CANIJO, LA BAJADA A LOS INFIERNOS DE FERNANDO MANSILLA

 CANIJO, LA BAJADA A LOS INFIERNOS DE FERNANDO MANSILLA

La historia siempre la cuenta quien gana la historia y con ella su relato. Así ha sido siempre y así seguirá siendo. Los años ochenta y noventa de la pasada centuria pasan por ser años de esperanza colectiva, de modernidad, de progreso social y económico en España. Quizás fuera también eso, no sé, pero para quienes vivieron en su zona de sombra, no debió ser fácil pasar sus puertos y fronteras. Fernando Mansilla que fue uno de ellos, que se invistió en un superviviente de toda la grisalla y toda la inmundicia de esos años, lo supo bien. Nacido en Barcelona fue a caer en el Pumarejo sevillano en el año 1981, cuando en el Pumarejo empezaba la fiesta negra del caballo. Por ese año y el siguiente yo también era un junlai que me trabajaba las calles del barrio y compraba posturitas de chocolate a un gitano rumboso (que puede que aparezca como sobresaliente en esta novela) en la misma esquina del Puma con San Luis, el epicentro de Canijo. Muchas veces debí cruzarme con Fernando Mansilla y con esa pléyade de personajes que aparecen en su Canijo, que acabo de leer, luego de beberme el documental Libertino, de mi medio paisano Rafael Oliver, que lo conoció bien, Pero, claro, yo me quedé en los porritos que fumaba en algún umbral de la calle Parras donde había nacido Juanita Reina o en las inmediaciones de San Luis, mi reino. Pero yo nunca pasé de la posturita y así me ahorré el viaje al fondo de la noche que tan exhaustivamente describe Mansilla en esta extraordinaria novela. Ni un servidor tenía dinero ni muchas ganas de caer en el hoyo de la droga dura. No sé si es por eso que al leer Canijo, la novela de Mansilla que, desde luego tiene mucho de autobiográfica -una novela de este jaez no puede escribirse sin una fortísima carga personal-, he entrado en tan rápida combustión que su lectura no me ha abandonado hasta acabar tan exhausto como sus personajes ya en sus últimas líneas. El caso es que entrar en Canijo no ha sido como entrar en una novela convencional, sino traspasar un cristal y sentir que todo cuanto allí pasaba, todo cuanto en sus páginas se iba cociendo, me concernía, participaba de mi experiencia vital y de la de toda una generación. Muy pocas veces en la vida de un lector avezado una novela tiene el poder de envolverle de tal manera que se sienta atrapado entre el dédalo de sus paginas, arrastrado de línea a línea por la fuerza irresistible y lisérgica de la historia y del estilo, hasta el punto de crear en el lector una adicción del tipo de la que es capaz de crear Mansilla con su mágico y asombroso Canijo, que curiosamente habla de las adicciones.
Canijo nos sumerge en el submundo yonqui de la Sevilla de 1982 a 1987, que marca en España la llegada del caballo y la irrupción del sida, que debastará a una generación de chicos. Mientras la ciudad se transforma de una capital provinciana y sucia en una ciudad sensual y coqueta que en breve albergará la Expo ´92, que hace traslucir su glamour y su cosa, otra Sevilla, mucho más oscura y despiadada brega en sus callejuelas por un pico, bajando de tres en tres los escalones que conducen a los sótanos del infierno. En ese vericueto de calles que se estiran y enmarañan entre el albero de La Alameda y la calle San Luis, los personajes de Canijo se buscan la vida y las venas como pueden, utilizando todo cuanto tienen a mano, unas veces una navaja, otras la dignidad, otras la suerte o la mala suerte, de forma que todo ese hormiguero de voces, de pasos, de portales, de caídas y recaídas, se convierte en un gran agujero de voces y de pasos por donde transita lo peor y a veces lo mejor del género humano. Unos y otros personajes de esta adictiva historia conviven en esta búsqueda y en ese horror que Mansilla -y he aquí lo formidable- consigue hacer habitable, incluso heroico a través de un texto límpido, eficaz, que sabe condimentar su historia con el habla sevillana y caló, lo que envuelve el texto en un halo de naturalidad y verosimilitud. Este libro, claro, no podía se escrito de otra forma de como lo hace Mansilla que une el don del oído al de la mesura. Es cierto, todos o casi todos los personajes de esta novela inician su bajada a los infiernos, unos de una manera y otros de otra, porque no son ni pueden ser lo mismo el viaje del terrible Gamba o el Limones, que todo lo van sembrando de canguelo, de violencia y de animalidad, que el de Carlos Serena, un joven trompetista que deambula por las calles como un ser desorientado y sensible que ha perdido definitivamente el rumbo de la vida y que ya sólo pretende sobrevivir y demostrarse a si mismo que a pesar de todo sigue siendo un hombre. No es lo mismo el Viejo e impoluto Camarasa, forrado de oro, que los hermanos Molina, tocados ppor la traedia, o que la patulea de yonquis que desde la mañana temprano recorren las esquinas y ventanas de la ciudad en busca de su papelito y su cosa. El retablo que aquí nos propone Mansilla forma así una especie de Monipodio cervantino donde bullen todos los miasmas del mundo y donde cada cual trata de encontrar la pócima sagrada que les alivie el día. Pero no es ésta la única referencia clásica que encontramos en este libro. Uno lee Canijo como si se tratara de una Iliada moderna, sí, porque hay a lo largo de su bien trabada historia, una lucha sin cuartel entre lo interior y lo exterior, un continuo entrechocar de escudos y de navajas, un ir y venir de personajes envalentonados y de personajes frágiles que tratan de sobreponerse a la inevitable caída. Por haber hay hasta una suerte de Aquiles que parece inmune a las heridas de arma blanca, en un claro guiño homérico. En fin, una novela sorprendente escrita con gusto, con distancia, sin eludir lo sangriento pero sin cebarse ni mucho menos en la sangre. Una de esas novelas, en definitiva, que si mucho no me equivoco va camino de convertirse en un clásico, pues es capaz de interpelarte, de proponerte cosas, de contarte algo que te hace sentirte como un ser humano que lucha en este cenagal en el que hemos convertido la vida.

