FUENTEHERIDOS-ALMANSA-GOLCO-FUENTEHERIDOS

PRIMERA JORNADA
CAMINO DEL AGUA
Julio en Ruidera

Ha sido un viaje largo. Hermoso y largo. Sevilla despertaba cuando nos acarcábamos a ella. Sevilla es una ciudad sensual, una ciudad mujer, capaz de volverte tarumba a las ocho de la mañana, cuando todavía el mundo está por hacer. Julio esperaba junto a la estación de autobuses -ay-, donde los colibríes lloran lágrimas azules. Julio llegó con el cuerpo destrozado por una fiera noche de encierro y de lecturas y cervezas en la facultad de filosofía. Durante horas recorremos el valle del Gualdalquivir en una primavera que parece estar acicalándose para una primera comunión. Los campos alfombrados de violetas y amapolas, contrastaban con el costurón de la autovía que nos iba acercando a Córdoba, donde aparecía la vieja ciudad omeya, tan lejana y sola que daba cosa pasar a su lado. Helena andaba por allí, a apenas diez o quince minutos de nosotros y todo el fulgor de Córdoba quedó en el recuerdo de Helena. No por conocidos, te sorprenden los grises picachos de Despeñaperros, su arboleda extraña, sus túneles, el paso hacia la La Mancha, esa tierra sublime. Mientras  nos acercábamos, Julio me ponía al corriente de su mundo sevillano, del peso y del paso de los conocidos, de los difíciles amores fugaces, de los inconvenientes y grandezas de vivir en una sociedad limitada donde todos van con las hormonas a cien por hora y donde son inevitables los roces y las colisiones. ¡Puta vida! Para realzar todo esto era Chavela Vargas la que nos iba alumbrando el camino. Nuestra primera parada fue en Manzanares para visitar el castillo, pero da la impresión de que el castillo de Manzanares es de cartón piedra, construido para viajeros incautos. Lo mejor el patio, que parecía más bien un reconstruido corral de comedias. De hecho al salir a las calles se veían a unos alarifes levantando alegre y parsimoniosamente un torreón. Al verlos, pensé que nos habíamos equivocado de siglo y a lo mejor fue así. Lo mejor de Manzanares, una catalana con lomo de orza que tomamos a pocos metros del castillo y que a Julio, que se había pasado la noche en un encierro, le supo a gloria. Eso, claro, y esos portalones donde antes entraban los carros y que uno tiene tan asimilado en las lecturas de Cervantes. De Manzanares tomamos camino de Ruidera por carreteras jalonadas de viñedos y ventas derruidas. Hermosas ventas devoradas por el tiempo. Los territorios del Quijote. La Solana y Alhambra parecían plastificadas en el cielo con esa tierra rojiza que le da nombre.
El Hundimiento, Ruidera
A mediodía estábamos ya en Ruidera, donde me asaltan tantos recuerdos. Y, bueno, lo primero que hay que decir es que la primavera le sienta como dios a Ruidera. Los saltos de agua, las lagunas, todo estaba esplendoroso. Pareciera que Julio y yo fuéramos virreyes de alguna ínsula y todo aquel poderío y belleza del agua nos estuviera esperando desde hacía horas. Uno no se cansa de admirar la cascada del Hundimiento, en cuya base alguna vez nos bañáramos. Desde luego ahora hubiera sido imposible: tanta era el agua que saltaba por allí y entonces, más que nunca, entendí el sobresalto del caballero de la Triste Figura al llegar a sus inmediaciones. Después del éxtasis del agua, apremiados por el tiempo, tomamos la bellísima carretera de las lagunas, jalonadas de sauces, encinas y chopos, para almorzar en un ventorrillo (La Noguera, creo recordar) que da también a un salto menor de agua, entre dos lagunas.
lagunas de ruidera
Delicioso comer en un lugar así. El almuerzo, con todo, estuvo a la altura del lomo de orza de Manzanares e incluso del paisaje: codillo y entrecot de ternera. En La Mancha saben de qué carajo va la cosa, me dije mientras le hincaba el diente al codillo. A unos metros, unas chicas sacaban sus sandwiches y bailaban junto a la laguna inferior, bajo los impresionantes álamos. Satisfechos, nos dirigimos hacia la cercana Cueva de Montesinos, que aparecía pelada y sin nadie. Su entorno ha cambiado mucho en estos últimos años. Para empezar han construido una especie de centro de recepción que permanece cerrado. La cartelería, que se supone ha de dar orientación a los viajeros, está carcomida por el sol y sumida en el abandono. La cueva está cerrada y para bajar a su interior se hace necesario sortear una pequeña verja de hierro. Esta cueva siempre me ha recordado a la cueva de Alcalá en Fuenteheridos.
