La relación de Vincent y Théo Van Gogh acaso no tenga parangón en la historia del arte. Las cartas de Vincent a su hermano han sido siempre una de las lecturas más reparadoras de mi vida. Cuando me he sentido abatido o cercano a la incomprensión siempre he vuelto a ellas. Leerlas es una especie de conciliación con los aspectos más rugosos y difíciles de la relación entre las personas. Si existe el amor, ambos hermanos lo sintieron en dosis suficiente como para matar a una vaca. Se ha escrito mucho sobre ambos hermanos, pero no recuerdo nada acerca de su relación, de su interdependencia, de su comunión.El relato está dedicado al maestro y pintor colombiano, Alberto Vélez, que desde Sabaneta inocula al mundo su fe irrestañable a La Naturaleza. Su obra no deja de ser una comunión con el Amazonas, pulmón del planeta.
LOS
HERMANOS SIAMESES
CUENTO, por MANUEL MOYA
a mi amigo, el pintor colombiano Alberto Vélez
Por
favor, Modi, no se destruya, hágame caso. No se rebaje así ante
esta chusma. Usted vale cien veces más que ellos. Sé que tiene fama
de hombre difícil, incluso de, como dicen ustedes los italianos,
rompecoglioni,
pero, bueno, he visto sus cuadros colgados en lo de Wylda y qué
puedo decirle. Tienen alma, Amedeo, tienen alma. Ternura y alma. Sé
que alguien que pinta como usted, no puede ser mala persona. Poseo
alguna sensibilidad artística, aunque algunos, como el señor
Roland, se empeñen en afirmar lo contrario. Estuve casada con un
conocido merchand de arte y eso, querido Amedeo, acaba por notarse.
Nuestra casa siempre estuvo llena con los cuadros de mi cuñado
Vincent. Mi primer marido se llamaba Théo y trabajaba en la casa
Goupil, no sé si usted la conoce, arriba, cerca de Montmartre. Fue
un hombre admirado mientras con su trabajo de marchante pudo ayudar a
los artistas, pero luego acabó denostado por quienes antes le
bailaban el agua y a quienes tanto ayudó. Ya sabe, la vida de un
marchante de arte. No sé por qué le cuento todo esto, cuando es más
que probable que esté al corriente de todas las cosas inexactas que
se han dicho sobre mi marido. Después de su muerte, créame, he
tenido que luchar contra ciertos molestos personajes de esta ciudad.
Si quiere que le sea franca, estoy convencida de que lo que acabó
realmente con él fue la muerte de su hermano Vincent, que supongo le
sonará. Gauguin, a quien tanto protegió mi pobre Théo, se pasó
meses contando chismes a todo el mundo sobre Vincent, tratando de
hacerse el gracioso. Que si estaba enamorado de él, que si era un
loco de atar, que si era el pintor más mediocre que había conocido,
que si tenía millones de pájaros en su cabeza, que si no sabía
dibujar, que si era un desastre. No puede usted imaginarse cómo
sufrió Théo con quien al fin y al cabo seguía siendo su protegido
pero era así como Gauguin le pagaba. Como debe estar al corriente,
desde hace años vengo trabajando porque se conozca la obra de mi
cuñado, pero me está costando sangre. Excepto los buenos de Aurier,
Bernard y los nuevos pintores a quien usted admira tanto, los demás
parecen como si no supieran qué decir o pisaran cristales. Ante los
cuadros de Vincent se quedan alelados pero no son capaces de dar un
paso más allá en su reconocimiento. Lo consideran un salvaje y con
eso se conforman. Vincent no era un Renoir, de acuerdo, pero es
mucho, mucho más que un salvaje, pero incluso si sólo fuera un
salvaje ya sería mucho más que los que no son nada, porque todo su
horizonte es hacerse una carrerita y gustar. ¡Gustar! Usted, Amedeo,
es distinto. Yo sé lo que me digo. Usted, como Vincent, es un hombre
desesperado. No se ofenda. Algún día alguien lo comprenderá. Verá
sus cuadros y dirá, aquí hay alma. Este señor sabe hurgar en el
alma, sabe dónde está el alma y eso, amigo Modi, no hay demasiados
pintores que puedan contarlo. Pintar bien lo hace cualquiera. Al
principio Vincent Van Gogh era un pintor que ni siquiera sabía
dibujar, pero ya era pintor. Figúrese. No sabía pintar pero
encontró su sitio. Hurgó hasta dar con su sitio. Eso lo llevó a la
muerte pero al menos fue honesto, no se conformó, no se vendió, no
se autoexcluyó del dolor y de la incertidumbre por un maldito
bistec. Usted es igual. Por eso le hablo. Por eso Amedeo, yo sé que
usted sacará esto adelante. Sólo necesita dejarse querer. Esa
chica, por ejemplo, Jeanne. Ella lo quiere. Tiene usted suerte.
