CATEDRAL

Mientras me pongo a escribir estas pocas líneas, una gallina cacarea en el corral. Cacaracá cacaracá. Unas nubes blancas y esponjosas se arrastran mansamente por el cielo. Los pájaros gorjean, arriba, muy lejos; se intuye el zumbido abstracto de un avión y allá, a lo lejos, como una mancha verdísima, aparecen los castaños. Son sólo dos o tres castaños, pero en ellos se adivina el inmenso bosque que queda detrás, sumido en la penumbra. Hoy quiero recordar esa penumbra. Cuando era adolescente, todas las mañanas de verano tenía que ir al corazón de ese bosque a regar habichuelas y tomates. Me pasaba el día allí, leyendo y regando en mitad de un bosque de galería donde apenas si penetraba el sol. En medio de ese bosque pastaban caballos y ovejas, se escuchaba el escalofriante graznido del águila, que a mí me recordaba el maullido de un gato o el llanto de un niño. Un pito caballar, toc toc toc, horadaba los pinos al otro lado del arroyo y a lo lejos, intermitente, se escuchaba un hacha. Más acá, casi inaudible, el murmullo de las hojas de los castaños y los  álamos que parecían más animadas que ninguna. Y el agua culebreaba por entre los canteros, repartiéndose aquí y allá, llegando a todas partes. Era el sonido del bosque, su letanía. Ya cuando el sol se hallaba en lo más alto sonaba la "vaca" de Jabugo uuuuuuuuuhhhhh, uuuuuuuuuuuhhhhh. Era la señal del mediodía. La hora de ir sacando la talega con su fiambrera azul. Entonces abandonaba el libro sobre un risco y mientras mordisqueaba el pan y el cundío, me sentía observado por todo aquello, que mantenía la paz de una inmensa y alucinante catedral. ¿Será por esa causa que después, cuando he ido visitando las distintas catedrales de España y Europa, casi todas me hayan parecido tan toscas, tan recias, tan terriblemente opacas? No lo sé. Pero entonces, sin entenderlo, me sumía en una contemplación que iba más allá de toda contemplación. Aquella atmósfera me iba succionando sin saberlo, me iba modelando, como el paciente cantero modela un trozo de granito hasta conseguir un sillar. Conmigo, en mí. El tiempo pasaba despacio, tornasolado, limpio, mientras, casi sin darme cuenta, el viejo cantero del bosque me iba tallando sin prisas, convirtiéndome en un árbol. Y en eso andamos, qué carajo.










Incluyo hoy un pequeño micro poético del libro en preparación Caza mayor (como todos). El amigo y microcuentista de pro Ricardo Reques (autor de los impagables Fuera de lugar o El enmendador de corazones) me advertía que este micro se salía de lo que podríamos llamar la banda sonora de Caza mayor y acaso tuviera razón, pero el libro, como habréis ido advirtiendo en las anteriores entregas, se desliza por terrenos anexos al del microrrelato.



EL ARAÑAZO
Y era el amor exactamente como el arañazo de un tigre en los güesos. Me rozó con su lengua, con sus dientes. Le rogué que me engullera.


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