Ruidera. La Noguera
En ambas -perdón, Don Miguel- se ha asentado la literatura. Sin mucho que ver en la cueva, tomamos, esta vez sí, camino hacia Ossa de Montiel. Ossa, invariablemente me recuerda al camarero que nos servía en los antiguos viajes a la zona. Era un tipo alto y enjuto, pero sobre todo, lento, lentísimo, tanto que cambiar con él media docena de frases (la mitad monosílabos) podría llevarte unas vacaciones completas. Algo inenarrable e imposible de olvidar. Tuve la intención de acercarme al bar e intentar un par de frases con él, pero el tiempo apremiaba y pretendía alcanzar Almansa esa misma jornada, si podía ser. Otra vez será, compañero. A esa altura y con los vaivenes de la noche, el vapuleo de la mañana, el entrecot y el lomo de orza bailándole en su interior, Julio se quedó dormido cuando más falta me hacía, así que puse rumbo a Albacete y, sí, comprobé cuan largas y tediosas pueden ser las rectas que confluyen en Albacete. Bueno, en Albacete me hice un pequeño lío y anduve media hora dando vueltas con el coche, buscando la salida hacia el Este. Julio dormía mientras tanto. Después de un buen rato (aparecí en el aeropuerto, dios santo), enderezamos hacia Almansa, nuestra primera estación. Julio despertó justo cuando Albacete aparecía por el retrovisor. A buenas horas, mangas verdes. Eran las seis de la tarde, once horas después de salir de Fuenteheridos, cuando, a lo lejos apareció la silueta del castillo de Almansa como coronación del viaje.
Almansa, visto castillo
Después de descansar sucinta pero necesariamente en el hotel (Los Rosales), bajamos a la cafetería a vernos con Amparo, la coordinadora del ciclo y del taller de literatura de la Universidad Popular. Emcontrarse con alguien con quien se tiene una ceirta familiaridad por teléfono, es una experiencia, no por repetida, estresante. Amparo, una manchega pura, tiene, cómo lo diría, electricidad en el cuerpo. Entrañable electricidad, diría. Tras el encuentro inicial la conversación fue fluyendo con naturalidad. Nos entretuvimos un ratito en el jardín conversando sobre perros y lluvias, mientras recuperábamos un poco de aliento con el cafetico y la brisa de la tarde. Al cabo, Amparo nos condujo hasta el centro de Almansa, pero a poco de salir nos sorprendió la fantástica y casi flamígera silueta del castillo, encaramado en la roca, que me recordó a esos castillos pintados por los cuantrocentistas toscanos a punto de ponerse a levitar sobre los lienzos.
Nimbado de luz, temí que el castillo se lanzase al espacio de un momento a otro. Lo curioso, sin embargo, es que a medida que lo íbamos rodeando, cambiaba de forma tan increíblemente que bien podría pasar por un castillo completamente distinto. Dios Santo: algo de no creer. Un castillo pessoano, sí señor, como concluimos a la mañana siguiente Antonio Ginés y un servidor. Junto con Antonio y Amparo tomamos cumplida posesión de las sillas, las botellicas de agua y la mesa de la biblioteca para, sin más, comenzar la disertación sobre el microrrelato, sus andanzas y sus miserias. Durante cerca de dos horas recorrimos creo que distendidamente el road movie del microrrelato, tratando de colocar mediante exemplos, las balizas del género ante treinta personas que aguantaron a quien les habla durante casi dos horas sin chistar, aparentemente divertidas, aparentemente interesadas. Espero no haber sido un coñazo para ellos y, sobre todo, haberles dicho alguna cosa nueva sobre el género. Si lo logramos, me sentiré conforme y satisfecho. En todo caso conseguimos no ser solemnes, como Montaigne le sopló a Antonio Ginés en su introducción, y eso es ya bastante.
Yo, qué quieren que les diga, me lo pasé bien y, bueno, hubo sus risas y sus cosas. Tras la charla nos fuimos a reponer un poco de fuerzas a un restaurante próximo en el que acabamos a la una de la noche, luego de repasar folio por folio todo lo divino y lo humano. De allí, a la piltra.

