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La plaza donde nací. Por esa época. |
AUTOBIOGRAFÍA ÍNTIMA
(CAPÍTULO PRIMERO Y ÚNICO)
Nací en pleno siglo XV (es
decir, en 1960 y en Fuenteheridos, Huelva), en el seno de una familia
de labriegos andaluces. Ocurrió en una noche de noviembre de 1960 en
la que arreciaba un aguaje que amenazaba con desbaratar el mundo.
Aunque es el pasado la estación de la lluvia, puedo asegurar que
tras un mes de aguaceros ininterrumpidos, el verdín se había
apoderado de las fachadas, y los pozos desaguaban su caudal en unas
calles convertidas en torrenteras. Cuentan los viejos que las
gallinas, acostumbradas a campar por las calles, enfermaban de
melancolía en los corrales, y que las cabras, preñadas desde
septiembre, malparían por la tristeza de no ver el sol. Rara era la
noche que no caía despanzurrada una tapia o que la lluvia no se
ensañaba con algún caserón abandonado. Los hombres no se daban a
basto para apontonar las vigas de sus casas y en los castañeros
brotaban las castañas como si fuera abril. Muchas zahúrdas cedieron
ante el empuje de las aguas y los guarros atrapados entre sus
piedras, fueron arrastrados barranco abajo y sólo días más tarde,
cuando por fin aflojaron las aguas, sus cuerpos fueron vistos
flotando como globos hinchados por las choperas del vecino pueblo de
Galaroza.
Pocas horas antes de mi
nacimiento, una mujer del pueblo cuyo marido no había tenido más
desdichada ocurrencia que molerla a palos, era transportada sobre un
sillón de anea en una escena que imagino bíblica. Desafiando a la
lluvia, los vecinos conducían a la mujer sangrante, no sé si hacia
la casa de Don Enrique, el médico, o a la de algún pariente
protector. Mi madre, que andaba embarazada de ocho meses fregoteaba
los cacharros en la cocina; alarmada por el estrevejín de la calle,
abandonó su quehacer y se dirigió a la planta baja, pero tropezó
en algún peldaño de las escaleras, con tan mal pie que fue rodando
hasta el zaguán, donde quedó tumbada y aturdida hasta que notó,
alarmada, que había roto aguas. Como pudo, salió a la calle y en
mitad del aguacero llamó a puros gritos a las vecinas, pero la
lluvia amortiguaba sus voces y hubo de acercarse a la primera puerta
que encontró. Pocas horas más tarde, después de remover cómodas y
cajones para dar con las vendas, de alimentar el fuego de la
chimenea, de calentar precipitadamente cacharros y más cacharros de
agua y preparar cafés, tilas y todo lo que era preceptivo, Vicenta,
una partera que vestía invariablemente de luto por un marido y un
hermano que le habían matado los nacionales en el 36, se arremangó
el vestido, tomó un trago de aguardiente, respiró hondo y hundió
sus manos en las entrañas de mi madre, buscando mi cabeza, sobre la
que aplicó todas sus fuerzas. Aquella cabeza era la mía, la que
desde entonces se ha mantenido más o menos fiel a mí mismo. Nací,
pues, de un susto, de una caída, a resultas de un hecho violento, en
un día infame, improvisadamente, sin solemnidad. Ese mismo día, también en mi pueblo, falleció Matías, uno de los siete huidos que se escondieron en la Cueva de Alcalá, y sobre los que, sin saber este curioso detalle, escribí mi primera novela La tierra negra. De esta curiosa manera yo tomé el testigo del anónimo Matías.
Quiero suponer que nacer como nací marca carácter, para bien y para mal, porque creo que no
hubiera sido lo mismo nacer en un día tranquilo de diciembre, con
todo preparado, rodeado de abuelas, tías y demás acompañamiento
lírico. Pero, bueno, a lo largo de esta peregrinación he tenido
tiempo de comprobar que las cosas vienen como vienen, al margen de
los reverberos de la voluntad, por puro gusto, con simpleza. Y a eso
me aferro.
1 comentarios:
Un placer leerte.
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