ATMÓSFERA LOCAL

El día ha amanecido levemente brumoso. Es mediodía y aún persiste la bruma. Una bruma seca, casi cuarteada. La calle que sube hacia el cementerio está desierta. Casi siempre lo está, pero hoy, lo parece un poco más.


Barrio de la ermita, Higuera de la Sierra
Ayer anduve por Higuera de la Sierra presentando el libro de RV. Higuera es un pueblo que voy conociendo poco a poco. Ayer anduve por la parte baja, que es muy muy bonita, con esas casas bajitas y encaladas hasta el suelo. Por lo general en ese barrio, que fue el barrio pobre de la localidad, y que parece escindido de ella, alejado por un secreto hilo, las casas carecen de zócalo, cosa que se agradece. Las construcciones, algunas al menos, están asentadas sobre riscos de pizarra y es fácil advertir esos riscos negros sobresaliendo de las fachadas. Una fuente de 1929 con bonita azulejería sevillana y una coqueta ermita también encalada remata la exhausta belleza de un barrio que desconocía. De lo mejor de Higuera.



Alájar

Desde Higuera me encaminé hacia hasta Alájar. Allí me esperaba José Antonio. Era ya de noche y Linares de la Sierra apareció ahí, en la hondonada, tras sus cien mil curvas, ardiendo levemente en sus luces, en ese mar de lucecitas anaranjadas. Qué bonito es Linares, dios mío. Hasta de noche y en la lejanía desprende parte de su magia. Llegué a Alájar casi a media noche. El pueblo permanecía en absoluto silencio. Hasta los gatos parecían cansados. Después de tomar unas cervezas y hablar largamente de nuestras cuitas -ay- en la plaza del pueblo, José Antonio y yo decidimos darnos una vuelta por sus vericuetos. Dios, qué maravilla. Las calles, desiertas, aparecen dispuestas en un verdadero laberinto, y se van enredando unas con otras de manera que nunca sabes por dónde vas a salir. Alájar es un pueblo bellísimo. Misterioso. Durante años pareció quedar suspendido en el tiempo. Mientras los demás pueblos de los alrededores prosperaban y se aclimataban a la modernidad, Alájar prefirió quedarse en una esepecie de somnolencia, de estado de inanidad. Hoy podemos afirmar que ese sueñecito le ha sentado como dios. Hoy es de los pueblos mejor conservados de la comarca y guarda todavía las trazas de su pasado humilde y menesteroso. Pasear de noche por sus estrechísimas revueltas siempre es un placer, pero ayer había en nuestros pasos algo de conjuro y ya se sabe que Alájar es un pueblo de conjuros.


Hoy que es domingo, y que la página tiene muy pocos pero elegidos visitantes, les dejo con un relato un poco más largo, ambientado en Linares de la Sierrra. Su protagonista es Marcelino (Marcial en la realidad), un pintor local al que conocí al final de su vida. Vivía pobremente en una de las primeras casas del pueblo, donde hacía años había estado su seiscientos anclado sobre madarros. El seiscientos era el único vestigio de los años pasados de exilio económico en Barcelona. A cualquiera en el pueblo pueden preguntar por Marcial. Todos le atribuyen una cierta extravagancia, pero todos guardan para él un gesto de tímida admiración. En algunas guías turísticas que hablan de la localidad lo mencionan en el episodio que he tratado de narrar. Todo un personaje, como verán. .La historia que trazo no es, no pretende serlo, verídica en todos sus detalles, pero lo es en lo sustancial. Dejo a cada lector que deduzca dónde queda lo sustancial y dónde no. Pertenece a La sombra del caimán y otros relatos (Ed. Onuba, 2006). ¿A qué les recuerda?






MARCELINO


A Marcial, personaje real de esta historia, in memoriam
y a Rafael Vargas, que me la contó.

 


MARCELINO
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A Marcial, personaje real de esta historia, in memoriam
y a R V que me la contó