SEGUNDA JORNADA
EL CASTILLO PESSOANO

Por la mañana, cuando aparecí por la cafetería del hotel ya Antonio y Amparo me esperaban, desayunados, en una mesa junto al jardín. ¡Guau! ¿Es que la peña no descansa? Al cabo apareció Julio y poco después emprendimos el recorrido turístico en torno a las caras del castillo de Almansa que a medida, ya lo he dicho pero no importa repetirlo, que lo rodeábamos, cambiaba drásticamente de aspecto.

Anduvimos por Almansa dos o tres horas haciendo fotos y riéndonos en un precioso edificio renacentista con un patio de escándalo y un jardín donde se albergaba una estupenda colección de esculturas de Miguel Olid (la escultura de Olid es fácilmente reconocible). En fin, entre foto y foto, entre una cosa y otra se nos pasó el tiempo y nos despedimos de Almansa, con un magnífico sabor de boca.

José Antonio Sáez
Había que volver a la carretera. Esta vez hacia el sur, camino primero de Yecla, luego de Jumilla, Murcia, Lorca, Totana y finalmente Albox, donde nos esperaba José Antonio Sáez, probablemente el hombre más honesto y bueno del ancho mundo. Y un poeta como la copa de un pino: sólo hay que leerle Libro del desvalimento o cualquiera de su slibros posteriores para saber de qué carajo estamos hablando. El camino no se nos hizo largo. La provincia de Murcia parecía desolada. El castillo de Jumilla, mucho menos juguetón que el de Almansa, apareció sobre un costado de la carretera. A medida que nos internábamos en el sur los pueblos apenas se distinguían del terreno. Ciertamente esperaba Murcia más vegetal y verde y no, parecía desolada, triste.

