ISLAS

Llueve ligeramente. Casi lagrimea. Acaba la tarde. Un embozo de tarde, por cierto. Las fachadas del fondo aparecen azuladas y tibias bajo la niebla y el estertor de la tarde. Estoy trabajando sobre la novela El color del cielo, ambientada en la ciudad de El Aaiún. Es curioso cómo puede uno llegar a conocer una ciudad sólo de verla en los mapas y ver fotos, leer narraciones etc... Me pasó con París y con Lisboa, ciudades que había leído y releído y, mirado y mirado en los planos. Cuando llegué a ellas me bastó ponerme a andar. No necesité planos. Las tenía en la cabeza. Hoy hablaba de El Aaiún con Paco, que estuvo hace meses allí, como si me hubiera tirado en la ciudad tres meses. Hablaba de cafeterías, de carreteras, de cosas que he ido sacando de aquí y de allá, pero que he logrado colocar en el puzzle. La cabeza, que tiene esas cosas. Pero llueve y las gotas de lluvia corren veloces por los cristales. Cae ya la noche. Una noche blanda y con olor a tierra.

LA ISLA
a Lito, a Rosi
En el principio fue el clavicordio. No hicimos más que sajar y, zas, se nos apareció el clavicordio. No es que nos sorprendiera la aparición de un instrumento como aquél, lo que nos sorprendía era que saliera de aquel individuo, pero no habíamos acabado de recuperarnos de la sorpresa cuando al cortar un poquito más abajo del ombligo, apareció la esquinita de aquel Quijote editado en 1905. Fue difícil extraerlo sin destrozarlo, qué les puedo decir, pero no hicimos más que liberar el libro, cuando, ¡no podía ser!, escondido entre una masa sanguinolenta cercana al hígado creímos distinguir una granada con su espoleta y su todo. Durante un segundo el pánico se apoderó de la sala, pero Barceló, el más experto de los cirujanos, descartó llamar a anti-explosivos como la otra vez, y él solo, cortando aquí y allá con suma precaución, logró aislar la granada, para su posterior extracción. El tractor nos pareció excesivo y, ya de puestos, el ramo de gladiolos de plástico fue recibido con cierta decepción, pues ni siquiera era un buen ramo de gladiolos; no así el piano y mucho menos el submarino que conmocionó tanto a Marta, la anestesista, que advirtió que su corazón no conseguiría soportar más sobresaltos y que no seguiría un segundo más en aquel sitio, pero entonces, hurgando por la parte del bazo, apareció la bicicleta y enseguida el colega Barceló y la propia Marta se la disputaron sin tener en cuenta que en ese momento el que blandía el bisturí era yo (en toda profesión hay leyes no escritas). Pero lo que nos dejó completamente vencidos fue la isla. Uno ha pasado por cientos de experiencias en este oficio de cirujano pero la isla, la isla, la isla...
 
 
 
 

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