Ya fastidia llamarse Marcelino cuando su madre pudo haberle puesto Marcial, que es como más serio, más republicano, más para ir a pecho descubierto por el mundo. De mozo, como la cosa por aquí estaba mal, muy mal con quienes habían perdido la guerra, no tuvo otro remedio que coger el petate y poner rumbo a Barcelona, cuando quizás lo sensato hubiera sido aguantar unos años más y olvidar de una vez lo que hicieron con su padre. En Barcelona empezó a lo que salía, pero luego, con un poquito de aquí y otro de allí, se fue situando en una cementera, pero el clima aquel no era lo suyo y le había abierto unos agujeros como calabazas en el pecho y, por si fuera poco, en el ir y venir, se había destrozado las cervicales. Mientras andaba de médicos, Marcelino se transformó, influencias del ocio y de un compañero de fatigas que andaba metido en la bohemia barcelonesa, en pintor impenitente, aplicado a los sofismas de la abstracción, aunque con no sé qué de torva rusticidad en su paleta, como había escrito el gran Joan Calafell en el Diari de Terrassa, no se sabe muy bien con qué intención. Con cuarenta y cinco, después de dos operaciones a vida o muerte, determinó volverse al pueblo, en lo que habría de ser su segundo error de bulto. Diez años más tarde, con una sordera galopante que lo alejaba irremisiblemente del mundo, amén de las secuelas que los agujeros le dejaron en los bronquios, ya no era tiempo de echarse otra vez a los caminos.
Marcelino volvió de Cataluña con el exiguo botín de un seiscientos abollado, las cervicales hechas polvo (la última operación había resultado una escabechina), tres cajas de pinturas rembrandt, un caballete nuevo y aquellas como atragantadas que le daban al caminar o al escardar el huerto. Pero la nueva profesión de pintor le fue nada más que regular a Marcelino, que no acababa de acomodarse a su terruño, donde no se le perdonaba fácil el que hubiera dejado Barcelona, esa ciudad donde todos se habrían ido con los ojos abiertos y donde habían llegado a arraigar muchos de sus paisanos que volvían cada año por San Juan, envueltos en un halo de aparatosa ostentación. Con todo, lo imperdonable entre los lugareños fue que Marcelino se hubiera vuelto al pueblo sólo para pintar y hacer de repiado, como esos extranjeros con libras esterlinas o coronas holandesas que años más tarde se instalaron en la comarca. Vender un cuadro a cualquiera de sus paisanos era del todo imposible, no tanto por la escasa relación que guardaba con casi todos ellos, cuanto porque sus vecinos estaban a verlas llegar y ya se sabe que el arte es una cosa de sobremesa. Para sobrevivir (la paga se la giraba íntegra a su señora), se ofreció a rotular camiones y negocios. Con las cuatro perras que le daban por sus letreros tenía más que suficiente para las pocas distracciones de la soledad. El futuro, gris como la piel de un sapo, comenzaba a preocupar a Marcelino, pintor de rótulos artísticos a mano alzada -competencia mía durante un tiempo-, que se gastaba la mitad de lo que ganaba en lienzos y pinturas, en marcos y en queso El esparragal, que en eso nunca se miró.
Doce años dan para mucho y Marcelino, que ya había aprendido la malicia de jactarse de no haber vendido jamás un óleo, no cabía en su propia casa. Estrafalario y cada vez más sonado (la creciente sordera le hacía desconfiado y cáustico) sobrevivía malamente a su propio sueño de pintor rural en un pueblo que acababa de ver en el turismo una redención agónica a décadas de mucha necesidad.
Con la venia democrática del turismo, hasta Marcelino llegó a parecer un vecino respetable y necesario, pues no hay nada que agrade más al bucólico visitante que un puntito de insolente desvarío, de párvula anarquía, de candorosa venate. Pero Marcelino, que venía del ruido y de las clínicas rancapellejos, como él las llamaba, mal se acomodaba al trasiego de domingueros y así se erigió en protagonista airado de más de un incidente con la inadvertida forastería, extremo que los lugareños interpretaban, acaso por simple reacción de orgullo, como una simpática e inequívoca muestra de superioridad de lo rural frente a lo urbano.
La inesperada prosperidad devolvió al pueblo sus fantasmas del pasado y los más entusiastas quisieron restituir a su iglesia el esplendor perdido con los abusos de la guerra civil, en los que ardieron cálices, altares y retablos que la memoria, siempre tan manirrota, reputaba como muy excepcionales, no siendo más que figuras devoradas por la polilla y el uso abusivo de barnices. Durante casi una década, Doña Reyes Manjón, viuda de teniente de artillería y retornada al pueblo en olor de santidad, había organizado rifas, tómbolas, subastas y espectáculos de todo tipo (incluida una corrida sin picadores y un concurso de doma vaquera) con los que recaudar fondos para devolver el esplendor perdido a la vieja iglesia neoclásica de San Juan.
-Eso está más parado que las obras de la iglesia- peroraban los lugareños, siempre recalcitrantes y escépticos ante la novelería del tiempo.