La Calahorra
Después de muchos quilómetos, tomamos el desvío para Albox, en cuya gasolinera nos esperaba José Antonio, con el que estuvimos como una hora hablando de la familia, de la edición y de las cosas del camino de la vida. Con José Antonio me une una vieja y sólida amistad, desde que en el año 93 le mandara unos versos para Batarro, la revista que dirigía junto a Pedro M. Domene.
Como quiera que el tiempo apremiaba y la carretera que nos esperaba hasta El Golco era jodida, nos despedimos y Julio y yo reemprendimos una nueva escala del viaje. El paisaje se erizaba por momentos. La desolación del paisaje murciano dejó paso a un mundo arisco y orgulloso que parecía enconarse por momentos. Julio me contaba sus cuitas en Lisboa y Bob Dylan sonaba en toda su gandeza por carreteras y paisajes que bien podrían parecerse a los de Colifornia. Tras dejar atrás Baza y Guadix, enfilamos hacia la Ragua, La Calahorra mediante, con su castillo moro y rojo donde el accitano Antonio Enrique, ese pedazo de escritor, escenificó una de sus novelas, Kalaát Horra. Subir el puerto de La Ragua es una experiencia mística. Para quienes antes anduvimos por los llanos infinitos y metafísicos de Albacete, para quienes asistimos al paisaje cenital de Murcia, para quienes atravesamos el paisaje polvoriento y encrespado de Almería y Granada, ascender La Ragua se convirtió en una experiencia. La carretera se empina de golpe, y las curvas cerradas se suceden como por ensalmo. La vegetación comienza a agitarse, el mundo va quedando abajo, junto a los llanos del Marquesado, jalonados por miles de modernos molinos de viento que aparecen punteados desde la altura. En esas andamos cuando un camión de madera bastante más ancho que la carreta aparece ante nosotros. A un lado queda el precipicio, al otro la nada. Dios santo, qué podemos hacer. Detengo el coche. El camión se detiene y toma hacia el interior del talud indicándome el camino y abriendo un mínimo hueco. Yo me avero hacia el precipicio y avanzo un par de metros, el camión avanza otro par de metros a su vez. Ahora estamos paralelos. Pareciera un milagro pero hay, hay espacio para ambos. Un nuevo movimiento y salimos de la situación. Al cabo de media hora, coronamos La Ragua que con sus abetos, sus vacas, sus prados y sus albergues alpinos de pronunciados tejados semeja un paisaje tirolés. La sensación dura poco porque a medida que descendemos por la vertiente sur (Las Alpujarras), nos encontramos con lo más genuino del paisaje alpujarreño, con montañas empinadísimas y barrancos que parecen bajar a los mismísimos infiernos. Pronto el lienzo blanco de los pueblos encaramados milagrosamente en las montañas, será lo habitual. Estamos a poco más de cuarenta quilómetros de El Golco pero aún tardaremos casi hora y media en llegar. La carretera se retuerce como un acordeón y pronto aparecen las higueras, los almendros, los olivos, los minúsculos bancales donde los esforzados alpujarreños siembran media docena de coles o de patatas. Por la otra vertiente del valle por el que bajamos, a