RAFAEL VARGAS

Hoy hace un día gris. Desde la ventana, las nubes parecen quietas, recortadas a tijera sobre un cielo muerto, como de pared antigua. Canta un gallo en el hondón de los corrales, los árboles se envuelven un poco en la tristeza opaca del invierno. Las fachadas, blancas, parecen puestas ahí desde la eternidad e incluso el cartel de "se vende", verdoso e ilegible parece responder a un oculto, por lejano, designio. Sólo los tejados, limpios y relucientes, y el vuelo inmisericorde de los vencejos, otorgan un poco de movimiento a la mañana. Hace frío. Ayer nevó en Segovia, Teruel, Ávila, todo el norte.
Pasado mañana intervengo en el homenaje que los escritores y críticos andaluces tributan a Rafael Vargas. Ayer hablé con él y pese a todas las conjuras de la enfermedad, se encuentra con ánimo y dispuesto todavía a la pelea. Es alguien que jamás se rinde. Nacido en una estirpe de mineros, sabe que  la rendición es lo último. Desde hace años lucha contra una infame enfermedad que cada poco tiempo, luego de vencida, retorna con mayor virulencia, pero él aguanta, él la vence, él la coge por el cuello y le mira a la cara. Este es Rafael, un hombre que nació al terrible resol del 39 y ha sobrevivido a la penuria, la dictadura, y todo cuanto se le ha puesto por delante.
Hoy voy a dejar aquí el texto que he escrito para él, para ese tributo tan merecido. Tengo que acordarme hoy de Juan Delgado, el gran Juan Delgado que hace tres años nos abandonó. Un día de éstos prometo escribir sobre él. Hoy le toca el turno a Rafael Vargas.

Dejo el texto, tal cual lo leeré el viernes.




 

 

 

 

RAFAEL VARGAS,
, POETA DE GUARDIA

 

 

 

En primer lugar quisiera agradecer a todos cuantos forman parte de la Asociación de críticos y escritores andaluces, el homenaje que hoy se tributa a mi admirado y querido Rafael Vargas, porque deseo advertirles que Rafael Vargas, que es o podría ser muchas otras cosas, me es ante todo un amigo, un muy buen amigo, del que he y hemos aprendido tanto no sólo como poeta sino, sobre todo, como hombre bueno y generoso, como hombre cabal y siempre en su sitio. Y, créanme, no abundan los hombres cabales y en su sitio. Me honra, pues, estar hoy aquí, hablándoles del poeta, pero no quisiera dejar pasar tal ocasión para hablarles del hombre y del amigo, porque para mí todos estos avatares se funden en uno, indivisible y puro.

Debo empezar por confesarles que he conocido y tratado a muchos poetas a lo largo de mi vida, pero ninguno en el que vida y obra, obra y vida se fundieran de una manera tan inequívoca como en Rafael, de tal forma que hablar de su obra es pasear por su vida y hablar de su vida es pasear por su obra. A veces, algunas veces él y yo hemos discutido sobre este punto. Digamos que yo soy partidario de que entre una y otra exista una cámara de objetividad, pero en esto Rafael se muestra imperturbable: para él los versos son vida y nacen de la vida y el poeta no es más que un portador, alguien que escribe desde sus humores y su sangre. Los suyos son, para entendernos, versos sudados, transpirados versos de un caminante tenaz, consciente y comprometido con el camino, que se va dejando la piel y la vida en sus pasos; los suyos son versos donde palpita un mundo propio, en los que se van trenzando con absoluta naturalidad razón y emoción, compromiso y tenacidad, belleza y hondura. Su poesía, que jamás rehuye la turbación de la belleza, ni se desentiende jamás del hilo de la emoción, se busca en el compromiso con el ser, y desde un dolor que en su caso presenta un cariz genealógico, quiere recorrer el tantas veces áspero camino hacia la esperanza, que unas veces se disfraza de utopía y otras de ilimitada vitalidad o de lucha ante las distintas máscaras de la opresión. Y sí, vitalidad, lucha y sentido utópico de la existencia, son palabras y expresiones que Rafael lleva impresas en una sangre que galopa desbocada por su cuerpo y traspasa la tierra para allí hacerse mineral y temblor, es decir, memoria. Advirtamos que su memoria no es una memoria propia, sino colectiva y, como antes hemos apuntado, genealógica. Y es que Rafael procede de una honda estirpe de mineros y eso infunde carácter, demasiado carácter, diría yo.

