LA SIRENITA (cuento)



LA SIRENITA
manuel moya



LA SIRENITA
manuel moya

No hace ni una semana que vi la sirena en el acuario de mi prima. Movía su cola, sus pechitos y su larguísima cabellera de sirena como sé que hacen las sirenas de verdad. Yo me hubiera ido con mi prima al jardín, pero la sirenita me guiñó un ojo, agitó sus pechos, me tiró un beso volado y me mostró su cola de una manera que no sé no sé si es como mues­tran sus colas las sirenas. El caso es que me quedé allí quieto, sin acabar de irme al jardín, inventando cualquier excusa para estarme con la sirena y demás. Mi primera sirena y la verdad es que era más guapa de lo que pensaba. Mientras me hacía el loco, me la quedé mirando entre los demás peces, que nadaban junto a ella tan ricamente, como ignorándola. Incluso uno se acercó para decirme con esa boquita como de gelatina que tienen los peces y que les impide gritar: esta está majarona perdida, anda y vete con tu prima antes de que te complique la vida. Pero ella me hacía guiños, movía su cola y su melena y me decía, ven, ven que ya verás... y a mí, de no ser por mi prima, nadie me esperaba, aunque yo le daba a entender que mi prima... pero la sirena seguía dale que dale y que me metiera, venga, que te metas conmigo en el acuario, que verás, verás... Pero cualquiera se metía en el acuario sin saber nadar y, además, conociendo a mis tíos.
En un gesto de cobardía me fui al jardín con mi prima y lo primero que hice fue preguntarle que desde cuándo tenía una sirenita en la pecera.
¿Una qué?
Una sirenita. Sí, la sirenita que tenéis dentro del acuario.
Oye –me respondió mi prima, mirándome con desprecio–, a ti te ha dado un viento, tú sigues majarón perdido.
Por lo que se ve, uno no escarmienta. Cada vez que cuento algo de monstruos, acabo en casa de un señor que le dice a mamá que no se preocupe, que me voy a poner bueno y que se tira todo el rato preguntando y preguntando, como si lo que yo veo o no veo le importara una pizca así. Por eso le pasó lo que le pasó, porque lo uniquito que le importaba era el dinero de mamá. Antes se tiró un rato que si la sirena esto, que si la sirena lo otro. Que si era verdad que hacía así con la cola y con los pechos, que si me había dicho..., que si además de ella vi a otros seres, cómo te diría, en la pecera. ¿Seres? ¿Como qué seres -pregunté alarmado-, qué son seres, qué quiere decir con seres? Mons­truos, no sé, cosas peligrosas, dragones, dinosaurios, rinocerontes, mamuts, esas cosas. Está majarón, pensé, este tío está majarón perdido. Cómo iba a haber. Es una pecera, le solté. Pero... Los mamuts, los saurios viven... Es una pecera como todas, sólo que con una sirena así y asá, contesté de mala gana. Entonces, una sirenita, eh, una sirena cómo, ¿de ésas que son mitad mujer mitad pez, con los ojos azules y una diadema de oro en el pelo? ¿Estaba tonto o creía que me estaba tomando el pelo?, me preguntaba. Y le dije cómo son las sirenas y él golpeaba con su bolígrafo de oro en la mesa, toc, toc, toc. ¿Entonces? Entonces ¿qué?, pregunté. No entendía nada, de verdad, yo no sé cómo puede haber gente así en la vida, y encima que cobre por hacer esas preguntas. Pues eso, chavalote, que has tenido la fortuna de ver una sirena, ¿no es verdad? Sí señor, una sirena así y asado, a ver dónde está el problema ¿Usted no ha visto a ninguna? Me miró sorprendido y dejó de hacer toc-toc con el bolígrafo. Nunca he visto una sirena y mira que soy viejo, pero... ¿Cómo son las sirenas, chavalote?, preguntó. De verdad que de haberse entrenado, no sería más imbécil. Escamas, pechos, pelo rubio hasta la cintura, ojos pintadísimos, bocas de fresa, una larga y brillante cola... ¿Así era, dime, así era la sirena que viste? Hay preguntas estúpidas. Si uno ha dicho una cosa a qué viene preguntarle otra vez si es así o asado... y, además, una sirena es una sirena, no hace falta haberse sacado el bachiller, ni tener una pluma de oro: más fea o más bonita, con los ojos azules o verdes, una sirena es una sirena, así que no tengo que explicarle a nadie qué es una sirena, como no tengo que explicarle a nadie qué es un bonubús, un helado de pistacho, el viento de levante o el grito de Tarzán.
No sé qué es lo que quería sacarme, pero como veía que no me iba a pillar, me preguntó muy serio que mirase alrededor y le contara todo lo que veía en el despacho. Un sillón, le dije, extrañado por la pregunta. Un sillón, muy bien, qué más. Unas paredes, contesté, todavía más extrañado. Ah, claro, unas paredes, unas paredes recién pintadas, qué más. Un almanaque, añadí, siguiéndole el juego. Muy bien, chavalote, un almanaque, un buen almanaque italiano, qué más. Un bolígrafo de oro, dije, importándome un bledo que el almanaque fuera italiano o no. Un bolígrafo de oro, repitió como diciéndome, oro bueno, chavalote, oro bueno, bueno. Qué más. Un aparato de teléfono. Qué más. Una lamparita. Qué más. Una ventana, dije volviéndome hacia el ruido que desde hacía un rato se había ido agrandando en mi cabeza. Claro, una ventana, que da a la ciudad, que forma parte del mundo, ¿ves?, ya estamos reconociendo el mundo. Qué más. Una cosa negra y blanca que está entrando por la ventana y no sé cómo se llama. Qué cosa negra y blanca, preguntó alarmado. Esa, solté, señalando a ese como cóndor que ya iba derechito perdido hacia él, para zampárselo delante de mí, allí mismo.


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