no más de trescientos metros de distancia, pero separados por más de un cuarto de hora, un coche enciende sus luces y avanza despacio. Vamos por carreteras paralelas y nuestros movimientos vistos desde la altura acaso se parezcan al de una danza. Culebreamos hasta llegar a Laroles, desde donde nos internamos por la carretera que va a  desembocar a Valor, mediante una carretera lentísima e interminable que nos conduce hasta la patria de Abén Humeya. Cuando creímos que habíamos caído en un bucle del espacio,y que no hacíamos más que dar vueltas y más vueltas en torno a un paisaje siempre igual y siempre distinto, aparece Valor y luego Yegen y Mecina Bombarón donde milagrosamente, ya al filo de las 9 de la noche, encontramos un supermercado abierto donde compramos la cena y unas velas, porque en la casa de El Golco no tenemos luz eléctrica.
El Golco
Desde Mecina hasta El Golco no hay apenas distancia (un camino bellísimo los une en unos diez o quince minutos), pro por carretera son casi cuatro quilómetros de permanentes curvas y recurvas que hacen el trayecto poco menos que angustiante. Lo que tenemos frente a nosotros es la sierra de la Contraviesa. Ahora cae la noche y la sierra se ve salpicada de luces que hablan de poblaciones apostadas en las laderas, cortijadas donde vive alguna familia o coches que giran y giran como derviches por las carreteras alpujarreñas. El Golco aparece por fin ante nosotros. ¡Cómo ha cambiado el pueblo en los últimos treinta años! Antes sólo era un modestísimo pueblito de unos veinte habitantes que malvivían  de la agricultura, de sus bancales, de sus olivos, de las pensiones y de las launas. Hoy, que no tiene muchos más habitantes, la aldeíta está como tomada por una urbanización bastante inmodesta que dieztuplica el número de casas del viejo Golco. Ignoro si esto trae mayor riqueza al pueblo, pero no hace más bello a uno de los pueblos más genuinamente alpujarreños, por ser también de los más antiguos e históricos. El caso es que no sé cómo carajo vamos a encontrar la casa que hace ya diez años le compré a mi hermano Sergio. La tarde declina cuando nos acercamos a su puerta, junto a la de Cecilio. Desde el exterior todo parece normal. Demasiadas yerbas, claro, en el caminito hacia la casa. Al acercarnos ladra un perro, un gato se escurre entre las yerbas. Entramos y para mi sorpresa, lo encuentro todo exactamente como cuando estuve allí la última vez y dediqué una semana entera a pintar la casa. Encendemos un par de velas y el interior se ilumina. El lugar sigue siendo mágico. Damos una primera inspección a la luz lenta y titubeante de las velas. Todo tiene como una vida intensamente vivida. Nos sentamos a la mesa, abrimos la cerveza y las viandas y nos disponemos a cenar. Estamos fatigados de un viaje largo y difícil, pero la luz de las velas invita a un último esfuerzo y hablar de mil cosas, mientras fumamos un petardo y acabamos la cerveza. Al cabo subimos a la segunda planta y extendemos los sacos sobre los colchones. Hay que descansar, prepararnos para la..

