo admiración.
Comencemos hoy precisamente con Moravia, Alberto Moravia, autor italiano adscrito al neorrealismo, y firmante de obras como Los indiferentes, La romana, La Ciociaria, o los Cuentos Romanos, una de cuyas piezas hemos seleccionado. Autor prolífico, Moravia es, como Llosa, un virguero, un encantador de serpientes que igual se vale de una novela que se un cuento para dejar su impronta.
En este caso la traducción es mía y el relato simplemente deslumbrante. Dije que era de Racconti romani, pero no, su filiación precisa es Nuovi racconti romani
Comencemos hoy precisamente con Moravia, Alberto Moravia, autor italiano adscrito al neorrealismo, y firmante de obras como Los indiferentes, La romana, La Ciociaria, o los Cuentos Romanos, una de cuyas piezas hemos seleccionado. Autor prolífico, Moravia es, como Llosa, un virguero, un encantador de serpientes que igual se vale de una novela que se un cuento para dejar su impronta.
En este caso la traducción es mía y el relato simplemente deslumbrante. Dije que era de Racconti romani, pero no, su filiación precisa es Nuovi racconti romani
ÉL Y YO
Alberto Moravia
trd Manuel Moya
Comencé a hablar solo
poco después de que mi mujer me dejara, porque según decía,
estaba hasta las narices de mi silencio. Y es verdad, era silencioso
con ella, como, por otra parte, lo era con todos; pero era silencioso
porque la quería. Cuando se quiere a alguien no hacen falta las
palabras, ¿no? Basta con estar junto a esa persona, mirarla, sentir
que está ahí. Silencioso con ella, incluso tal vez demasiado, me
convertí en un parlanchín conmigo mismo, como ya he dicho, apenas
ella me abandonó. Soy zapatero y el oficio de zapatero, ya se sabe,
requiere concentración, aunque no sea más que porque trabajar el
cuero requiere finura y ay de ti si te equivocas: el pie no admite
errores. Así, cuando regresaba a casa, con los ojos irritados, la
cabeza medio perdida a causa de los martillazos, los labios
insensibles de tantos clavos como me meto en la boca para
humedecerlos antes de fijarlos en las suelas, hubiera querido
encontrar una sonrisa, una palabra amable, un beso en la frente, una
sopa calentita. En vez de eso, nada de nada. Sólo, en la oscuridad,
la gotera en la cocina del grifo de agua potable. Ahora bien, si el
silencio es una buena cosa cuando se está junto a una persona a la
que se quiere y se sabe que en cuanto uno lo quiera, puede charlar
con ella, pero es un tormento cuando nos viene impuesto. Así, luego
de que mi mujer volviera con su madre, preparándome a solas la cena
en la cocina y comiéndomela después, a solas también, sentado en
el canto de la mesa, despacito, casi sin darme cuenta, comencé a
hablar conmigo en alta voz.
Al principio decía
cosas impersonales, sin de verdad dirigirme ni a mí mismo ni a
nadie. Decía por ejemplo: “¡Cuánto frío hace en esta casa, dios
mío, cuánto!”, o “si no fuese porque las ratas trastean entre
el techo y el tejado, aquí dentro no habría otro ruido que el de la
gotera del grifo”, o incluso: “La cama está deshecha desde la
mañana. Tranquilo, ahora ya es demasiado tarde, mañana la haré”.
Hablaba en voz alta, alguna vez altísima, por más que las cosas
fueran insignificantes; me gustaba sin embargo oír resonar mi voz
entre aquellas paredes desiertas. Después, un buen día, llegué a
decirme: “el vino es bueno, consuela, te bebes un litro y dejas
atrás los sinsabores”, y de golpe, no sé cómo, me vinieron ganas
de responderme, en voz alta. “Guillermo, coño, eres un desgraciado
y lo sabes. Sí, el vino será todo lo bueno que quieras, pero
consolar no consuela. Te puedes beber una damajuana pero no serás
capaz de olvidarte de tu mujer y del hecho de que te haya dejado. Sí,
ya te digo, el vino será todo lo bueno que quieras, pero la compañía
de una mujer que te quiera es mucho mejor”. La verdad de estas
palabras me golpeó y respondí, es decir, mi propia voz respondió:
“Llevas razón, pero en fin, ¿qué es lo que me queda ahora? Tengo
cincuenta años y mi mujer, de veinticinco, me ha dejado. ¿Dónde
encontraré otra que quiera estar conmigo? Ahora no tengo más que el
vino.”. Y otra voz: “Venga ya, no te hagas ahora el filósofo.
