LIBERTAD DE FERANDO EVORA

El editor del blog con Fernando Evora (con camisa a cuadros) en Odemira.



Fernando Evora (Faro, 1965), narrador algarvio ubicado en el corazón del Alentejo es sin duda uno de los mayores y más originales narradores lusitanos de la actualidad. Obras como No pais das Porcas-saras (En el país de las cochinillas) y O mel e as vispas (La miel y las abispas) ambas editadas por la editorial Colibrí bastarían para confirmar cuanto afirmo. Profesor de historia en el instituto de Odemira, su prosa no rehúye los conflictos y los retruécanos de la historia, iluminándolos con su casi siempre audaz perspectiva. La ironía, el respeto y la meticulosa constucción de sus personajes, así como esa capacidad de síntesis histórica a la que hacía referencia lo hacen un narrador imprescindible. Es posible que el relato que aquí publicamos, donde todas las características ya expuestas quedan en evidencia, sea su primera aparición en nuestro idioma, de lo cual, obviamente nos congratulamos. La traducción es de Tamara Atienzar. 
El relato que hoy reproducimos es Liberdade (Libertad), que forma parte del libro Germana Pata-Roxa, un conjunto de cuentos publicados por Colibrí en 2012.


LIBERTAD
Traducción Tamara Atienzar

En Vila Real de Santo António existe una historia, una especie de leyenda, que no cuentan ni los libros ni las fuentes históricas (como les gusta decir a los historiadores), pero que sobrevive en la memoria de algunos. Es la historia de los mesquitosos, familia numerosa e indefinida que todos conocen y por la que siente un particular desprecio todo aquél que no es mesquitoso. Según me contó un vilarrealense, estudioso del pasado identitario de esta ciudad, su nombre proviene de finales del 1774, cuando Vila Real estaba siendo construida por orden del Marqués de Pombal (recordemos que esta ciudad fue oficialmente inaugurada con “pompa y circunstancia”, el 13 de Mayo de 1776).

En aquel momento los habitantes de Montegordo fueron obligados a marcharse a vivir a Vila Real, idea que les repugnaba. Lo que ocurrió entonces es que algunos intentaron huir a España, atravesando el Guadiana. Muchos lo consiguieron, otros fueron capturados en el camino y fueron castigados severamente.

En este pulso desigual entre el testarudo y preciso Marqués, que tenía toda la fuerza policial bajo su mando, y los pobres pescadores, transformados en mano de obra casi esclava al servicio de aquel iluminado, no sólo la victoria se decantó del lado del primero, también conocido como Sebastião José Carvalho e Melo, su nombre de bautizo, sino que éste además, reveló una personalidad altamente vengativa (como ya había demostrado con los Távoras, y eso que aquellos aún estaban entre los poderosos, pues al menos en esto el Marqués resultó ser democrático: su ira cayó tanto sobre ricos como sobre pobres), castigando a los resistentes e incendiando, cual Nerón del siglo XVIII, la villa de Montegordo.

Pero aquí no caben las reflexiones históricas, y si narro estos hechos es sólo para situar al lector en el origen genealógico de esta familia. , porque no sólo las familias nobles e importantes son las que tienen una genealogía, sino que ésta es común a todos nosotros, e incluso, según los cristianos y otros, descendemos todos del mismo varón, Adán, lo que constituye una preciosa ayuda para todos los ilustres estudiosos a los que se les conoce por el nombre de genealogistas.

Lo que ocurre es que estos mesquitosos durante ese período –de construcción de Vila Real de Santo António– denunciaron la fuga de muchos de los compatriotas montegordinos al Gobernador del Algarve, un tal José Francisco da Costa de Sousa e Albuquerque, que en vista de la importante construcción regia en Vila Real se había cambiado, de armas y bandera literalmente, y se había mudado a la vecina Castro Marim.


Lo que sucede es que este José Francisco era Vizconde de Mesquitela por casamiento, lo que había llevado a esta familia de delatores a ser conocida inicialmente como los Mesquitelas, nombre que evolucionó a mesquitosos, transformación que es más natural si además tenemos en cuenta la ausencia de pulcritud que caracteriza históricamente a esta familia y que constituye un señuelo para esos indeseables insectos. Como pago de este servicio, la prole de los mesquitosos habría recibido unas tierras al norte de la villa, donde aún hoy se alzan sus improvisados caseríos y sus descuidadas huertas.

Sin embargo, la rebuscada explicación anterior no sólo carece de confirmación de fuente histórica, sino que también hay quien la desmiente categóricamente: los mesquitosos tendrían este nombre simplemente por vivir junto a los mosquitos, abundantes en las márgenes del Guadiana, lugar evitado por el riesgo del famoso paludismo provocado por estos insectos que afectaron, hasta hace poco tiempo, a la población local. De ser esto cierto, habrían sido, tradicionalmente y hasta antes de la construcción de Vila Real, una familia de origen bastante pobre (se refiere aún otra tesis, que parece más especulativa, según la cual los mesquitosos eran originalmente musulmanes, por tanto, su nombre provendría de mezquita).


No obstante, la historia (¿leyenda?) de los mesquitosos no se acaba con los tiempos de la fundación de Vila Real de Santo António. Corren otras memorias, todas ellas poco favorables, sobre esta familia. Al parecer, tienen una ocupación incierta, detestando cualquier forma de trabajo honesto. Y parece poco creíble que sobrevivan solamente con lo que las mujeres cultivan en sus diminutas tierras que más bien parecen barbechos, por lo que las sospechas de sus lucros suele recaer sobre actividades que clasificaré como poco lícitas, para ser indulgente y no correr el riesgo de que me acusen de difamación. Es cierto que por la apariencia y la forma de vida, son gente que necesitan poco para vivir, sin embargo, algo deben recibir y parece que no es suficiente sólo con los subsidios que el Estado concede, a veces, a sus indigentes. Ya se habló de que tradicionalmente están asociados a la práctica de la denuncia, y ese parece ser el camino que han seguido a lo largo de los siglos pasados, según me informaron: la denuncia al frágil movimiento sindical que se formó en Vila Real de Santo António cuando comenzó el desarrollo de la industria de conservas; informaciones a la PIDE sobre reuniones comunistas durante el Estado Nuevo (lo que coincidiría con la mejor época de desahogo financiero de esta familia, pero que habría lanzado, según me aseguran, a la desgracia a mucho inocente ya que los mesquitosos usaban un sistema de denuncia perfectamente aleatorio); mas concretamente, informaciones a la Guardia Fiscal sobre el contrabando en el Guadiana.

Y he aquí que en los tiempos más recientes, con la entrada de Portugal en la Comunidad Económica Europea, los mesquitosos se quedaron sin nada que denunciar. Si fueran individuos espabilados, o con la capacidad de iniciativa que se desea en un régimen liberal, podrían haber abierto una oficina de detectives particulares y habrían pasado informaciones sobre pequeñas maldades conyugales o grandes traiciones familiares, ya que estaban habituados a la práctica del descubierto, o creación, del secreto ajeno. Sin embargo, el lector más inteligente ya habrá entendido que ésta es gente demasiado holgazana para grandes, o incluso, pequeños, vuelos. Así que el pueblo vilarrealense no tuvo gran dificultad en asociar el aumento de la pequeña criminalidad –el hurto de tiendas y residencias, el robo con tirones etc.,- al incremento del modus vivendi de los mesquitosos cuando Europa llegó a Portugal. Lo que constaba es que ésta siempre había sido gente sin riqueza y amiga de lo ajeno; lo que ocurría ahora era sólo la profundización de esas prácticas sin estar sujetas a la brutalidad policial de otros tiempos (y esa falta de brutalidad, me dicen algunos ancianos admiradores de otros tiempos, empezando por los de Sebastião José, es un incentivo a las ya referidas actividades poco lícitas).

Sea como fuere, esta familia, que es más que una simple familia (me arriesgaría a llamarle pueblo, pero por Vila Real hay quien los caracteriza como “raza”), ha cosechado, poco a poco el odio de la población vilarrealense. Tanto de la población rica como de la población pobre. Y ha vivido en sus tierras casi como un gueto, pero voluntariamente, lo que los convierte en un caso de interés antropológico ya que han desarrollado a lo largo de los últimos doscientos años una cultura muy propia (tal como hicieran los vecinos “qüicos” de Montegordo, sobre quienes ya trascendieron algunos estudios y disertaciones). Cuando antes mencioné que estos mesquitosos son más que una simple familia quería decir que han compensado alguna tendencia a la enfermedad y accidentes fatales con una gran fertilidad femenina, habiéndose constatado, sobre todo en los últimos años, un notable crecimiento demográfico frente al aumento de atención médica en el país. Sin embargo, todos están emparentados entre ellos, existiendo aquí un fenómeno de gran consanguinidad, que, según algunos relatos, se confunde con relaciones disfrazadamente incestuosas.