Canijo', de Fernando Mansilla: la heroína en Sevilla | by Eduardo Irujo |  Papel en Blanco 
No sé si muchos se han fijado en una cierta anormalidad -o no- que afecta a los artistas sevillanos. Normalmente si uno se atiene al momento presente -a cualquier momento presente-, parece que es la cultura oficial de Sevilla, la cultura capillita y costumbrista la única existente, la que se impone, la que ocupa y llena los ateneos, las casas provinciales, los cortes-ingleses y demás instituciones, pero cuando uno escarba un poco en la cultura viva sevillana, cuando las hojas del tiempo caen sobre el asfalto, desnudando el paisaje y dando visibilidad a lo que antes no fue visible, comienza a surgir una otra manifestación de la cultura sevillana mucho más underground y si me apuran castiza, que acaba por imponerse. El caso de Mansilla, un artista siempre al filo de lo imposible y de la invisibilidad, me resulta paradigmático. Como me lo resultan definitivamente Silvio Melgarejo o en su caso Luis Cernuda, como desde luego lo son Pata Negra, Carlos Lencero, José María Algaba, Ricardo Pachón, Kiko Veneno, Smach, el Chocolate, el Pali o incluso Ignacio Sánchez Mejías, que reflejan esa otra Sevilla que casi nadie quiere ver, que tiene mucho de guasa surrealista, pero también de visión senequista y amarga. Una Sevilla que se ríe y se llora de sí misma.
Concluye el libro de Mansilla (ed. Barret) con un colofón cuya última frase es "haze mansillista". Muchos lo somos ya.

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