Rafael Vargas nació en una mina, hijo y nieto de mineros. Sus primeras visiones tienen mucho que ver con ese paisaje a la vez telúrico y angustioso de la mina. Sus primeros rostros, sus primeras palabras están impregnadas del óxido, los miasmas y el imaginario social de las minas. Lo mineral forma parte, pues, de su biografía y sin duda otorga no sólo sustancia, sino memoria a su obra. El minero siempre se ha caracterizado por ser un hombre duro, que ha luchado a partes iguales contra el destino y contra la opresión. La lucha y el compromiso son indisociables del carácter minero y nacer y vivir en los alrededores de una mina infunde carácter y desde luego, las minas onubenses, explotadas tal vez desde los cartagineses hasta anteayer mismo, han ido impregnando a sus habitantes de un carácter propio, pero es desde la llegada de los ingleses, en el último tercio del siglo XIX, cuando este carácter toma proporciones casi heroicas y logra cobrar expresión artística. Permítanme señalar algunos nombres: Félix Lunar, José María Morón, José María Labrador, Daniel Vázquez Díaz, Juan Delgado, Mario León, José Delgado, Rafael Vargas... No podría entenderse la obra pictórica de Vázquez Díaz sin este componente agónico que habita en el rostro de los mineros, como tampoco podría entenderse al poeta José María Morón, autor de un libro, Minero de Estrellas, premio nacional de literatura de 1927, que inaugura el tema de la lucha de clases en la poesía española y que narra las circunstancias deshumanizadoras de la explotación minera. Nos costaría entender cabalmente la obra de Juan Delgado, ese gran poeta nuestro, sin el costurón telúrico, metafísico y moral que en él representa la mina y que recorre su obra como una intrincada galería. Rafael Vargas continua, ahonda y abre cauces nuevos en esta tradición, a la que, ya hemos dicho, se siente ligado por los lazos de la sangre.

Pero demos la voz a Rafael en uno de sus poemas de Las nanas del galeote, su primer libro:





Yo, tierra, destinada a ser tierra,
tierra primordial
inocente y sencilla,
de rotaciones incontemplables, 
cada día asciendo un peldaño
hacia esa otra tierra de surcos celestes
donde madura la luz [...]
Por eso, yo, mitad barro, mitad
transitoria carne; tosca arcilla
o mantillo f
értil verticalmente alzado
que se nutre en tus pechos de ensueños,
más hijo de tu raíz que de mi sangre,
quiero pagarte en callado verso
cuanto me diste en polvo y alma
.

Otra de las circunstancias que hacen de Rafael quien es, el poeta que es, la tenemos impresa en la fecha de su nacimiento. Rafael nace en julio de 1939, en una pequeña aldea minera de Calañas llamada El Perrunal, pero pronto la familia se traslada hasta las cortas de La Dehesa, en el corazón de la Cuenca Minera. Hace sólo unos meses que ha quedado inaugurada la paz de los muertos. Todavía en las cunetas y en las galerías de las minas siguen su ardua descomposición miles de cuerpos. Las explotaciones mineras recobran su actividad bajo las luengas capas de la Guardia Civil. Las condiciones laborales y sociales, pueden imaginárselas, son terribles. Rafael nace, pues, en un ambiente de miedo y de pobreza extrema: bajo un silencio apenas roto por el insistente zumbido de las moscas. La leche que llega hasta sus labios es una leche agria y amedrentada y afuera hace frío, mucho mucho frío, porque el frío es también patrimonio del alma. El cielo de la cuenca minera es ahora el reino de los buitres. Cientos de ellos vigilan desde las peñas el sereno discurrir de los tajos. Rafael aprende a andar entre el crucifijo y el polvo cobrizo de la pirita, pero no llega muy lejos. Aún no cuenta con siete años, cuando sin esperarlo se le muere la madre:




Aún estaba mi carne tibia del calor de tus entrañas
cuando un miserere cólicote dibujó
su arquitectura.
Con el último sol de junio marchaste
sin tener en cuenta
la falta que me hacías
y mientras pasabas a ser raíz
de la tierra y a seguir muriendo
en la memoria de los otros,una enorme tarántula
se instaló a vivir conmigo.