TERCERA JORNADA
ALPUJARRAS BLUES
Me levanto muy tempranito. No tengo mérito alguno: el sol que entra a raudales por la ventana me despierta. Sobre las 8,30 y salgo con la cámara para hacer fotos y a lavarme la cara en la fuente próxima. Frente a mí, azulada ppor la bruma aparece la Contraviesa, que semeja un reptil dormido frente al Mediterráneo mar. Las higueras y olivos recortan el paisaje monumental y único. Vivir aquyí e sun verdadero lujo para quien sepa negociar con la soledad y la lentitud. Hace un día claro. En el fondo del valle descansa Yátor, con sus huertos de naranjos y sus molinos. Alguna vez bajé desde El Golco hasta Yátor y el camino fue hermoso, siguiendo el curso del río Mecina. Julio se despierta una hora más tarde y en pocos minuto logramos organizarnos y salir en busca de las Alpujarras. Propongo tomar café en Los Bérchules, por encima de Cadiar, Narila y Alcútar, para luego ir en busca del Poqueiras. Yo he andado por todos estos caminos. Con mi hermano o con Susana he recorrido a pie todos estos pueblos de una belleza esplendente. Algún día, acaso escriba algo de esto. Al cabo, después de detenernos en varios puntos, llegamos a Bérchules y aparcamos en una especie de parking a la entrada del pueblo. Noto la cosa cambiada, pero no digo esta boca es mía. Entramos en el primer bar que encontramos al paso y resulta que el bar en cuestión es El Duende. Algo de mágico sí que tiene. El bar es un homenaje a América, a las motos y a la ruta 66. Cientos de matrículas de los estados de la unión, motos colgadas del techo, fotos de los mitos del cine, calaveras que nos recuerdan los valles del río Colorado, botellas de coca-cola... y toda clase de elementos que hacen alusión al corazón de los USA. Dios, me siento bien allí. Nadie lo hubiera dicho hace unos años, pero ahora me siento bien en este ambiente. Me siento cerca del sol, cerca de ese horizonte azul que parpadea en mis huesos. Mientras observo entusiasmado todo esto, suena un impresionante blues tras otro. Uno pudiera estar en Memphis o en Denver, pero no, está en el corazón de las Alpujarras.. Cuando el camarero, un tipo de voz tan ronca que casi no acabo de entender, pone las tostadas sobre el mostrador, suena un blues excepcional, tras otro blues excepcional. Joder. Hacía tiempo que no me sentía tan bien. El cuerpo me pide levitar en busca de esos punteos de guitarra y de esos silencios que son la esencia del blues. Son apenas las 10 de la mañana y, joder, el día comienza bien. Hago algunas fotos del bar, mientras suena la guitarra sincopada, como  a borbotones. Dios, estoy escuchando el mejor blues de mi vida en un pueblo perdido de las Alpujarras y ni siquiera sé quién carajo suena, porque se lo pregunto al camarero pero al contestarme con esa voz tan ronca, no logro enterarme. Dios, me hubiera quedado allí todo el día, toda una semana escuchando blues.
Pero tenemos que seguir nuestra particular ruta hacia el Poqueiras. Primero pasamos ante Juviles y luego siguiendo el trazado del río Trévelez, nos salen al paso Trévelez, Pórtugos, Busquistar, Pitres...
Aquí y allá vamos parándonos a hacer alguna foto y a admirar el paisaje primaveral. De aquí y de allá surgen fuentes, chorros de agua, rezumaderos, el sonido de los rebaños. Huertos y más huertos parecen descansar sobre las empinadas laderas. Me gustan estos huertos porque reflejan el tesón, el esfuerzo y la infinita esperanza de esta gente, que siempre ha vivido en la pobreza. A la pregunta recurrente de Julio de qué carajo hacen los chicos que viven por estos andurriales no sé responder. Sí, seguramente la vida de los adolescentes en estos pueblos puede parecerse a un calvario, pero si uno es capaz de prescindir de lo superfluo acaso la vida en estos pueblos pueda y deba ser una vida plena. En todo caso, entiendo las dudas de Julio. Desde el lado contrario de la carretera miramos el cementerio de Juviles, que dejamos hacía casi 20 minutos antes, y que, salvando el río Trévelez, no queda a más de quinientos metros en línea recta.

