No hacen todavía tres semanas que el conocido prosista Ignacio Vázquez Moliní presentaba en Buenos Aires su traducción de este singular entre los más singulares libros que se han escrito nunca. Me refiero al Libro del Lejano Occidente, obra del celebrado haijin japonés Taika Kensaku, nacido en los albores del siglo XVII en la actual Kanazawa, ubicada en la prefectura de Ishikawa, junto al mar de la China, y no lejos del meollo espiritual japonés que es Kioto, de cuyos maestros aprende. Kensaku llevó una vida sosegada, dedicada a la contemplación y a la escritura de sus delicados versos y falleció a los cincuenta años, pero ya eran muchos los poetas que no sólo celebraban sus versos sino que peregrinaron hasta su morada en su apartado exilio, con el deseo de conocerlo y recoger en su memoria algunos de sus haikus. No deja de ser curioso que no pocas de sus composiciones hoy tan recitadas por los niños japoneses pudieron ser conocidas gracias a la mención de quienes lo visitaron y copiaron sus versos. Se ha escrito que la obra plástica de Hokusay debe mucho al maestro de Kanazawa. Sea como fuere Kensaku es acaso uno de los más refinados poetas nipones del XVII, como bien dice Vázquez Moliní en su prólogo, si bien su obra ha pasado por muy serias calamidades, como fue el incendio de su casa tras su muerte que cercenó gran parte de sus escritos, terremotos, reiterados olvidos e insidias y una serie de catástrofes menores que hacen que los escasos 101 haikus hoy atribuidos a Kensaku no sean sino una pálida representación de cuantos diera a la luz. Siendo su obra tan breve, es suficientemente densa en cuanto a espiritualidad, y presenta muy serias similitudes con la mística española casi contemporánea, y quizás por esa razón ha sido tan bien aceptada en nuestra lengua. No es fácil interpretar a Kensaku, porque en él la contemplación se condensa en una abstracción tan pura que no siempre sus exégetas han tenido fortuna en cuanto al análisis de su obra, de tal forma que con el paso de los años y de los estudios, se han declarado dos escuelas en lo que hace a la lectura e interpretación de sus versos: la quizás más conocida en el ámbito hispánico que es la de la traductora holandesa Brenda Vandierendonks, quien se valió de los trabajos de Miguel Pizarro, pero gracias a esta edición de Moliní, hoy conocemos por fin la del alemán Hans Dieter Strub a quien, es justo decirlo, le dagnifica su no siempre clara relación con el régimen nazionalista que condujo a la destrucción de Europa. La edición de Vázquez Moliní recoge junto a la obra completa que nos queda de Kensaku, los textos exegéticos de Strub, que si no siempre parecen acertar en la interpretación del poeta japonés, añaden a la edición precisos y no siempre evidentes detalles que nos hacen mucho más clara y sabrosa la lectura del considerado como uno de los más oscuros y grandes poetas del archipiélago nipón. Este singular libro no es, pues, para todos los lectores, sino solo para aquellos que han aceptado el haiku como una escritura esencial, como una filosofía de vida, una manera de apresar el instante. Para ellos Kensaku será una lectura deslumbrante. Sin duda un acontecimiento literario de primer orden.
Antes de acabar estas pocas y necesarias líneas quisiéramos recordar hoy al amigo y magnífico haijin, el otaku montillano Lara Cantizani, quien tradujera para Sin embargo, la revista que dirigí en los años 90, el célebre haiku 34, que en palabras del propio Lara supone un avance en la configuración del haiku (Sale igual el sol / en Tokio que en la China / Brillan las olas -trd. de Vázquez Moliní-. El sol de China / igual es al de Tokio / También las olas. -trd de Lara Cantizani)...
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