Por sus rasgos, los mesquitosos son fácilmente reconocidos por cualquier vilarrealense, fisionómicamente hablando, ya que si buscamos en el registro civil o parroquial el nombre “mesquitoso” es inexistente, pues esta familia tiene otros muchos apodos que me abstengo de enumerar, no vaya a asustarse algún lector por tener cierta relación filial, aunque remota, con esta gente.

En realidad son todos parecidos entre sí, casi como si fueran gemelos: morenos, bajos (con alguna tendencia al raquitismo), una manera de andar que es casi un cojear, las cejas gruesas y muy arqueadas, una nariz chata (prácticamente plana), boca pequeña, barbilla recogida, y una mirada ausente (que yo calificaría de estúpida, si el lector me permitiese semejante juicio).



En septiembre de 1994 llegué a Vila Real de Santo António. Había acabado la Universidad dos años antes y el sorteo nacional de profesores me había llevado hasta aquella villa fronteriza, que conocía sólo de pasada. Estaba entusiasmado con la ocupación de esta plaza, sentía la fuerza de mis veinticinco años con toda la inmortalidad por delante. Era completamente libre: no tenía que dar cuentas a nadie: padres, mujer o novia; no tenía casa ni deudas por pagar y el sueldo me iba a permitir un mayor desahogo para mis libros, discos y vida bohemia. No obstante, es en estos momentos, de los cuales sólo comprendemos la belleza cuando miramos atrás, cuando tenemos la tentación de buscar nuestra propia prisión: pasiones más excepcionales, matrimonio y la contratación de deudas del coche y la casa, en nombre de una felicidad futura que dudo que muchos alcancen. Pero eso son meras especulaciones existenciales, quizá propias del desencanto de otras edades como las de este narrador, y que, al igual que las reflexiones históricas, no deberían caber en este cuento que os narro. Si suceden, es accidentalmente y por vanidad filosófica, que se pretende discreta.

Bajé del tren cargado con tres o cuatro maletas, los libros, los discos, la máquina de escribir, la ropa, ya se sabe: todas esas cosas indispensables de un docente, y fue en ese momento cuando me abordó una pareja. Y como ya habrá adivinado el lector: era una pareja de mesquitosos. Yo todavía no los conocía por ese nombre, tampoco tenía noticia de semejante pueblo, pero la apariencia del hombre, que ya describí anteriormente, aconsejaba tener prudencia. Encima utilizaba el lenguaje de un estafador de calle que asustaba a los posibles pardillos.

Sin embargo, la chica… -ah esa!– de las características fisionómicas de los mesquitosos sólo conservaba la baja estatura – a mis ojos, una concentración de lujuriosa y explosiva de mujer-, las cejas y la boca (corta, es cierto, pero carnosa y roja).

¡Y su mirada – ¡Dios mío la mirada! -, era de una tristeza profunda, un grito de socorro que prometía las más bellas e impúdicas aventuras. Y él, que se presentó como Paco (¿sería la proximidad a España lo que le confería semejante nombre?), debió de haber entendido la fascinación que la mirada de ella había ejercido sobre mí desde el primer momento, porque ya no me soltó más .

- ¿Está buscando casa? – debió de haber adivinado Paco por mi equipaje y mi aire mal disfrazado de profesor contratado.
Pues sí, casualmente iba buscar casa. Precisamente a eso mismo venía. Él mismo me llevaría hasta un sitio de un señor que tenía una casa para alquilar, por lo que me tendrás que agradecer semejante favor. Y allá que fui, medio temeroso de que el tipo me llevara a un lugar solitario y me robara el equipaje (todavía no sabía que en aquel equipaje poco habría que le interesara a un mesquitoso). Fui tras él y de la sonrisa nerviosa de ella, Germana era su nombre.

Paco no me llevó a un lugar solitario, sino al Café del Sr. Manel, el “Retiro del cazador”, un local con precios modestos, que estaba a cien metros de la estación (realmente, habría sido el primer lugar donde yo hubiera parado, incluso sin aquel abordaje abrupto). El Sr. Manel tenía una casa para alquilar. Quiero decir, realmente era media casa, ya que allí ya vivía un inmigrante bosnio (el Sr. Manel parecía feliz cuando pronunciaba ese sustantivo que era reciente en el vocabulario luso –bosnio-, que incluso recientemente había hecho su aparición en los telediarios), Boris era su nombre (y yo que pensaba que Boris era ruso, además de ser el perro bulldog de un amigo mío). Un buen hombre ese Boris, me aseguraba el Sr. Manel como quien dice “a ver si eres como él”. La casa era grande, yo podría verla con mis propios ojos antes de tomar cualquier decisión y si quería podría compartirla con Boris. Se veía que el Sr. Manel había desconfiado de mí por haber aparecido con aquellos mesquitosos, si bien se tranquilizó un poco cuando supo que era profesor, ya que era la época en que arribaban los docentes, pero sí me exigió dos meses de pago por adelantado, creo que fue por la sospecha acerca de mi compañía. Y también me quedó claro que Paco debía recibir una recompensa en negro por parte del propietario, pues al fin y al cabo le había encontrado un inquilino seguro, y de los que eran probablemente cumplidores, ya que los profesores reciben a tiempo el sueldo del mes y son fáciles de encontrar. Aún intenté debatir la cuestión de los dos meses pero acabé por aceptar las condiciones. Paco y Germana me ayudaron a llevar el equipaje hasta el tercer piso sin ascensor. La casa, realmente, era espaciosa.

Tenía dos cuartos; la sala de estar, cocina y el cuarto de baño las compartiría con Boris. Paco intentó sacarme algún dinero a título de recompensa: aquella era la mejor casa de la villa y el colegio estaba a la vuelta de la esquina, así que había tenido una suerte del carajo al haberlo encontrado, él bien que se merecía una recompensa. Me disculpé por los meses que había tenido que pagar por adelantado pues me había quedado desplumado y endeudado. Como compensación les pagué un aperitivo ahí abajo, en el “Retiro del Cazador”: comieron un bocadillo de jamón cada uno y se echaron al gollete un par de cañas, antes de que yo pudiera negarme a pagar.

Y, finalmente, descansé en la tranquilidad del hogar por unos instantes, antes de presentarme al trabajo.




No muchos días después volví a ver a Germana: estudiaba por la noche en el instituto donde yo daba clases. No era mi alumna pero nos cruzábamos algunas veces y siempre me saludaba. Me reconoció, obviamente. Lo que me dejó feliz y perturbado. No tardé mucho en saber algunas cosas sobre ella. Fue a través del profesor Jorge Caldeira, con quien entablé una cercana amistad. Caldeira me habló de ella casi casualmente, pero con interés. Me dijo que era una mesquitosa –fue la primera vez que oí ese nombre y su caracterización -, pero una mesquitosa diferente. El padre, me contó, no era de hecho, un mesquitoso, lo que ya era una rareza genealógica. En realidad, ese señor incluso había sido su compañero de escuela y era primo suyo, si bien bastante lejano. Y aquello era una cosa extraña: por qué se habría dejado enredar Arlindo –ese era el nombre del padre de Germana -, por el círculo de aquella gente. Arlindo era vivaz y estaba bien posicionado, los padres hasta tenían un negocio aparentemente próspero. Tal vez le hubiera pasado algo similar a la de otro amigo suyo que en una Feria de la Playa, esa que tiene lugar en Octubre, se enamoró de una gitanita. Una mujer de todos los diablos, guapa como raramente son las gitanas (a consideración de Caldeira). Eso sí, su amigo se llevó a casa a la chica y pasó con ella una tarde de amor memorable. Dos días después se le apareció la familia de la gitanita y como ya dice el saber popular: “quien se come la carne, roe los huesos”. Y el amigo se vio obligado a partir y a ser feriante por todo el mundo. Hasta se acabó convirtiendo en un gitano. Caldeira se lo encontró una vez en Sevilla: se hizo gitano totalmente: no era sólo la ropa y la mirada; era el color, de un moreno sucio, y el lenguaje propio de los gitanos. Quizás con Arlindo pasara algo similar. La madre de Germana debió haber tenido alguna vez cierto encanto, porque la hija era una chica guapa, reía delicado y entusiasmado Caldeira.

