Pavese: mal de ojo

Hoy os dejo con un cuento bastante desconocido de Cesare Pavese, Mal de ojo (Iettatura) no publicado en vida ni recogido en el volumen postumo de cuentos Fiestas de agosto y que apareció por vez primera en la colección de Cuentos completos de CP,  de 1960, organizado por Italo Calvino, y publicado por Einaudi. En España lo tradujo la excelente traductora Esther Benítez pero su traducción llegó a pocos lectores y no es fácil de encontrar. Hace un par de años lo publicó la ed. Alud con traducción mía junto a otros cuentos desconocidos de CP. Esta es la presente versión.

Eterna Cadencia - Trabajar cansa: poemas de Cesare Pavese

 

 

Mal de ojo1
(“Iettatura”)


Un día escuché decir a la cajera: —Mira, parece enfermo. ¡Qué tipo tan repugnante! —Y me giré sorprendido. Hablaban de mi compañero, que se asomaba lentamente por la escalera cargado con una pila de libros. Cuando me volví sólo asomaba su cabeza calva; luego aparecieron los hombros encorvados, la larga bata gris, y Berto vino a depositar los libros que cargaba contra el pecho, sobre el mostrador. Había en su cara una inmóvil tensión de angustia, como la de quien se esfuerza por no llorar, y extrañamente sus ojos parecían hundidos bajo los párpados, brillantes como el agua de un pozo.

—Y eso que no está casado —susurró el primer dependiente a la cajera, que tenía aún la boca crispada por la mueca. Me miró a mí, que los escuchaba, y me hizo señas. Acerqué mi cabeza a sus cabezas inclinadas y me trajo a la memoria ciertas tardes cuando uno sale de la tienda al calorcito primaveral. Nunca había estado, simple mozo, tan cerca de aquella mujer inalcanzable. —Gigi nos está oyendo —dijo sonriendo. —¿Siempre pone ese careto en la trastienda? —me preguntó el oscuro empleado.

—Pero, señor, cada cual tiene su cara —respondí.

—Eres un chaval despierto —prosiguió—. ¿No te cuenta qué le pasa, no se abre contigo? No se puede mirar así a la gente sin una razón.

—Yo me quejo cualquier día —dijo la cajera.

—Si en la tienda hubiera un incendio o echaran a alguno, diría que es un gafe; pero no soy supersticioso —dijo el otro, preocupado—. ¿Tú qué dices, Gigi?

—Cuando pasa por delante me da cosa —silbó la cajera—. Lo que temo es que haya salido de la cárcel.

—Edad tiene, unos cuarenta años.

Yo nunca tuve esas sospechas. Era entonces muy joven y poco propenso a fijarme en las caras ajenas; menos aún en la del silencioso Berto. Lo veía muy poco, porque me pegaba todo el santo día en bicicleta dando bandazos con los pedidos. Las raras horas que pasaba en la tienda deshaciendo paquetes o buscando libros para los dependientes, casi siempre veía a Berto de espaldas, vuelto hacia las estanterías, con la cabeza inclinada a un lado. O pasando con pasos rápidos, como una sombra, mirándome sin decir esta boca es mía. Si le pedía algo, enseguida se daba la vuelta sobresaltado y me atendía. Un viejo, me parecía, quizá impotente. Una vez que regresé empapado de lluvia me lanzó una media sonrisa, estirando la cara y guiñando aquellos ojos distantes.

Era verdad, como decía la cajera, que parecía enfermo. Pero un enfermo de las fotos, con expresión inmóvil y grabada a fuego. Hasta el amarillo malsano de las fotos viejas se transparentaba a su alrededor, en el eco cansado de las bombillas de baja intensidad. Pero él ni siquiera se quejaba de esa cicatería del dueño, que hacía que nos dolieran los ojos de tanto leer en las estanterías más altas, excepto por la muda desnudez de aquellos ojos, siempre a punto de echarse a llorar. Una vez que me estaba dejando los ojos buscando un libro en un rincón, maldije aquel tinglado y encendí una cerilla. Berto vino corriendo y la apagó, diciendo, indignado, que podríamos incendiar el almacén.

Fue la tarde en que me había enterado de la desaprobación de los dependientes. Miré a Berto y lo encontré despreciable. Aquella cabeza calva; la boca caída, enderezada sólo por las muecas y la piel arrugada, contraída, como por una fiebre congelada en los huesos o en el alma, me irritaron. —¿Es que te duele el estómago? —le grité enderezándome.