Llegamos por fin a Capileira, coronado por las briosas nieves del padre Mulhacem, allá en lo alto. Hermoso pueblo este de Capileira, con sus terrados y sus tinaos, sus calles tortuosas y su vida sosegada y tranquila. Yo vivo en un pueblo turístico y conozco la vida de una comunidad así, que se traiciona a sí misma de viernes a domingo para reconquistar su esencia el resto de la semana. De todas maneras no hay muchos guiris. Podemos pasear por entre sus empinadas calles con tranquilidad, machacando los blues que acabamos de escuchar en Los Bérchules... Abajo, casi al final del pueblo, escuchamos el sonido de un rebaño de ovejas confundido con el rumor del agua. Es armonioso el ruido de los rebaños. Un sonido que se ha casi extinguido pero que dota a la naturaleza de una verdad más allá de la verdad: la humaniza. Volvemos a ascender hasta llegar a la zona de los restaurantes. En uno de ellos tomamos un vino de Torvizcón, que es, como todos los tintos de la zona, una pequeña maravilla.


Con el vino brujuleando en nuestras cabezas tomamos hacia el cercano Pampaneira, Bubión mediante, donde la sucesión de tinaos blanqueados y terrados a ras de calle donde se asientan las coquetas chimeneas, se va imponiendo en el ánimo del melancólico viajero. En Pampaneira, recuerdo, tomé hace mucho tiempo una de las borracheras más extrañas que recuerdo. Nos pusimos a beber vino costa mi hermano un amigo suyo y yo y después de cinco horas, apenas si podíamos caminar. Aquel fue un viaje fantástico. Caminamos a pie desde El Golco hasta Alcútar, donde a la sazón vivía un curiosísimo personaje yugoslavo y esotérico que había tenido alguna extraña movida en México y que andaba, creo, en busca y captura, para desde allí, pasando por Juviles, llegar a Trevelez, donde recalamos en una casa donde comimos, recuerdo, una típicas migas de sémola y chorizo y fumamos hasta el atardecer. Desde Trevelez emprendimos camino a Ferreirola por la haza de Pitres, desde donde nos encaminamos a la mañana siguiente por tortuosos caminos hacia las minas del Conjuro, para desde allí caminar hacia el Valle del Padre Eterno, donde vivía un sevillano y donde echamos la noche fumando y, creo, recordar, hablando de una chica que yo no conocía. A la mañana siguiente nos encaminamos al cercano Pampaneira, donde tomamos la trompa que he mencionado, para acabar la noche en Juviles en casa de Jou, que años después recaló en Castaño del Robledo. Después de eso llegamos, vía Narila, al Golco, tal vez una semana después en un periplo inolvidable. Las nieblas de la memoria aún se resisten a pasar por alto esos recuerdos tan kerouckianos, donde todo era camino y camino,porros, esoterismo, cosmovisión. Pero, bueno, se acerca la hora de almorzar y elegimos un mesón discreto, lejos de la carretera y la plaza donde se acumula todo el gentío. Mientras apuramos una sopa de ajo y unas asaduras con patatas, Julio me habla de filosofía, de sus expectativas y de sus cosas. La verdad es que siento una cierta emoción al escucharlo. Emoción y dolor al mismo tiempo, porque no sé en qué acabará todo su entusiasmo dentro de unos años, pero me gusta que la gente crea en algo, me gusta que la gente sea capaz de vivir la pasión por la vida y adquiera la curiosidad por aprender. Sin esas dos gasolinas, se es un verdadero muerto y Julio puede ser cualquier cosa menos un muerto. Viajar con él es una experiencia que te nutre. Es difícil encontrar a un tan buen conversador como él, en el que ingenuidad y jondura se mezclan explosiva, implosivamente.
Después de almorzar nos dirigimos hacia el final del trayecto: Fuenteheridos. Primero, claro, las tortuosas carreteras de las Alpujarras, que nos van diciendo adiós lentamente. Luego alcanzamos la autopista y, pasando por Granada -ay mi Granada, esa ciudad de ojos zarcos y cansados- recorremos media Andalucía para llegar, ya al filo de la noche, desfallecidos y satisfechos, a Fuenteheridos. En el cruce de Fuenteheridos, en ese segundo, mi mente repasa todo el viaje. Y, no sé por qué, me sietno satisfecho. Cansado pero satisfecho. Tengo gasolina para unos meses.
 

2 comentarios:

Maria jose dijo...

Un bonito recorrido por una buena parte de nuestra geografia,en algunos he estado como por ej.Las Lagunas que ciertamente este año estan deslumbrantes con tanta agua.Gracias por compartirlo,un saludo

Anónimo dijo...

¡EL CASTILLO DE LA CALAHORRA!... Ha sido ver la foto y regresar en el tiempo veinticinco años atrás, recien casada, al entrañable pueblo de la Calahorra. Allí vivimos en una casita cerca del enorme silo, junto a la carretera que va a Aldéire, con el castillo imponente, adusto, detrás, (por la ventana de la cocina yo podía contemplar su grave presencia nevada o su morena desnudez bajo el sol que sale por Juan Canal), alzado, sereno, sobre el yermo monte rojizo (cerca están las minas de Alquife) en la extensa llanura del Marquesado del Zenete, la que por la noche parecía llenarse de murmurantes misterios.
¡Oh!, el Puerto de La Ragua, el que con veintiocho años pretendí coronar en biciceta.
(Recuerdo a María (nuestra casera), a su hermana Lola, al matrimonio Antonia y Antonio Fermín, su bar "Fermín", el bar "Manjón" y... a tanta otra gente y vivencias que... ¡ufff!... no quiero llorar.
Y esa Alpujarra igual amada (otro vuelco del corazón.) Conozco y he visitado casi todos los pueblos que nombras, tal vez os quedó por visitar O.Sel.Ling.(centro de retiros) ubicado en la ladera Oeste del Barranco del Poquéira frente a la ladera Este en donde descansan los pueblicos de Pampaneira, Bubión y Capiléira.
Gracias por vuestro viaje que abrió mi memoria.
C.S.G.