LA NIÑA MUERTA
Manuel Moya
del libro:
Zorros plateados (Edhasa, Barcelona, 2017 )
a
Pilar, que me acompañó
por esta hermosa travesía de París
No le negaré esa copa,
aunque le adelanto que puedo aclararle muy poco a lo que ya sabrá.
De quien me pregunta, sí, he leído algunas cosas. Porque, claro,
uno acaba interesándose. Al fin y al cabo, ya me entiende, vienen,
te preguntan, te dicen que si esto que si lo otro, te hacen fotos, te
pagan unos vinos, te tratan como a un buen tipo y te sacan en el
periódico o en un libro. Al final, aunque uno trate de olvidar,
acaba por interesarse. Usted es parte de la historia de Modigliani,
nada más y nada menos. Y de esa chiquilla: Jeanne. Y les cuentas y
te dicen y uno a veces duda de que las cosas sucedieran tal como
luego se han escrito. ¿Eso dije yo?, me pregunto a veces. ¿Así
fue? Estaría borracho, digo. Era una broma. Hay mucho fantasioso por
ahí suelto. Le voy a confesar una cosa: daría sus cien francos
porque aquello nunca me hubiera pasado a mí. Pero la vida, amigo
mío, te coloca justo ahí en el momento justo. O en el injusto,
porque cuánto mejor hubiera sido encontrarme un maldito billete de
lotería premiado, pero me encontré lo que me encontré y sólo hice lo
que tenía que hacer. Lo que hubiera hecho cualquiera. Mi hijo mayor,
que es medio bohemio también, sabe mucho más de esa familia
desdichada. Él trató al hermano de ella, la muertecita, digo. Usted
quizás sepa que ella tenía un hermano que se llamaba André y mi
hijo lo ha tratado en sus cosas. No quiere hablar. Nunca quiere
hablar del asunto. Mire que es artista, pues ni por ésas. Entienda
que en su familia no eran más que unos pobres desdichados que
tuvieron que tomar cicuta en rama porque eso es lo que les tocó. No
quisiera haber estado en su pellejo. La niña se veía que era una
niña. Quiero decir. Como si aún no hubiera salido del cascarón. Yo
la sostuve en mis brazos y sé lo que le digo. El italiano era un
borrachín. Aquí, en el barrio, todos lo conocían. Él era más de
la parte de Montparnasse, de la estación y todo eso, pero a los
borrachos todo el mundo acaba conociéndolos. Porque según creo las
montaba buenas el italianini de los cojones. Un prenda. Y quién, qué
padre quiere un prenda y un degenerado en su familia. Seamos francos:
ni usted ni yo. Nadie. Ahora comprendo a esos padres. No en lo que
hicieron, eso no, pero sí en lo que sufrieron. Con este calor y toda
esta cháchara, mejor pedir otros dos vinos, ¿no le parece? El vino
alimenta el alma. Le da esplendor, usted ya sabe. Para mí otro
minervois, por favor. Le decía que seguramente estará muy
bien escribir sobre él. Y sentarse frente a un cuadro suyo, y
decirse, coño, este tío era un genio, joder si sabía lo que
quería, pero la vida, amigo, es otra cosa. A quienes nos ha tocado
bregar desde lo más hondo, nadie nos ha regalado nada. Hemos
luchado. Nos hemos tenido que comer toda la mierda de este París que
otros dicen que es tan extraordinario y tan no sé qué. Mientras
unos se divierten, unos tipos como yo tienen que encender las luces
de gas, palear carbón para los grandes restaurantes y las casas más
pobres, conducir los tranvías y llevarse la basura. Un brindis, por
favor. Qué sería de la vida sin una buena copita de vino de cuando
en cuando. No sé por dónde andaba. Sí, bueno, lleva razón. Del
esplendor. ¿De qué esplendor estamos hablando? Ambiente
extraordinario. ¿Extraordinario para quién? Capital del mundo.
Vamos, no me haga reír. Para los burgueses de la rue Lafayette o del
boulevard Saint Michelle claro que todo es extraordinario. Faltaría
más. Y para los extranjeros que llegan forrados de billetes. Para
nosotros no. Nosotros tuvimos que ver cómo por dos veces se nos
metían en la cama los alemanes y nos humillaban. Yo mismo fui
movilizado en el 15. Tuve suerte y conservé el pescuezo. Puedo
asegurarle que a veces sigo soñando con alambradas y trincheras.
Creí que no saldría de aquello. Era como no vivir. Después de ver
lo que vi, sentía un profundo asco incluso por mí mismo. Podría
decirse que después de aquello el asunto de la niña, cómo decirle,
me parece una broma. Sólo hacía dos años que había dejado de
chapotear en el barro de Normandía. Después, veinte años después,
me tocó ver cómo esos cabezas cuadradas se meaban en nuestros
geranios y se follaban, con perdón, a nuestras hijas. Yo los vi. No
tengo que ir a preguntar a ninguna parte. Se llevaron a un vecino de
mi edad. Nunca más volvimos a verlo. Y se fueron de rositas, porque
claro, si les apretábamos el pescuezo como se hizo después de la
gran guerra, no tardarían en revolverse de nuevo. Encima les pusimos
el culo. Eso nos ha pasado a nosotros, no a los chinos ni a los
canadienses. A nosotros. Después de que se fueran hemos tenido que
levantar el país piedra a piedra, mientras los extranjeros bebían
en La Rotonde y tomaban fotos y todo les parecía extraordinario y
chic. Chic, una mierda. Sé lo que digo. Pero no se preocupe, le
hablaré de la niña. Porque para mí es la niña. Usted ha venido a
eso y yo le contaré todo. Todo. Mire, digamos que tuve la mala
suerte de encontrármela aquella mañana de enero. El 25 de enero de
1920, creo. No sé. Han pasado ya más de treinta años, pero todavía
siento el escalofrío. Sí, ha escuchado bien. Le contaré cómo fue:
yo iba como todas las mañanas para mi trabajo. Entonces trabajaba
para una tienda y fábrica de barnices cerca de la Rue Bonaparte, por
la parte de Saint-Sulpice ¿sabe? A veces iba en bicicleta, pero
aquel día tenía tiempo y estaban de obras por la parte del Panteón.
