Vamos saliendo de la depresión post-accidente ferroviario de Santiago. A día de hoy son 79 los fallecidos. Ayer, en El Cairo, el ejército y la policía se cargaron a más de un centenar de manifestantes, pero estos muertos no me afectan. Es duro decirlo, pero contrimás lejos están los muertos, menos nos afectan. Recuerdo la conmoción que me produjo el 11M. Durante días deambulé como un zombie. Mi cabeza estaba atrapada en aquellos hechos (y en la calamitosa y abyecta gestión política que de ella hizo el gobierno de turno, tratando de arrimar el ascua a su sardina). Es casi inevitable que a lo largo del año se produzcan cien o doscientos accidentes y masacres como éstas de Santiago y El Cairo. Es inevitable, pero sólo consiguen sacudirnos las que nos afectan más directamente, las que podemos ubicar, casi palpar con los dedos. Las muertes lejanas quedan neutralizadas, pasan página, y así en la India o Bangladesh mueren un porrón de trabajadores del textil al derrumbarse unos edificios pero es demasiado lejano, a pesar de que acaso llevemos ropa cosida o manipulada por esos fallecidos. No sé si esto le ocurre a todo el mundo, pero al menos a mí me ocurre. Y me duele. Y trato de rebelarme, pero al final, caigo.
Últimamente la moda indica que los responsables de los accidentes deban ser los trabajadores. Un trabajador es el trapo donde se limpian todos los errores y carencias del sistema. El rostro morboso y mediático de la tragedia es siempre el morro percudido y culpable de un trabajador. Hace años, en el accidente de Barajas, la culpa se la endilgaron a los pilotos, hace sólo unos días el foco recayó sobre el conductor de un autobús que se salió de la carretera por la parte de Ávila, ayer era el maquinista del Alvia. Este último todavía no ha declarado y ya tiene todas las papeletas para que los tribunales lo consideren el único culpable. Los ministros, el jefe de la Renfe, los medios ya han dictado sentencia. Estando en estado de shock, cinco minutos después de la tragedia, se supone que dijo algunas cosas que lo inculpan. No importa que el trazado de las vías y de esa curva en particular no sea un trazado para vehículos que pueden pasar los 200km/h, ni que la señalización siga siendo obsololeta, diseñada para trenes antiguos, que no alcanzaban los 80. Ciertos políticos se hicieron la foto la mar de monos cuando por vez primera el Alvia llegó a Santiago y éramos la primera potencia mundial en lo tocante a trenes. Esos mismos y sonrientes padres de la patria debieran salir hoy a explicar los desconchados del trazado, los defectos en la señalización y esas bagatelas, antes de alzar la mano para acusar al maquinista, que sí, que puede que se le fuera la olla, pero que no debiera figurar como único responsable. ¿Por qué -me pregunto-, no ocurrió ningún otro accidente similar en l alínea ferroviaria durante los últimos 20 años? ¿Por la sola pericia de los maquinistas? Nunca he escuchado decir eso. Se suele decir que nuestra red es la más segura del mundo. No que nuestros maquinistas sean los más responsables y seguros del mundo. A la hora de poner medallas, a los maquinistas no les llegan. Son los fusileros, la vasca del pelotón, los que se cargan con todas las culpas y todos los errores. Y llevan razón. Por una vez llevan razón. De hecho se nos machaca con que los trenes españoles son seguros. Archiseguros. ¿Archiseguros? Yo no me montaría en un tren que corriera a más de 300 km por hora si alguien me dijese que mi body depende única y exclusivamente de cómo tenga la olla el maquinista esa tarde, de cómo se le ocurra meterse en una curva o apretar el acelerador, etcétera. Si sólo dependo del maquinista que no cuenten conmigo. Tampoco subiría en un avión si toda la seguridad dependiese de los pilotos. Imagino que los trenes de última generación y los aviones deben funcionar con otras variables y que son precisamente esas variables las que lo hacen seguros. Si es así -y debe ser así por fuerza-, hoy no sólo está en duda la mala tarde del conductor sino también todas esas variables que no funcionaron, o simplemente no existieron. Pero lo peor de todo es que uno tiene la sospecha cuando no la convicción de que lo que aquí se está cociendo no es la vida o la no vida de esas 79 criaturas (y la seguridad de todos los usuarios, por ende), que acaso no debieron morir porque pagaron un pastizal por un servicio de primera y con todas las garantías, que ya ven cómo era y en qué acabó. No, lo que aquí se dilucida es el futuro de la industria ferroviaria patria, los contratos, la solvencia del AVE, la solvencia de nuestra industria, etc..., cuando no el culo de los gerentes patrios, esos que todo lo fían al buen rollito de los trabajadores.