Sabes mejor que nadie que no has renunciado a tu mujer”. Y yo:
“¿Eso quién lo ha dicho? Vaya si he renunciado”. Y él: “No,
no has renunciado. Si lo hubieras hecho no estarías todo el rato
suspirando al pensar en ella, allí donde te coja, ya sea en el baño,
ya en las escaleras de casa”. En fin, que tenía dos voces, una que
hablaba, por así decir, desde mí mismo, y otra que hablaba como si
fuera otro que era yo mismo y al mismo tiempo no lo era. Fue así que
sin darme cuenta, pasé del monólogo al diálogo, es decir de hablar
a solas a discutir a solas.
Por otra parte estas
discusiones no siempre eran discusiones. A veces nos poníamos de
acuerdo él y yo. Por ejemplo, la tarde, después de haberme bebido
aquel litro y medio o dos litros, me fui al cuarto y allí, ante el
espejo del armario, me puse a hacer muecas, por reírme un rato. Él
dijo entonces: “Estamos como siempre. Has bebido. Menos mal que
estás en casa y no por esas calles de dios. Has bebido y no te
tienes en pie. ¿No te da vergüenza a tu edad?”, no sin un puntito
de complacencia en la voz. Anduvimos más o menos de acuerdo, quizás
un par de meses, hasta que una noche en la que había mamado más de
lo habitual, una garrafa enterita, mirándome al espejo y sacando la
lengua, me quedé de piedra al comprobar que él estaba serio y
compuesto, sin sacar la lengua ni abrir la boca. Después, habiéndome
mirado con compasión durante un buen rato, dijo. “Guillermo, me
tienes hasta el gorro”. Yo le pregunté: “¿Cómo es eso?”. Y
él me respondió: “Porque en vez de luchar, pasas de todo. Te has
resignado a estar sin tu mujer, te has convertido en un borrachuzo e
incluso has perdido el cariño por tu trabajo”. “¿Eso quién lo
dice?”. “Yo te lo digo. En el barrio todos saben que bebes y los
zapatos se los arreglan donde sea. ¿Sabes en qué te has
convertido?: en una piltrafa humana”.
Aquello me sentó mal y
me rasqué la cabeza. Luego pregunté: “Bah, entonces ¿qué es lo
que según tú, tendría que hacer?”. “Luchar, rebelarte, salir
adelante”. “Pero ¿para qué?”. “Coño, para qué va a ser,
para tener tu mujer en casa; y, ya que sin ella no sabes vivir, trata
de verla de nuevo. ¿No sigues siendo su marido? ¿No tienes todo el
derecho de tenerla a tu lado?. Pues bien, muévete, cojones, haz
algo”. “Pero ¿qué es lo que puedo hacer?”. “¿Que qué
debes hacer? Joder, lo sabes muy bien”. “No, te lo juro, no tengo
ni idea de qué hacer”. Y él, mirándome fijo: “Lo que debes
hacer es conseguir que ella vuelva a casa, por las buenas o por las
malas”. Dijo estas palabras con un tono particular, que, lo
confieso, me dio miedo. Le respondí: “Por las buenas ya lo he
intentado y por las malas no quiero ni siquiera pensarlo. No quiero
hacer nada malo”. Me parecía haber dicho algo justo, convincente,
pero él agachó la cabeza y dijo, amenazante: “Bueno, va, tú
mismo. No se hable más del asunto”. En ese momento desapareció
del espejo y me volví a quedar solo.
Me tumbé pensativo.
Apenas había apagado la luz, cuando he aquí que su voz recomienza
en la oscuridad: “Ahora que estás más tranquilo y se te ha pasado
ya la resaca, te diré lo que tienes que hacer para volver a ver a tu
mujer. Pero no me interrumpas, escúchame hasta el final”. Le
respondí que hablase, joder, que lo escucharía, y él entre bromas
y veras me dijo que a la mañana siguiente debía ir a la zapatería,
coger la lezna, acercarme adonde mi mujer, ponerle la lezna en las
narices e intimidarla con un “o te vienes a casa ya pero ya, o si
no ya ves lo que te espera”. Yo le respondí rápidamente, a
oscuras: “Pero ¿tú estás majara? Eso ni pensarlo siquiera.