¡Al fin no era el único que apreciaba la belleza de la Germana! Claro que semejante figura no pasaba desapercibida a los codiciosos ojos masculinos (e incluso a los femeninos, de los que se dice que son particularmente envidiosos). Lo que ocurría era que yo me dejaba fascinar por la chica, al contrario de Caldeira, que sólo la apreciaba de lejos, quizás porque ya supiera quiénes eran los mesquitosos y la identificaba con ellos y yo, en mi ingenua ignorancia, no tenía ese conocimiento protector, ese blindaje de los vilarrealenses.

De estas conversaciones con Caldeira también llegué a saber que Germana “incluso era espabilada”, lo que contrariaba la tendencia opuesta reconocida sobre los mesquitosos. En realidad, en aquella raza se relevaba un fracaso escolar, con una elevada tasa de abandono. Tenían dificultad en aprender las primeras letras y las cuentas más simples, cumpliendo sólo la escolaridad obligatoria cuando se trataba de recibir subsidios para garantizar la alimentación básica de los niños. Después abandonaban y pasaban a la vida incierta que los caracterizaba. Germana también había abandonado la escuela, igual que el resto de la familia. Sin embargo, ahora regresaba, por la noche, para continuar sus estudios. Y con algún éxito. No era una alumna excepcional, pero entendía bien las materias, incluso esas cosas de filosofía que Caldeira enseñaba. Quizás debido a la genética paterna, especulaba mi amigo.

Éstas y otras sutilezas de Vila Real y de los vilarrealenses me las contaba Caldeira en nuestro local predilecto de la noche: el Salão do Xá. Yo tenía como costumbre salir todas las noches a tomar café y también porque mi convivencia con Boris no era propiamente un modelo de amistad. No por cuestiones domésticas, entiéndase. En ese campo las tareas estaban razonablemente distribuidas: ninguno de nosotros era un ejemplo en limpieza y conservación del hogar, pero manteníamos las cosas con alguna apariencia para las visitas (que eran mis visitas); él era un tipo solitario hasta en los esfuerzos más aburridos (como cargar la bombona de gas tres pisos) y hacíamos muchas veces las compras conjuntamente; era un cocinero medio, igual que yo, pero dado a algunos inventos que no siempre salían bien. En conclusión, aunque Boris fuese bosnio o de otra nacionalidad recientemente descubierta en Portugal, se comportaba como un mero macho capitalista. La cosa sólo empeoró a causa de la cuestión de los nacionalismos. En verdad, confieso que al principio sentía curiosidad, y hasta vanidad, por compartir la casa con un bosnio: daba un toque exótico y moderno, post-muro de Berlín, a mi existencia.

Después intenté entender aquella historia reciente que en el inicio de los años noventa sorprendía a todos (y todavía hoy nos cuesta entender): ¿cómo es posible que en un país que había vivido de forma pacífica (según lo que sabíamos) durante tantos años, se hubiesen desatado a matarse unos a los otros? ¿Y qué diferenciaba al final a los serbios, los croatas y los bosnios musulmanes, las tres etnias (¿sería ese el nombre?) que luchaban en Bosnia? Y ya que estamos, ¿de qué etnia era Boris?

-Croata, técnicamente. –me respondió (me impresionó el uso del “técnicamente”).

Pero en realidad, Boris no se consideraba un croata. Quiero decir: el padre era croata, la madre serbia. Hasta había tenido una educación católica, como los croatas. No es que croatas y católicos fuesen lo mismo, pero era casi igual. Sin embargo, se consideraba un yugoslavo de pura cepa, los eslavos eran todos iguales, repetía, los eslavos del Sur, que yo había aprendido a llamar yugoslavos, parecerían copias los unos de los otros. Y poco más avanzaba la cuestión sobre lo que diferenciaba a los croatas y a los serbios y a los musulmanes aparte de la religión. Y para ser croata parecía ser muy pro serbio. Pro serbio y pro mamá, a quien se refería bastantes veces como ejemplo.

Tantas veces, que yo diagnostiqué, gracias a mi formación freudiana, un complejo de Edipo mal resuelto. Supuestamente, Boris había venido de Bosnia porque perdió el empleo y no huyendo de la guerra, tal y como le gustaba subrayar. “No hay propiamente una guerra –intentaba convencernos–, lo que hay son unas tensiones que se resolverán cuando desaparezcan ciertos líderes y los extranjeros nos dejen en paz”. Él no entraría en la guerra, ya que afirmaba ser un pacifista, un Gandhi, un No Alineado como lo fue Yugoslavia durante la Guerra Fría. Pero toda aquella tensión y la información internacional habían llevado a aquel escenario de Bosnia a unos indeseables (Boris se refería muchas veces a neo-nazis alemanes y suecos que luchaban al lado de los croatas – y aprovechaba para hablar de algunos croatas que apoyaron a los nazis durante la segunda guerra mundial, todo lo cual no abogaba a favor de su condición de croata por nacimiento y educación). El gran problema, decía, es que antes trabajaba en un hotel junto a unas termas de montaña, una bonita tierra (cuando lo decía era de las pocas veces que su mirada ganaba un punto de nostalgia y su voz un tono de seriedad); pero después, con aquella guerra, el turismo había desaparecido. Y se había marchado a Italia y Portugal para continuar su trabajo en la hostelería, y había acabado quedándose como camarero en Vila Real de Santo António. Iba con bastante frecuencia a correos a llamar a los familiares que había dejado en su país y recibía alguna correspondencia (curiosamente, culpaba siempre a los correos portugueses de los atrasos en las cartas y no a los de la beligerante Bosnia).

Me había mostrado una fotografía de su familia: él, los padres, una hermana adolescente rubita muy guapa, y una tía solterona que vivía con ellos. Era una de esas fotos de familia unida y sonriente. Detrás de ellos, una casa de campo, en piedra, enmarcaba la felicidad familiar.

Y no conseguí saber nada más sobre cuestiones étnicas durante nuestras conversaciones. Boris no solo eludía siempre la respuesta a las otras preguntas (¿qué diferenciaba a croatas de serbios?; los orígenes de la guerra, ¿cómo habían vivido pacíficamente hasta aquel momento?) sino que también ganaba una agresividad fuera de lo normal cuando el asunto iba hacía aquellos temas.

Y lo que aún era peor, insistía en humillarme a mí, profesor de Historia, por desconocer hechos que para él eran básicos: ¿qué había pasado en Gravilo Pincip?, ¿el asesino de Francisco Fernando que había llevado al inicio de la 1ª Guerra Mundial? ¿Y cuántos puntos tenía el ultimátum enviado por el Imperio Austro-Húngaro a Serbia en la secuencia del famoso asesinato? ¿Y cuál de esos puntos había sido considerado intolerable por parte de Serbia? ¡Parecía mentira que yo, profesor de Historia, no lo supiese! ¡Cómo era posible que la educación universitaria en Portugal fuera así! Y me agredía, a mí y al país que le había acogido, de esa forma tan desvergonzada. Por eso, cuanto menos habláramos mejor. Y esta era una de las razones, por lo menos la que yo me daba a mi mismo, para pasar poco tiempo en casa y hacer del Salão do Xá mi segunda, que era casi primera, casa.

Lo que pasó es que Paco y Germana acabaron por descubrir esta casa mía y pasaron a frecuentarla con el único objetivo de sacarme unas bebidas.
Naturalmente, no eran bienvenidos por parte de la gerencia y de la clientela del Salão do Xá. Cuando llegaban, el barullo típico de los cafés paraba (hasta la música, cuando la había, parecía que reducía voluntariamente su volumen), cuando se sentaban en mi mesa todos miraban, más o menos discretamente, como a la espera de los problemas que aparecían cuando estaban los mesquitosos. Y ellos se sentaban siempre en mi mesa, sin pedir permiso, estuviera solo o acompañado. Mis amigos nunca dijeron nada pero dejaban huir notorias expresiones de desagrado (que dudo que ellos no entendieran) y, pasado poco tiempo, encontraban una excusa para levantarse e irse o para ir a la barra con otros conocidos que estaban sentados en otro sitio. Pasadas algunas semanas ya nadie se sentaba conmigo, porque sabían de antemano que Paco y Germana podían llegar en cualquier momento.