Déjese querer. Es casi una niña, pero lo daría todo por usted. La
he visto mirarlo. No la haga sufrir. Ella será quién se lo eche a
la espalda. No la deje. No la ofenda. No la olvide. Pero permita que
le hable de su colega Vincent. Le decía que todos se volvieron atrás
con respecto al pobre Vincent. Ni siquiera el buenazo de Cézanne ha
querido saber nada. El hecho de que yo sea mujer ha jugado en su
contra, pero soy tan tozuda como un percherón, ¿sabe?, y poco a
poco he logrado que el sueño de mi pobre Théo se vaya haciendo
realidad. Fíjese: los cuadros de Vincent, esos mismos que antes
nadie quería, se venden ya a más de cincuenta francos y, créame,
uno llegó incluso a los ochenta. No dejaré de luchar hasta que al
menos valgan mil francos. Quien dice mil, dice quinientos. No me crea
usted una loca. Quienes antes me trataban con desprecio, ahora me
escriben cartas afectuosas y me hablan de lo injusto que es que una
obra como la de Vincent no esté ya en los museos. Todo llegará si
es que tiene que llegar, me digo. Con intentarlo bastará. No es una
cuestión económica, sino de estricta justicia. Los galeristas se
empiezan a interesar por sus lienzos. ¡Ay, si Théo y Vincent
pudieran despertar! Pero, como le decía, mi ex-marido se quedó sin
fuerzas de la noche a la mañana. Para cuando falleció su hermano,
Théo ya lo había dado todo, como ocurre con esos ciclistas que tras
cruzar la meta después de hacer más de ochenta millas, se derrumban
en el arcén. Sí, ya sé, que los médicos franceses y holandeses le
diagnosticaron sífilis, que su deterioro físico y mental en los
últimos meses fue fruto de esa enfermedad, pero aún hoy, pasados
casi veinte años, cuando ya no es necesario dar explicaciones, sigo
creyendo que todo fue a consecuencia de la conmoción que le produjo
el suicidio de su hermano, de cuyo trágico fin se sentía tan
absoluta y profundamente responsable. No hay manera de probar esto,
pero nadie como yo puede saber más de aquellos tremendos meses que
siguieron al suicidio de Vincent. Imagínese. Hasta aquel día de
finales de julio, cuando Vincent se pegó el tiro en el pecho, yo
había sido una mujer con suerte, por decirlo así. Había nacido en
una familia laboriosa y honrada, conseguí un trabajo estable que me
proporcionó independencia, me casé con un buen hombre y nuestro
hijo, aún de meses, era una alegría para todos. No podía imaginar
que todo aquello tan frágil
mente
construido se iría a derrumbar de un día para otro. En un año, el
mundo de la luz se transformó en las mayores y más profundas
tinieblas. Todo se nos vino encima, créame. Nunca fui más
desdichada que entonces, querido Amedeo. Sólo tenía a nuestro hijo
y un cuarto en París lleno de cuadros invendibles y cachivaches.
Deseé morir, pero tenía que sacar adelante a mi hijo y preservar la
memoria de mi buen Théo. Espantoso, créame. Porque se lo tengo que
decir, Théo fue, sobre todo, un buen hombre. El mejor hombre que yo
haya conocido. Sólo yo puedo dar testimonio de lo que sufrió
durante aquellos meses espantosos. Y eso que el principio de año fue
magnífico. Sí, las cosas en la galería pintaban mal, es cierto, y
su hermano no acababa de mejorar en el hospital de Saint Paúl, allá
en Provena, pero todo lo compensaba nuestro Vincent Wilches, que
había nacido sano y rollizo, con una salud de hierro. ¡Una
bendición! Conocí a Théo apenas tres años antes, en Amsterdam.