Quiero volver con mi mujer, eso está claro, pero de ahí a
amenazarla con la lezna en las narices, hay un camino. No quiero
acabar con los huesos en la cárcel”. Y él: “Bueno, va, lo que
tú digas, no quieres acabar en la cárcel, pero te voy a decir una
cosa, en la cárcel estarías mucho mejor que aquí”. “Pero ¿qué
coño estás diciendo?”. “Lo que quiero decirte es que al menos
en la cárcel no estarás solo, por lo tanto no tienes nada que
perder: o tu mujer se vuelve contigo y miel sobre hojuelas, o bien se
niega a venir, tú le das un viaje con la lezna y acabas en la
cárcel, en compañía de otros presos”. “Tú estás majara
perdido, ¿no?”. ¿El majara lo serás tú. Mira, Guillermo, estás
tan solo que hasta en la cárcel estarías mejor que aquí”. En
este punto ya no aguantarme pude más e incorporándome en la cama,
le dije con energía: “De eso ni hablar. Cállate, cierra ese pico
del demonio y déjame dormir”. “Te advierto que si no lo haces
tú, lo haré yo”. “Ya te he dicho que me dejes dormir”. “Lo
haré a ano más tardar que mañana por la mañana”. “Cállate,
joder”. “De acuerdo entonces, ¿no?”. Me levanté de la cama,
cogí uno de los zapatos que tenía en el suelo y se lo lancé, así,
en lo oscuro. Debió salir pitando de donde estaba, pues escuché un
ruido de cacharros y comprendí que había roto el caño del agua del
fregadero: me fui quedando dormido.
A la mañana siguiente,
al despertarme, me di cuenta rápidamente de que no había tiempo que
perder. Él ya no estaba en ninguna de las habitaciones. Capaz de que
mientras yo me entretenía en casa calentándome el café, él se
hubiera ido al taller (disponía de la llave, porque yo mismo se la
había dado), hubiera pillado la lezna para luego, ya se sabe, la
escabechina. Se me puso la piel de gallina, lo juro, de sólo pensar
que aquello ya estuviera sucediendo. Así que, sin beberme el café,
sin lavarme y sin afeitarme siquiera, despeinado y sucio, me
precipité a la calle, poniéndome la chaquetilla escaleras abajo.
Era muy temprano, con la rociada y las calles envueltas aún en la
niebla, poca gente todavía yendo al trabajo, el halo de humo
saliendo de la boca. Tenía el taller en una callejuela llamada del
Río, así que corrí casi toda la calle Ripetta y al volver la
esquina lo vi de lejos, cuando ya salía de la zapatería a toda
prisa para luego salir pitando hacia el Tíber. “Hay que joderse”,
pensé. “Al menos es un hombre de palabra, de eso no cabe duda.
Había dicho que lo haría y lo está haciendo. Ahora, claro, tengo
que impedírselo”. Corrí también a la zapatería, cogí otra
lezna por si él volviera su furia contra mí y entré en un bar
cercano que tenía una cabina telefónica. “No sirvo todavía café,
la máquina se está calentando”, me gritó el camarero que me
conocía. Alcé los hombros. “No, no quiero café”. En verdad,
del gran nerviosismo las manos temblaban mientras pasaba las hojas de
la guía telefónica mientras buscaba el número de la comisaría. Al
final, lo encuentro, marco, una voz me pregunta que qué se me ofrece
y le explico el caso. “Debéis acudir enseguida. Va armado con una
lezna. Peligra una vida humana”. La voz al otro lado de la línea
preguntó: “A ver, dígame, ¿cómo se llama este hombre? Lo pensé
un instante y respondí: “Palombini, Guillermo”, que coincide con
mi nombre, una mera coincidencia. En el teléfono me aseguraron que
tomarían medidas inmediatas y me puse a correr hacia Plaza del
Popolo, a la estación de taxis: la policía podía llegar tarde, así
que debía apresurarme. Subí al taxi, grité la dirección y añadí:
“Por favor, corra, corra, que está en juego una vida”. El
chófer, un viejecito de pelo canoso, me preguntó qué era lo que
pasaba y le respondí: “que un tal Palombini, zapatero, armado de
una lezna, va en un taxi en busca de su mujer, que lo ha dejado,
porque quiere matarla... y hay que impedírselo a toda costa”. “¿Ha
llamado a la poli?”. “Claro”. “Pero ¿cómo es que se ha
enterado de eso?”. “Bueno, Palombini y yo somos, por así decir,
amigos y él mismo me lo ha dicho”. El chófer reflexionó un
instante y luego dijo: “Muchos se hacen los bravucones y al final,
en el momento de la verdad, se echan para atrás”. “Te equivocas,
éste va en serio, lo conozco bien”. Mientras, corríamos por las
calles hacia vía Giulia, donde habitaba mi mujer.