Y así, con la presencia de aquellos dos, se creaba una atmósfera desagradable. Pero ellos parecían ignorarla, e incluso se diría que estaban habituados a situaciones similares y aunque yo pagara una, dos, las rondas que fueran preciso, ellos se quedaban allí, plantados en la misma mesa dispuestos a desplumarme, mientras yo, estúpidamente embelesado por Germana, iba gastando mi dinero. También me sacaban los cigarros y, con el tiempo, se servían libremente del paquete, sin pedir ni siquiera uno. No hablábamos de casi nada: Germana era callada. Las conversaciones de Paco no tenían interés: hablaba sobre negocios que quería hacer, cosas que encontraría para vender, por si yo las quisiera comprar. Yo fingía interés solo para mirarla, allí callada en nuestra mesa, pero no tenía dinero para meterme en esos negocios que Paco proponía, ya que las cuentas del Salão do Xá había que multiplicarlas por tres. A pesar de eso, aún adquirí una televisión, averiada, y compré latas de anchoas a precios más altos que los del mercado. Yo intentaba desviar la conversación hacía el instituto, ya que Germana era estudiante. Ella hasta se mostraba interesada, no es que dijese algo, pero su sonrisa se dejaba entrever y su mirada triste ganaba brillo cuando yo me esforzaba por hacer un poco de humor, que la llevaba hasta la sonrisa. O por lo menos así me lo parecía. Y me esforcé mucho en mis bromas para hacerla reír, pues eran los momentos en que, de algún modo, nos quedábamos los dos a solas, ya que Paco no entendía ningún humor que no conllevara sexo explícito o pedos, y entonces desviaba el asunto poniendo cara de pocos amigos. Me divertían esos momentos en que ella sonreía y me hacía sentir recompensado por todo el sacrificio del resto de la noche. Realmente, entre Paco y Germana no parecía haber ningún tipo de ligazón, sentimental o intelectual, o de intereses que fuera. Por supuesto, vivían juntos (creo yo), ella todavía tenía que darle muchos hijos (decía Paco). Pero se abstenían de manifestar cualquier muestra de afecto allí cerca de mí. Nunca entendí si esa ausencia formaba parte del juego conmigo o si simplemente no habría manifestaciones de ese tipo entre el matrimonio. Y así continuaba, metido de lleno en aquella obsesión deprimente, sabiendo en lo más profundo de mí que ella nunca lo dejaría para venirse conmigo, que era de otro pueblo, de otra cultura – imposible vivir juntos, un imperativo del sentido común que rige los destinos. Pero tal vez fuera esa misma imposibilidad la que me impulsaba al deseo, el amor (quizás de los amores más atroces, pero incluso hoy, en la distancia y avergonzado con mi sentimiento de aquel entonces, no vacilo en llamarle así). Y es que, ya se ha escrito y cantado sobre el tema, los Hombres (por lo menos algunos) tienen la tendencia a buscar su cruz, a crear ellos mismos algo que no controlan, que les es superior a cualquier fuerza o deseo y les roba la libertad y les garantiza la infelicidad de la vida. Y yo estaba así, convencido de mi fracaso, dudando hasta de si alguna vez tendría coraje para hablarle al corazón, decirle una palabra bonita de deseo, tocarla aunque fuera en esos raros instantes en los que nos quedábamos solos, cuando Paco iba a por cervezas a la barra o se iba al aseo. Ésos eran los momentos más embarazosos para mí: no sabía qué hacer con la manos tenía miedo de mirarla, me atragantaba, me ruborizaba.

En cuanto a Paco, había comprendido la situación y simplemente se aprovechaba de ella, explotando al máximo mi estupidez.

Norberto, el dueño del Salão do Xá, receloso de que yo, con el raciocinio nublado por la estupidez de la pasión, no hubiese entendido lo incomodo de la presencia de aquellos dos en su establecimiento, me comunicó de forma más o menos sutil, pero clara: el Salão do Xá había dejado de ser un sitio agradable, y muchos de los clientes lo estaban cambiando por las cafeterías más convencionales, y la explicación era simple, como yo comprendería. Sólo que preferí ignorar la conversación de Norberto. Yo ya lo conocía y sabía que no me impediría jamás, a mí o a mis supuestos amigos, estar allí o dejar de frecuentar su bar, siempre que no hubiera una fuerte razón para ello. Eso lo sabía yo con toda seguridad, como sabía que un día surgiría –sería inevitable -, el motivo para que Norberto nos expulsase del Salão do Xá.

Y ese motivo ocurrió un sábado de lluvia, lo recuerdo bien, a finales de noviembre. Hacía un frío terrible. Paco estaba particularmente excitado, traía un olor a vino agrio y tabaco. Germana estaba empapada. Lo que pasó es que en la tercera o cuarta ronda Paco fue a la barra a buscar tres cervezas más. Y cuando me di cuenta, ya se había armado el jaleo. Al parecer, se había llevado el cambio de otro cliente –Chico Mansinho-, que a pesar del nombre que tenía no iba a dejar que nadie lo engañara, fuera mesquitoso o no. Norberto ya había salido de detrás de la barra y se había encarado con Paco. Que le devolviera el dinero y desapareciera de aquel local, donde no eran bienvenidos ladrones, pues él tenía claro que Paco había cogido el dinero de encima de la mesa. Entonces, intenté intervenir, dije que yo daba el cambio que faltaba, pero escuché un inmediato “ tú ta-te quiero” del amenazador Mansinho. Y Mansinho era mi amigo y como tenía razón, me sentí impotente para replicarle y volví a sentarme triste y silencioso en la mesa, al lado de Germana, que miraba indiferente la escena, como si ya la hubiese visto antes y conociese su desenlace.

Paco intentó encontrar una disculpa sin fundamento: pensaba que el dinero era mi cambio y que él me lo estaba dando ¡Pero no era y ya está!: Allí estaba el dinero, tanta historia por una mierda de cincuenta escudos – ¿qué valía eso?, pedía disculpas, ¡ya está todo solucionado! Pero la disculpa no sirvió de nada, ni la devolución iba a impedir salir a malas del Salão do Xá y de no poder entrar allí nunca más: aquello no era sitio para ladrones, y mucho menos para chulos, que era lo que él era, siempre dispuesto a desplumarme a mí, un infeliz de buen corazón que no se merecía eso. Y en esa conversación, mientras Paco era empujado fuera del Salón, donde estaba lloviendo torrencialmente ante el alivio de la clientela presente y mientras examinaba mi vergüenza, también oí lo que no quería con aquella historia que me comparaba con un papanatas, un tonto explotado por la chulería de aquellos dos. Me sentía miserable. Y Paco, después de ser echado, aún gritaba pidiendo disculpas ahí afuera, evitando la agresión verbal a Mansinho y a Norberto, receloso de que ellos le golpearan. Algo fácil debido a la legendaria complexión física de los mesquitosos. Miré a Germana que estaba sentada conmigo: ¿Qué vas a hacer ahora? Antes de salir a reunirse con Paco se acercó a mí y me besó: un beso húmedo y cálido en mis labios – y era cálido aunque ella estaba temblando de frío. Quizás había sido fugaz, pero a mí me pareció que Germana había alargado un poco más de lo necesario, como deleitándose con el tiempo efímero del beso. Fue una especie de despedida, a su manera. Nunca más volverían al Salón, de ahora en adelante solo nos cruzaríamos, para mi excitación descompuesta pero disfrazada, en el instituto.

Noberto me tranquilizó diciéndome que Paco no había visto nada, de modo que si ella se llevaba una paliza aquella noche no sería precisamente por el beso fugaz, sino por alguna tradición mesquitosa, y general según la cual las mujeres pagan con su cuerpo cuando la vida les va mal a los compañeros. Y después de que cerrara el Salão do Xá, Norberto, Mansinho y un cliente más entrado en años que nosotros, un tal Botequilha, tuvieron una larga conversación conmigo, cuales padres o hermanos mayores. En verdad, me dijeron lo que yo siempre supe pero que no quería admitir: me había encaprichado, esa era la palabra correcta para definir aquella especie de espiral de idiotez en la que me había metido. Que me tranquilizara: mi encaprichamiento no era el único, que tirase la primera piedra quien nunca se hubiese encaprichado en la vida por una chica cualquiera. Los hombres tienen esa fijación, esa tendencia natural a dejarse cautivar hasta la obsesión más extrema, a comportarse como cachorros tontos cerca de ciertas hembras y la cosa, por desgracia, no suele pasar una sola vez en nuestra breve existencia, ya que el ser humano posee la característica de no aprender con los errores y de no utilizar la razón cuando anda con la cabeza metida en esa especie de celo. Y me contaron algunas de sus historias similares, enamoramientos de lo más estúpido que puede haber, en los peores momentos imaginables. Fueron varias las historias, pero me acuerdo de una que contó Botequilha: se trataba de una mujer fea, con la piel arrugada que lo había hechizado y eso que él hacía poco tiempo que se había casado. Una tipa que no valía nada físicamente hablando, pero se le metió en la cabeza, y él, encaprichado de ella, hacía de todo para estarle cerca. Faltaba al trabajo e se iban a casa, a su propia casa, sobre su propia cama que era como ella quería. Y la fémina, cuando se iba, siempre le robaba algo, pero aunque él lo sabía, no hacía nada porque tenía miedo de perderla. Quien lo salvó fue su propia esposa que, como desconfiaba de aquellas pérdidas, descubrió pruebas para encontrarlas. Entró dentro de la casa en pleno acto y se arrojó hacía la otra tipa llena de fe, le dio una reprimenda y la echó a la calle de una patada. Una escena a la antigua portuguesa, con el vecindario mirando. Y a él, su marido, nunca le dijo una palabra de lo sucedido, que su mujer en eso había sido una santa, pues quizá hubiese comprendido que él no tenía la culpa de aquella idiotez que no conseguía controlar. Y para acabar la historia, contaba Botequilha, terminó con aquel capricho repentinamente cuando la otra fue expulsada de su casa, gracias a la mujer. Norberto contó que había una creencia antigua, que se contaba en la sierra, según la cual se decía que una mujer que quería agarrar a un hombre le daba a beber sangre de la menstruación, disimulada, claro está. Entonces Botequilha se dio cuenta en aquel instante que se enamoró en un restaurante donde la tipa trabajaba, y había tenido la ocasión de servirle vino tinto con gaseosa. Mansinho, que era de ese tipo de personas muy poco creyente en estos mitos, dijo después que aunque le gustaría probar sangre de muchas, no creía en tales patrañas. Y acabó por recordar, más eruditamente y como era hombre amante de las letras, un cuento de Eça Queiroz llamado “Particularidades de una chica rubia” en el que una ladrona engaña al marido durante años.