Arrastrar una bicicleta por el barro y pasar por resbalosos y
estrechos tablones no es cosa fácil. Claro que podía haber tomado
por otra parte, pero preferí ir andando. Total, eran quince, veinte
minutos sin apretar el paso. Hacía un frío que hasta se podía
cortar el aire, así que me puse un abrigo y me eché a andar. Un
cuarto de hora, todo lo más. Sólo tenía que atravesar la
Contrascarpe, callejear hacia el Panteón y bajar bordeando el Jardín
del Luxemburgo. Durante casi treinta años ese fue mi trayecto diario.
El trabajo no era duro, pero ahora tengo los pulmones hechos cisco de
tanto andar con productos químicos y laberintos. Me jubilé hace
años y ahora hago mis chapuzas, ya sabe. Persianas, grifos, lo que
sale. Tengo que ganarme unos francos extras para no quedar a la
deriva, ya me entiende. El día se hace largo sin esas chapucillas y
así entretengo la tos. Algunos como usted han venido a que les
contara. Al principio ni les cobraba. Me trataban como si fuera un
héroe y con eso y unos vinos me conformaba. Eso al principio, claro.
No hay mucho nuevo que contar, créame, de manera que se puede
ahorrar su dinero. Yo no conocía a esa chiquilla. Porque le juro que
parecía una chiquilla. Menudita, rubia... con aquella barrigota.
Parecía cosa del diablo, créame. Ya digo, camino del trabajo. Medio
adormilado. Nunca he sido de beber pero la noche anterior tomé unas
copitas en la Contraescarpe. Allí, a cien metros de la plaza la
encontré. De lunes a sábado tomaba por aquella callejuela desierta.
Aquel día era un día cualquiera. Hacía frío. Mucho frío. Enero
es jodido si vive usted en París. Nunca me he sentado en La Rotonde,
mire usted. Allí un buen minervois debe costar un pico y no estoy yo
para gastarme media paga en un vino. Por eso comprendo a ese padre y
a esa madre.
Sí. Imagine que su hija se va con un cantamañanas como
ése. Bueno, sí, que luego resultó ser un genio, de acuerdo, pero
uno cómo sabe eso. A un padre cómo le dices tú que tu hija se va
con un borracho que en realidad es un genio. A mí no, desde luego.
Por eso los comprendo. Por eso me he pasado media vida tratando de
buscar una explicación. No es que comprenda del todo, pero sí, se
lo digo con franqueza, me pongo en su lugar. Ahora todo el mundo raja
que si esto que si lo otro, pero mientras ese tío vivió, fue un
borracho y un pendenciero. Eso es lo que cuentan todos. Mire, hasta
sus amigos más íntimos le volvieron la cara. Lo he leído en un
libro. Por algo sería. Yo no juzgo sus cuadros, pero si todos lo
abandonaron no sería porque era el ángel de la guarda. Sé que esto
que digo les choca a todos ustedes, que vienen a mí para que les
hable del gran genio o de la heroica muchachita enamorada del genio,
que se lanzó desde un quinto piso porque el amor de su vida, el
pintor más canalla de París, acababa de diñarla y el mundo, usted
ya me entiende. Lástima que mi hijo no esté por aquí. Debiera
conocerlo. ¿Dice que trabaja para un periódico italiano? Yo nunca
he estado en Italia. Me han dicho que se come bien. Y que las
italianas, en fin, usted comprende. ¿Otro vinito? Yo todo lo más
que he salido ha sido para ir a Lyon por cosa de una boda. No me
gustó Lyon. Donde esté París, que se quite el resto del mundo.
Cuando la gente viene aquí y dice lo que dice por algo será. Hasta
los pobres de aquí respiramos otra cosa. Otro par de éstos, si no
te importa. Bueno, uno, si el señor no va a tomar. El vino alegra el
espíritu. Es como traerse el sol del sur en una copita. Uno puede
prescindir de muchas cosas pero no del vino. Pero le hablaba de mi
hijo. Quizás no tarde. Cada día vengo a encontrarme con él y echar
el rato. Un alma de dios, un iluso, que las pasa canutas con el arte.
Por la mañana temprano se va a la plaza del Tertre y, voilá, coge
su caballete y a pintar se ha dicho. Unos días cuela un cuadro a un
turista pasado de rosca y otros no hay manera. Qué le voy a contar.