Su infancia, pues, es menesterosa y agraz. La tierra baldía de Riotinto y alrededores lo verán correr detrás de un hatillo de cabras. Al menos en los cerros se siente libre, en plena comunión con las cosas. Mientras masca la libertad, va ejercitando su carácter libre y soñador, como un vencejo. Una higuera aquí, un almendro allá, el agua de algún arroyo, la leche de sus cabras, el cielo estrellado y el largo horizonte, constituirán su alimento. En su libro de relatos El dolor que cayó del cielo, Rafael Vargas cuenta a veces con ternura y otras con cierta ironía, los pormenores de su infancia, una época miserable pero que le permitió saborear los deliciosos veneros de la libertad. Acaso su obra deba mucho más de lo que imaginamos a este territorio de naturaleza hosca por el que transcurrió su infancia. Si la niñez de su paisano y amigo Juan Delgado fue truncada por la represión y por la soledad del castigado, la de Rafael Vargas parece convertir la miseria en redención a través de la naturaleza, lo cual no le impide asumir el dolor ni percatarse en toda su crudeza de esos mundos antagónicos que continuamente tiene ante sí: el mundo grandilocuente y arrogante del vencedor y el mundo subrepticio y digno del vencido, que era el suyo. Y ya me dirán si no es terrible que un niño de ocho años se sepa de antemano del bando de los vencidos, expulsado, destronado del reino de los hombres, de espaldas contra la pared, sin futuro. Pero al vencido que se sabe vencido, no le caben sino dos opciones: la de la resignación o la de la rabia, y el joven Rafael no era precisamente de esos que cabalgan sobre el corcel difunto de la resignación. Rafael encontró en los hombres y las mujeres destronados como él su aplomo, su lugar en el mundo, su razón de ser, su impulso, su azimut, su coartada, la estirpe sobre la que re-construir su propia identidad. Nada de lo que es Rafael podría explicarse sin este doble aprendizaje: el de la libertad que procede de la naturaleza y el de la lucha por la superación que procede del hombre.

Gracias a un maestro perspicaz y bueno, Roberto Hidalgo, que le prestó sus letras, y a su férrea voluntad por aprender, Rafael fue conquistando las herramientas que más tarde le servirían para comprender con mayor solvencia el complejo y a veces inextricable universo de los hombres. Ya adolescente, ingresa en la mina, como antes lo hicieran su padre y sus abuelos, pero el trabajo brutal de la contramina, las pésimas condiciones laborales y su insoslayable sed de aventuras y libertad enseguida encaminan sus ojos hacia una nueva tierra de promisión: Cataluña.

Antes de eso, en sus primeras correrías por la Sierra en busca de trabajos precarios y mal pagados, ha conocido a Ángeles, compañera de toda su vida y con quien no tarda en hacer proyectos de futuro, pero él sabe que aquí, en su tierra, no existe futuro, que el futuro está lejos, a mil quilómetros de distancia, en las pujantes tierras de Cataluña. Y aquí permítanme un inciso. Es conocido que el sanguinario Stalin hizo que poblaciones enteras abandonaran sus tierras para asentarse a varios miles de quilómetros de distancia, para allí comenzar una nueva vida. Por una simple orden ministerial miles, cientos de miles de campesinos hubieron de beber la amarga hiel del exilio. Franco, acaso más sibilino, no necesitó recurrir a taxativas órdenes ministeriales. Le bastó con condenar al hambre y a la más profunda necesidad a las regiones del sur, para que las gentes del sur no tuvieran otro remedio que hacer sus petates en busca de oportunidades en el Norte. Rafael fue uno de los miles de andaluces empujados al exilio laboral. Esto que denomino un elegante éxodo, se repitió cada noche, durante décadas, en la sevillana estación de Córdoba o en la estación de Linares-Baeza. Un tren atestado, alevoso y nocturno, llamado con sarcástica precisión, "el borreguero", dejaba al filo de la mañana a los andaluces y murcianos en la estación del Norte, junto al mercado del Born, en Barcelona. Como un charnego más, Rafael trabajó en las labores más penosas y como un charnego más se sintió estigmatizado por su condición de meridional y de extranjero. Su periplo catalán durará exactamente 41 años y un día.