Yo seguía aquellas historias con interés y entendía, según se alargaba la conversación, que mi encaprichamiento se iba desvaneciendo. A pesar de aquel beso, y tal vez a causa de él, ganaba la seguridad de que todo había terminado allí, en aquella noche del Salão do Xá.

Había sido una temporada tonta que llegaba a su fin, creía yo. Quizás, aquello fue necesario para hacerme hombre, y era parte de un proceso de crecimiento, la vida es así, hecha de aprendizaje a través de los errores. Recuerdo que, al final, Mansinho sintetizó los dos tipos generales de enamoramiento: los de las mujeres que nunca nos darán bola, y los de las mujeres que nos chupan hasta la médula. Mi caso era una especie de híbrido, ya que no obtenía nada de ella pero la fémina me daba esperanzas, cual puta vieja (yo aquí tuve la tentación de disculparla e imputar al hombre esta maldad, pero no serviría de nada ya que el triunfo de la argumentación estaba de parte de ellas), encima tenía el agravante de ser explotado por el idiota de Paco (Norberto solo lamentaba no haberle soltado unos buenos sopapos, que bien se los merecía). Recuerdo que terminé esa conversación con Mansinho frente al Guadiana, fumando un cigarrillo, y él intentaba asegurarse de que yo me desenamorara de una vez por todas. Es que esa cosa del capricho es bastante diferente de lo que llaman amor o pasión. No es que en el amor o la pasión no sepamos que la cosa también es una tontera y es verdad que cometemos gilipolleces y hacemos cosas ridículas, claro que sí (y allí venía la referencia a las cartas de amor ridículas del famoso poeta), pero ahí sabemos que aquello es para siempre, que es eterno, por lo menos “mientras dura” como decía Vinicius. Sin embargo, en estos encoñamientos la gente, además de no sacar un verdadero placer de la situación, sabe desde el principio que la tipa en cuestión no nos merece y que nos vamos a arrepentir de todo eso, andamos en un círculo continuo de frustración de la que no conseguimos escapar. Es una especie de masoquismo. Y yo lo sabía bien ¿o no? Claro que lo sabía, lo había sabido siempre. Y cuando llegué a casa tenía la certeza absoluta de que aquella época había acabado. Recuerdo que me sentí feliz al descubrir que tendría un gasto menos en mi vida. De ahora en adelante, disfrutaría más egoístamente de mi dinero. Y supongo que sonreí.

Y quiso el destino, en una especie de fatalidad, comprobar la frase hecha de que cuando se cierra una puerta enseguida otra se abre: la noche siguiente encontré a mi colega Gabriela cenando en el Restaurante dos Arcos.

La lluvia de la noche anterior había pasado y sentíamos esa pequeña angustia del fin de semana que llegaba a su fin. Tal vez eso, tal vez la conversación agradable a la cena (creo que hablamos de libros e historia), nos impulsó a beber un poco demasiado vino. Y cuando me di cuenta nos estábamos desnudando en su sala de estar, besándonos y haciendo el amor con urgencia.

Ése fue un período particularmente feliz. Pasaba mucho tiempo en casa de Gabriela, veíamos películas por la tarde, cocinábamos juntos, hablábamos. Normalmente estábamos desnudos. Casi siempre desnudos: si hacía más frío sólo nos tapábamos, provisionalmente, con mantas.

Cenábamos algunas veces fuera y salíamos por la noche a Montegordo. Muchas veces nos veían juntos, deberían de haber conversaciones sobre el asunto, aunque nunca quise asumir la relación. Ella lo quería, a pesar de que no lo dijera abiertamente. Yo quería ser libre, repetía. Y le gustaba demasiado a ella, tanto que hasta tenía celos.

Yo estaba deslumbrado con mi inmortalidad. Ella era de familia católica. Yo sentía un poco de euforia y pensaba lo bonito que sería salir a la calle y pasear desnudos por la planta ortogonal de Vila Real de Santo António. Eso sí sería una manifestación suprema de libertad. Ella se resistía a la idea, posponiéndola, con un argumento sensato: quizás en primavera, cuando el tiempo mejorara: ahora hacía demasiado frío. Pero yo insistía, tenía prisa de vivir, y lo hicimos durante aquel invierno: fue durante la noche más oscura e insospechada: nos metimos en el coche de ella sólo tapados con las mantas y buscamos una calle en la que no se escuchara ni un alma. Después salimos del automóvil y paseamos de un lado para otro, desnudos y con chanclas. Qué bella sensación, un verdadero grito de libertad; era aún mejor que bañarse en la playa desnudo, fue lo que pensé, y después proyecté que un día, en un futuro lejano, me gustaría ser considerado un poco loco para poder repetirlo a la luz del sol en medio del bullicio urbano. Pero aquella noche tenía miedo de que apareciera alguien y quería acortar el paseo. Ella, por el contrario, sentía un enorme deseo de alargarlo y atravesaba la calle de un lado a otro arrastrándome de la mano. Estaba deslumbrada con el placer que aquello le daba: deberíamos ir a la plaza Marqués de Pombal, eso sí que sería lo máximo”, me llegó incluso a proponer descaradamente. En su sonrisa casi se entendía una invitación para hacer el amor junto al obelisco. Sacudí la cabeza asustado: allí en el Marqués, justo a aquella hora, debería de haber policías, qué mala imagen darían a la educación si dos profesores fueran encontrados desnudos en la Plaza Marqués de Pombal, todos lo sabrían al día siguiente, realmente seríamos condenados por ir contra el pudor. Y regresamos a casa, porque yo le metí prisa.

Como resultado del paseo nocturno, ella pilló una gripe que la dejó en cama. Y yo la cuidé con té y caricias.

Fueron tiempos bonitos. Cuando hoy los recuerdo pienso en cómo sería todo de distinto si me hubiera quedado con Gabriela. Aún así, creo que para darme celos, Gabriela dejaba a otro compañero que le acariciase el ala.

Pero yo no conseguía tener celos: él me parecía demasiado inofensivo, un pan sin sal, un hombre normal, y creo que –tanto yo como Gabriela- éramos demasiado cómplices de nuestra libertad como para que tal complicidad fuera manchada por una banalidad de aquéllas. Y lo dejé pasar, entré en el juego. Y no me sentí –nunca– traicionado. Sospecho que todos tenemos la tendencia a juzgar a los demás a través de nosotros mismos, suponiendo que sienten las cosas de la misma manera. Pero dudo de que alguna vez sea así.

A Gabriela le iba a ser difícil, de hecho, le era difícil verme cerca de otras mujeres. Y pensó que lo contrarío también sería así. Pero esa broma de intentar ponerme celoso fue en aumento hasta que se le hizo complicado controlar la proximidad del otro, y, por la primavera, el otro se transformó en su novio oficial y yo, imperturbable con este hecho, era un amante perverso y ocasional. Y lo ocasional fue ocurriendo cada vez más, sobre todo por mi culpa: era primavera y sólo me apetecía estar en la calle, feliz.

