EL
PEREGRINO (O
PEREGRINO)
FERNANDO PESSOA
Yo
vivía contento en casa de mis padres, en mi ciudad natal junto al
mar. No tenía ocupación que me divirtiera el espíritu de los
encantos naturales de la imaginación feliz de los adolescentes; no
había visto todavía al amor turbar la limpidez de mi alma con su
alegría malcontenta. Vivía más contento que alegre, sin más
recuerdos del pasado, amarguras del presente o dudas acerca del
futuro. Mi infancia había transcurrido sana y natural. Mi
adolescencia pasaba sin estridencias.
El
buen pasar de mis padres y mi propio carácter, poco propicio a
desaprovechamientos, no aventuraban nubes en torno a mi porvenir.
Mi
infancia había pasado libre de enfermedades y castigos. Mi
adolescencia acabó sin fiebres ni curiosidades. El buen pasar de mis
padres y mi carácter poco enemiga de ese buen pasar, no me hacían
recelar de lo que habría de ocurrir cuando la muerte se los llevase.
En cuanto al presente, ellos me amaban y me querían cerca. Una
convivencia tranquila con amigos de la casa alargaba nuestro
descanso. Yo había aprendido a respetar a los viejos, a amar a los
críos, a estimar a mis iguales y a tratar como iguales a los
inferiores. No tenía ocupación con la que divertir los enredos
naturales de la imaginación adolescente; no conocía aún el amor y
la tristeza de no tenerlo, estaba lejos de turbar la limpidez de mi
vida. Así yo vivía más contento que alegre, sin más recuerdos del
pasado, amarguras del presente o dudas con respecto al porvenir.
Tenía
por costumbre pasar las tardes leyendo o meditando, en un pequeño
pinar que quedaba en un extremo de nuestra finca en los alrededores
de la ciudad. Los momentos más felices de mi vida feliz los había
pasado allí. El muro alto daba hacia el camino por donde, de aquel
lado, la ciudad recibía a quienes habían venido en su busca.
Cuando
ni meditaba ni leía, solía pasarme las horas asomado al muro,
viendo pasar a los ágiles viandantes, los automóviles que se
acercaban haciendo un ruido de campanillas, burros lentos de los
labradores de las cercanías, el paso noble de los caballos que
venían de casas más ricas, o iban a sus comercios en las
provincias, con las mercaderías apretadas con correas a caballos
menos vistosos que los seguían con monturas. La curiosidad inocente
de los contemplativos hacía que me llevase allí largas horas,
enajenado, quedo, viendo pasar la vida sin cavilar en nada, por
simple entretenimiento, a la manera de los simples, con el aspecto de
las cosas más que con su significación.
No
es que mis pensamientos fuesen siempre tan ingenuos, pero no era en
aquellas horas que se desviaran de su tranquilidad característica.
Como
les ocurre a todos cuantos piensan, lo cierto es que yo no dejaba de
meditar sobre el misterio de la existencia. Pero cuando eso me
perturbaba era en las veladas, en el silencio de las lamparillas,
cuando ya las ancianas dormían, olvidadas del trabajo en el que
entretenían la jornada y la sombra de toda vida se propagaba
sutilmente en el alma. En ocasiones no era sin una alegría mía que
los ancianos despertaran para la cena y las criadas venían a poner
la mesa y el sonido de las voces, otra vez, rompía el encanto, medio
torpor medio angustia, que envenenaba el alma en ese momento.
Todo
eso, pues, aunque no fuese sólo placer, traía un elemento necesario
de noble inquietud para sacudir en cierto modo el polvo de la
monotonía que, sin eso, iría cubriendo poco a poco mi vida. Y eso
no ocurría siempre, ni era mucho. La “siesta” de mi vivir estaba
tanto en lo que respecta a la duración, cuando a la casualidad, en
las innúmeras tardes que pasaba a solas, viendo pasar el mundo desde
el pinar, pasar la vida hacia la ciudad, volver a ella, mientras a lo
lejos, por encima del muro de la finca frontera, el cultivo verde de
los campos distraía indistintamente.
Una
tarde estaba yo, como de costumbre, observando el transcurrir de los
carros y de los peatones. Era el final de un día de verano, con
grandes nubes ligeras amontonadas en el horizonte y un viento blando,
un viento fresco, agitando a mis espaldas, en un susurro somnoliento,
los pinos. Un aroma somnoliento, vegetal y tierno, me envolvía,
participando de la dulzura que a aquella hora se esparcía sobre la
vida.
Como
quiera que había minutos en los que no pasaba ningún vehículo, yo
me había distraído incluso de mi distraída ocupación. Miraba
hacia el camino sin verlo, pensando en cualquier otra cosa que en
caso de que me lo preguntaran, podría decir lo que era. De pronto,
como en un sobresalto, observé que un hombre completamente vestido
de negro había surgido, sin ruido de pasos, desde la curva del
camino por el lado de la ciudad. No sé por qué, apenas se posaron
mis ojos en él, se pusieron a examinarlo. Sólo puedo señalar que
se trataba de un hombre vestido de negro, con un rostro grave y
triste, los ojos serenos y raros, que con paso lento y leve iba por
el camino.
Cuando
llegó a donde yo me encontraba, alzó los ojos hacia mí y me
preguntó no sé qué -porque yo permanecía tan atento a su figura
que no lo escuchaba-, a lo que respondí con algo de lo que tampoco
me acuerdo. Sólo recuerdo que mi respuesta fue negativa, pero no sé
lo que negué. Él me lo agradeció y siguió su camino. Al
agradecérmelo me miró sin sonreír (eso lo recuerdo muy bien), como
si en vez de agradecerme, lo que se suele hacer con una sonrisa sin
sentido, me estuviera diciendo algo, que por una extraña razón me
importase demasiado y que por eso mismo sólo pudiera ser dicho con
tan solemne gravedad.
Cuando
él ya se alejaba y se disponía a doblar otro recodo del camino, yo,
que no había apartado los ojos de él, sentí que de una manera
misteriosa me estaba recordando las largas veladas en las que, con la
luz del candil, mientras las ancianas dormitaban sobre las labores
interrumpidas, yo solía sentir el misterio de las cosas que llegaban
hasta mí desde las sombras, elevándose lentamente como una marea
sorda en las espaldas del otro lado del mar.
II
Nunca
más volví a sentir tranquilidad ni bienestar. Mi vida desde
entonces se volvió hueca y pálida. A mí, que todo lo tenía, todo
me faltaba. Nada deseaba mientras lo deseaba todo. Si en sueños
trataba de imaginar un placer que me satisficiese, una (…) que me
aquietase, no conseguía (…). No sabía qué cosa soñar que con
sólo soñarla me sintiera satisfecho. De las cosas de mi simple
vida, las que antes pasaran desapercibidas comenzaron a incomodarme,
y las que me eran gratas comenzaron a pasar por mí desapercibidas o
extrañas, como flores sin perfume ni color. No sabría decir si fue
una cosa lenta o rápida esta transformación que me convirtió en
otro. Sólo sé que todo comenzó al ver cómo se perdía el hombre
de negro por el recodo del camino.
Disminuyó,
sin que la verdad lo enfriase, mi amor por mi país, mi interés por
mis amigos, el (…) que tenía en mi casa y el confort de no tener
cuidados ni temores. Comencé a no importarme, ni para sentirme
apacible con mi vida, ni para sentir la mía con mi alma.
Lo
que más me me inquietaba era no el saber la causa real de mi
angustia, sino su propia naturaleza. Ningún sentimiento que hubiera
sentido, nada que hubiera leído o hubiera oído hablar se parecía a
éste. No era propiamente dolor, ni sólo inquietud, ni angustia sin
mezcla. No contenía el ardor del deseo, pero era deseo; no parecía
enfermedad o falta de algo, pero era dolor por estar enfermo; no
guardaba relación con personas ni con cosas ni, considerándolo
bien, conmigo mismo. Y así como no podía medir lo que era, no podía
concebir qué podría curármelo.
Y
siempre, siempre que el mal venía conmigo (y nunca me abandonaba)
venía en él, sin que formase parte de él, como si estuviera fuera,
como si estuviese más allá de mí mismo, el hombre de negro y las
palabras pronunciadas (¿pero qué palabras?) y sus ojos de un
terciopelo sucio y la expresión soberana, casi triste, de su rostro
misterioso y tranquilo.
Más
tarde, cuando pensé mejor en esta extraña figura, no conseguí
determinar nada, ni a su respecto ni al respecto del cambio, ni
siquiera al respecto de lo que pensara sobre su figura, cuando en
ella reflexionaba. Observé que sus facciones, al tratar de
recordarlas, no las tenía fijadas de ninguna manera. Sabía que lo
reconocería más tarde, cuando lo volviera ver, pero no podía
hacerlo pasar dentro de mi pensamiento, para reconocerlo. Nada me
quedó de su manera de andar, de su gesto o del timbre de su voz.
Pensándolo bien, no me acordaba de haber escuchado su voz, la voz de
quien habló conmigo. Es como si yo hubiera soñado que alguien me
hablara y no hubiera soñado más que eso, sólo eso y no su voz, en
un sueño en el que todo era visión, sin el menor acompañamiento a
los oídos del alma.
Su
traje me recordaba a negro, pero no era capaz de encontrar un sólo
detalle en él. Cuanto más pensaba en el hombre, menos aparecía
ante mi vista.
Sobre
sus palabras todavía menos, si tal pudiera ser, me quedaría en el
espíritu. Sabía que él me había hablado pero lo que me dijo, ni
lo sabía ni lo podía imaginar. Pero tampoco podía imaginar que
hubiera sido nada, pues, por mal que me dejara concebirlo, parecía
oír de pronto la voz, demasiado lejos para oír sus palabras, aun
existentes, insistiéndome en que las creyese.
Lo
que pensaba acerca de ese hombre, tampoco lo sabía y esto era lo más
extraño de todo. ¿Amaba, odiaba, temía a aquella figura? No me
causaba ni amor ni odio ni recelo. Me llenaba de un sentimiento muy
fuerte que no era sentimiento. No se trataba, pues, de un sentimiento
conocido, ni era una suma de sentimientos, ni siquiera una mezcla
irregular de todos ellos. No se parecía a ninguno. Ni siquiera era
más vago o más frío, o incluso más extraño, que los demás;
estaba no sólo fuera de ellos, sino fuera de toda relación con
ellos. Yo lo sentía, lo sentía siempre y parecía, pese a todo, no
estar en mi alma, no ser sentido desde dentro de mí.
Por
esta descripción que nada describe, pero que es la verdad de lo que
yo sentía, se puede sentir lo que pasó a ser mi vida desde que
viera al hombre de negro.
No
sé cuánto tiempo pasé de está manera, en esta inquietud
incesante, en esta fiebre sin calor ni dolor. Sé que fue bastante.
Pasaron
a extrañarse de mí, a considerar que exageraba mi amor natural a la
soledad. Sentí que se enfriaba a mi alrededor, como
inconscientemente, el amor a mi país, la amistad de mis amigos, el
cariño usual de las viejas criadas. Creo, no obstante, que todo eso
se enfrío en virtud de que también enfrió en mí, reflejo
instintivo, ocurriendo físicamente, de mi enajenación de todo.
Porque
ahora sólo me apetecía la soledad, que antes apenas si me apetecía
como cualquier otra cosa. Se me hizo poco a poco inquietante,
angustiosa, y de una angustia insoportable, la presencia de los
demás, la coexistencia de la gente conmigo. Sólo por no ser de
carácter impaciente, no tengo que contener constantemente mi
impaciencia. Tan sutil fue el cambio en mi espíritu, que los demás
lograron una adaptación instintiva a él. Parecían querer hacerme
el favor, dejándome a solas, no exigiendo nada de mí, hablándome
lo menos posible. Por mi parte aceptaba esta conducta con un
agradecimiento vago, como un rey que aceptara homenajes tenidos por
sinceros.
Ningún
acontecimiento vendría a alterar mi estado de espíritu. Salvo lo
que produjo este cambio en mi alma, nada exterior me turbaba, como
tampoco antes nada había turbado la limpidez natural a mi forma de
existencia.
Y
todo esto, el no haber un hecho que desviase mi atención, el
escrúpulo constante en el que todos me tenían dejando que me
entregara a mí mismo y el propio desapego que sentía con respecto a
todo y a todos contribuyó a que me entregara más completamente a
aquella vida sin forma, a aquel sentimiento sin nombre que se volvía
de la misma sustancia de mi ser.
III
Fue
algún tiempo más tarde -no sé cuanto- que en una de esas largas
veladas de invierno calentado por la casa, en que los viejos se
acababan de dormir en torno al brasero, con las mandíbulas
enterradas en los sofocos domésticos, cuando se siente pitar desde
la cocina la tetera y existe una idea caliente de que no queda nada
afuera, ni noche, ni frío, cuando la cena tarda y no importa que
tarde, y una vaga somnolencia nos deja despiertos, cuando ya no queda
energía en el espíritu para pensar, ni fuerza en el corazón para
sentir y parece que están cerradas para siempre las puertas y las
ventanas de la voluntad. Fue en una de esas veladas durante las que
solía meditar hasta que, como si viniese en vez del sueño, el
misterio de la vida entraba como algo que viniese pie sobre pie por
el oscuro corredor y su paso no fuera conocido y al final no entrase
en el cuarto. Fue en una de esas veladas cuando finalmente, el fuego
de mi inquietud constante consiguió que se avivara en mi decisión.
Yo
dormía casi, incapaz de escapar a mi angustia o de sustraerme a la
magia somnolienta de la hora. Sin querer removía la sensación del
misterio de todo lo que, ansiedad de aquellos momentos, ahora y una
vez más se me aparecía. Me faltaba la falta la indolencia para
apartar de mí esa idea. La dejé aparecer como quien deja seguir a
quien te incomodará, pero no te hará daño. Me volví accesible al
influjo de ese viejo mal que, al perseguirme, me distraía y tal vez
ahora, me distrajese también de mi nuevo dolor.
Pero
lo que pasó no era lo esperado. Apenas se había registrado aquel
leve cambio en la fisonomía de las cosas que surge cuando en ellas
se proclama su misterio y el de todo; apenas se había manifestado en
su incomprensibilidad la coloración de los objetos y la presencia
del alma ante ellos, cuando me di cuenta que, ajena a mi constante
angustia, esa angustia del misterio se consustanciaba con ella, en
ella se fundía y se (…). Volvíase una sola cosa. Pero por cierta
falta de espanto que, a pesar de lo que su mismo espanto me trajese,
vi que la ansiedad del misterio no se unía a mi inquietud de
siempre, sino que salía desde dentro de ella. Sentí que eran las
mismas cosas que siempre habían sido las mismas cosas. Esta
verificación se convirtió en una tercera angustia que se sumó por
dentro a las otras dos. Mis tardes de sueño en el pinar, y el modo
cómo acabaron tras la llegada del hombre de negro, se fundieron con
mis veladas de inquietud en las que él ahora, su misma figura, me
parecía milagrosamente preexistido, presente como si se escondiera
tras un cortinaje -o fingiendo que pasaba en la oscuridad del
pasillo, sin ni siquiera llegar a entrar por la puerta.
Ignoro
cuánto tiempo me llevó el pensar o sentir esto, puesto que no sé
si era pensamiento la emoción. Sé que en ese auge de angustia que
tuve en esto, o a que esto llegó, recordé de pronto, sin reparar en
su figura, las palabras dichas por el hombre de negro.
No
mires el camino, síguelo.
Y
fue en ese preciso instante cuando decidí partir
IV
No
mires el camino, síguelo. Pero ¿cómo seguirlo, hasta dónde?
¿Seguirlo como quien viene de la ciudad o va a ella, como los que
parten y los que regresan, como los que vienen a comprar y a vender,
como los que vienen a ver y a oír, como los que se van, cansados de
ver y de oír? ¿Cómo cuáles de todos éstos o como el común de
todos estos o de qué manera distinta a la de todos ellos?
Fuera
como fuera, yo sólo podía partir. Fuese cual fuese el sentido y la
naturaleza de mi inquietud o su paliativo -bien sabía que no su
remedio- era partir, marchar por aquel camino hasta donde lo quisiera
el Destino. ¿Para qué, por qué, buscando qué? Yo sabía tan poco
de eso como del sentido y la naturaleza de mi inquietud.
Largos
días de llorar y lamentarse, mis padres trataron de retenerme, mis
amigos me pidieron que me quedara, sentí las súplicas mudas en los
ojos tristes de las viejas criadas. No sé que les dije ni qué les
expliqué. Las razones que tenían que ser falsas, porque no disponía
de ningunas, ni me sentía tenerlas. Tampoco sé los argumentos que
empleé para convencerlos, si tampoco yo sabía de ninguno. Sé que
por fin, sin que las lágrimas o las tristezas acabaran, me dejaron
que hiciera lo que quería. Por suerte fue la fuerza muda y
convincente de toda decisión intensamente deseada, de todo deseo
absorbentemente fuerte, lo que consiguió el triunfo de mi intento.