Su sed de aventuras, de aprendizaje y de vida encuentran en Barcelona un lugar idóneo para progresar adecuadamente. Su condición exilar le hace volver la cara hacia su tierra, Andalucía, que aparece plateada en la neblina de su recuerdo. Es en Barcelona donde Rafael piensa y madura su Andalucía, que él confunde acaso ingenuamente con lo más intrínseco de su ser. Es allí donde emprende su peculiar persecución de la memoria y donde, aventurero al fin, emprende el camino irreversible de la poesía. Las nanas del galeote, su primer libro está escrito en Cataluña y es una reflexión sobre su ser en el mundo, desde sus orígenes hasta sus más íntimas expectativas. Fruto de su largo periplo catalán es entre otros, su mítico programa radiofónico "Entre el sueño y la realidad", donde se da voz a más de 400 poetas andaluces que cada semana acercan su verbo a las ondas catalanas sirviendo como cordón umbilical entre dos Andalucías, la Andalucía física y la Andalucía del exilio. Vehemente e incansable, Rafael Vargas se entrega por entero a esta labor de transmisión de nuestra cultura, consciente de que quien pierde su identidad y su memoria corre el riesgo de convertirse en nadie. Por eso, en cuanto se jubila, Rafael y Ángeles abandonan los cielos septentrionales para regresar a Andalucía. Antes ha escrito La plenitud fugaz de la mariposa, un libro amoroso, telúrico, de una iconografía no lejana a César Vallejo, uno de sus poetas de referencia, que publicará justo en su regreso a su tierra.

En el año 1999, tras 41 años de lejanía, Ángeles y Rafael recalan nuevamente en la mítica y añorada Tharssis. Escogen Aracena como su nueva residencia y en ella da comienzo al penúltimo de los periplos varguianos. Durante años, junto a quien esto escribe, abanderará la aventura de Huebra, una colección literaria de modestísima ambición pero de logros notables, con más de medio centenar de títulos publicados. El retorno a su territorio mítico representará para Rafael un momento de singular energía poética y editorial. Baste constatar que desde 1999, Vargas entregará a las imprentas 10 libros de poesía, dos recopilatorios, un libro de relatos, otro de ensayo, y una antología de jóvenes poetas andaluces.

Aracena representará para Rafael no sólo el retorno a una tierra que el exilio ha mitificado, sino también una época de introspección y de aventura identitaria. Cercado por la enfermedad pero fervientemente convencido de su victoria, escribe acaso el que sea el más hondo de sus libros, Equipaje de fuga, donde se enfrenta a tumba abierta con la muerte en unos versos escalofriantes y limpios que aparecen escritos con un escalpelo. De él dice Carlos Sánchez en la reciente antología Señuelos contra el olvido que "es una manera personal de reafirmación fieramente humana":




Aún no has muerto y ya nadie
te recuerda. Ocurrió
hace muchos años y lo hizo ayer:
vamos despareciendo
de las tertulias, de los buzones,
de los armarios. Con el tiempo

no se puede dialogar.

Así nos paga la vida.

Juraría que aquí había un mar...

o aquel que siente sobre sí la nada, el vacío femoral, la ausencia:




Se acerca el humo, el vacío,
el silencio, la fría
cercanía de los muertos.
Se hace tarde para todo.
No queda más
que la vida que has vivido.
 

Rafael, que es ante todo un luchador, alguien que se ha ido fajando a lo largo de su vida en las más distintas batallas, consigue una vez más, gracias a su vehemencia, a su sed de vida, a su irrestañable fortaleza mental, ganarle la batalla a la enfermedad y de regreso a la vida se encamina por un sendero que nunca había dejado de transitar, pero que ahora, recién llegado de ese cristal oscuro, le parece mucho más necesario, y que no es otro que el compromiso moral con el hombre, entendido éste como sujeto ético e histórico. Su poesía, que siempre había merodeado por los fueros del compromiso y de la denuncia contra la injusticia y el oprobio, se vuelve ahora acerada y necesaria. Rafael, que siente sobre su propia sombra el deterioro moral de una sociedad alienada y humillada, convierte su palabra en estilete y tiende una vez el cepo de sus versos a la denuncia de una realidad, cuyos principios no comparte, como deja dicho en estos versos de Crónicas de ciego:




No me gusta lo que no comprendo,
prefiero la verdad cruel que no
se dice o se deforma. A veces,
desearía ser otro, ir sólo a mis asuntos,
pero mi voz colectiva me lo impide.