Y entonces, en la época de los santos populares, Paco y Germana llamaron a mi puerta. Como dije antes, y aunque estaba convencido de que mi encaprichamiento había acabado, cuando me cruzaba a Germana en el colegio me seguía perturbando. Y después estaba el recuerdo de aquel beso fugaz – o no tan fugaz, tal y como me quería traicionar la memoria. Pero a Paco no lo había vuelto a ver más, sin contar las veces en las que fingí no verlo en la puerta de la discoteca “Companhia”, donde el portero le impedía la entrada mientras me saludaba cortésmente: "Por favor, señor profesor."

Paco había venido a invitarme a un asado de sardinas en la tierra de los mesquitosos, evento que se realizaría aquella misma tarde. De esta forma, me ofrecía una experiencia antropológica vedada a la mayoría y que consistía en convivir con la comunidad entera en un festejo que conmemoraba, como supe más tarde, el regreso de Sezinando (¿tendría aquel nombre relación con el paludismo transmitido por los mesquitosos?). El mesquitoso que sería homenajeado con la sardinada regresaba de Pinheiro da Cruz tras una estancia de seis años por un crimen que desconocía y del que preferí no informarme en ese momento. Claro que yo, a pesar de la vergüenza y de alguna molestia (el fingir que no había visto a Paco, el beso de la Germana) no sabía cómo negarme a semejante experiencia (y Germana me imploraba con su mirada que fuese, y yo no me podía negar, esa era la dolorosa verdad, el resto meras excusas de la ciencia).

La invitación no era gratis, claro: me pedía que llevara vino, del tinto. Para unas treinta o cuarenta personas, me dijo Paco, pero siempre podía pasar que alguien más consiguiera llevar vino.

Un viejo Fiat 127 destartalado me recogió a mí y a las 10 garrafas de vino barato delante del Retiro del Cazador. El coche ya venía lleno y apestaba a vino, probablemente debido a cargas anteriores mal acondicionadas de la misma mercancía. Yo apenas si cabía, y las botellas y tenían que ir en el regazo de aquel gentío. Inocentemente, fui a pie, solo, hacia el lugar indicado.

Cuando llegué, mis garrafas ya estaban pasando de mano en mano y eran vaciadas brutalmente. Los más viejos tenían las camisas sucias teñidas de rojo. Paco me presentó a un viejo sin dientes que se llamaba Sidónio, de quien me dijo que era poeta. El viejo hablaba rimando (por lo menos fue lo que me pareció, quizás por aquella alusión), pero era un tipo terriblemente pesado y no se le entendían la mitad de las palabras, entremezcladas con los escupitajos de la saliva que no conseguía mantener en la boca.

Germana andaba con las mujeres cerca de la huerta y hasta parecía que para ellas no había fiesta. Yo evitaba mirar para aquellos campos llenos de botellas plástico.

No fuera a ser que los mesquitosos desconfiaran de alguna cosa, que esto del corazón se nota muy fácilmente, todo aquel que está clandestinamente enamorado se siente asustado ante la inminencia de que le descubran el secreto.

Yo pensaba que todo aquello del encaprichamiento había pasado, pero ahora era como si hubiese regresado, aunque me decía a mí mismo que aquello al final era pasión, amor...

Para no mirar a la huerta, intentaba localizar las garrafas que habían provocado un terrible roto en mis finanzas para ver si les podía dar unos tragos valientes: Quizás si bebiera me sentiría menos ignorado allí, en aquella esquina con el viejo Sidónio. Pero nadie me daba ninguna garrafa, y yo a verlas pasar de un lado a otro… No tardarían en quedarse vacías: dinero desperdiciado.

No fue preciso que me dijeran quién era el padre de Germana, el tal Arlindo, amigo de mi amigo Jorge Caldeira. Sería, seguramente, un tipo gordito que estaba allí en una esquina con un aire de feliz marginado, y que recibía la garrafa de vez en cuando, en señal de filantrópica condescendencia de los otros mesquitosos.

Se veía que todos se burlaban de él: el Arlindo no era un mesquitoso, no sólo por los rasgos físicos, sino también por la manera cómo era tratado y por su estoica resignación a “el otro”. Hasta parecía que tenía la cabeza hundida en los hombros ligeramente apuntados hacia arriba, a fuerza de encogerlos durante su vida de adoptado.

Entonces me dirigí a él, “ya somos dos”, pensé, y encima, se conquista más fácilmente a una hija conociendo al padre, como se aprende en las nociones básicas del psicoanálisis. A buenas horas lo hice. Arlindo era más inteligente de lo que parecía a distancia. Me llevó cerca de las sardinas, siempre encontrábamos algo que hacer. Él y yo éramos los únicos que tratábamos el pez con alguna compostura: lo colocábamos encima del pan e íbamos retirando la espina central con la punta de los dedos. Los mesquitosos tenían una manera de comer más primitiva, si se me permite el juicio: agarraban las sardinas con las dos manos, por la cola y la cabeza y la atacaban con una determinación feroz, arrancándole grandes pedazos con las mandíbulas, quemándose primero a causa de la temperatura y escupiendo después, groseramente, las espinas junto con algunas partes de aquella carne apetitosa. Me pareció que desperdiciaban una buena parte del bicho. También pensé que no las asaban bien, dejándolas medio crudas, y aunque no fueran mi gran especialidad, se sobreentendía que eran congeladas por la falta de olor que desprendían: aquello ya era cosa del año pasado.

Y allí nos quedamos los dos, seres educados, contemplando la brutalidad mesquitosa de comer sardinas. Arlindo tenía una botellita de plástico en el bolsillo de su anorak desgastado, y los otros ya estaban demasiado embriagados para entender que nos estábamos bebiendo a sorbos el aguardiente de madroño mientras hablábamos de fútbol (y me enteré que Arlindo era un gran fan del Benfica, razón por la que había puesto el nombre de Germana a su hija: un homenaje a Germano, defensa central de aquel equipo que a principios de la década de los sesenta cosechó tantos éxitos nacionales y más allá de la frontera; él mismo, Arlindo, había dado unos toques en el Lusitano de Vila Real, también como defensa-central, y Germano era su ídolo). Después hablamos del instituto. Él sentía un gran orgullo por su hija: era una buena alumna, la mejor de la familia. Por eso había vuelto a estudiar, aunque a Paco no le gustara mucho eso. ¿Era yo su profesor? No, pero ya me habían dicho que Germana era inteligente y que escribía bien. Arlindo quedó encantado, claro, ¿qué padre no se pondría así? Y tal y como me dijo, el hombre tenía una especie de sueño: era que ella fuese a estudiar en serio a la Universidad. Bien veía yo que ella allí no tenía nada que aprender, era una chica de otro medio, esto en su opinión de padre, y bien entendido, lo mejor sería que la hija dejara aquella tierra miserable y fuera a otro lugar, cerca de los suyos, si es que entendía lo que me estaba diciendo (y yo asentía: ¡claro que sí!)

Ella era espabilada, el problema era el dinero que no tenían: ¿acaso sabía yo si habría alguna especie de beca para los buenos alumnos como ella? Bueno, aquello no era mi especialidad, pero podría informarme. Él me lo agradeció, se pondría muy feliz, después hablaría con ella sin que el tontaina (fue así como lo trató) de Paco se enterara, así que sólo yo podría saber este plan – ¿vale? Que se quedara tranquilo Arlindo que yo me encargaría de todo discretamente.

Ah! Él se había dado cuenta: yo era un tipo especial, un hombre correcto, (y me dio un apretón en el hombro cuando me calificó así), Arlindo tenía una intuición que no lo engañaba (y ahora me guiñaba el ojo: Ah! ¡Qué gran padre tenía mi Germana!). Pero había condición fundamental, me insistía después en una repetición alcohólica: que nadie más lo supiese. Si ella tenía que ir a la Universidad, iría sin decir nada a nadie, como quien huye de casa. Y no pudo decir mucho más porque en ese momento apareció la policía.

Supe entonces que el congelador del “Restaurante 2000” había sido asaltado: tal era la explicación de la sardinada: sardinas del 2000, vino del profesor. Sólo habían comprado el pan. Y a mí ya me había extrañado que aquella gente tuviera un congelador tan grande para tanto pescado y, sobre todo, que lo guardara durante tanto tiempo. Y claro, cuando la policía se enteró del asalto, fue a ver a los mesquitosos, naturalmente primeros sospechosos.