Pero la viuda, que había perdido a su consorte de cintura para arriba en el frente de Teruel a manos de las hordas, y de cintura para abajo quince años más tarde, en su propio regazo, sólo se desalentaba cuando recibía por carta certificada los desorbitados presupuestos de los pintores profesionales. Más de quince reposaban en la carpeta que Doña Reyes había adquirido para la ocasión, hasta que el cartel del restaurante Toribio, que representaba una emotiva escena de caza, salpicada de perros y jabalíes en ingenuas posiciones, le encendió la lucecita.
¿No sería Marcelino un espontáneo emisario de Dios, el ángel que siempre estuvo ahí, esperando la llamada, Su llamada? ¿No sería el estrafalario Marcelino un alma enajenada en quien ejercer la piedad y a quien perdonar sus veleidades republicanas y sus resabios de pintor de la pureza? Esas y otras interrogaciones enardecían el ánimo inexpugnable de Doña Reyes que, cada noche, con la plática de la almohada, se sentía más segura de sí misma y de su compleja decisión. Si bien convencer al resto de los comisionados no habría sido fácil, la mayor dificultad consistiría en persuadir a Marcelino, que a medida que le avanzaba la sordera parecía más hosco e inexpugnable. El destino, sin embargo, según los secretos pensamientos de Doña Reyes, reservaba para Marcelino una última oportunidad de ponerse del lado de Dios, y allí -allí- estaba ella, para mediar en el milagro.
Como aguerrida abanderada de la fe, Doña Rosa se presentó una mañana en casa del artista. Allí, sobre unos madarros, reposaba todavía el abollado seiscientos con matrícula de Barcelona; algo más allá, tiradas de cualquier forma, una sierra de arco y unas pesadas barricas de sardinas que le servían de criaderos, dificultaban el acceso a la puerta. Esperaba encontrar todo manga por hombro, pero tanto caos era acaso excesivo para ella, de manera que estuvo a punto de marcharse, de salir corriendo de aquel lugar inmundo, pero luego de tantas cavilaciones y mareos, no estaba dispuesta a dejar pasar la oportunidad de poner a Dios en la vida de aquel hombre imprevisible, republicano y caótico.
Llamó primero vacilantemente y luego, ante el silencio, con más fuerza, pero en la casa no se oía más que el manso piar de unos canarios que revoloteaban en libertad por entre los muros. A Marcelino, que pintaba tranquilamente un peral en flor, el mismo de todos los años por ese tiempo, le pareció advertir (que no escuchar) una presencia en la puerta y un poco absorto en la extrema blancura de las flores, carraspeando, como quien se despierta en mitad de un sueño, dio un golpe con la paleta en la mesa.
-¿Quién vaaaa? -gritó desde el primer escalón del graillero, esforzándose mucho en escuchar- ¿Quién vaaaa? -preguntó de nuevo, mientras continuaba bajando los escalones.
La sorpresa fue grande cuando, tras desfechar el cerrojo, medio emboscada entre las cajas, se encontró a Doña Reyes que, evitando en sus gestos cierta repugnancia, pero sin darle tiempo a un sí o a un no, le expuso de un tirón, como si le faltara el aire, el motivo de su visita. Marcelino, abstraído todavía en las flores del peral, la escuchaba con dificultad redoblada, acaso sin digerir del todo las palabras atropelladas pero terminantes de La Tenienta. Confundido, sin saber muy bien si había escuchado lo que había creído escuchar, se hizo repetir la retahíla por tres veces y, tras quedarse un rato en silencio tratando de descifrar las secretas intenciones de la viuda, quedó en darle razón.
Cuando la viuda enderezó hacia el pueblo, Marcelino se quedó en la mayor de las confusiones. Las flores del peral que hasta entonces bullían imperiosas y carnales en su cabeza, habían sido literalmente barridas por la labia resolutiva y mesiánica de Doña Reyes. Aun así, el pintor subió las escaleras y se colocó tras el caballete, desde donde podía observar a través de la ventana abierta de par en par el huerto y el peral que, según era fama, plantara su padre en la primavera del 36, cuando a lo lejos se vislumbraban -qué fácil decirlo ahora- muy recios nubarrones. Extraviado en sus propios pensamientos, hasta el peral en flor que había pintado al menos quince veces y cuyas ramas sabía ya de memoria, pareció diluirse en la uniformidad sedativa del huerto, en la veleidad de la nada.
Durante meses, Marcelino hizo mil bocetos en su descuadernada libreta de rayas, donde desde hacía años no había manera de entender nada de entre la maraña de trazos que se iban superponiendo en una delirante fantasmagoría que sólo él -aunque con creciente dificultad- podía discernir. Allí, en sus ajadas páginas, reposaban, revueltos y embrollados, todos los cientos de bocetos de cuadros y de rótulos que Marcelino había ido realizando desde que se estableció en el pueblo. Aunque tenía decenas de cuadernos amontonados por las estanterías, mesas y alféizares, regalos todos ellos de conocidos y admiradores, a Marcelino jamás se le pasó por el magín dibujar en otro cuaderno que no fuera aquél, con la excusa de que hacía tiempo que le había perdido la confianza a su memoria y no podía pensar siquiera en traspapelar alguno de aquellos hijos de su desconcertada fantasía. Allí, pues, fue concibiendo su laberíntico infierno, su intrincado purgatorio y su caótico paraíso, tomando como modelo artístico los frescos de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, que él conocía de memoria por los fascículos del ABC.
Como el toscano, Marcelino se encerró a cal y canto en la iglesia. Se hizo traer decenas de latas de pulpo a la americana, tres quesos enteros de El Esparragal y dos cajas de Godovi, todo ello fiado por Jesulito Páez, el tabernero que le daba cuartel, conversación y noticias del mundo. El trasiego de Marcelino con los andamios y los pinceles fue verdaderamente frenético durante la semana entera que duró la obra. Apenas la primera luz del alba se filtraba en el interior del templo, Marcelino saltaba de su colchón de espuma, extendido de cualquier manera en la sacristía, y casi sin atarse los pantalones o enjuagarse la cara en la palangana, se entregaba como un poseso a su tarea hasta que la honda noche de junio caía sobre las figuras aún frescas y no tenía otro remedio que tumbarse sobre el colchón a esperar el alba y la resurrección. Tal era, sin embargo, su frenesí artístico que, aun dormido, tanto las figuras ya liberadas y pintadas, como las que aún diferían su encuentro con lo real, se le encabritaban en el magín componiendo una muchedumbre exaltada y turbia que no había forma de retener por más tiempo en el bosque fantasmagórico de su cabeza. Sobresaltado, se despertaba una y otra vez con grandiosas visiones relativas a los personajes de sus murales y, como dictadas por la fiebre, las apuntaba a tientas en su astrosa libreta, a fin de buscarles su acomodo apenas la luz entrase por las ventanas.
Con la precisión y la rapidez mental de quien no ignora que está haciendo su obra definitiva, Marcelino fue poniendo cerco a la blancura ponzoñosa de los muros. Casi involuntariamente iba trazando su historia y la de su familia con una difícil y abigarrada armonía que contradecía los indescifrables trazos de su cuaderno. Una a una, la avaricia, la infidelidad, la soberbia, la hipocresía, la desesperanza, el terror, la cobardía, la falsedad, la gula, la lujuria, la crueldad, el estreñimiento... fueron encarnándose en la blancura de los muros como si se tratase de una súbita fiebre que de un día para otro fuese apoderándose de las paredes. Nada quedó sin pintar, ni la muerte de su padre ni el dolor de quienes habían perdido a sus maridos o a sus hijos en la guerra. Tampoco faltaban alusiones a las cosechas, a la desolación del pedrisco del 56, a los primeros encuentros sexuales en las vecinas albercas, a su estancia en Barcelona, a los perros, a las fiestas, a los incendios, a los deseos irreprimibles...
Así hasta la tarde del sexto día, en la que, completamente exhausto, Marcelino dio por concluida su capolavoro; las horas de luz que aún restaban para la noche las aprovechó para barrer, retirar las inmundicias acumuladas durante toda la semana y baldear a conciencia las losetas rojas. Era ya noche cerrada cuando se dispuso a desmontar los últimos, fantasmagóricos andamios. Esa noche encendió las luces de la iglesia -él, que había renunciado a la luz artificial- y no durmió, tratando de retener en su cabeza, como ya había hecho en su cuaderno, cada detalle, cada matiz de la obra. Ni era casual el haber representado a 243 personajes, tantos como habitantes tenía el pueblo, ni tampoco era casual que cada personaje proyectara en sí la presencia de un muerto. En una pared frontera con la capilla de Santa Zita, había pintado a La Tenienta con un falo emborrascado de sangre entre las manos. En otra a Joaquín Vilches montado en un imponente caballo blanco, que alzaba sus patas amenazantes sobre unos niños que jugaban a la champa, mientras la bandera nacional sesgaba como un sable una rama del peral que tantas veces había pintado; en otro, Hilario Abellán, tratante de corcho y cartero del pueblo, aparecía sonriente de la cintura de un muchacho que, ajeno a su presencia, parecía estar contando monedas; Ortensia Gómez, La Farruca, se lavaba ostensiblemente la entrepierna en una palangana abollada, mientras alguien trataba de esconder su rostro tras una cortina roja... Él mismo se había representado tras el altar mayor, oculto por la peana del Cristo, en el gesto de escrutar a quienes entraban asombrados en el interior del templo...
En la mañana de séptimo día, una muchedumbre expectante se dio cita en el porche de la iglesia. Cuando por fin se abrió la puerta, todos pudieron ver aparecer de entre la penumbra a un Marcelino tan demacrado como lleno de lamparones y manchas de pintura. En sus ojos, desacostumbradamente opacos, se delataba el insomnio y acaso los primeros venteos de la locura. Con paso dificultoso, cargado con el cubo de los pinceles, cruzó entre la multitud y, contrayendo humildemente la cabeza, tomó en dirección a su casa, como si al fin su vida hubiera alcanzado todo su sentido, como si ya nada, nada pudiera importarle.
 

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