Os dejo hoy con otro poema de Pavese, justo el que abre Lavorare stanca, su primer libro de poemas. HIce esta traducción hace años y la tenía casi olvidada. Sí, Pavese es uno de mis poetas y narradores favoritos. Últimamente se lo lee poco y es una pena, como se lee poco a Carlo Levi, Alberto Moravia y Vasco Pratolini, Quasimodo, Montale, Vittorini o Sandro Penna. Menos mal que Calvino sí que goza del fervor patrio. Menos da una piedra. Otro día juro que vertiré aquí alguna cosa de ellos o de alguno deellos, claro. Hoy le toca a Cesare Pavese.
LOS MARES DEL SUR
de Cesare Pavese
Caminamos una tarde por la falda de una montaña,
en silencio. En la sombra del tardío crepúsculo
mi primo es un gigante vestido de blanco
que se mueve pausado, con la cara renegrida,
taciturno. Callar es nuestra virtud.
Algún antepasado ha debido estar muy solo
-un gran hombre entre idiotas o un pobre loco-
para instruir a los suyos tanto silencio.
Mi primo ha hablado esta tarde. Me ha preguntado si quería subir
con él: desde la cumbre, en las noches serenas,
puede verse el reflejo del lejano faro
de Turín. "Tú, que vives en Turín..."
me ha dicho... "pero llevas razón: la vida hay que vivirla
lejos de casa: se aprovecha y se disfruta
y luego, cuando uno regresa, como yo, a los cuarenta,
todo es como nuevo. La Langa no se mueve de su sitio".
Todo esto me ha dicho y no habla italiano
sino que adopta pausadamente el dialecto, que, como las piedras
de esta misma montaña, es tan escabroso
que veinte años de idiomas y de océanos distintos
no lo han rasgado. Y camina por la cuesta
con la misma mirada de recogimiento que de niño he visto
en los campesinos un poco cansados.
Veinte años ha estado dando vueltas por el mundo.
Se fue cuando yo era todavía un crío en brazos,
y lo dieron por muerto. Después oí hablar de él a las mujeres,
como en un cuento, alguna vez;
los hombres, en cambio, serios ellos, lo olvidaron.
Un invierno a mi padre ya muerto le llegó una tarjeta
con un sello verde muy grande de barcos fondeados en un puerto
y deseos para una buena vendimia. Fue un gran asombro,
pero el crío ya crecido explicó con avidez
que la tarjeta provenía de una isla a la que llamaban Tasmania,
rodeada de un mar más azul, feroz de tiburones,
en el Pacífico, al sur de Australia. Y añadió
que seguramente el primo pescaba perlas. Y despegó el sello.
Todos dieron su parecer, pero todos concluyeron
que si no había muerto aún, pronto moriría.
Después se olvidaron de él y pasó el tiempo.
Desde que jugaba a piratas malayos
¡cuánto ha pasado! Y desde la última vez
que bajé a bañarme a un sitio mortal
y desde que perseguí a un compañero de juegos sobre un árbol
tronchando las ramas gruesas, o le rompí la cabeza
a un adversario y me castigaron,
¡cuánto ha pasado! Otros días, otros juegos,
otros arrebatos de la sangre ante adversarios
más esquivos: el pensamiento y los sueños.
La ciudad me ha enseñado miedos infinitos:
un bullicio, una calle me han hecho templar,
acaso un pensamiento entrevisto en un rostro.
Siento ahora la luz burlona
de millares de farolas sobre el arrastrar de pasos.
Mi primo volvió, ya acabada la guerra,
enorme en comparación con los demás. Con dinero.
Los parientes decían con tranquilidad: "En un año cuando más
se lo ha comido todo y vuelve a las andadas.
Así es como mueren los desesperados".
Mi primo tiene una cara pronunciada. Compró un bajo
en el pueblo y se construyó un garaje de cemento
con una bomba de gasolina
y sobre la curva del puente puso un gran cartel.
Después contrató a un mecánico para que se ocupara del negocio
mientras él se fue fumando por toda la Langa.
Entretanto, se había casado en el pueblo. Tomó a una chica
guapa y rubia como las extranjeras
que le habrían ido saliendo al paso por el mundo.
Pero seguía saliendo solo. Vestido de blanco,
con las manos a la espalda y el rostro bronceado,
por la mañana iba por las mercados y con aire socarrón
compraba caballos. Me explicó más tarde
cuando aquello le falló, que su plan
era hacerse con todas las bestias del valle
y así obligar a la gente a comprar máquinas.
"Pero el bestia más grande", decía, "he sido yo
por haberlo pensado. Debiera haber sabido
que aquí no hay diferencia entre bueyes y personas".
