LA AVENTURA DEL QUIJOTE

 

LA AVENTURA DEL QUIJOTE 

 

 

Acabo de releer el Quijote. Me lo he tomado con calma, como si de un viaje a alguna parte se tratara. Tiene mucho de viaje el Quijote. De hecho, traza un viaje que tiene tanto que ver con el tiempo como con el espacio -evidentes aquí, tanto en sus caminos, como en sus ventas, en sus idas y venidas, en sus cuestas hacia arriba y cuestas hacia abajo. Ciertamente releer el Quijote no es releer al Quijote, sino leer en el espacio y en el tiempo tuyo, releerte en definitiva.
La primera vez que me enfrenté a su lectura, con quince o dieciséis años, fue en una edición de Calleja alusiva al 300 aniversario, que pululaba por mi casa. Ya entonces me pareció un libro divertido, jocoso, de aventuras que rozaban lo grotesco y donde los personajes principales bastante tenían con sortear las añagazas y reveses del camino y en eso, claro, Cervantes superaba con mucho a Salgari o a Verne. Su caminar era mucho más imprevisible y real, a pesar o gracias a sus innumerables disparates.
Don Quijote de la Mancha (Edición conmemorativa de la RAE y la ASALE)


La segunda lectura, la recuerdo muy bien, fue con 22 años y ya la hice con la versión ilegible de los libros grises de Espasa & Calpe. La leí en un momento crucial, apenas llegado de la mili, roto en mil pedazos y entonces me pareció un libro amargo, lleno de fracasos y derrotas, en el que no quedaba un gramo de esperanza y las partes hilarantes no eran sino la zanahoria que su sufrido autor nos ponía delante para hacer algo llevadero el viaje. Tanto destrozo no era posible sin algo de humor y ahí ya me pareció vislumbrar la estructura interna, el mecanismo de composición y lo hallé maravilloso. Más aún cuando todo ese mecanismo era nuevo, impensado todavía. Cervantes se planteaba y resolvía problemas futuros de la novela, problemas sobre los cuales seguimos indagando quienes nos enfrentamos un día tras otro a los cimientos y estructuras de un texto novelístico. En eso todavía Cervantes ha llegado más lejos que nosotros, con sus trampantojos, su técnica caleidoscópica, su sí pero no, con su salir y entrar vodevillescos, con su juego de trila, con sus trucos de magia, en definitiva para hacer del libro una especie de bazar turco donde uno entra y sale, donde las cosas se interrumpen, donde aparecen y litigan los autores, donde lo verosímil se mezcla con lo inverosímil, donde las cosas se trenzan y el personaje secundario de un capítulo, aparece cerrando su historia diez, quince, cuarenta capítulos más adelante, dando organicidad y verosimilitud al viaje.

La tercera lectura fue en 2005 y ya la hice en un texto cómodo, el de Alfaguara-Rae, con anotaciones y letra confortable. Volví a desnudar la novela, pero esta vez acaso me centré más en el propio lenguaje, en ese pisto manchego de cosas disímiles que es el Quijote y que funcionan, que funcionan maravillosamente, como la maquinaria de un reloj hecho de acero y barro. Imaginaba a unos tíos reunidos en una habitación con hachones del siglo XVII o XVIII escuchando de viva voz aquella historia que hacía referencia, muchísimas referencias, al mundo clásico grecolatino, pero que todo ese magma culturalista lo mezclaba con términos y voces de su actualidad, y me maravillaba que no se cansaran de escucharlo, que a pesar de sus algunas dificultades, la gente se enganchara a la historia que allí se contaba y volvía a poner en el centro de todo eso el humor, esa cierta teatralidad que se percibe en todo el libro, con clarísimos entremeses que hacen mucho mejor el camino. Y era ese caminar poniendo un pie aquí y otro allá lo que hacia del Quijote una obra excelsa, mas allá de sus estructuras plurales, de sus invectivas. El Quijote era ante todo un fenómeno lingüístico, un milagro de la lengua y del arte de enhebrar palabras, como lo es Cien años de soledad, una inspiración concentrada y atenta, también, un libro con flecos sueltos, con los evidentes errores de una escritura novedosa y primeriza, pero esos errores, curiosamente, corrían a su favor, porque permiten al lector una reescritura, un diálogo creador con el novelista y es, dios mío, otro milagro, uno más en las distintas capas de cebolla que ese libro juega (o le propone) con el lector.
Y así hemos llegado a la cuarta lectura, que también ha sido sobre las páginas del cómodo ejemplar de la Rae. Y aquí el dialogo ha sido el de dejarme llevar por el río que propone Miguel de Cervantes, sin preguntarle nada, sin subrayar nada, sólo dejándome llevar y si acaso entender un poco más el milagro de escritura que supone este libro, y en en esta lectura he convivido más con el escritor, al que he visto escribiendo su libro, primero como una novela ejemplar más, y luego a medida que avanzaba en su escritura como una aventura literaria que no podía prever, porque no había ningún molde para hacerlo y entonces Cervantes, exiliado del teatro donde ha fracasado, libre entonces, se inventa el molde, lo va inventando a medida que lo escribe, claro, divirtiéndose, dándole algo de humor y garlopa para seguir escribiéndolo, para seguir divirtiéndose mientras lo escribe, pues lo escribe para sí, sin conciencia de que su propuesta está abocada al más grandioso de los fracasos y entonces, mientras lo escribe, juega con la autoría, con nuevas novelas que se le ocurren y que ahí tienen cabida porque es todo tan disparatado y tan genial que nada sobra, que nada le es ajeno, y no se corta ante los juegos de espejos, ante los trampantojos y tramtrampantojos de trampantojos que le salen a paso y con los que se divierte. La suya aquí es una escritura pura. La aventura de un escritor que no tiene nada que perder, que puede hacer lo que le venga en gana, que no rinde cuentas a nadie (sólo, ay, a una sociedad clasista y prejuiciada), de ahí que la segunda parte, aunque más genial a veces, parece más comedida, más reflexionada, menos volatinera, aunque su sabiduría narrativa por contra ha aumentado y se siente autorizado a desplegar nuevos retos, y a dialogar con el Quijote de Avellaneda, que le sirve de raíl, de tendido eléctrico y, bueno, bueno, en definitiva que esta cuarta lectura me ha traído a un Quijote más alto, mucho más alto y para variar me lo he pasado pipa.


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