Ejercía de maestra en una escuela de Utrech y él era un tipo
apuesto, y nada más y nada menos que un marchante de cuadros en
París. Cualquier muchacha hubiera caído rendida a sus pies. Según
parece, mi hermano Dries le habló de mí. Ambos viajaron a
Amsterdam, donde Théo mantenía familiares y clientes. No es que de
primeras me llamara la atención. Era un hombre alto y elegante.
Llamarlo guapo tal vez sea excesivo, pero había en su mirada, no sé
cómo expresarlo, una mezcla de profunda melancolía, de nobleza y de
dominio de sí mismo que lo hacía atractivo. No parecía
endiabladamente feliz, por decirlo con franqueza, pero se veía a
leguas que era un hombre de mundo. Tenía siete años más que yo, y
eso me pareció entonces una distancia insalvable. Mi profesión de
maestra me daba una cierta libertad, no sé si me explico. No
necesitaba atarme a nadie por muy marchante en París que fuera. Me
habló de su hermano, cómo no, yo creo que a todos hablaba del
hermano que vivía o estaba a punto de marcharse al Sur de Francia,
no recuerdo ahora muy bien. Para él su hermano el pintor era como el
hijo que hasta entonces no había tenido, aunque fuera tres años
mayor que él. ¡Lo veía tan desprotegido y tan impotente para
afrontar los asuntos del mundo! Recuerdo que me dijo de su hermano
Vincent que era un hombre sin suerte, que había comenzado en el
oficio de marchante de arte, como él, que incluso había vivido en
Londres y trabajado para un importante galerista, pero que después
de aprender el oficio, descubrió que no encajaba en ninguna parte;
contó que, después, tras su primer fracaso profesional, Vincent
puso todo su empeño en ser predicador, como su padre, y que había
llegado a hacerse cargo de una de las parroquias más pobres de
Valonia, muy cerca de la frontera francesa, pero que debido a su
carácter indómito, cabezota ―así es como solía definirlo― y
rigorista, aquello volvió a significar un tremendo fiasco que
planteó terribles conflictos familiares; fue una tremenda decepción
para la familia porque, además, allí hubo un asunto turbio que aún
no he logrado esclarecer y que tenía que ver con una pariente viuda.
Empezaba así la tremenda tragedia en que se convertiría la vida de
Vincent. Sólo después de aquella debacle, se hizo pintor, un pintor
sin suerte y sin oficio, como le he dicho, pero con una voluntad
férrea y una lucha interior como acaso no haya habido otra.
No
sé si Vincent ha sido un gran pintor pero cuando comparo sus cuadros
con los que veo por esas galerías pienso que en ellos al menos late
la vida, en ellos una toca el barro y el sol al mismo tiempo y eso,
créame, no se puede decir de casi nadie. De usted sí, Amedeo, y no
es un cumplido. Por esa razón me he permitido sentarme con usted. En
fin, puede creerme, mi marido le tenía un cariño inmenso a su
hermano desvalido. Hoy le gustaría estar aquí, viendo cómo todas
sus porfías y esfuerzos en favor del hermano no fueron del todo
baldíos. Cuando por fin acabe de transcribir las cartas que ambos se
cruzaron, verá que no le exagero. A veces siento unas ganas inmensas
de llorar mientras trabajo en ellas. No sé si alguna vez alguien se
interesara por publicar las cartas, pero le puedo asegurar que muy
pocas veces me he sentido más reconciliada con el arte y con la vida
que al irlas transcribiendo. Ese desconocido que para mí era el
hermano de mi marido, se ha ido clarificando de tal manera. Son
cartas, querido Modigliani, que todo artista debiera conocer. Se lo
digo desde la neutralidad. Tanta fe en uno mismo, tanta ternura,
tanta complicidad, y tanta fragilidad no es fácil encontrarlas. Lo
de la fragilidad, querido Modi, yo lo encuentro en sus lienzos. Son
conmovedores, créame. Es imposible mirarlos sin saber que el alma
palpita, que ahí está ocurriendo algo que a la vez es duro y a la
vez de una ternura mística. Y no crea que utilizo la palabra
misticismo a humo de pajas. Yo bien conozco y reconozco el
misticismo, se lo puedo asegurar. Otra cosa no, pero el misticismo…
Raramente dos hermanos se han querido y necesitado tanto el uno al
otro. Théo se quejaba constantemente de no poder hacer nada por una
obra que los galeristas y compradores rechazaban por violenta, tosca
y poco realista. ¡Figúrese! Al parecer nadie entendía aquellos
lienzos en los que pintaba campesinos, trigales, campos, exclusas,
marineros o cipreses azotados por el viento. Demasiado atrevidos,
demasiado feos, decían, para colgarlos en un salón. Pero Théo
creía ciegamente en su hermano. Al menos en el esfuerzo hercúleo
que su hermano desarrollaba y que no acababa de dar sus frutos. Cada
uno de su cuadros es como una oración. A Théo le sobrecogía la
honestidad de su hermano. Su trabajo, su empeño. Mi marido destinaba
parte de su sueldo a su desdichado hermano. Sabía que estaba
obligado a hacerlo. Yo creo que en el fondo se sentía culpable por
no encontrarle compradores. Pero no era culpa suya. En arte la gente
corriente reconoce las cosas de ayer, pero no las de mañana. Un
burgués no quiere saber nada de mañana y menos aún de pasado
mañana y el verdadero arte es el de pasado mañana, querido amigo.