Por eso estoy aquí. Mi hijo es buen chico y hace unos cuadros muy
raros, pero qué se le va a hacer, es lo que le sale del cuerpo y lo
que ahora se lleva, dice. Tiene que verlos. A mí no es que me digan
mucho, pero los entendidos les hacen fotos y a veces los cuelgan en
sus casas. Pero no quiero que usted pierda el tiempo con un charlatán
de taberna como yo. Mire, qué le decía del vino. El minervais es
único. Mi abuelo era de esa parte. Lo conocía como la palma de la
mano. Y no crea que hay muchas tabernas en París donde lo
encuentres, pero le diré algo que nunca he dicho. Usted es un hombre
que sabe escuchar. Yo, que hablo por siete, sé apreciar eso. Mire,
entre usted y yo, una vez me encontré frente a frente con el padre
de la chica. Era un hombre extraño. Triste, roto, diría yo. La
procesión siempre va por dentro. Se terció la cosa de conversar. En
realidad yo pasaba por la calle y lo vi. Iba a hacer algún chapú
pero me dije que no podía dejar escapar la ocasión. Él se tomaba
un café en la brasería Lipp, no sé si usted la conoce, bueno,
saliendo de Saint-Germaine, casi frente al Flore. La Lipp. Eso es. Yo
no me paro en esos sitios. Demasiado caros para mí, pero un día es
un día y además estaba aquel hombre. Y me detuve. Él estaba
sentado en un velador de los que miran al boulevard. Vi que había
una mesita libre a su lado y allí que me senté a ver qué le sacaba
en limpio. Nada más pedir el café empecé a darle palique, como se
suele decir. Parecía incómodo. Se veía que no era muy hablador y
que le costaba hacer amigos. Después de aquello quedó marcado para
todos. Nadie en el barrio volvió a hablarle. Por eso tal vez se
alejara tanto para tomar un café. Quizás no era un hombre malo.
Quizás aquella tremenda desgracia le sobrepasó. Cosas así suceden.
Dígame que sí. Se veía rígido, no sé si me sigue. No se fiaba de
mí. Parecía dispuesto a marcharse, pero yo no lo soltaba. Me dijo
que acababa de salir de la iglesia. Que le gustaba esa iglesia. Habló
de religión. Por lo que pude ver era un hombre de profundas
convicciones, como he leído en alguna parte. Profundas convicciones,
fíjese, parece que se le llena a uno la boca de arena. Este vino
está muy bueno, sí señor. Una cosecha excelente. Mi abuelo, que
venía de la parte de Béziers, me enseñó a beber. Para él los
vinos no tenían secretos. Me río yo de los sumeliers de ahora. Para
mi abuelo un vino era como una partitura. Y como pudo me enseñó a
apreciarlos, lo cual es un problema, porque rara vez se da uno de
cabeza con un buen vino del sur. Aquí sí, aquí todo está
garantizado. Cada vez que hago un buen chapú me escapo y me gasto
unos francos. No hace falta dejarse una fortuna para beber un buen
minervais. Sólo hay que tener nariz. Y gusto. Con el arte supongo
que será así. Cada uno entiende de lo que entiende. Por eso lo cité
aquí. Con un poco de queso de Carcasona mejora, pero... Bueno, le
decía que aquel pobre hombre me pareció como el jefe que uno
desearía no tener nunca. Por lo rígido, quiero decir. Creo que no
me reconoció. O sí, qué importa. No le mencioné el asunto. Hasta
no ver por dónde respiraba, no se me hubiera ocurrido. Simplemente
hablamos. De la vida, de las cosas, de las restricciones cuando
llegaron los alemanes e infestaron hasta nuestros retretes. Figúrese.
Me importaba a mí un carajo, dicho mal y pronto, hablar de los
alemanes. Traté de sonsacarle cosas de la familia pero se escurrió.
Le hablé de mi hijo el pintor. Su cara se crispó un poco pero le
dije que era un buen chico, nada que ver con aquellos terribles
bohemios que bebían como esponjas. ¿Ve, qué le decía?, este queso
es una maravilla. Lleva el sol dentro, como el vino. ¿En Italia
tienen buenos quesos? Perdone, perdone. Mi hijo me lo dice mucho, que
me voy por las ramas. Eso quise decir. El padre se puso a la
defensiva. Supe que por ahí no había nada que hacer. Hubiera dado
otros cien francos por una explicación, porque me hubiera dicho
algo, no sé qué. Pero no hubo manera. Tampoco sé muy bien qué es
lo que esperaba escuchar. Deduzco que a él también muchos le habrán
importunado. Gente de los periódicos. Críticos de pintura, ese tipo
de gente. Se limitó a decirme que los hijos salen como salen y
cuando la cosa se tuerce no hay mucho que hacer. Todo, añadió, es
cuestión de suerte. ¿Suerte? Pero se cerró en banda. No quiso
seguir por ese terreno. Ya le digo que es casi seguro que no me
reconoció. Me lo hubiera hecho saber de una manera o de otra, ¿no
lo cree usted? Tal vez me hubiera rehuido y no lo hizo. Yo sí que lo
reconocí. Aunque soy malo para las caras, la suya se me quedó
grabada desde que lo vi aquella mañana. Cosas así no suceden muchas
veces en un siglo. Es que no daba crédito, créame. Durante días le
estuve dando vueltas al asunto y en una pila de meses evité pasar
por esa calle. Qué había sucedido allí, por qué él y su mujer me
dieron con la puerta en las narices. No acabo de entenderlo y eso que
han pasado más de treinta años. Hubiera dado cien francos por
saberlo, que aquel hombre con el que me senté en el Lipp me hubiera
dicho qué es lo que pasó por su cabeza. Nada, dijo cuando su
mujer, desde el dormitorio o donde fuera, le preguntó qué estaba
pasando. Nada. Figúrese. Esa palabra me espanta. Mire, me hubiera
podido decir y yo creo que hubiera descansado de ese tremendo peso
que llevaba sobre su conciencia: mire, las cosas no iban bien con mi
hija. Estaba embarazada por segunda vez y su marido o su amante, como
quiera, un maldito pintor degenerado, que no había ni tenido la
deferencia de casarse con ella y darle un apellido a su hija, acababa
de morir tuberculoso en un hospital. Aquello nos desbordó.