Berto me repitió en baja voz que no se podía encender fuego, que a él le gustaría fumar en la tienda, pero que el dueño se lo había prohibido y no le faltaba razón. Se me escapó una risita y le expliqué que me refería a una enfermedad de verdad: a una colitis, a algo del estómago, de los intestinos y quizás a unas purgaciones —concluí.

—Las tuve a tu edad —dijo Berto, dudando—. Mal asunto, pero ya estoy bien.

—Y ahora, ¿qué es lo que tienes?

—¿Ahora? —el asombro le blanqueó la cara, sobreponiéndose a la tensión de siempre. Movió los ojos—. No tengo nada. ¿Por qué? ¿Me ves mal?

Era sincero. —Pareces un muerto, eso es. ¿Te zurran en casa?

La animación de Berto se apagó. —Muchacho —dijo en voz bajita—, vivo solo. Hace mucho que nadie me zurra. Habré cogido frío; soy viejo, por eso tendré mala cara.

Aquel modo serio y asombrado de aceptar las preguntas me impidió seguir. Era como andar por la arena: mucho trabajo y poca ganancia. Cierto, pero no me había mentido. Y, además, mirándolo bien, su rostro no parecía el de un enfermo. Tendría que ser un dolor lancinante y seguido como para contraerle la boca de aquel modo y hundirle los ojos tan a fondo. Y, además, ¿qué enfermo no se aprovecharía de una ocasión así para quejarse? Lo de Berto era más bien desolación, como la de la cara de un niño mimado que se va a echar a llorar. También yo empezaba a sentirme retorcido en su presencia. ¿Cómo es que nunca me había dado cuenta?

Al día siguiente, al subir en busca de un paquete, aproveché un momento en que dos clientas pelmas preguntaban por el dueño para no sé qué cosa, y me acerqué al primer dependiente que lo miraba pálido y correcto.

—Parece que no está enfermo —le murmuré, contento por la confidencia.

—¿Qué? ¿Quién? —me preguntó.

—Berto —dije intimidado.

—¡Al diablo! Es culpa vuestra el que no salgan los pedidos. Al mirarles a la cara, uno se olvida de los libros. ¿Qué es lo que hacen mientras?

Me escapé como pude, pero la cajera, a mediodía, me llamó muy amable en el pasillo y, poniéndose el sombrero, me dijo que si no podría subirle yo los libros. —Tú, Gigi, eres más rápido y en la tienda hace falta gente con buena pinta. ¿Cómo se puede soportar a ese viejo imbécil? —y añadió, agitándose—: Lo veo hasta en la cama, a oscuras, como un fantasma. Le respondí que yo estaría encantado de hacerlo, pero que mientras andaba de recados no había más remedio que lo hiciera Berto. La guapa Luisa se marchó sonriendo.

Por varios días, después de la tarde de la cerilla, vi poco a mi compañero. Ahora nos despedíamos a la salida, y siempre sentía aquellos ojos sobre mí y, al encontrarlos, recibía una triste sonrisa. Ese gesto suyo me alarmaba y me provocaba un malestar casi físico. Me quedaba siempre aquella angustia vil, aquella despiadada soledad de los ojos. ¿Cómo se vería el mundo a través de aquellos ojos?

Una tarde salimos juntos; ya estaba oscuro y yo, exaltado por una brisa que traía olor a nieve, invité a Berto a tomar algo en una taberna. Recuerdo que al doblar la esquina Berto alzó la cabeza hacia la Central, que al anochecer apuntaba hasta el cielo con sus innumerables ventanas iluminadas, y dijo deteniéndose: —Cuánta gente trabajando. Ésos estarán toda la noche.

—¿Y tú qué haces por la noche?

—Yo me pongo a leer en la cama. No tengo otras distracciones.

Que leía, yo ya lo sabía. Casi todas las tardes al salir, de eso me había dado cuenta unos días antes, se metía algún libro en el bolsillo interior del gabán, que restituía en su lugar, secreta y delicadamente, al día siguiente. Unas veces era un manual de historia, o, más frecuentemente, una novela. Por lo demás, sospechaba que la cajera hacía lo mismo.

En la taberna bebí un vino y Berto pidió café. El vino me calentó un poco la sangre y me olvidé del malestar de su presencia. Le expuse mis proyectos, que me gustaría ser primer cajero, y le confesé que, mientras, me conformaría con llevarme a la cajera a la colina.

Berto escuchaba con su habitual gesto de sufrimiento. —Eres joven —me dijo—. Tienes tiempo y hasta puedes hacerte el dueño. Olvídate de la cajera: por bien que te salga, una mujer sólo puede darte hijos. Tienes mucho tiempo por delante. Ahora piensa en ganar dinero.

—Y a ti, ¿qué te han hecho las mujeres? —le pregunté.