Recuerdo el día en el que logró vender su primer cuadro. Unas vides
rojas, diez francos. Eso fue tan sólo unos meses antes de morir su
hermano. Théo estaba exultante. Como si hubiera vendido un carísimo
cuadro de Monet. Pero le hablaba de Théo y de mí. Debí
impresionarle porque a su llegada a París me escribió una carta
efusiva, en la que, ¡valiente locura!, me pedía matrimonio.
¡Matrimonio! Théo nunca fue un tipo arrojado en estos asuntos. Todo
lo contrario. Yo le respondí de inmediato diciéndole que no podía
fiarme de alguien tan impulsivo y arbitrario que pedía matrimonio a
la primera chica que se cruzaba en su camino. Insistió, pero deduje
que detrás de su aspecto delicado y recto, debía estar muy solo.
Ahora creo que necesitaba descansar del inmenso peso que cargaba
sobre sus espaldas. Dejar en el hombro de otra persona parte de su
propio peso y el de sus sufrimientos. Su hermano entonces andaba por
el Sur. Todavía no había tenido lugar el triste y bochornoso
espectáculo de su riña con Gauguin y la excentricidad de cortarse
la oreja. Entonces todo sonó a una vulgar locura, pero no, Vincent,
que había trabajado como un condenado a galeras, que durante años
luchó contra todo y contra todos, que apostó toda su esperanza en
la llegada de Gauguin, un pintor a quien consideraba un maestro, que
había asumido el hecho de ser el mayor fracasado del mundo, que
seguía viviendo, a sus treinta y tantos años, de la pensión de
ciento cincuenta francos que su buen hermano le enviaba todos los
meses, que había pasado por todas las penurias, fracasos y
calamidades posibles, explotó. Tenía que explotar, señor Amedeo,
estaba escrito que debía explotar y lo hizo cortándose parte de una
oreja. ¿Es tan malo eso? Si hubiera sido otro tal vez le hubiera
cortado la oreja a Gauguin y ahora tendría razón en ir contando
chismes y boutades sobre Vincent, pero prefirió cortarse la suya. A
veces he llegado a pensar que la vida de Vincent ha sido una
automutilación continua. Al abandonar su trabajo de marchante mutiló
de golpe la posibilidad de hacerse un burgués; fracasando como
fracasó de pastor de almas, automutiló su desmedida ternura hacia
los demás, haciéndose pintor que no lograría vender un cuadro se
excluyó del mundo. Y Théo, mi marido, fue su única sujeción. Todo
dependía de su hermano. Pero cortarse la oreja no fue sino un
peldaño más en su autoexclusión. Acaso el más pintoresco, pero
uno más. Cierto que ya la presión, la soledad y el agotamiento le
podían. Durante el año que había pasado en el Sur había pintado
cientos de cuadros. En las cartas a su hermano le habla de cada uno
de ellos, pero hablaba de su vida, interior y frenética, casi
desesperada. Cuánto amor, cuánta fe, cuánta ternura. Era imposible
no salir de todo eso descuartizado, amigo mío. Pero el calor del
sur, el sol, y esos campos cuajados de flores y de árboles
solitarios dejados al sol, lo atraían como un imán. Estaba imbuido
por una visión interior, señor Amedeo. Ya digo, cada cuadro suyo es
una oración. Sus cuadros se convirtieron con el contacto de la luz
del sur en oraciones paganas, salmos al sol y a las estaciones. Pero
aquel episodio de la oreja fue un momento terrible para todos y en
especial para Théo, como puede entender, que justo por esos días me
pidió en matrimonio y yo, perdóneme, siempre he sospechado que una
cosa trajo la otra. Se ha hablado poco de esto, pero yo lo he
meditado largamente y creo que la idea de que Théo lo fuera a
abandonar acabó por ser el fatal desencadenante de aquella primera
tragedia. Creyó que si su hermano emprendía una nueva vida, con
nuevas obligaciones y nuevos afectos, él se quedaría fuera y no
sabía qué hacer. Había fracasado en todo, Amedeo. Era incapaz de
ganarse unos francos por su cuenta. ¿Quién lo protegería a partir
de entonces? ¿Quién se haría cargo de él y de su pintura? Sí, la
noticia de nuestro enlace, debió robarle las pocas fuerzas que le
quedaban. No se puede luchar siempre. Y no se puede luchar como luchó
Vincent, sin que tarde o temprano te aceche la locura. No señor.