Ante la presencia policial las mujeres gritaban y lloraban deliberadamente, de una forma que yo asociaba a los gitanos y que debían de tener aprendida (Germana no gritaba, ponía un cierto aire de no enterarse de nada, entornaba un poco más la mirada triste, pero huía de aquella figura medio histérica de las mujeres viejas). Los hombres intentaban reclamar, pero estaban demasiado borrachos para hacerlo y acababan por reírse, lo que irritaba particularmente a uno de los policías que no paraba de agitar los brazos bruscamente. Ahora la autoridad quería saber era quién había ido a la cámara frigorífica del 2000, para detenerlo y llevarlo ante el señor juez, la cosa sería fácil de descubrir, afirmaban los policías, allí en restaurante estaba todo lleno de huellas digitales. Está claro que yo sospechaba del bluff policial, una de las jugadas preferidas de esa clase de profesionales, ya que realmente no iban a hacer el trabajazo de ir a tomar huellas por un asalto de sardinas congeladas. Comenzaron a pedir la identificación de todas las personas, a mí incluido. Y me presionaron, por momentos pensé que aún iba a ser yo, el más inocente de todos, quizá también una víctima, el acusado.

El policía más irritado, al reconocer por mi nombre que era profesor de su hijo, bramó al cielo: ¿Cómo es posible? (hasta los mesquitosos se asustaron con su griterío, incluso las mujeres moderaron sus lloros). Y encima había sido yo, le confesé, quien había ido a comprar el vino: eso sería, como mínimo, complicidad por el crimen de hurto, ¿me daba cuenta? Parecía mentira: un profesor de su hijo allí, metido con aquella corte de criminales, ¡cómo había cambiado el mundo! No había dudas: me iba a detener, quizás hasta la directora del instituto -Directora Rosario, pronunciaba con reverencia- decidiera despedirme, si es que tenía poderes para tal porque en estos tiempos que corren retiran los poderes a las buenas personas y dan subsidios a gente como aquella.

Los otros policías, que parecían tener una inteligencia formada en una película policíaca americana, lo aclamaron: yo no tenía nada que ver con aquel robo. La razón de aquella convicción, creo yo, fue simplemente que habían entendido que los mesquitosos deseaban que yo fuese el acusado, lo que, naturalmente, me exculpaba. Agradecí a Hollywood su papel en la formación policial del mundo occidental. Mi deseo era que el acusado fuese Paco: Germana quedaría libre, yo huiría con ella, tenía casi la autorización de su padre para hacerlo, si entendí bien aquella conversación, con guiño de ojo incluido, de mi amigo, al final la cosa no era tan complicada, y todo me parecía también más fácil gracias al madroño de Arlindo. Finalmente, se decidieron por Sezinando, recién puesto en libertad condicional: ése sería el ladrón natural. Pero en ese momento, dos primos del ex-presidiario se presentaron y se acusaron para evitar un mal mayor para Sezinando (el cobarde de Paco se quedó quieto) que todavía tenía obligaciones para con la justicia a causa de aquel problema antiguo.

Y los primos de Sezinando fueron llevados ante el Sr. Juez, terminando así la fiesta: vino ya no había (o lo había escondido algún mesquitoso más inteligente), y el resto de las sardinas fue requisado. Y cuando se fueron los policías, aproveché la situación, me despedí de Arlindo, saludé al viejo Sidónio de lejos, no fuera a ser que volviera a retomar sus dichos rimados, y sonreí a Germana, que se había acercado a las mujeres para protestar por la brutalidad policial. A Paco ni lo vi, ni lo quise ver.

Caminé feliz hacia casa, con la certeza de mi futuro éxito: Germana no se me escaparía. Y no, no era encaprichamiento como los me habían convencido en el Salão do Xá, era algo mayor, mucho mayor, del tamaño del mundo. Y correspondido. Me apetecía saltar y gritar de alegría aquella cálida noche.

Tenía unas ganas enormes de ir al Salão do Xá, a Montegordo, salir, beber unas copas, conmemorar una victoria que se acercaba. Sin embargo me faltaba dinero tras aquella inversión en las garrafas de vino. La previsión de un futuro en el que podría salir con Germana aconsejaba prudencia financiera y decidí irme a casa, escucharía música, bebería un par de cervezas que aún tenía en la nevera y me entregaría a una práctica sexual solitaria y permanente.

Sin embargo, cuando abrí la puerta, me topé con un Boris particularmente agitado. No paraba de leer una carta que había recibido aquel mismo día y que lo había dejado perplejo. Las cosas no parecían ir bien ni en su Bosnia ni en su familia. En aquella carta la madre le informaba de que el padre había abandonado la casa para alistarse en una milicia armada.

Que el padre se quejaba de ser de los pocos croatas en aquella tierra y que nadie nunca lo había entendido: pero que había llegado el momento de luchar por su patria, le dijo, y añadió teatralmente (la expresión sería de la madre de Boris) que hay momentos en la historia en los que los hombres tienen que luchar por su pueblo. Ella se había quedado: insistía en no creer en esas cosas de pueblos diferentes. También subrayó que le había dicho a su marido, después de tomar la decisión militar, que le prohibía regresar a esa casa, que siempre sería casa de serbios – ese otro pueblo que él ahora tanto odiaba (el padre, cuando se casó, vino de una región vecina a vivir a casa de los suegros). Reconocía que él había sido siempre un extranjero allí, nunca se había adaptado claramente, preservaba un espíritu de superioridad y desdén hacía los vecinos y afirmaba que se sentía aliviada con la partida del marido. Hacía mucho que las cosas no iban bien entre ellos, como el hijo ya había notado, y ahora, con toda aquella confusión nacionalista, la gota había colmado el vaso y el padre había aprovechado la situación para seguir su vida, había hecho muy bien, buenas noches y un queso (la expresión era mía claramente) así sería mejor para todos.

Boris se preguntaba si no debería volver a su tierra. La casa se había quedado sin hombre, la madre se acercaba a los cincuenta y vivía allí, sola con una hermana y una hija adolescente. Tres mujeres en aquel ambiente de guerra podía ser un blanco fácil . Es verdad que por ahí andaban las fuerzas de las Naciones Unidas, en este caso holandesas, lo que ayudaría a disuadir algunos excesos, y que la madre siempre se llevaba bien con toda la gente (allí empezaba Boris a alardear de su madre, yo desconfiaba porque siempre no podía tener razón), pero en aquella tierra los musulmanes eran mayoría y con el creciente nacionalismo nunca se sabía.
Esto a pesar –repetía Boris– de que la mayoría de las amigas de su madre eran precisamente musulmanas. Había hecho tanto por ellas que, en realidad, ellas ahora no le iban a hacer nada malo. Pero nunca se podía fiar uno.

No supe qué decir cuando me preguntó mi opinión: ¿debía partir para defender a su familia? Es que, al fin y al cabo, el país estaba en guerra y la madre, la tía y la hermana estaban allí solas. Como él insistía en la pregunta, le dije que pensaba que no debía ir. Intenté darle una visión optimista de la situación: la madre era una señora conocida y querida, y el hecho de haberse separado del marido, resultaba, según lo que ella le decía y él confirmaba, una cuestión que ya venía de lejos. Hasta podía ser que el padre ni siquiera hubiera ido a la milicia, que todo fuese una excusa para cambiar a otra relación debido a los problemas conyugales. Todo se resolvería de la mejor forma, estaba seguro, pero además de eso, y según lo que él me decía, su madre siempre se había llevado bien con todo el vecindario. Es lo que se acostumbra a hacer en estas situaciones: animar al receloso y convencernos, a él y a nosotros, de que todo va a ir bien. Creo que esto era lo que Boris quería oír y decidió esperar más noticias para saber si tendría que partir de vuelta a Bosnia. El viaje también iba a ser caro y él estaba sin blanca: había enviado esa misma semana una remesa de dinero al padre.

Quizás por toda la franqueza que tuve, aquella conversación con Boris animó nuestra relación y quebró el resentimiento anterior. Durante los días siguientes nos unimos más de lo habitual. Llevé a Boris al Salão do Xá. No parecía el mismo. Aquel punto de arrogancia que lo caracterizaba había desaparecido. Se volvió un tipo afable y con aptitudes sociales. A todos les cayó bien en el Salão do Xá: charlaba, hacía bromas y contaba chistes que nadie conocía. Bebía unos cocktails diferentes que le enseñó a hacer a Norberto y que los otros clientes también probaron con éxito. Comenzó a ser frecuente pedirse un “Boris Bosnio”, una mistela que llevaba Raki turco, de una botella que Norberto tenía olvidada en la estantería y que después tuvo que comprar en Ayamonte. Pero su mayor éxito era realmente con los más jóvenes: Boris era de aquellas personas que tiene una gracia natural para hacer bromas con los niños y se sienten inmensamente felices con eso. Los hijos de los que frecuentaban el Salão do Xá lo buscaban, estaban siempre alrededor de él, pasmados con sus trucos, lo que daba un merecido descanso a los padres que acababan por quedarse más tiempo en el Salão do Xá sin la impertinencia de los niños. Cidália, compañera de Norberto, incluso se ofreció a intentar encontrarle un trabajo en algún parvulario o centro infantil, o incluso hasta como baby-sitter, ¿por qué tenían que hacer siempre las mujeres aquel trabajo si allí teníamos un hombre con tanta maña? Estaba claro que todos sabíamos que por ser hombre e inmigrante no sería fácil encontrar un empleo en esas áreas.

