CONTRA LA SOLEMNIDAD
En tiempos confusos y baldíos el arte de la solemnidad se abre paso. Los solemnes merodean por los pasillos de las universidades, por las plateas de los ministerios y por los ciclos de poesía. Uno debe esquivarlos porque son mucho más nocivos que la heroína y el método pilates todo junto. Mil veces prefiero prestar oídos a un mormón que a un jodido solemne, a un taxista ultra que a un yonqui de la solemnidad, a un poeta fonético que a un tifosi de la solemne intertextualidad y la erudición. El reino de este mundo es de los solemnes y de los pedantes, de los idiotas adoradores de esa señora estúpida y pomposa llamada solemnidad. Hágase comprender y estará perdido, hable llano y todos lo confundirán con un productor de melones. Antes se decía que a mal cristo mucha sangre, pero hoy se debiera decir que a mal texto mucha cita. Barbasco, puro y simple barbasco. Hace años, siendo editor, pedí a un solemne de toda solemnidad un libro de lectura ágil y sencilla sobre un tema que no admitía la floritura. Al cabo de unos meses el solemne se despachó con un librito completamente ilegible, de 100 páginas y setecientas notas de vellón. Preguntado por esta curiosa forma de entender la legilibilidad, el solemne me contestó que él no se jugaba su prestigio así como así y que cada una de las afirmaciones que hacía a lo largo del folletito debía ser refrendada por una cita como dios manda. Antes se hubiera dejado rebanar el pescuezo que sucumbir ante aquel peligro nefando de escribir un libro ameno y sencillo, despojado de toda suerte de erudición. Acabé por entenderlo: él no quería que lo entendieran, él quería que lo adorasen. Ayer leía un libro de un poeta querido y, malhaya de mí, se me ocurrió comenzar por el epílogo. Pues bien, no bien llevaba un servidor dos páginas leídas, cuando ya el epiloguista se había metido entre pecho y espalda un repaso exhaustivo de todas las autoridades conocidas y por conocer de la sociología, la poesía y la hermenaútica -lo admito: aquello tenía algo de ejercicio fluvial por un río de tiza-, desde Lacan a Laghbaun, pasando, cómo olvidarlos, por Gadamer, Weber o Widengren o por el inefable Kassner, de modo que nuestro solemne imbécil se daba trazas de empalmar una guirnalda con otra, una cita con otra, un pensamiento con otro con la cantarina satisfacción y probidad de un colibrí que fuera de flor en flor, Duero abajo, desde Soria hasta Porto y no contento se volviera hacia Jerusalem. El caso es que tras leer las primeras quince páginas del epílogo no sólo no me había “coscado” de nada, sino que desconocía la opinión del solemnista, aunque sin casi darme cuenta había recorrido dos alas de la Biblioteca del Congreso Americano a cuenta, creo, del mito y sus cien orillas, aunque, lo admito, si hubiera hablado de la mitomatosis mi mente hubiera seguido igual de turbia y cascabelera. Cuando al fin enfilé las dos últimas líneas supe con alivio que había regresado a casa, luego de un secuestro a manos de un insoportable epiloguista. Me quedaba releer al poeta amigo y éste, como siempre, me volvió a emocionar con su absoluta falta de solemnidad, con esa dicción suya que ilustra el movimiento de un vencejo en el aire. Y me acordé de Lacan y solemnemente le juré vengarlo y por si acaso me cagué en sus muertos.
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