Poco después la gente de Arlés escribió una carta al ayuntamiento
quejándose del extravagante comportamiento de aquel infeliz pintor
que tomaba la carretera de Tarascón muy de madrugada y a veces
regresaba por la noche para captar las primeras o últimas luces del
día. Y lo internaron y lo volvieron a internar y un día,
completamente desesperado, se tomó los pigmentos y el aguarrás y,
bueno, Théo, al que todo aquel descomunal lío de su hermano lo
había desarbolado, descuidó sus negocios y sus cosas y la casa
Goupil comenzó a hacer aguas y de pronto, señor Amedeo, yo fui esa
salvación, comprende, la única salvación para Théo, aunque mi
llegada supusiera, tuviera que suponer a la fuerza el hundimiento
definitivo de Vincent en el sanatorio de ese tal Doctor Gachet, en
Auvers-sur-Oise, no sé si lo conoce. Ese peso, créame, lo llevaré
mientras viva, pero ese peso es también mi mayor fuente de energía.
Yo sé que todo mi trabajo y mis empeños en hacer que la visión y
la aventura casi heroica de Vincent y Théo al fin se vean
reconocidos, tiene mucho de compensación por ser yo y nuestro hijo
Vincent Wilhem quienes, sin quererlo, nos convertimos en el detonante
de sus muertes. Porque fue eso lo que fuimos, mi querido Amedeo. No
me cabe la menor duda: el nacimiento de nuestro hijo y la cada vez
más declinante marcha de los negocios de Théo, acabaron por
precipitar a Vincent al suicidio. Porque yo no albergo dudas sobre su
suicidio. Él mismo le contó a su hermano cómo había sido y Théo
me lo contó a mí. Entre ellos jamás se mintieron. Hubo momentos
difíciles entre los dos hermanos pero jamás se mintieron. Supongo
que no sería fácil mantener una amistad duradera con Vincent, pero
Théo siempre comprendió a su hermano y, en el fondo, Vincent fue,
antes de aparecer yo, la sujeción de Théo.
Sin
su hermano, Théo se hubiera derrumbado mucho antes. París se lo
hubiera llevado, como se ha llevado a tantos otros. Vincent lo
sostuvo, dándole un sentido a su vida. No podía dejar tirado a su
hermano, tenía que ocuparse de él y por eso tiraba con todas sus
fuerzas de sí mismo. La presión a la que vivió sometido, sobre
todo en los últimos años, fue tremenda. El mundo artístico era y
es difícil y el de los negocios, qué puedo decirle. Él estaba en
medio y eso complica siempre las cosas. Théo era honesto y entendía
a los artistas. La cercanía con su propio hermano hacía que
comprendiera bien el mundo interior de los artistas y no quisiera
frivolizar. En el poco tiempo que la vida nos dejó vivir juntos me
enseñó, si no a entender el arte, sí a respetarlo, a respetar a
cada artista, por eso he tenido el atrevimiento de sentarme con
usted, Amedeo, porque a pesar de su fama de hombre violento y
solitario, usted también es un hombre frágil, tocado por el
desasosiego. El arte verdadero no se conforma con migajas: siempre
exige llegar al tuétano, aunque ese llegar hasta el tuétano duela y
mate, y con frecuencia conduzca a la desesperación y a la locura.
Théo, mi querido amigo, estaba con los artistas, los entendía,
sabía cuáles eran sus perspectivas, sus preocupaciones, todo eso.
De haber querido ganar dinero… Pero, bueno, deje que le siga
contando: muy pocos días antes de su suicidio, a principios de
julio, Vincent vino a vernos a nuestro pisito de la Rue Lepic. Théo,
que también comenzaba a ventear los síntomas mentales de la
sífilis, y su hermano discutieron. Yo trataba de dormir al niño en
el cuarto de al lado. La discusión, pensé, era una simple cuestión
de hermanos. Théo trataba de poner a Vincent al corriente de las
nuevas dificultades. Aunque no lo quisiera, las cosas debían
cambiar. No es que dejara de ayudarlo, eso no, pero debía dejarle
respirar, máxime cuando Théo estaba pasando por momentos de
dificultad donde trabajaba y la llegada de Vincent Wilhem era un
asunto que cambiaba el panorama. Entonces, yo no acababa de entender
lo que Vincent quería de su hermano. Todo era en cierto modo
inconexo, egoísta, desesperado, pero también de una extraña y a la
vez brutal inocencia. Había reproches, dudas, incertidumbres. Ambos
pisaban sobre fuego y no se daban cuenta. En el fondo ambos trataban
de afrontar el futuro y el futuro se presentaba oscuro para todos.
Con lo que últimamente le pagaban en Goupil, Théo no podía seguir
ofreciendo toda la ayuda material que Vincent necesitaba. Tan mal
estaban las cosas, que Théo meditaba instalarse por su cuenta y
montar su propia galería, pero para eso necesitaba algo de tiempo y
de dinero. Y no había ni una cosa ni otra. Fue una conversación
tensa, llena de reproches y malos entendidos. Vincent era un hombre
humilde, pero, como todos los solitarios, tenía cierta tendencia a
la brusquedad. Acabó marchándose malhumorado, vencido, como si la
única persona que hasta entonces lo hubiera comprendido lo expulsara
de su vida. Y no era sí, pero era así como él lo veía, amigo Modi
y eso debe ser terrible. Terrible para ambos, quiero decir. Yo
imagino cuánto dolor hubo de sentir Théo aquel domingo, pero puedo
asegurarle que por la noche no logró conciliar el sueño. No podía
con más presión y eso es lo que había querido decirle a su
hermano, pero Vincent, desesperado, no lo entendía. Para él, su
hermano desataba ya las últimas cuerdas que los sujetaban. Sin la
sujeción económica de Théo, Vincent sabía que no podía valerse.
¿Qué sería de él y de su vida a partir de entonces? ¿Cómo
podría afrontar el futuro sin la ayuda de su hermano menor? No,
definitivamente, Vincent se vio ante sí mismo sin ningún futuro.
Estaba, pobrecillo, frente al precipicio. Él, que necesitaba
sosiego, se encontraba ahí, en un lugar terrible. Su hermano, al
borde del colapso, no podía seguir ayudándolo. Habían surgido
dificultades. Estaba yo y estaba nuestro hijo, estaba toda la maldita
ruina de Guopil… Théo se mantenía de pie a duras penas. Y sufría
lo indecible. Por la mañana lo encontré sentado en un sillón,
adormilado. Me dijo que se sentía mal del estómago, pero yo sabía
que lo que lo tenía sin dormir era el desencuentro con su hermano.
El difícil futuro que se nos avecinaba lo ennegrecía todo. La
solución hubiera sido que Vincent se hubiera venido a vivir con
nosotros, pero Vincent era problemático. Théo, que ya había vivido
una larga temporada con él en París, sabía que eso no podía ser,
que la convivencia se haría insoportable y que sus nervios no lo
resistirían. Pero no tenía una solución fácil. Buscaba entre sus
conocidos algún joven pintor en dificultades que por una módica
cantidad se prestara a compartir con su hermano algún estudio, pero
no era fácil. La fama de Vincent, propagada por Gauguin, no ayudaba.