Pasados unos días de haberlo llevado allí por primera vez, Boris ya iba con más frecuencia al Salão do Xá que yo mismo. Yo pasaba más tiempo en casa con la esperanza de que Germana me visitara. En vano. ¡Cuántas veces me confundí! ¡Cuántas falsas expectativas frustradas: cada vez que llamaban a la puerta me preparaba, ¿sería ella? Y después –que desilusión!– era sólo un amigo o Gabriela. Temía hacer el amor con Gabriela, no fuera a costarme una visita inesperada de Germana. ¿Y si Germana aparecía por allí cuando yo estuviera con Gabriela? De hecho, a veces, me excusaba con cualquier tarea para que Gabriela no entrase, otras la echaba lo más rápido que podía. Creo que ella lo entendió y sufrió con eso.
Sin embargo, de Germana no había ninguna señal. Ni me tocaba a la puerta ni conseguía localizarla en los bares y tabernas más populares donde pasaba escudriñando con la esperanza de verla. Las noticias que tenía de ella tampoco eran las mejores. Y es que aunque Germana era buena alumna, no era extraordinaria. Digamos que era lista, escribía razonablemente, es cierto, pero nunca sería brillante. Y para alumnos así, una beca que les permitiera estudiar fuera, sería imposible. Seguramente, ella también lo sabía y era sólo su padre, arrebatado por aquella excepción familiar en lo que a la inteligencia y amor al estudio se refiere, quien soñaba con tal. Incluso así, tenía la esperanza de que ella apareciera no para saber noticias de la beca, sino por mí, para estar conmigo. O entonces, me imaginaba y temía ese pensamiento, quizá Paco hubiera descubierto aquel proyecto de trama y la había encerrado en casa.

Y llegó la célebre noche del 14 de julio. Hasta me acuerdo de lo que cené con Boris: una mayonesa con atún. Le pregunté por noticias de Bosnia. Hacía un tiempo que no sabía nada. Era cierto que la televisión y los periódicos iban hablando de algún recrudecimiento del conflicto (esa era la expresión – recrudecimiento – que tanto les gustaba a los periodistas, palabra difícil de pronunciar para el pobre pueblo y que les daba un estatuto de especialista), pero Boris había aprendido que aquello que las noticias decían no siempre concordaba con la realidad. Y se mostraba optimista. Recuerdo que aquella noche habló de la posibilidad de traerse a Portugal a su madre, la tía y la hermana. La madre y la tía, me decía, eran excelentes cocineras; no había nada mejor para ellas que una buena tarde cocinando para mucha gente. Allí en su tierra hacían muchas veces la comida para bodas u otras fiestas (por desgracia, él, Boris, había heredado el gen culinario del padre). Podrían abrir un restaurante allí mismo, en Vila Real de Santo António. Ya había ido a mirar precios y locales y la cosa podría incluso ser posible en un plazo de unos dos años ahorrando dinero. Hasta entonces, ellas vendrían a Portugal, ya que tendrían que habituarse a la lengua, y acabarían por encontrar empleo. Después, con la diferencia del valor del dinero de Portugal a Bosnia podrían hacer obras de mejora en su casa de campo (¿por casualidad sabía yo cuánto costaba construir una casa en Bosnia? Una niñería: sólo un año de salario portugués). Acabarían por regresar, que su tierra era bonita, cerca de montañas y termas. No muy lejos corre un bello río, el Drina, donde Boris y su padre solían ir pescar los domingos. En fin, le daba para la descripción idílica y para la nostalgia (quizá por su presencia en Portugal, Boris se iba volviendo portugués en los sentimientos). Cogimos los dos un taxi para Montegordo, pues era sábado por la noche y fuimos hasta un bar llamado “Matos”. Recuerdo que para agradable, bebí un pastís, bebida emparentada con el raki. Estábamos hablando de esto y de aquello cuando alguien me tapó los ojos con las manos. Me sobresalté: sentí una mano pequeña y cálida, ligeramente sudada y que olía a playa y a tabaco; no me equivoqué al adivinar: ¡Germana!


Sonreía como nunca la había visto sonreír; se podría decir que sonreía libremente. Busqué a Paco, pero no se encontraba cerca. Dos amigas de la escuela, acompañaban a Germana, pues había habido una cena de la clase nocturna y ahora ella aparecían para beber una copa en el Matos: ¿se podían sentar? Creo que me atraganté: ¡claro que podían! Las amigas de Germana estaban especialmente habladoras, quizás estimuladas por el alcohol de la cena. Boris muy contento: no era habitual recibir atenciones femeninas. Y yo; yo miraba a Germana que me sonreía con su mirada triste que también me sonreía. Por debajo de la mesa me dio la mano. ¿Acaso podía sentirme más feliz que en aquel momento? Estuvimos allí hablando durante un tiempo, ellas contando anécdotas, nosotros riendo. Cuando salimos me quedé atrás con Germana. Ella entonces se apoyó en mí. Nos perdimos del resto y en una calle recóndita nos besamos precipitadamente. Me latía el corazón. “¿No quieres que nos vean, tonto mío?”. No me gustó que me hubiera llamado tonto, no entendía el cariño que me profesaba. “¡Vamos, vamos!” Y me fue llevando hacia la playa, desierta por la noche. A lo lejos se escuchaban algunos gritos que sobresalían del bullicio de Montegordo. Más cerca, el mar manso se desmayaba en la arena.

Me corrió un escalofrío, y un miedo de no merecerla se apoderó de mí. “Ten calma, tontito mío, ten calma”. ¿Como podía ser capaz de decir una criatura tan silenciosa unas palabras tan apropiadas? ¿Y qué término era aquel, de tonto y tontito?, me costaba entender que formara parte del vocabulario mesquitoso. Me dejó confuso: ¿sería esa la Germana que siempre había deseado? Ahora que miro hacía atrás, sé que en aquella noche cálida de julio me preocupé demasiado por la formalidad del amor; no me entregué como queríamos. Pero no dejó de ser una bella noche de julio, una noche de amor en la playa, como en las fantasías más triviales de los romances baratos sobre el amor. Aun así, fue una bella e inolvidable noche.

Cuando el cielo ganaba un tono azul claro ella se despidió de mí: yo debía irme ya. No nos podían encontrar juntos jamás: era imperioso que así fuera. La mirada triste se metamorfoseó en una mirada picarona de la infractora. Se había divertido, sonreía como si hubiera acabado de practicar una encantadora travesura. Yo iba a coger un taxi, ¿sabía ella como volver a casa, quería venir conmigo?, invité como un caballero. Pero ella dijo que no, le sería fácil conseguir un transporte; la discoteca estaba cerrando, habría amigos de la cena de vuelta a casa. Aún le quise dejar dinero para el taxi. “No me hagas sentir puta”, advirtió con una sonrisa de superioridad.

Y en sus últimas palabras aun me trató con cariño y pronunció un sorprendente enunciado filosófico: “lo ves querido, ve a disfrutar de la libertad de tu vida!”.

Me costó encontrar un taxi y cuando llegué a Vila Real ya había nacido el sol por completo. Había una gran agitación en el “Retiro del Cazador”. Vi a Boris, bañado en lágrimas, dando gritos. Supe entonces lo que ocurría. Una llamada insistente la noche anterior, mientras bebíamos nuestro pastís en Montegordo. Y ya de madrugada, cuando el café reabrió, consiguió llegar la noticia, ya que aquel era el teléfono que usábamos en nuestra casa. Noticia confusa, pero cierta: las tres mujeres –Madre. Hermana. Tía. – las tres asesinadas en su casa, en Srebrenica, así se llamaba el lugar donde vivían. Las circunstancias nunca fueron esclarecidas por completo, pero se sabe que murieron en manos de milicias serbias, de la misma genética que la de las mujeres, por lo menos de las dos más viejas. Al parecer, las habían matado por error, las confundieron con musulmanas. O quizás porque albergaban refugiados musulmanes: siete personas más, además de esas bosnias, fueron encontradas muertas en aquella casa. 1
1 * La masacre de Srebrenica, donde cerca de 8000 bosnios tuvieron que pagar con su vida su origen étnico/ religioso es el episodio más negro de la guerra de Bosnia y el mayor genocidio verificado en Europa desde la 2ª Guerra Mundial.



0 comentarios: