Después de mucho tiempo de abandono regreso al blog con un cuento singular de una singularísima poeta lusitana: Sophia de Mello Breyner-Andresen. Nacida en Porto (1919) en una familia de la alta burguesía local y de ascendencia danesa, Sophia estudiará clásicas en Lisboa y se casará con un conocido periodista lisboeta, Francisco Sousa Tavares en 1946. Este matrimonio cambiará su visión de la historia de la joven poeta. Si anteriormente Sophia había aceptado sin más la vida tal cual venía en la dictadura de Salazar, a partir de su relación con Sousa Tavares, su visión dará un vuelco de ciento ochenta grados. Este magnífico cuento, El silencio, interpreta este momento en la caída del caballo. Sophia se convierte así en una poeta abiertamente opositora al régimen. Tras el 25 de abril su papel será aún más importante y su obra, abiertamente comprometida, tendrá una muy mayor repercusión. Traducida a muchas lenguas, su obra es considerada una de las más sólidas de la literatura portuguesa del siglo XX. Es premio Camoes y Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana.
El
Silencio
Sophia de Mello Breyner-Andresen
Trad. Manuel Moya
Fue complicado. Primero
dejó los restos de comida en el cubo de basura. Después pasó los
platos y cubiertos por agua corriente, bajo el grifo. Después los
sumergió en un recipiente con agua caliente y jabón y con un
estropajo lo limpió todo hasta dejarlo reluciente. Después volvió
a calentar agua y la echó en el fregadero con dos medidas de sonasol
y de nuevo lavó platos, cubiertos, tenedores y cuchillos. En seguida
pasó los platos y los cubiertos por agua limpia y los puso a secar
sobre el escurridor de piedra.
Sus manos habían quedado
ásperas, estaba cansada de estar tanto rato de pié y le dolían
un poco las espaldas, pero sentía dentro de sí misma una gran
limpieza, como si en vez de lavar la vajilla, lo que hubiera lavado
fuera su alma. La luz sin abat-jour de la cocina hacía brillar los
azulejos blancos. Allá afuera, en la dulce noche estiva, un ciprés
se mecía blandamente.
El pan estaba en su cesto,
la ropa en su cajón, los vasos en el armario. El vaivén, la
agitación del tumulto del día descansaban.
Lo que había era una gran serenidad. Todo estaba en su sitio y el día acabado.
Lo que había era una gran serenidad. Todo estaba en su sitio y el día acabado.
Y Joana atravesó
despacio su casa.
Iba abriendo y cerrando
puertas, abriendo y cerrando luces. Los cuartos desaparecían en la
oscuridad y surgían de lo oscuro en la claridad.
Un dulce silencio
flotaba como una sed extendida.
El silencio dibujaba las
paredes, cubría las mesas, enmarcaba los retratos. El silencio
esculpía los volúmenes, recortaba las líneas, daba profundidad a
los espacios. Todo era plástico y vibrante, denso de la propia
realidad. El silencio como un hondo estremecimiento recorría la
casa.
Las cosas conocidas —el
tabique, la puerta, el espejo— mostraban una por una su belleza y
su serenidad. Y en las ventanas abiertas la noche de junio mostraba
su rostro radiante y suspenso.
Joana dio lentamente una
vuelta por la casa. Tocó los cristales, la cal, la madera.
Hacía mucho que cada objeto había encontrado su lugar en la casa. Y
era como si ese lugar, como si la relación entre la mesa, el espejo
o la puerta, fuesen la expresión de un orden que traspasaba la casa.
Los objetos parecían
atentos. Y la mujer que lavó la vajilla buscaba el centro de esa
atención. Siempre lo buscaba, ¿pero quién podría captarlo?
El silencio ahora se
hacía mayor. Era como una flor que se hubiera abierto completamente
y y alisase todos sus pétalos.
Y alrededor de todo este
silencio los astros de la noche exterior giraban lentamente y su
movimiento imperceptible tomaba para sí el orden y el silencio
de la casa.
Con las manos sobre la
pared blanca Joana respiró dulcemente. Aquél era su reino,
aquella su paz en la contemplación nocturna. Desde el orden y el
silencio del universo se alzaba una infinita libertad: ella respiraba
esa libertad que era la ley de su vida, el alimento de su ser.
La paz que la rodeaba
era abierta y transparente. La forma de las cosas era un signo, una
escritura. Una escritura que ella no entendía pero que reconocía.
Atravesó la sala y se
inclinó sobre la ventana abierta frente al puro instante azul de la
noche.
Brillaban las estrellas,
íntimas y distantes. Y le pareció que entre ella, la casa y las
estrellas se hubiera establecido desde siempre una alianza. Era como
si el peso de su conciencia fuera necesario al equilibrio de las
constelaciones, como si una intensa unidad atravesara todo el
universo.
Y ella habitaba esa
unidad, estaba presente y viva en la relación de las cosas y la
propia realidad atenta la abrigaba en su inmensa y aguda
presencia.
En el aire, en la cal,
en el cristal, tocaba su felicidad y esa felicidad era unidad en
su centro.
Se asomó a la ventana y
apoyó sus codos en la piedra fresca del alféizar.
Una leve brisa agitó
las ramas de los cedros. En el río, ronca, pitó una sirena. Desde
la torre se escucharon dos campanadas. Entonces fue cuando oyó el
grito.
Un largo grito agudo,
desmedido. Un grito que atravesaba las paredes, las puertas, el
salón, las ramas del cedro.
Joana se giró en la
ventana. Hubo una pausa. Un pequeño e inmóvil momento de
suspenso, de dudas. De inmediato nuevos gritos se alzaron,
atravesando la noche. Estaban gritando en la calle, del otro lado de
la casa. Era una voz de mujer. Una voz desnuda, desgarrada,
solitaria. Una voz que de grito en grito se iba deformando,
desfigurando hasta quedar en un aullido. Un aullido ronco y
ciego. Después la voz se iba adelgazando, bajaba, tomaba un ritmo de
sollozo, un tono de lamento. Pero de inmediato volvía a crecer,
con furia, con rabia, con desesperación, con violencia.
En la paz de la noche,
de arriba a abajo, los gritos abrieron una grieta, una herida, y así
como el agua comienza por anegar el interior seco al abrirse una
rendija en el casco de un barco, del mismo modo ahora, por la rendija
que abrieran los gritos, el terror, el desorden, la división y el
pánico, penetraban en el interior de la casa, del mundo, de la
noche.
Joana se alejó de la
ventana que daba al jardín, atravesó el salón, el pasillo y el
cuarto, y al otro lado de la casa, se asomó a la ventana que daba a
la calle.
La mujer se veía mal,
apoyada en la pared, a media luz, del otro lado de la acera. Sus
gritos desnudos, próximos, desmedidos atestaban la penumbra. En su
voz la tierra y la vida habían desnudado sus velos y su pudor y
mostraban su abismo, revelaban su desorden, su tiniebla. De una a
otra punta de la calle los gritos corrían golpeando las puertas
cerradas.
Se trataba de una calle
estrecha, comprimida entre edificios descoloridos, pesados y
tristes. Era allí la noche plomiza, el aire turbio, quieto y
pegajoso.
Perros callejeros
olisqueaban por las aceras y rebuscaban en los contenedores de basura
en busca de restos, cáscaras, pescuezos de una gallina degollada.
El enorme edificio de la
cárcel cubría todo el lado izquierdo de la calle con altas paredes
cortadas por ventanucos enrejados. Sobre esa pared se recostaba
la mujer. A veces erguía la cara y entonces podía ver el
rostro torcido y desfigurado por el grito. Junto a ella se
dibujaba la silueta de un hombre. Era tarde. Las puertas y ventanas
estaban cerradas sobre la gente ya dormida y por la calle no pasaba
ni un alma. Sólo de tanto en tanto se escuchaba un chirriar de
coches al girar la esquina.
El hombre intentaba
llevarse a la mujer y cuando los gritos disminuían un instante, le
imploraba que callase, le pedía:
— Venga, vámonos ya.
Pero ella no lo escuchaba. Gritaba como si estuviera sola en el
mundo, como traspasada por toda compañía y toda razón y hubiera
encontrado la pura soledad. Gritaba contra las paredes, contra las
piedras, contra la sombra de la noche. Elevaba su voz como si la
arrancara del suelo, como si su desesperación y su dolor brotasen
del propio suelo que la soportaba. Elevaba su voz como si quisiera
llegar con ella hasta los confines del universo y allí tocar a
alguien, despertar a alguien, obligar a alguien a responderle.
Gritaba contra el silencio.
A veces callaba un momento y echaba hacia atrás la nuca como quien
espera una respuesta.
Entonces, de nuevo, el hombre le imploraba:
—Cállate, cállate. Vámonos ya de aquí.
Pero ella volvía a gritar y golpeaba con sus puños la pared de la
cárcel como si así pretendiera forzar la respuesta de la piedra.
Gritaba como si quisiera llegar a un ausente, despertar a un
durmiente, arrullar a una conciencia impasible y, enajenada, tocar el
corazón de un muerto.
A través de las paredes, de las puertas, de las calles, de la
ciudad, gritaba hacia el fondo del universo, hacia el fondo del
espacio, hacia el fondo de la ocultación de la noche, hacia el fondo
del silencio.
De repente calló, inclinó la cabeza y se tapó el rostro con las
manos. Entonces el hombre le cubrió la cabeza con el pañuelo, la
apartó de la pared, le pasó un brazo alrededor de los hombros, y,
despacio, juntos, bajaron la calle y giraron en la esquina.
Durante algún tiempo fluctuó en el aire pesado de la calle un
eco de sollozos y de pasos que se alejaban y disminuían. Después se
impuso el silencio.
Un silencio opaco y siniestro donde se oía el trajinar de los
perros.
Joana volvió al salón. Todo ahora, desde el fuego de la
estrella hasta el brillo pulido de la mesa, se le era
desconocido. Todo se había vuelto accidente absurdo, sin nexo, sin
reino. Las cosas no eran suyas, ni eran ella, ni estaban con ella.
Todo se volvía ajeno, todo se volvía ruina irreconocible.
Y tocando sin sentir el cristal, la madera, la cal, Joana
atravesó como una extranjera su propia casa.
De Histórias da Terra e do Mar
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