El taxi se detiene, me
bajo, pago, el chófer se aleja, me vuelvo hacia vía Giulia, vacía
hasta donde se pierde la mirada y veo al muy sinvergüenza, que justo
en ese instante se dirige al portal de mi mujer. Recordé que a esa
hora mi suegra, una vieja beatona, estaría en la iglesia mientras mi
mujer se quedaba sola en casa, en cama todavía, porque era perezosa
y no le gustaba madrugar. “Ha elegido un buen momento”, pensé,
“joder, el cabrón se las sabe todas... así que corramos antes de
que todo acabe en una carnicería”. Me precipité sobre el portal,
subí los escalones de cuatro en cuatro y al llegar lo veo en el
rellano, mientras aporreaba la puerta gritando: “El contador del
gas”, una forma como cualquier otra para hacerse abrir. Lo seguí
y, de hecho, en un momento hubo un ruido de llaves en el piso, la
puerta se abrió y oí oigo la voz chillona de mi mujer que decía:
“el contador está en la cocina”. Él esperó un momento y luego
se dirigió al interior. Yo lo seguí.
El pasillo estaba a
oscuras, reconocí el olor del sueño de ella, cálido y joven, y
sentí que me faltaba el aliento. De puntillas fui directamente al
fondo del pasillo donde sabía que estaba su cuarto, empujé la
puerta que ella, al volver al lecho, sólo había dejado entornada y
entré. También el cuarto estaba a oscuras pero no tanto que no
pudiera vislumbrar la cama de matrimonio y, blancos y llenos bajo el
pelo negro suelto sobre la espalda, los hombros desnudos de quien ya
se había vuelto a dormir de costado. Digo la verdad, viendo aquellos
hombros, sentí una nostalgia tan fuerte del tiempo en el que la veía
de madrugada al salir de puntillas para acudir al trabajo, que me
olvidé de él y de su lezna, me puse de rodillas, tomé su mano del
cobertor y le dije: “Amor mío, tesoro mío, vuelve a casa. Sin ti
no puedo vivir”. Estaba seguro de que mi mujer, dadas las
circunstancias, se hubiera dejado convencer si aquel bellaco no se
hubiese puesto por el otro lado de la cama con el brazo armado y
suspendido en el aire, y agitándola por los hombros no le hubiera
dicho con aquella voz horrible. “O te vienes conmigo, o si no, mira
lo que te espera...”.
No logro describir lo
que vino después. Yo luchaba contra él tratando de desarmarlo; mi
mujer gritaba y se llevaba por delante todo lo que pillaba a su paso,
escapando semidesnuda por el cuarto; tantos hombres, los agentes de
policía que de pronto aparecieron y saltaron sobre mí, mientras yo
seguía gritando: “Arrestadlo, arrestadlo, es peligroso, pero mucho
cuidado con la lezna”. El caso es que los agentes, acaso porque yo
también llevaba la lezna en la mano, me cogieron sin hacer
distinción, me sacaron del piso me arrastraron escaleras abajo
mientras me debatía y repetía a todo lo que me daba la voz:
“Arrestadlo a él, no a mí..., os estáis equivocando”. En la
calle se había formado un gran bullicio y los agentes me empujaron
hacia el furgón y al alzar los ojos, lo vi, esposado ante dos
agentes, sentado frente a mí y con un guiño que parecía decirme:
“¿Has visto cómo lo he hecho?”. Grité entonces apuntándolo
con el dedo: “Me ha jodido la vida, este delincuente me ha jodido
la vida”, y entonces me desmayé.
Ahora estoy en una celda
acolchada y dicen que me tienen en observación porque creen que con
tanto dolor puede que se me vaya la olla. No me lamento, pero me
siento tan tan solo... A él se lo han llevado a Regina Coeli y nos
tienen separados, de modo que mientras yo estoy en el manicomio, él
está en la cárcel, siendo así que la sola compaña que tenía
hasta ahora se la han llevado y ya no tengo a nadie, así que creo
que ahora me tocará quedarme callado para siempre.
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