¿Quién querría convivir con un loco de atar, capaz de cortarse la
oreja en un arrebato? Unos días más tarde, mientras trataba de
arreglar las cosas, Théo le puso cincuenta francos en el correo
postal. No podía contener un día más el peso de su angustia y aún
así siguió su penar durante días y semanas. Vincent le contestó,
comprensivo. Pero fue un mes espantoso para mi pobre Théo. Después,
de la noche a la mañana, todo acabó por desatarse. Aún recuerdo el
viaje a Auvers. Théo acudió de inmediato, en cuanto lo avisaron en
la galería de que Vincent se había pegado un tiro en el pecho pero
que estaba en cama y que seguía fumando en su pipa. ¿Un tiro? Todo
era confusión. El pueblo de Auvers era muy tranquilo y aquel
incidente tenía a todos alborotados. Vincent, que estaba alojado en
la posada, lo recibió en la cama. Viéndolo así, me dijo Théo, no
parecía que estuviese para morirse. Vincent sonreía y fumaba pero
al parecer prefería no hablar de lo que había sucedido. ¡Estaba
tan contento con la compañía de su hermano! Aquella era la
reconciliación. ¿Fue aquello una manera de atraer a Théo y
abrazarlo y volver a lo anterior? Es una pregunta, señor Amedeo, que
me he hecho más de una vez y no sé qué responderme, se lo juro.
¿Se quiso matar de verdad o como cuando lo de la oreja, era más una
manera de atraer la atención y la cercanía del hermano? ¿Era una
manera de reconocer su deuda con Théo, que tanto lo había ayudado?
Quizás. Hoy el asunto carece de importancia, pero para mí es
importante llegar a una conclusión. A veces me pregunto si mi
cabezonería y mi apuesta por dar a valer la obra de Vincent, no es
mi manera de resarcirlo, de seguir ayudándolo, ahora que Théo no
puede hacerlo. Sí, señor Amedeo, en el fondo me siento culpable,
aunque a veces me digo que todo esto lo hago por Théo, porque yo sé
que para él no habría cosa que más pudiera agradecerme. Es
también, por qué no decirlo, un acto de estricta justicia. Pero
volvamos a aquellos días difíciles, cuando Vincent se pegó el tiro
en el trigal. Durante los últimos días, Théo y él hablaron de
pintura, de la infancia, de las cosas que ellos sabían les unía aún
más que la sangre. Vincent, al fin reconciliado con su hermano,
albergaba futuros, infantiles proyectos. Creo que lo hacía para
animar a su desconcertado hermano. Había pintado unos cuadros
sobrecogedores durante aquel último mes. Permanecían aún frescos y
apilados en su cuarto, pero nadie salvo Théo perdió tiempo en
mirarlos. Théo estaba realmente impresionado. Sabía que aquella
obra no era vendible, que ningún burgués la compraría para
exponerla en su salón, pero allí, en aquellos cuadros violentos,
poéticos hasta la extenuación, apenas abocetados, había más
pintura verdadera que en todas las galerías de París juntas. Él lo
sabía pero cómo hacer que el mundo lo supiera. Ahí radicaba, amigo
Amedeo, su amargura, su impotencia, su tremenda frustración.
Siguieron hablando de cuando juntos vivieron en París, del viejo
Tanguy, de un tal Monticelli, un pintor italiano, según creo, que
interesaba mucho a Vincent. Esa fue la manera natural y honda que los
dos hermanos tuvieron para reconciliarse. Enseguida, casi sin darse
cuenta, estuvieron más juntos de lo que acaso lo hubieran estado
nunca. Ahora ambos estaban igual de desesperados. La vida los había
arrastrado hasta aquella habitación y ambos sabían que era el final
del camino. Vincent se sentía aliviado porque sabía que su hermano
podría caminar más libre sin él y porque comprendía que su
hermano lo había dado todo y hubiera seguido haciéndolo y eso lo
reconfortaba. Théo comprendía ahora el inmenso y baldío sacrificio
de Vincent. Ahora comprendía cuánta verdad había en su vida y en
sus lienzos. El sol que había pintado no era un sol sino su oración
al sol, y los almendros no eran almendros sino la vida en su inmensa
pujanza, en su belleza, en su necesidad de regeneración y de
comunión a un tiempo. Sé que le aburro con mis consideraciones
artísticas, señor Modigliani, pero yo sé que usted eso lo puede
comprender muy bien, porque usted también, a su manera, claro,
entiende el arte como una oración. En el caso de Vincent, no se
podía estar más cerca al mismo tiempo del estómago y de la
mística. Pero quién, quién podría comprender eso, quién en medio
de un tiempo de frivolidades, podría detenerse a contemplar eso. Yo
llegué un día más tarde, cuando Vincent aún vivía. Fue allí, en
Auvers, donde me percaté de la profunda relación que existía entre
aquellos dos hombres indefensos. De cuánto se necesitaban. Uno no
era sino la sombra del otro. Su reflejo. Su calco. Habían llegado a
un punto en el que ambos habitaban un solo cuerpo. Estaba pasmada. Yo
había tratado poco a Vincent y no sentía por él lo que se dice un
sincero afecto. Más bien al contrario. En el fondo le reprochaba
todo el dolor que Théo sentía por él, toda la atención que le
reclamaba. Me parecía un egoísta y un desequilibrado, porque en el
fondo de mí misma yo necesitaba proteger a Théo y aún más, yo
necesitaba proteger a nuestro hijo, y mi odio a Vincent no era más
que una reacción ante aquel extraño ser que nos reclamaba ayuda
cuando no podíamos seguir ayudándolo. Era, perdóneme, así de dura
y de cruel. La vida nos hace lobos. Ahora puedo entenderlo. Entonces
sólo pedía lo que me parecía justo. . . Mire, aunque entonces no
lo reconociera, mi hijo y yo éramos sus rivales. Así lo veía él y
así lo vivía yo. Comprenderá que no estuviera en disposición de
admirar sus cuadros. Me parecían toscos. Raros. Demasiado exaltados.
Pueriles casi. No eran los cuadros de un pintor, desde luego. No
entendía cómo alguien podía pintar las cosas de esa manera y, cómo
no, me ponía en el lugar de quienes no querrían por nada del mundo
tener un cuadro de aquéllos en su salón. Si por mí fuera los
hubiera quemado todos. Hoy, claro, mi perspectiva es tan distinta que
casi me sonroja haber visto las cosas como las veía entonces, aunque
es precisamente eso lo que me hace ser tozuda. Si yo, una simple
maestra holandesa, pude ver eso, por qué razón no podrían ver lo
mismo o parecido las demás personas sensibles. No era una simple
cuestión de sensibilidad o perspectiva, sino de revelación. Los
cuadros de Vincent Van Gogh tenían que revelarse y la revelación
sólo sería posible exponiéndolos, pero nadie quería exponerlos.
Por eso saqué fuerzas de flaqueza, por eso me aventuré en algo cuyo
fin o sentido desconocía. Pero estaba segura, créame, que si yo
había visto, cualquiera podría ver. Y eso me ayudó y eso me ayuda,
mi querido Modi. Por eso hablo con usted. Todo comenzó a cambiar a
partir de ese día, cuando percibí que ambos eran la misma persona,
que estaban ligados por un lazo secreto pero visible. Sólo había
que abrir los ojos para verlo. Y ese invisible lazo que unía a ambos
hermanos me sobrecogió. Creo que entendí más allá de toda duda,
la lucha de ambos, el amor de ambos, el profundo respeto que existía
entre los dos hermanos. Fue el gran momento de la revelación. Todos
los resquemores que pudiera tener con Vincent se disiparon en ese
instante. Supe que ambos eran un mismo organismo, una misma alma sólo
que separadas por la carne. Cuando Vincent expiró, Théo se quedó
inmóvil, como si a él también le faltara el aire. A pesar de sus
diferencias físicas parecían o eran hermanos siameses. Théo le
sostenía la mano y de pronto la mano dejó de latir. Ese momento
está pintado en mi mente como otro más de los inmensos cuadros de
Rembrant que había visto con Théo en Amsterdam. Me apena que cuando
yo muera ese cuadro desaparecerá para siempre. Ah, si yo supiera
pintar, sacar ese cuadro de mi cabeza y fijarlo en un lienzo. En fin,
no le canso más, a Vincent lo enterramos al lado de una tapia del
cementerio de Auvers y antes de volvernos a París, Théo regaló
algunos de sus últimos lienzos a quien quiso aceptarlos, pero sólo
el buen Doctor Gachet y su hijo se quedaron con unos cuantos. Después
se precipitó el final de Théo, mi marido, que se pasó sus últimos
meses de lucidez catalogando los cuadros del hermano, con el fin ya
agónico de realizar una exposición de su obra, pero la tarea le
sobrepasaba. Estaba irritable, perdido. Ya estaba muerto. Murió con
el tiro que Vincent se pegó en el pecho seis meses antes, a las
afueras de Auvers, de cara a los trigales, por eso me permito
decirle, querido Amedeo, que no se amedrante, que usted, como Théo,
como Vincent, tiene alma y que sólo debe salir ahí, en medio de
todo ese infierno, lejos de la absenta, a encontrar por fin a esa
chica, a su Jeanne, pero por favor, cuídese de una vez por todas esa
tos.
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