Simplemente no pudimos más y cuando vi a Jeanne en sus brazos, fue
como si toda la casa se cayera sobre mí. Como si todo el cielo me
tragara. No sé lo que sentí. Durante toda mi vida no hay día que
no se me presente usted, esperando una respuesta y a mi hija,
desmadejada, como un gato agavillado en los brazos. La carga nos
aplastó. Eso es lo que hubiera querido escuchar. Habían sufrido lo
indecible con la hija. Una hija criada como la pipa de la calabaza y
que se había fugado con un bohemio de mala muerte, con un judío,
con un extranjero borrachín y pendenciero que se iba con todas las
mujeres que le salían al paso y que estaba marcado por la muerte. Lo
de extranjero lo he dicho sin maldad. A mi edad he visto a más
extranjeros que parisinos. Por favor. ¡Camarero, con el permiso del
señor, llene usted la copa! Yo lo hubiera entendido. Tengo dos hijos
y una hija y si a mí me hubiera ocurrido lo mismo, no sé cómo
hubiera reaccionado. Otra cosa es cerrar los ojos y no querer saber
nada, como sucedió cuando llamé a su puerta y les entregué a su
hija. Eso no. Perdone que toque madera, pero nunca se sabe. Un
español exilado que conocí en la tienda de barnices solía decir
algo así como que hasta el rabo todo es toro. Y es así. Hasta el
último aliento uno está expuesto a la fortuna, por decirlo
elegantemente. Mi hijo me lo ha contado después, pero yo hubiera
preferido que me lo dijera el padre de aquella criatura. Al fin y al
cabo me debía una explicación. Me la había merecido, ¿no cree
usted? Después de todo lo que hice, me merecía una explicación.
Pero mi hijo lo pondrá en conocimiento mil veces mejor que yo, que
simplemente soy un maldito charlatán de taberna. Él sabe cosas,
quiero decir. No es que conociera al tal Amedeo Modigliani, ni a esa
chica, Jeanne, no señor. Yo tampoco lo conocí. Quizás, digo
quizás, me lo habría encontrado alguna vez por el barrio. Al
parecer frecuentaba La Rotonde, ese café de artistas. A cien metros
de su casa, si lo que yo mismo vi puedo llamarlo una casa. Que si
puedo describírsela. Mire, aguardé allí al menos dos horas a que
llegara el forense y todo aquello. Estuve, como suele decirse,
velando el cadáver, con un pintor que vivía abajo, sudamericano o
algo parecido, ya no recuerdo. Un tipo alto y fuerte que parecía muy
afectado y fue quien me dijo que el pintor había muerto unos días
antes. Dos o tres días antes, no me eche cuenta. Era una habitación
larga y más bien estrecha, pintada de naranja y amarillo,
completamente destartalada y fría, muy sucia, a la que había que
subir por unas escaleras imposibles. Tenía una estufa pero se veía
que no se encendía desde hacía días. Y cuadros arrimados a las
paredes y colgados en las paredes. Colgado también el retrato de una
señora, pero los más eran cuadros y papeles fijados con puntillas.
Y libros, un buen puñado de libros tirados por ahí. Por lo visto
ahora esos cuadros y esos dibujos valen una fortuna, pero entonces
estaban allí, medio abandonados. Si hubiera querido llevarme cuatro
o cinco nadie me lo hubiera impedido y ahora sería rico, pero no lo
hice. No he nacido yo para coger nada de lo que no es mío. Había
muchas cristaleras que daban a un patio con un árbol. Todo muy
sucio, todo como si hiciera mucho tiempo que allí no vivía nadie.
La cama estaba deshecha y tuvimos que echar una especie de cortina
por encima para poner a la niña. Recuerdo que estaba casi pegada a
la estufa. Ya le digo, había señales de sangre y lamparones de
aceite en las sábanas. Tan sucia estaba que tuvimos que arrancar una
cortina para que la niña descansara. Repugnaba todo aquello, no le
digo que no. Había latas de sardinas, mondas de naranja y botellas
tiradas por el suelo. Dejamos a la niña sobre el lecho. Se quedó
tranquila. Había llegado a su casa. A su sitio. Parecía serena. Por
fin descansaba. El sudamericano, que me había ayudado a subirla y a
dejarla sobre la cama, se sentó a mi lado en unas sillas medio
desvencijadas. Hablamos. Se veía un hombre de mundo. Vivía abajo,
en un estudio similar. Había estado dando tumbos y conocía bien
Italia e Inglaterra. Él fue quien me comentó que Amedeo era
italiano de no sé dónde. Que era un tipo desdichado. Luego he
sabido que también estaba tuberculoso. Comprendí lo de las manchas
de sangre sobre las sábanas. De modo que era así como vivían los
célebres pintores. Pues al menos yo no les arriendo las ganancias,
no señor. Le pregunté por ella y me dijo que era una niña bien que
se había enamorado de un pintor excéntrico. No dijo borracho ni
nada parecido, sino excéntrico. Me dijo que tenía una niñita de
meses. Me quedé de piedra. ¿Una niñita de meses? Me volví para
mirarla. Seguía pareciendo una niña. Le dije que no podía ser y me
dijo que la niñita estaría en la casa de los padres de ella. No sé
qué se me pasó por las mientes. Le conté cómo había encontrado a
la chica tirada en la calle y cómo, tras pasar por la gendarmería,
había llegado hasta allí. El hombre no podía creerme. No entendía
por qué desde la gendarmería me habían dicho que la trajera al
estudio, hasta que se presentara un forense. El hombre aquel estaba
tan espantado con mi historia como yo lo estaba de que aquella
criaturita pudiera ser madre de una niña y esperara la segunda. El
mundo, definitivamente se había vuelto loco. La guerra no había
traído más que locura, ahora lo veía con claridad. Y así
estuvimos hasta que llegó el forense y se hizo cargo de la situación
y yo por fin pude volverme a mi trabajo. Porque no sé a quién he
leído que yo me fui antes. No. Yo me quedé allí hasta que llegó
el forense. Puede preguntar al pintor sudamericano, si es que vive
todavía. Se han dicho muchas mentiras y muchas inexactitudes. Yo
estuve allí. Yo no le miento. No gano nada mintiéndole, ¿no le
parece? Antes de irme, mientras el forense preparaba sus cosas y
rellenaba sus impresos me acerqué a la niña. Cómo hubiera querido
llevármela. Pero todo lo que hice fue desanudarle la gargantilla y
metérmela en el bolsillo. No es que valiera nada, pero me parecía
que mucho menos valía en aquel cuerpecito inmóvil. Uno, que es un
sentimental. Me la metí en el bolsillo y me marché. Días más
tarde se la regalé al muchachito que me prestó la carretilla. Puede
usted creerlo: tuvo un amago de emoción cuando se la di. ¿Quién
entiende el mundo? Tal vez aquel chico, no sé, quién puede saberlo,
a quién le importa. Pero vuelvo a lo nuestro: de verdad que estaba
aterrado, roto, como si me hubieran dado una paliza de mil demonios.