Los versos de sus últimos libros a veces se convierten en látigos, en forjadores de conciencia, en densas diatribas contra un tiempo deshumanizador que se ha dormido ante las fauces del mercado, ese Dios que ha sustituido no sólo a Dios sino también a la razón y sobre el que Rafael no duda en presentar batalla con su palabra y su conciencia, con su compromiso y su vida. Pero el incombustible poeta, sabiéndose deudo de esa tradición eterna que supone que Sísifo ha de seguir empujando la piedra aunque sepa que una vez alcanzada la cima, la piedra volverá a rodar hasta el valle, el incombustible poeta, decía, se compromete con esa lucha, con ese mítico esfuerzo, porque él, que ha escapado del mundo de los muertos, sabe que sin afán y esfuerzo no hay vida, sin pasión no hay vida, sin utopía y sin montaña donde empujar la piedra no hay vida vivible, sino sucedáneo de vida, escombros. Y entonces su poesía, en la que cintila la responsabilidad civil y humana, se vuelve luz, acerada y diamantina luz que abre nuevas perspectivas sobre la cetrina niebla del presente, una especie de ofrenda que Rafael Vargas nos hace desde la dignidad y desde su modesto oficio de poeta.

En sus últimas entregas la denuncia está firmemente entrelazada con la reflexión, e incluso diría que con la reflexión meta-poética. Sí, Rafael, en sus permanentes inquisiciones sobre el mundo y la historia, reflexiona sobre el hecho poético, sobre la responsabilidad que el poeta y la palabra adquieren con respecto a la realidad. Porque para Rafael el detentador de la palabra, el artífice del sentido de la palabra, su forjador, adquiere una responsabilidad, un compromiso, una obligación moral con su tiempo, como quería Antonio Machado, y con su sociedad. El poeta es para Vargas no el iluminado, sino el iluminador, no el artífice sino el artificiero. Los ojos del poeta han de servir no sólo para poner pasivamente el acento en la belleza o en la fugacidad de la existencia, sino también, también, para iluminar un mundo que ha perdido el norte, que se ha entregado a la bestia, que se deshumaniza por momentos, que ha dejado de ser humano y, lo que es peor, que así acelera su proceso de devastación, de autoaniquilación.

Y sí, es cierto, después de gastar tantas palabras me rindo a la sensación de que Rafael se me escapa por todas partes y ahora sólo se me ocurre pensar que a aquel niño que corría y soñaba por los cerros de La Dehesa en los afilados años de la posguerra, le gustaría este hombre al que hoy dirigimos nuestras miradas y nuestra palabra. Ya lo creo que le gustaría. Le gustaría hasta tal punto que se me ocurre pensar que esto que hoy hacemos no es más que el sueño de ese niño que corre tras las cabras en un día de mayo igual al de hoy, con el sol en lo alto y con todo el tiempo por delante.

Hasta aquí las palabras que tenía preparadas para mi amigo y para mi maestro Rafael Vargas, pero no quisiera abandonar este lugar sin leerles un poema que escribí para él y para Ángeles con motivo de la publicación de la primera parte de su obra completa titulada Los motivos del lobo que apareció, cómo corre el tiempo, en 2007. Creo que el poema no es más que un retrato poético de Rafael y que, por tanto, viene a sumarse a todo cuanto aquí he dicho.




Alto es el cielo
pero no para el que vuela más allá de las nubes,
ni para el que en él encubre su miedo o su   [arrogancia,
sino para quien se atreve a mirarlo
con ojos de inocencia, como acabado de nacer.
Alto no es quien desde el promontorio mira
a quienes pasan por debajo
o el que desde la gran muralla observa el horizonte
y juzga que todo está a sus pies,
sino el que nunca baja la mirada ante los hombres
y jamás halla fango en sus manos;
alto es quien por la calle va dejando vivas
y frescas amapolas y la luz de sus ojos
reparte entre los hombres;
no quien habla alto, ni el que a muchos habla,
ni el que imparte doctrina,
sino el que en la sucia taberna
escucha al extranjero o al sin voz,
el que duda y no halla nada sólido,
sino movimiento, tránsito.
Alto no es quien irrumpe en el templo
con voces estridentes,
sino el que en él, ensimismado,
escucha su voz, que surge de una grieta;
no es alto el músico porque al sonar el instrumento
a todos complazca y de todos se sepa admirado,
sino el que al tomarlo siente cómo en él vibra el [mundo
y en sus dedos la nada del aire se llena de sentido,
pájaros que vuelan hacia el norte,
nimbos tejiéndose en la aurora.
Alto el que se entrega, el que se da,
el que lleva siempre a un niño
arrullado en sus ojos, el que se rinde por amor,
el que por amor destruye el palacio,
el que perdona, el que al llegar a casa,
secándose el sudor, exclama,
bien estuvo el día, lo he vivido.

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