Berto respondió gravemente, cerrando los ojos como si quisiera sonreír: —Nada —más tarde repitió—: Nada. Y ojalá te pase lo mismo con Gigi. A muchos les hacen daño. Piensa que sólo hay una mujer para cada hombre, y no siempre se la encuentra.

—¿Una sola? —dije preocupado.

—No seamos injustos —continuó Berto—. A las mujeres les pasa lo mismo. ¿Qué les damos nosotros a las mujeres? Muchos las maltratan.

—Yo no soy de ésos —respondí.

En resumen, durante aquella tarde la figura de Berto se me veló de niebla, y al dejarlo hasta le estreché la mano. Pero ya por la noche, medio dormido, sentía un vago recelo por haber estado tan abierto ante aquellos ojos vacíos. De madrugada, recordé con un escalofrío que su gesto angustioso ya lo había visto una vez siendo niño en mi propia cara, reflejado en un escaparate, cuando mi padre me echó de casa a gritos, dándome patadas. Luego encontré trabajo y pude regresar, pero aún temblaba al recordar aquella aventura. Los pensamientos que había tenido entonces —entre los más alegres estaba el de tirarme al río— volvieron a mi mente. Ahora bien, Berto tenía la cara de quien se había tirado. Y aún la lleva encima. Siempre, a todas horas.

Al día siguiente había nuevas remesas que subir a la tienda y los dos íbamos y veníamos con grandes pilas de libros, vigilados por el primer dependiente, que toda la mañana anduvo con los nervios de punta y en especial con Berto, a quien no le pasaba ni una. Yo me escurría en silencio y noté que, a la primera aparición del pobre, un dependiente cercano a la caja se rebuscó en el bolsillo de los pantalones y le dijo algo a la guapa Luisa. Esta soltó una risita y luego echó una ojeada de resentimiento a Berto, quien se tambaleaba bajo su carga. El dueño sacaba de cuando en cuando la cabeza de su cubil y volvía a meterse en él, satisfecho.

Hacia mediodía hubo un momento de respiro, y el primer dependiente me llamó para darme trabajo.

—Berto es un buen hombre, ¿sabe? Debe de haberlo dejado su mujer —dije con desenvoltura. El otro me miró fijo—. Que lo haya plantado quien quiera, pero maltrata los libros.

—¡Cómo! Si los lee, sin hacerles una doblez... —dije.

—¿Cuándo los lee?

Me mordí la lengua. —No sé..., en el almacén, un vistazo, en los ratos libres. También yo leo algo.

—¿Cómo? ¿Es que también leemos durante el trabajo? ¡Ah! ¡Por eso no venís cuando se os llama! Que sea la última vez.

—No, no es eso. Berto no pierde el tiempo. Y yo habré leído tres páginas en dos meses. Sólo me ha dicho que le gusta leer.

—Pero no compra libros —concluyó, sombrío.

Aquella tarde me la pasé repartiendo paquetes por la ciudad. Saltaba a la bicicleta y así todo el rato. Era un trabajo sin futuro, como el de mozo de carnicero, y a veces humillante, pero hoy quisiera volver a aquellas escapadas a tumba abierta por las calles más dispares, siempre alegre e irresponsable. A veces andaba por lejanas y tranquilas avenidas, donde nunca había estado, y hacía tales sprints por el asfalto, que ni parecía que aquello fuera un trabajo. Luego regresaba despreocupado, serpenteando a paso tranquilo, y miraba a las chicas y terminaba el cigarro. Me pagaban por aquello.

Por la tarde regresé cuando ya estaba oscuro. Había brillado un poco el sol sobre el estanque congelado de las calles, y casi no sentía los dedos sobre el manillar. Entré en la tienda cuando ya estaban cerrando.

Encontré al primer dependiente, muy seco, paseando con aire ofendido ante la caja, mientras la guapa Luisa se dedicaba a mirarse las uñas. Del cubil de dirección llegó una voz airada: —¿Se da cuenta que lo suyo es casi un robo?

Crucé miradas con los otros dos dependientes, quienes me hicieron con las manos el gesto de a quien lo despiden. Creí que lo decían por mí y se me aflojaron las piernas. Eché otro vistazo alrededor y no se movía nadie. Entonces crucé toda la sala, alzando la bicicleta sobre el parquet, y bajé al almacén. La luz estaba ya apagada.

Estaba casi a oscuras, indeciso, hasta que ya en el último peldaño oí cómo la voz histérica gritaba: —¡Váyase, le digo! Y deje de mirarme de ese modo.

1Manuscrito. 11-13 de noviembre de 1937. Publicado en Racconti, Ed. Einaudi 1960.

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