Ni cuando teníamos una salida en las trincheras y regresábamos me
sentí tan hundido. Lo de la niña que había llevado conmigo me
volvía una y otra vez a las mientes. Llegué al patio y recogí el
carro, que lo había dejado bajo el árbol desnudo. La mujer del
pintor sudamericano me preguntó algo y señalé que arriba, pero en
realidad no sé qué me había preguntado. Poco después de salir de
aquel sitio tuve que pasar por La Rotonde. Allí estaban todos, como
en un corral de gallinas. Ponga usted dos vinos más, por favor.
Espero que no le importe. Todavía hoy tengo el alma en carne viva.
No me hace bien contar todo esto. Le decía que pasé por el café
ese. Tal vez el asunto del día entre los artistas fuera la muerte de
la niña. O la del pintor, porque las cosas eran recientes. Había
pasado dos horas antes por allí con la niña en el carro, tapadita,
eso sí, pero a esa hora los artistas dormían aún. Volví a pasar
por allí con el carro vacío. Ninguno me miró. Nadie quiso
preguntarme. Tal vez no supieran nada. Y ya ve lo que son las cosas.
Usted viene desde Italia y me dará cien francos con gusto para que
yo le cuente lo que viví ese día. Y yo, créame, se los acepto.
Vaya si los acepto. Desde entonces no creo que haya vuelto a pasar
por La Rotonde, puedo asegurárselo. Los artistas siempre me dieron,
no sé cómo decírselo. Eran sucios y por lo más mínimo andaban a
la gresca. Pero quizás alguna vez me encontrara con él por los
cafés de la avenida Montparnasse, cerca del cementerio, no le diré
a usted que no. He sabido que el pintor se había bebido medio París
y que mi niña, la pobre, estaba loca por él. Ella era una
chiquilla, eso se veía a la legua. La sostuve en mis manos y pesaba
como un pajarito. Cuando la vi desparramada sobre el suelo no quería
creerlo. Yo venía de casa. Tenía veinte minutos para llegar a mi
trabajo. Imagino que venía pensando en mis cosas cuando la descubrí.
Al principio no pensé en nada. Cuántos borrachos habrán visto
estos ojos tirados de cualquier manera. Cientos. Miles. Pero aquello
no era un borracho. No podía ser un borracho, no señor. Me acerqué
más, midiendo bien los pasos. Miré a un lado y a otro, por si se
trataba de una broma. No era la típica postura de quien que se cae
al caminar. Estaba muerta. Se me heló la sangre al comprobar que
estaba muerta. Miré hacia arriba y vi la ventana del quinto piso
abierta. Estaba claro. Era de allí de donde se había lanzado. Me
recorrió como un escalofrío por todo el espinazo. Figúrese. Me
sigue entrando flojera de sólo recordar. El viento de la mañana
movía muy muy poco los visillos blancos. De eso me fijé. Hay que
ver en las cosas que uno se fija en momentos así. ¿Estaría
esperando que alguien se asomara? Yo no puedo explicarlo. Desolado,
miré a la chica, como pidiéndole una respuesta. Pero la chica
estaba muerta. Y descalza. Llevaba una gargantilla alrededor del
cuello. Un vestido como de estar en casa. Una bata suelta, eso es.
Apenas le abultaban los pechitos de mujer que aún no ha llegado a lo
que tiene que ser, no sé si me explico. Tenía una pierna rota. No
hacía falta ser médico para advertirlo. Pedí socorro varias veces
pero a aquella hora no pasaba ni cristo por la callejuela. Ufff. Me
mareo al recordarlo. ¿Otro vinito? Veo que usted no bebe. El vino,
hombre, es alegría. Qué sería de la vida sin el vino. Yo por lo
menos no quisiera vivir sin el vino y sobre lo que usted ya me
entiende. Pero, ya lo ve, a mi edad se tiene que conformar uno con el
vino. No, no me molesta que usted me lleve al sitio. ¿Que si vi
sangre? No vi sangre, se lo juro, pero puede que la hubiera. Tendría
que haberla ¿no es cierto? Pero es el recuerdo que tengo. Estaba
calentita aún. No se lo querrá creer pero había como un rastro de
orina o de líquido de embarazada sobre los adoquines. Eso había.
Estaba caliente aún. Salía como un vaporcito de aquel charquito.
Una cosa. Si hubiera pasado tres o cuatro minutos antes tal vez la
habría visto y tal vez se lo habría impedido, pero eso no estaba de
ocurrir y no ocurrió. Lo que nos hubiéramos evitado todos. Puede
usted ver mi confusión. Qué hacer. Qué es lo que se hace en un
caso como éste. Llamé al timbre, pero al empujar la hoja de la
puerta vi que estaba abierta. Volví a pedir socorro, esta vez desde
el interior. Mis palabras rebotaron en las paredes. No se lo querrá
creer usted, pero me asusté de mi propia voz. Estaba, cómo decirlo,
fuera de mí y fuera de todo. Lo que vi fue un tramo de escaleras
medio en sombras. A leguas se veía que era una casa de señores
bien. Cogí a la niña en brazos y seguía sin saber qué hacer. El
pelo castaño y duro le caía como en cascada de la nuca. No quería
que se rozase con nada. Le puedo asegurar que era una niña. Esto
quiero que usted lo escriba. Aquello era una criaturita. Aquel pelo,
aquel cuello estirado, aquella barbilla. Una niña. Vale que se viera
a leguas que estaba preñada, pero no había nada más que ver su
cara, medio alargadita, tierna, y aquel cuello caído hacia un lado.
La gargantilla bamboleándose en su cuello, alegremente. Como
dormidita. La tomé en mis brazos y subí los primeros escalones, con
cuidado de que la cabeza no se golpeara con el pasamanos. La escalera
era cómoda y ancha. Menos mal, porque de otra manera no sé qué
hubiera hecho. Subí cinco tramos con ella en mis brazos. Acezaba.
Sólo se escuchaban mis pasos y mi respiración. De locos. El
edificio estaba en silencio. Se ve que los burgueses se levantan a
otras horas. La niña no pesaba o yo, medio tarumba, no me daba
cuenta de su peso. Al fin alcancé el último piso. La gargantilla se
quedó quieta. Como si también ella esperase. Llamé al timbre con
mucha dificultad. Nada. Esperé varios minutos y volví a llamar.
Nada. Todo era muy extraño. El tiempo parecía no correr. Me parecía
que estar allí con una niña muerta era un disparate, pero yo creo
que me preparaba para el momento. Sabía que todo aquel silencio se
iba a quebrar en cuanto se abriera la puerta. No puedo decirle si la
puerta era así o era asado. Si el techo era alto o bajo. Nada. Y al
fin se escucharon pasos. Unos pasos como de pantufla. Me ardía, se
lo puede suponer, el corazón. Hubo un chirrido y la puerta se fue
abriendo poco a poco, con fatiga, y yo me vi con la chica en mis
brazos. La cabeza caída, las manos como tontas. Aquella niña como
dormidita en mis brazos. Y, no sé si lo querrá creer, pero me sentí
sucio. El hombre, porque era un hombre, apareció frente a mí, y yo,
sin mirarlo, hice el gesto de pasarle a la niña, pero el hombre, con
los ojos ardientes, con una mueca paralizada, se quedó delante de
mí, rígido, desplomado, como si no diera crédito a lo que veían
sus ojos. Y no avanzó las manos. Y vi sus ojos azules. Su pequeño
bigotillo burgués. Su pelo ya escaso. Pasaron unos dos o tres
segundos así, sin una sola palabra, sin un solo gesto. Nada. Al fin
hice un amago como de entrar pero él adelantó un pie, ocupó el
hueco de la puerta, se agarró a la hoja y la entrecerró levemente,
lo suficiente como para cerrarme el paso. Yo estaba confundido. No
sabía si dejarla sobre el felpudo o qué. No era mía aquella niña.
Ya había hecho por ella mucho más de lo que un hombre cualquiera
hubiera hecho, pero él me medio cerró la puerta y entonces se oyó
la voz de ella, de la mujer, quiero decir, que preguntó que qué
pasaba. Hubo como un silencio. Lo miré. Nos miramos. Yo estaba
paralizado. Me sentía unido a aquella niña muerta que sostenía en
mis brazos. La mujer volvió a preguntar desde el fondo de la casa y
el hombre giró el cuello y dijo, nada, cariño, nada. ¡Nada! Eso
dijo: nada. ¿Se lo puede creer? Me quedé paralizado y entonces se
cerró la puerta. Nada. Yo era el que no entendía ni jota. Viendo a
aquel hombre desvencijado, pasmado en su propio laberinto de horror,
no me quedó ninguna duda de que no me había equivocado de puerta,
pero en el fondo allí había una cuestión práctica. ¿Qué hacer
con aquel cuerpecito? ¿Dónde ir?, ¿a quién entregarlo? Ya no
podía abandonarlo en la calle, donde lo había encontrado. Era como
un mal sueño. No sé dónde he leído que aquel hombre, el padre,
quiero decir, me apuntó en un papel la dirección del estudio del
pintor, donde al fin dejé a la niña. No, no y no. No sé cómo se
pueden escribir trolas como esa. A mí la dirección de aquel estudio
me la dio un chaval que trabajaba en la obra, frente al Panteón. El
que luego nos acompañó con la carretilla. No sé cómo sabía él
esas cosas. Pero fue así. Como le digo. Yo le ruego que lo escriba
tal y como se lo cuento, porque es tal y como pasó. Qué ganaría yo
contándole lo que no es cierto. Cómo me iba a escribir el propio
padre la dirección del muerto. O su hermano. Porque el pintor ya
estaba muerto y él lo sabía. Cómo no iba a saberlo si la niña
estaba allí. ¿Usted se figura? No se le puede hacer daño a esa
criatura, por favor, por más que en ese momento, llevado por la
locura, dijera lo que dijo. Sólo dijo nada, que ya es mucho
decir, me parece a mí y es decirlo todo. Esa sola palabra retumbará
en su memoria como una piedra bajando por una callejuela de
Montmartre. La oirá hasta en el mismo momento de su muerte, puede
creerme. Pero sigamos a lo nuestro. Pensé de nuevo en depositarla
sobre el felpudo, pero la miré. Parecía una virgencita. He visto
luego retratos de ella y, de verdad se lo digo, era cien veces más
tierna de lo que aparece en los cuadros de ese pintor degenerado. La
maldita palabra flotaba todavía sobre todo. No pude dejarla. Su
cuerpecito se había atado a mí. Esto es lo más difícil de
explicar, pero así sucedió. Era como si aquel cuerpecito fuera mío.
Giré sobre mis talones y bajé las escaleras. A cada paso creía que
ellos saldrían a la escalera para recoger a su niñita, pero no. No
sé lo que pensaba entonces. Estaba confundido. Trataba de no pensar
en los ojos de aquel hombre que había envejecido veinte años ante
mí. Sus ojos azules, su bigotito, su boca parada, incapaz de iniciar
una mueca. ¡Como para ponerse a apuntar una dirección, no le digo!
Me estoy quedando seco otra vez. No crea que me hace bien recordar.
Pida otro vino, por favor. Lo necesito, maldita sea. Todavía me
sobrecoge el maldito asunto. Mire mis manos: sudando. Daría esos
cien francos porque la vida me hubiera ahorrado aquel maldito trago.
Mire, he ido a la guerra. Sé lo que es una trinchera. He visto morir
a criaturitas de veinte, dieciocho años sin culpa de nada. Gente que
no había visto el mar, ni había estado jamás en París, ¿puede
creerme? Los he visto llorar como críos antes de salir a campo
abierto a recibir las balas alemanas. Sé lo que se pasa cuando al
regresar a la zanja ves a diez o doce cadáveres hundidos en el
barro. Me hubiera gustado no vivir, pero uno tiene que vivir. Uno
tiene que olvidarse de toda la mierda. Pero lo que trataba de decirle
es que más dura que la guerra fue esa mañana en mi vida. Uno no
puede seguir igual después de eso. Espero que usted lo comprenda.
Perdone que le hable de mí, pero es a mí a quien usted ha venido a
buscar. Sí, he bebido ya un par de vinos o tres, no los he contado,
pero sigo siendo el que viví eso. Yo el que escuché aquel nada
que se perdió en el pasillo oscuro y fue rebotando por todas partes.
Imagine cómo debió ser la mañana para aquellos dos. Bueno, le iba
diciendo que si dura fue la subida, mucho más lo fue la bajada.
Lloraba. Sí, sentí que la cara se me calentaba con mis propias
lágrimas y que luego caían sobre la batita fina de la niña,
formando pequeños y repentinos lunares. Todo estaba en silencio.
Crujía la madera de los escalones. Giraba en los rellanos. Esperaba
que de un momento a otro los gritos lo cambiaran todo, pero todo lo
que podía oír era mi jadeo y mis pasos y el casi imperceptible
ruidito de sus ropas. Y la gargantilla: la maldita gargantilla que se
bamboleaba tan ricamente, como si la cosa no fuera con ella. Estaba
calentita aún. Y empapada por la espalda. No quería mirar su cabeza
caída, su melena espesa y larga, su cuello estirado y blanco. No
pesaba, seguía sin pesar. La niña estaba, cómo lo diré, en los
puros huesos. No se puede decir que llevara una buena vida.
Embarazada y todo parecía un pajarito. Esa melena rubia recogida en
una trenza, ese pecho como hundido, esa nariz y esos ojos abiertos y
grandes, parados como los de un atún colgado de un gancho. Y de
pronto estuvimos de nuevo en la calle. Allí, sobre el pavimento
quedaba todavía su rastro. Ya no había vaporcillo. Quiero referirme
al vaporcillo del líquido que había dejado. No sabía qué hacer.
Miré con desesperación hacia la ventana que seguía abierta. Por lo
menos que estuvieran allí, asomados. Pero no. La calle estaba vacía,
fría como si acabara de nevar. Un soplo de viento agitó el visillo.
Yo seguía llorando. No era pena, sino otra cosa, incomprensión,
rabia tal vez. No era yo, se lo puedo decir ahora, calentito por el
vino. No era yo. Por primera vez en mi vida no era yo. Es como si me
hubiera ido. Yo sé que esto no lo puede comprender usted, a quien
sólo le interesa la chica. Los detalles. Pero yo también estaba
allí. Yo era, en el fondo, lo único vivo que tenía aquella pobre
criatura. La niña era mi niña. Algo más mío que yo mismo.
Quise
gritar y que se enterara el mundo de que estaba allí y exigía una
explicación, pero no podía gritar, las palabras no acudían a mi
garganta. Levantaba mi cara al visillo como un pasmarote, como quien
mira a Dios y espera que aparezca de una maldita vez por todas. La
chica seguía allí como anclada a mi regazo y no sabía qué hacer,
de modo que con ella en los brazos continué mi marcha y me encaminé
a las traseras del Panteón, donde andaban encañando no sé qué.
Era una obra larga que comprometía a muchos obreros. Todo allí
estaba levantado. Había tierra y tablones por todas partes. Charcos
de las lluvias de los días anteriores. Yo los sorteaba como mejor
iba pudiendo. Sólo quería que alguien me viera y aliviar así la
carga. Seguramente los obreros me dirían qué hacer. Así que avancé
y llegué al ensanche y me dispuse a atravesar todo aquello. Había
una fogata en mitad del descampado y varios obreros y encargados
fumaban y reían alrededor de ella. Se quedaron pasmados al verme
aparecer. Yo mismo hubiera dado cien francos por verme pasar así,
créame. A mil leguas se veía que la chica iba muerta y que un tipo
la llevaba en brazos, como enloquecido. Pero estaban paralizados. Y
yo seguía llorando y quizás entonces llorase mucho mucho más y
todos creyeron que era mi hija, que se me había muerto de algo y que
me había dado una locura. Y me dejaron pasar hasta que un chico que
cargaba unos adoquines sobre un carrillo de madera, se detuvo cerca
de mí y me preguntó si estaba muerta. ¿Muerta? Yo sólo moví el
cuello y el chico tiró los adoquines, sacudió el carrillo varias
veces y se acercó a mí. Para entonces todos los trabajadores habían
dejado lo que estaban haciendo y vinieron como imantados en mi busca.
Eso me dio un cierto alivio. Tumbé a la niña en el carro, con mucho
cuidado, procurando que la cabeza, usted ya me entiende. Le recogí
el pelo y se lo puse debajo de la nuca, a modo de almohada, le encogí
los pies para que no se salieran. Los demás me rodearon. Con mucho
respeto. Sorprendidos. Preguntaban si estaba muerta. Si era mi hija.
Si es que la había matado. No me sentía los brazos. Durante quince
minutos la había tenido sobre mí. Me dijeron que me acercara a la
fogata. Empujé el carro. Nos acercamos. El resplandor de las llamas
jugaba con su cara de niña, con el vestidito suelto. Un chico la
reconoció. Esta dijo, es Jeanne, la hija de los Hébuterne. Querían
saber. Yo pregunté si había algún policía cerca. Alguien se
ofreció a acercarse a la puerta del Panteón y mirar. Me senté en
una caja de madera y todos parecían imantados con aquellos ojos
azules. Pero si es sólo una niña, decían. Otros hablaban del
embarazo. De lo mala que estaba la vida, de lo jodido que tiene que
ser quedarse embarazada. De que Dios nos cogiera a todos confesados.
Entonces ya nos habíamos olvidado que sólo cinco años atrás todos
andábamos en el lodo y las trincheras. Cuántos hijos o hermanos de
aquellos muchachos y hombres que entonces me rodeaban quedarían en
los bosques o en las zanjas. Pida otro vino, por favor. Creo que lo
que le estoy contando bien vale otro vino. Y un poco de queso, porque
si no la cabeza se me va. Me noto un poco suelto. No sé cómo no me
he puesto a llorar. Esa niña, esa niña. Daría esos cien francos
que usted me ha prometido por verla pasar ahora por ahí, con sus
trenzas rubias y su cara alargada y sus ojos grandes y su maldita
gargantilla. Quién lo sabe. Hoy sería una mujer rica y no sabría
dónde meter tanto dinero. Aunque fuera con su maldita gargantilla,
fíjese. Pero le estaba diciendo, sí, ahora me acuerdo, que alguien
habló del pintor. Hasta ese momento no sabía nada de ningún
pintor. ¿Pintor, qué pintor? Tal vez el que hablase del pintor
fuera el chico que la reconoció como la hija de los Hébuterne. No
sé. Todo me daba lo mismo. Hubiera dado cien francos por estar a
diez mil quilómetros de allí. Miré el reloj. Ya era hora de
comenzar a trabajar. Pero, bueno, estos vinos me están calentando
más de la cuenta. De pronto, acompañados por los obreros, llegaron
dos gendarmes envueltos en sus capas. Se tocaron la nariz, se
aclararon la voz. Preguntaron. Yo les dije. No estaban conformes,
querían saber cosas que yo no sabía. Parecían confusos pero lo
anotaron todo. También mi nombre y la casa para la que trabajaba. Al
final dieron por buena mi explicación. Me dijeron en qué
gendarmería debía dar parte. Uno de ellos se ofreció a
acompañarme. También el chico que identificó a la niña, a quien
se veía impresionado. Sin preguntarle a nadie se vino con nosotros.
Hijo, le dije, tú no has vivido la guerra. Eso sí que era jodido,
pero él estaba impresionado. Bajamos juntos hasta la gendarmería.
Era el chico el que conducía el carrillo de mano. Al pasar junto a
la puerta del Panteón dije que quizás fuera mejor pedir un trapo
para taparle la cara a la niña. El gendarme me miró extrañado. No
hay que ir por ahí haciendo exhibiciones, dije. El gendarme pareció
pensárselo, mandó parar al chico y él mismo entró en el Panteón
para pedir un trapo. Volvió a los pocos minutos con uno rojo. Sólo
él sabría de donde lo había sacado. Se lo pusimos por lo alto a la
niña y fuimos bajando hasta la gendarmería, pero, mire, qué le
estaba diciendo. Ése que llega ahí cargado con el caballete y la
carpeta es mi hijo. Él podrá contarle mucho más sobre el pintor.
Él sabe lo que se cuenta por el barrio sobre ese tal Modigliani.
Mire, si no le importa hacemos una cosa. En vez de soltarme a mí los
cien pelotes, usted hace como que se interesa por sus cuadros y le
compra uno o dos, los que usted quiera. Dice que es crítico, le
suelta los cien francos y quedamos en paz, ¿le parece?
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