Con
ese triunfo no me alegré ni me quedé más o menos impaciente. No
recuerdo el cambio que pudo causarme. Sería que había decidido
partir de tal modo, que no pensé en las dificultades; debió ser
porque partir era lo que importaba y no sólo prepararme para partir.
Lo cierto es que mi inquietud no disminuyó, no creció, ni se
alteró.
Finalmente
llegó el día de mi viaje. Lloraban todos a mi alrededor; no sé si
lloraban porque partía, o porque suponían que me marchaba sin un
plan o porque se maliciaban de que nunca regresaría. Yo no atendía
tales lamentos, aunque no era indiferente a ellos. Algo me atraía
hacia afuera y lejos de mí.
En
los últimos momentos que pasé en casa, en esos momentos en los que
me encontré a solas, de repente, sin saber cómo, volvió a surgirme
en el espíritu la figura del hombre de negro, y sus palabras, tal
cual las recordaba, regresaban a mí.
Me
fijé entonces en lo vagas e indistintas que eran. Que no me quedase
mirando el Camino, sino que lo siguiese. Que no lo mirara, lo
comprendía. Pero que lo siguiese, no lo terminaba de comprender. Que
lo siguiese con qué motivo, volví a preguntarme, que lo siguiese
con qué fin y en qué dirección. Como en el mismo momento de la
pregunta, vi la respuesta. Teniendo en cuenta que el camino provenía
de la ciudad, de donde yo era, donde estaba mi casa, y donde, siendo
una ciudad junto al mar, acababa el camino, yo debía seguir el
camino hacia el interior del reino, caminando siempre en esa
dirección. Entendiendo que como él dijo, la siguiese y no que la
tomase hasta cierto punto, debía seguirla hasta el final, sin
detenerme... Y al pensar en esto, de pronto me di cuanta de que en
esas palabras meditadas estaba el fin de la frase que el hombre de
negro me había dicho y que -ahora lo veía- sólo había recordado
incompletamente. Lo que él me dijo fue: No
mires el camino, síguelo hasta el final.
¿Pero
fue eso lo que me dijo realmente? Fuese como fuese, ese era el
sentido de la frase.
¿Pero
seguir el camino para qué, hasta encontrar qué? Ah, si él no me
había dicho para qué o hacia dónde es que debía seguirlo sólo
por seguirlo, sólo para alcanzar su final, sólo por él, sin buscar
nada, sin querer nada, sin querer llegar a ninguna parte. Y debía
seguir el camino, pensando sólo en seguirlo, amando sólo el nunca
abandonarlo.
En
esto me doy cuenta (con sorpresa) por primera vez, que nunca pensé
en buscar al hombre de negro, que cuanto pensaba en él y en todo lo
que me hizo pensar, yo nunca tuve ganas de buscarlo, ni siquiera una
voluntad abstracta, sin objetivo.
¿Entonces
por qué razón me acordaba, al pensar en seguir el camino del hecho
de seguirlo hasta el final, puesto que sólo eso era seguirlo de
verdad, buscando al hombre de negro? ¿Por qué una vida estaba
contenida en otra vida y no sé de qué manera era la otra?
¿Qué
importaba lo demás, si el deseo era fuerte y, el fin, indefinido
incluso, era sólo uno?
Fue
así que entrando en el camino, partí dejando atrás la casa
familiar, mi vida pasada, y mi ciudad a la vera del mar.
Largo
tiempo seguí por el camino, internándome cada vez más en el país.
De lo que me pasó durante el viaje no he de contar nada, puesto que
no me sucedió nada distinto de lo que sucede a todos los viajeros,
cuando no tienen otra cosa que contar que la alegría de ciertos
momentos del trayecto o el cansancio feliz con que durante la noche
duermen, en los establos, contentos con el tramo del día.
Pasé
por varios pueblos y aldeas, vi campos de muchas especies, caminé
siguiendo los muros de muchos huertos. Pasaron junto a mí quienes
iban a mi ciudad natal y los que partieron de ella, unos alegres,
otros tristes, unos preocupados, ligeros otros, pero ninguno que yo
viese, como yo, porque todos me parecían disponer de un destino y yo
no disponía de otro que el camino y todos me parecían buscar lo que
ya conocían y sólo yo buscaba a un Hombre de negro de quien no
lograba acordarme.
No
logro describir bien qué tipo de emociones o pensamientos
distinguían más el estado usual de mi espíritu en el transcurso
del viaje. Tal vez la distancia a la que todo queda hoy de mí haga
que no me acuerde de nada, ni me importe el no acordarme, aunque es
cierto que, sabiendo con qué extrañas emociones y pensamientos
había abandonado mi casa, no podían ser fáciles de definir
aquéllas, ni siquiera mientras las estaba sintiendo, y no sé si las
mismas o distintas que acompañaban a mi alma durante el viaje.
Tampoco
sé cuántos días caminé o si caminé durante más tiempo del que
se suele contar por días. Quién sólo piensa en seguir el camino,
no pone números al Tiempo, ni sabe muy bien los pasos que da. Sé
que tras inciertos días el campo comenzó a transformarse y el
aspecto de las casas, el corte de los árboles, cierta coquetería de
fronteras y la propia diferencia con que se mezclaban los habitantes,
proclamaba la cercanía de una ciudad muy grande. Yo había llegado,
en efecto, a los alrededores de la mayor ciudad del reino, vasto
emporio sobre un gran río, donde el comercio, la industria y la
concentración de la vida parecían hormiguear y mezclarse con las
vidas, las intenciones y los destinos.
Pocos
pasos comparados a los muchos que hasta entonces di, me llevaron
hasta las puertas de la ciudad. Penetré en su vastísimo recinto. No
sabría explicar con qué emoción mezclada con curiosidad y
angustia, ni tampoco qué tipo de curiosidad o angustia, hizo que me
sintiera parte de aquella multitud que, como un río multicolor,
oscilaba perpetuamente por las calles y, desaguando en la amplitud de
las plazas, se propagaba al sol galanamente.
Decidí
detenerme allí una temporada, un poco por el cansancio y otro poco
por la curiosidad, un poco por la necesidad de decidir mejor y otro
poco por la consciencia de que aquel estadio debía pertenecer a mi
destino de algún modo.
*
En
el oro dorado de sus mechones, en el blanco rosáceo de su rostro
claro, en su porte nervioso e instintivo, donde dormían
condescendencias de fiera amable y transportes de árboles con savia,
su ser mostraba resplandecer con plenitud todo el aire natural de la
vida. En el aliento de su seno, sereno y fuerte, participaba de la
elasticidad de los animales y del hambre natural de las raíces. Toda
ella emanaba sobre nosotros un fluido tan intenso que no podía
calificarse como sutil, y era tan fuerte que nos unía a ella como si
su vitalidad fuese la de aquel árbol del que hablaban los viajeros
lejanos, y que apretaba estrechamente en sus ramas a todo incauto que
a él se acercara. Puede que todo esto sea exagerar sobre quién era
ella, pues no pasaba de un animal humano e instintivo ligado a la
vida por todos los sentidos y teniendo la gula de todas las cosas
naturales con locuacidad y esplendor.
Me
enamoré nada más verla. Perdí mi alma por ella desde que le hablé.
Sus ojos, de fuego para turbación mía, cayeron y su incendio se
propagó hasta el fondo de lo indespierto de mi ser. El contacto con
su mano hizo que me olvidara de todo. Mi propia consciencia, cuando
me hallaba junto a ella, era un calor que ardía en mi cuerpo y me
hacía sentir las venas con un estremecimiento de placer.
No
sé qué horas viví desde que la conocí. Alegre, contenta por lo
que en mí despertara, ella me amó también. Lazos invisibles nos
estrechaban el uno al otro. Cada uno de nosotros los sentía y quería
seguir sintiéndolos para siempre. Deliciosas prisiones aquellas en
las que la voluntad se siente en un sueño confortable y la
inteligencia niega otro empleo que no sea el de comprender cada día
nuevos encantos en el ser amado y nuevas palabras para decirle que
distintamente repitan el mismo ardor, el mismo anhelo, el mismo
deseo.
Ella
era hija (…)
*
Cada
vez que más vívidamente pretendía fijar mis pensamientos en el
camino, la figura de mi amada se me aparecía en medio de él,
dificultándome con dejar de verla, el camino que yo soñé. Mil
veces quise pensar sólo en el camino y hacia dónde me llevaría, y
tantas veces como mi pensamiento viera aparecer a aquella peregrina
figura, el camino se detenía.
Mil
argumentos aparecían por mi espíritu tratan de desviarme de un
objetivo que yo apenas si conseguía soñar descansando. Me
preguntaba entonces si el camino no valdría justamente para
conducirme hasta ella. Si no habría sido para encontrar a quien ya
tanto amaba, que el camino me recordó que debía seguirlo. ¿Cómo
podría yo haberla encontrado y amado, de no haberlo seguido?, o si,
al seguirlo, había encontrado lo que antes no podía haber
encontrado, ¿no sería ese el fin del camino o el fin de haberlo
seguido? Había partido en busca de lo desconocido y esta mujer,
antes de conocerla, se convirtió en lo desconocido para mí. El
amor, antes de encontrarla, era lo que yo había encontrado. ¿Por
qué me detenía allí, sin querer detenerme? ¿Por qué no quería
lo que deseaba? ¿Qué más podría desear, si no quería nada más,
pues todo cuanto quería era aquélla a quien ya amaba?
Éstos
y mil otros pensamientos tan naturales y simples preocupaban a mi
espíritu, y me preocupaban pues ni me satisfacían ni yo podía
responderlos. No los podía responder porque los encadenaba de tal
modo, que sabía de antemano que no tenían respuesta. No me
satisfacían porque aun no pudiéndoles responder, no los podía
aceptar. No me satisfacían puesto que no me satisfacían. Se
contentaban con su razón respecto a mi razón, pero no era mi razón
lo que yo sentía por satisfacer, y de no ser mi razón, ¿a qué
emplear argumentos que sólo sirven a la razón y sólo a la razón
convencen, puesto que sólo hablan el lenguaje de la razón?
Cuando
meditaba en esto, tratando de ver con qué parte de mí no me quedaba
satisfecho, me preguntaba naturalmente si no siendo el juicio, era el
corazón, y éste me respondía que todo tenía que ver con la imagen
de la mujer amada. ¿Qué lucha había dentro de mí para que,
estando el juicio y el corazón de la misma parte, y teniendo ganas
del premio por el que combatía, aún me sobraba en la sombra una
facultad desconocida que las armas juntas del pensamiento y del
corazón no lograban vencer ni corromper? ¿Acaso arrancaría ella la
fuerza de su misterio, como el enemigo cuyo número encubre la noche
y antes parece mucho, porque se le une el misterio y al misterio el
terror que genera y al terror la imaginación que propicia?
¡Vanas
consideraciones, como las razones que se exponen a un necio, que ni
comprende las razones ni la razón! Pero el que imprudentemente hace
prédicas a un necio, cansándose de predicar, sabe por qué predica
en vano. Pero yo no sabía lo que predicaba, ni por qué no me
entendía. Era como si durante la noche alguien me abrazase por la
espalda, tan de cerca que no pudiera girarme para verlo, al volver la
cabeza, y ver sólo detrás de él.
No
fueron horas sino días, pero cada hora parecía un día, que yo
andaba en estas razones conmigo, sin alcanzar ninguna conclusión, y
cuanto más me agitaba, más seguro estaba de no haberme mecido, como
un crío en un columpio, que por muy alto que vaya, no supera al
árbol al que está atado y lo poco que finge ir hacia un lado,
pronto lo pierde yendo hacia el otro. Pero esto, con lo que un niño
se deleita y pasa con su cuerpo, nunca deleita a quien ya no es un
niño y más cuando está pasando con su ama.
Un
efecto cierto y definido, tuvo todas estas dudas en mi vida. Todo el
placer, sin dejar de ser placer, se me hizo doloroso. Cuando veía a
la mujer que amaba, mantenía la misma alegría de siempre, pero
sentía que mi alegría tenía una sombra o que vestía de negro. Mi
angustia sólo era íntima, puesto que los demás no la advertían,
sobre todo aquélla que, siendo la causa de la alegría, era la de la
angustia, y siendo quien yo buscaba, yo no sabía si la buscaba o no.
Al sentir que la quería, me preguntaba a mí mismo si en verdad la
quería. Si quería otra cosa, me preguntaba a mí mismo qué podía
ser tal cosa, si sólo la quería a ella.
Intenté
persuadirme de que esta tortura era de esperanza, al sentir demasiado
que ser esperanza es no haberla conseguido todavía. Traté de
persuadirme de que una vez mía de verdad, esa mujer me traería la
felicidad que me faltaba en la felicidad; que mi felicidad, al ser
incompleta producía dolor, porque donde era incompleta no estaba y
donde no estaba, advirtiendo que yo no estaba, me decía que era
infeliz. Creí entonces que los días que rápidamente me llevaban al
día de mi boda, me llevarían también al de mi felicidad, que era
justamente ese.
Pero
la mayor tortura de toda esta tortura -no tardé mucho en verla- era
la de sentir que, fuera cuál fuera la causa que me hacía dudar, el
fin para el que yo dudaba era el de tomar una decisión. Y si me
había de casar con la mujer a quien tanto deseaba, ¿qué decisión
debía tomar para tener que ser escogida entre esa y otra, y qué
otra podría ser la otra decisión sino la decisión de no casarme?
¿Y si no me casara, qué podría hacer sino huir, seguir camino
adelante, ir siempre en pos del camino?
Todo
en mí quería que me casara; el amor, la felicidad, la gratitud
hacia quien me amaba, la propia vergüenza de no osar lo que quería,
de no acabar lo comenzado, de no vencer lo acometido. Si todo me
indicaba ese camino ¿porqué no lo seguía de una vez?
Pocos
días faltaban ya para la consumación de mi felicidad, cuando a
solas en la alta noche, viniendo casi de los brazos de la adorada, yo
mismo y de propósito provoqué un aumento en mi tormento, bien para
vencerlo o bien para que me superase, y lo que hasta entonces era
incierto, acabara pro definirse. Nuevamente hice pasar ante los ojos
de la razón todas las piezas de mi lógica y tanto perfectamente lo
hice, que la imagen de mi amada casi se me grababa en el cuerpo y
estaba presente en todos los sentidos. De nuevo, al fuego de mi
pasión, me calenté, me fundí, atemperé mis argumentos. De nuevo
los llevé a la misma conclusión. Si así y todo me indicaba un
camino ¿cómo es que no lo seguía?
Pero
aquí, de pronto, el hilo de mis razones se volvió contra mí y me
contuve. Porque si lo que quería podía indicarlo, para bien decir
que lo quería, como un sendero, cuánto más un Camino que yo seguí,
¿no era un camino de verdad? ¿Si para convencerme de que debía
detenerme tuviera que buscar la imagen a lo que indica que no se
detiene, cuánto más él mismo no era la verdad? Si su imagen me
servía para conferir verdad a mi argumento, ¿por qué no era
aquello la verdad, de donde había sacado yo la imagen?
Sin
comprenderme, sin intentar interpretarme, me detuve dentro de mi
espíritu. Fue como si las ideas me abandonaran. Quedé en un
desierto dentro de mí mismo.
Y
de repente, se me volvieron los ojos hacia atrás, al inicio del
viaje, al sentimiento inquieto que me trajo, al destino oscuro que me
puso en el alma. En un instante de muchos pensamientos, recordé.
Me
conduje otra vez desde el pasado perdido hasta la hora del muro en la
huerta, cuando apareció el hombre de negro. De nuevo repetí, para
mí mismo, sus palabras en su voz:
-No
mires el camino, síguelo hasta el final.
Y
por primera vez, pero como si no hubiera olvidado, oí primero el
tono y después los términos de mi respuesta negativa:
-Todavía
no, sólo partiré cuando sienta el mal de estar quieto.
¡Y
yo me había detenido! ¿Cuántos días había estado detenido? Ay de
mí y con cuánta alegría. Me había detenido porque amaba, porque
deseaba, porque quería. ¿Pero qué era amar, qué desear, qué era
querer, sino detenerme al menos en el deseo del camino? ¿Me había
detenido por amor?, ¿pero cómo me podría detenerme de no tener una
razón para hacerlo? La figura que me encantaba, ¿me prendía? ¿Y
qué era prender sino no dejarme seguir? ¿Y qué era encantar más
que detenerme?
Un
instante aún me escuché sufrir y me pareció que sólo tenía una
facultad en mi espíritu: la angustia. Durante un instante dudé aún.
Después, como si fuese un dios que se condenara a la misma muerte
que él mismo creó, decidí ponerme en camino. No sé decir, nadie
lo sabría decir por mí, cuánto me costó la partida. Pero decidí
partir, marcharme, proseguir de inmediato mi camino. Puse en mi
hombro mi hatillo de viajero, que me pareció leve porque lo
verdaderamente pesado era la angustia, que era lo que yo sentía. A
llorar alto dentro de mi sangre y de mi vida, partí. Partí
corriendo, en la honda noche, huyendo con una furia de loco, como si
quisiera ir por delante de mí mismo o dejar atrás mi propia sombra.
Corrí, corrí sin que el tiempo acompañase mi sensación de correr.
Tenía la impresión de que no me movía de mi sitio, de que estaba
quieto, agarrado a los hierros de la celda estrecha de mi
sufrimiento.
Pero
partí. Llevaba el alma seca, dura, acabada.
Y
centrada en el fondo de ella, como una fina gota de rocío, dormía
no sé qué vaga alegría de una gran liberación.
Salí,
llorando por la puerta extrema de la ciudad.
Delante
de mí, río helado sobre el reflejo de la luna fría, el Camino se
extendía indefinidamente1.
*
En
la segunda ciudad, más en el interior, donde llega después de algún
tiempo vive, se enamora de otra joven (la Gloria). Su belleza es
material pero espiritualizada. Todos la miran cuando pasa, lo deseen
o no. Su anillo es del metal (…). Pero un día se levanta
fuertemente atraído por su viaje y a pesar de lo que le cuesta,
consigue separarse de ella y continuar. Su partida es ya menos una
fuga y no puede dejar de mirar muchas veces hacia atrás. Tampoco se
despide de ella y al dejarla el alivio que siente es menor que el de
la primera vez, pero su alegría por el triunfo es aún mayor.
En
la tercera ciudad, que queda en lo alto de una enorme montaña y está
cercada por antiguas murallas severas y tristes, se enamora de una
tercera joven, castellana antiquísima de aquellos lugares, señora
absoluta de la ciudad donde vive. Ésta representa el Poder. Su
anillo es de hierro.
Pasa lo mismo que en las otras ocasiones, con las diferencias
inevitables. Su amor por ésta, no es como lo fuera con la primera,
un amor loco y absorbente, ni como con la segunda, un deseo intenso y
más inquieto que perturbador. Ésta lo ama con una pasión serena y
ardiente. Su belleza es mayestática y altiva; en las propias arrugas
de su manto tiene la majestad de su grandeza. Pasa lo mismo.
Acordándose de su destino, parte, no osando tampoco despedirse de
ella, aunque la visite no diciéndole que la ve por última vez.
“Desde lejos del camino, ya en la llanura, miré largamente las
altas torres sobre la montaña, todas de oro bruñido al sol del
anochecer”.
Entra
ahora en el interior del país, lejos ya de la espera de las
ciudades. Y llega a un pueblo tranquilo, en una ladera del monte
donde todo es sereno y adorable. El río que pasa por el valle está
lleno de puentes. Las casas están arracimadas y alegres. Allí se
enamora de la hija del pastor de almas del lugar, chica acaso no
guapa, pero de una suavidad de trato y tanta dulzura que toda ella se
transfigura y se anima. Él la ama con un amor pleno de ternura, casi
sin pasión. El anillo de ella es de (…). Pero al fin ocurre lo
mismo que ocurriera con las anteriores. Aquí se demora bastante
tiempo, pero al fin parte. Al despedirse, ella llora. Al salir del
pueblo lamenta que todo cuanto es suave y puro parece haber salido de
su vida. Se interna aún más por el país y cada vez el campo es más
campo y la atmósfera más rara y pura.
Llega
hasta una pequeña aldea, casi perdida e invisible, donde se detiene
mucho tiempo. Ama con un amor tranquilo y casi sin deseo ni ternura,
hecho sólo de devoción y respeto, a una chica que vive sola en
contemplación, sin casi hablar con los otros, silenciosa y pura. Es
la Sabiduría. Su anillo es de (…). Al final también parte.
Prosigue su camino despidiéndose de ella. Cada despedida cuesta más
y a cada nuevo lugar que llega piensa que de allí no podrá
marcharse. Como la que representa el Amor, también ella pretende
retenerlo, hablándole de lo feliz que es la vida contemplativa si
sólo se busca la comprensión las cosas. Pero él parte, cada vez
más triste.
Avanzando
por el país, se interna cada vez más en regiones aisladas. Llega
esta vez a una casa solitaria, rodeada de cipreses, al pie de los
cuales hay siempre un constante rumor de aguas que invita a la
contemplación y al reposo absoluto. Vive en esa casa una chica de
grave y extraña hermosura. También se enamora de ella. Su porte es
sereno y supremo; al amarla parece obtener el consuelo de haberlo
abandonado todo. Su presencia hacía detener todas las angustias y el
gesto con el que nos hablaba nos limpiaba las lágrimas aún no
derramadas. Es la Muerte. En su mano larga y lánguida llevaba un
anillo de plata.
Finalmente también partió. Ella quiso detenerlo, hablándole no
tanto de sí misma cuanto del sosiego de su casa apartada, del sonido
fresco y grave del agua cayendo sin descanso, del murmullo
acariciador de las hojas en su pequeña agitación. Pero él se
acordaba de haber salido de su casa ya casi olvidada a causa del
Hombre de Negro al que un día le había preguntado no sabía
exactamente qué.
De
nuevo partió y tras mucho caminar, llegó a una especie de ruda
cabaña construida, casi como un mero porche, contra la ladera de un
monte. Allí se le apareció una chica por la que enseguida sintió
un amor como jamás había sentido, aun habiendo sentido tantos. De
ésta él no podría decir si era guapa, si era graciosa, o cómo era
propiamente. Sólo sabía que en ella habían tomado forma todos
aquellos deseos suyos que ni para él tenían forma ni silueta. Esta
era su propia Personalidad. Tenía en el dedo, simple y puro, un
anillo de Oro. A ésta la amó con un amor sin deseo, ni propiamente
afecto, sino con un amor desnudo de todos los anhelos y también de
todas las renuncias, el amor de quien encuentra lo que busca desde
hace mucho y se siente más que feliz. Pero esto, ay, le recordó que
no era a ella a quien él venía a buscar. Y por eso, lleno de una
pesada tristeza, decidió partir de nuevo. Ella trató de detenerlo.
Le contó que él hizo bien en llegar hasta allí, donde nada llegaba
del mundo, ni sus renuncias que aún le pertenecen. Porque más
adelante, pasada la frontera del país, no se sabía si habitaba
alguien. Todo era incierto y oscuro. Que no la dejara. Mucho había
viajado, mucho había sacrificado. Tal vez fuera ella la razón de
tal sacrificio. ¿No sería para encontrarla que él buscaba al
Hombre de Negro en una dirección que acababa justamente allí? Ésta
resultó su mayor tentación; casi no pudo resistirla. Pero se acordó
de la extraña señal que el Hombre de Negro no le hizo realmente y
con el alma muerta ya, todo él sin nada en sí, marchó, marchó
resolutivamente entrando brevemente en un territorio inhóspito e
inhabitado, sin caminos, sin campos labrados, casi sin campos, donde
sólo había cielo y tierra y los raros riachuelos existían unos
frente a otros.
Anduvo
días y días y por fin en un valle sin belleza y sin confort para la
vida, encontró sentado junto a una caverna que miraba hacia el Este
a un viejo eremita de blancas barbas, solitario asceta contemplativo.
Una ruda piel lo cubría, lo alimentaban raíces, y el agua de un
arroyo que apenas se oía era lo que tenía para beber. Pero su
serenidad era mayor a todas las que hasta entonces había visto; su
cara era el espejo del Descanso, tal vez no de contento, sino de
Tranquilidad. “Allí pasé maravillosos días, libre por fin de
todo el amor de cualquier clase. Conocí allí la felicidad de no
albergar más deseos por nada. Aquella vida me atraía sin tirar de
mí”. Pero se acordó de que seguía en la búsqueda y hubo de
partir. “Para qué”, le dijo el eremita tristemente. ¿Es que
vale la pena lograr más que esta tranquilidad absoluta...? (aquí el
símbolo es el Sol, la esfera caliente de todos los días. Allí no
había tempestades ni nubes) El eremita es la Tranquilidad.
Marchó.
Caminó más y más, internándose en esta nueva región que a cada
paso parecía más árida y desprovista de vida. Por fin en una
región donde sólo había piedras sobre una montaña pesada y muerta
advirtió en la noche una luz de una enorme claridad. Se fue
acercando admirado del lugar de donde la luz salía. Y vio que era de
una gran caverna, donde un herrero trabajaba sobre un yunque con un
fuego tan prodigioso que parecía el propio sol al que se le hubiera
quitado su forma, reduciéndolo a su esencia de puro fuego informe
(este herrero representa el Esfuerzo, la aspiración continua). Aquí
se detuvo una temporada, pero tuvo que partir, sin saber a qué lugar
llegaría. El Herrero trató de detenerlo sin éxito.
Anduvo
un poco más, hasta alcanzar una región rodeada de una inmensa
muralla empinada, a plomo, donde no había paisajes y de lado a lado
se extendía una frontera entre ese territorio y un otro
inimaginable. Era como llegar al fin del mundo. Descubrió que al
empujar una piedra de la inmensa muralla, ésta parecía ceder. Lo
intentó. Se abrió de pronto un abismo, hasta el que se descendía
por escalones innúmeros a la vista, que apenas si podía medirlos.
Fue descendiendo hasta perder la cuenta del tiempo y del espacio a
medida que descendía. Cansado pero convencido, continuó
descendiendo hasta que franqueó una especie de espacio circular
desde donde partían (como su vista ya acostumbraba podía ver)
varios pasillos. Uno de ellos bajaba a través de más escalones.
Descendió por el que tenía un recodo a cierta distancia. Al girar
el recodo tuvo cierta sensación de luz, que fue aumentando a medida
que avanzaba por el corredor. Por fin se volvió asombrosamente
intensa, pero sin ser concentrada como la luz del sol, ni caliente
como la luz del fuego. Alcanzó por fin una inmensa sala atestada de
esta luz y que no tenía más salida que aquella por la que entró.
Esta sala estaba llena de luz, que no nacía de ningún punto, pero
rea extensa como el aire, que la ocupaba de manera que se podía ver
de dónde procedía. No era caliente ni tenía el fuego inmanente de
la luz. Era un fuego absolutamente sin fuego, era luz líquida,
desnuda de todo recuerdo de la luz material. Supo entonces por qué
la sala -si sala pudiera llamarse- no tenía forma ni dimensión. Es
que ocupaba todo el espacio del mundo -cielo y tierra- invisible de
lado a lado, estando dentro de todo ese espacio que ocupaba. Y así
ocurrió que todas las cosas eran iluminadas por ella desde dentro y
al ver esto, se advertía también que que todas eran transparentes y
huecas, que todas eran de la sustancia real de esta luz que, al ser
iluminadas, les daba al mismo tiempo su ilusión y su existencia y
que en la luz intensa de todas, unas estaban unidas con otras
mediante lazos e hilos invisibles que yacían del lado donde eran
diferentes.
En
el cuarto, sentado a una mesa, estaba por fin el Hombre de Negro.
“Y
me dio una piedra, una rosa y una cruz. Y vi con admiración que la
piedra era, con perfección absoluta, la clase de piedra engastada y
tallada que yo había visto en el anillo de la señora del castillo
de la ciudad en lo alto de la montaña y que la rosa era, pero ahora
completamente perfecta, de la clase de rosas que florecían en el
rosal de la última chica que amara. Sólo la cruz, siendo tal cual
era, no la había visto más que allí.
“Señor
tres veces grande”, respondí.
De
todo cuanto pasé y vi nada puedo enseñarte o decirte sino sólo
decirte lo que vi y que lo que pasé. Y de lo que me dijeron, cuanto
puedo enseñarte es lo poco que puedo decirte, que fue lo que me
dijeron:
No
mires el Camino: síguelo hasta el final.
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