Caminamos más de media hora. La cumbre está cercana,
mientras a nuestro alrededor crece el silbido y el resoplar del viento.
Mi primo se vuelve de golpe y me dice "Este año
escribo en el cartel: "Santo Stefano
ha sido siempre el primero en las fiestas
del valle de Belbo" -y que luego vayan diciendo
los de Canelli. Después continúa con la cuesta.
Un perfume de tierra y de viento nos envuelve en la oscuridad,
algunas luces en la distancia: casas, automóviles
que apenas se escuchan: y yo pienso en la fuerza
que me ha dado este hombre, sacándolo del mar,
hacia las tierras lejanas, al silencio que dura.
Mi primo no habla de sus viajes.
Dice con sequedad que ha estado en tal sitio y en el otro
y piensa en sus motores.
Sólo un sueño
se le ha quedado en la sangre: se embarcó una vez
de fogonero en una ballenero holandés, El Cetáceo,
y ha visto volar a los pesados arpones en el sol,
ha visto huir a ballenas tras espumas de sangre,
perseguirlas y ver cómo alzaban la cola y luchaban contra el bote.
Me lo refiere de vez en cuando.
Pero cuando le digo
que es uno de los afortunados que han visto la aurora
sobre las islas más hermosas de la tierra,
sonríe ante el recuerdo y me responde que el sol
se alzaba aquí cuando ya el día era viejo para ellos.
![]() |
"Sin título" un cuadro de Eligio Ciampi. |
LOS MARES DEL SUR
de Cesare Pavese
Caminamos una tarde por la falda de una montaña,
en silencio. En la sombra del tardío crepúsculo
mi primo es un gigante vestido de blanco
que se mueve pausado, con la cara renegrida,
taciturno. Callar es nuestra virtud.
Algún antepasado ha debido estar muy solo
-un gran hombre entre idiotas o un pobre loco-
para instruir a los suyos tanto silencio.
Mi primo ha hablado esta tarde. Me ha preguntado si quería subir
con él: desde la cumbre, en las noches serenas,
puede verse el reflejo del lejano faro
de Turín. "Tú, que vives en Turín..."
me ha dicho... "pero llevas razón: la vida hay que vivirla
lejos de casa: se aprovecha y se disfruta
y luego, cuando uno regresa, como yo, a los cuarenta,
todo es como nuevo. La Langa no se mueve de su sitio".
Todo esto me ha dicho y no habla italiano
sino que adopta pausadamente el dialecto, que, como las piedras
de esta misma montaña, es tan escabroso
que veinte años de idiomas y de océanos distintos
no lo han rasgado. Y camina por la cuesta
con la misma mirada de recogimiento que de niño he visto
en los campesinos un poco cansados.
Veinte años ha estado dando vueltas por el mundo.
Se fue cuando yo era todavía un crío en brazos,
y lo dieron por muerto. Después oí hablar de él a las mujeres,
como en un cuento, alguna vez;
los hombres, en cambio, serios ellos, lo olvidaron.
Un invierno a mi padre ya muerto le llegó una tarjeta
con un sello verde muy grande de barcos fondeados en un puerto
y deseos para una buena vendimia. Fue un gran asombro,
pero el crío ya crecido explicó con avidez
que la tarjeta provenía de una isla a la que llamaban Tasmania,
rodeada de un mar más azul, feroz de tiburones,
en el Pacífico, al sur de Australia. Y añadió
que seguramente el primo pescaba perlas. Y despegó el sello.
Todos dieron su parecer, pero todos concluyeron
que si no había muerto aún, pronto moriría.
Después se olvidaron de él y pasó el tiempo.
Desde que jugaba a piratas malayos
¡cuánto ha pasado! Y desde la última vez
que bajé a bañarme a un sitio mortal
y desde que perseguí a un compañero de juegos sobre un árbol
tronchando las ramas gruesas, o le rompí la cabeza
a un adversario y me castigaron,
¡cuánto ha pasado! Otros días, otros juegos,
otros arrebatos de la sangre ante adversarios
más esquivos: el pensamiento y los sueños.
La ciudad me ha enseñado miedos infinitos:
un bullicio, una calle me han hecho templar,
acaso un pensamiento entrevisto en un rostro.
Siento ahora la luz burlona
de millares de farolas sobre el arrastrar de pasos.
Mi primo volvió, ya acabada la guerra,
enorme en comparación con los demás. Con dinero.
Los parientes decían con tranquilidad: "En un año cuando más
se lo ha comido todo y vuelve a las andadas.
Así es como mueren los desesperados".
Mi primo tiene una cara pronunciada. Compró un bajo
en el pueblo y se construyó un garaje de cemento
con una bomba de gasolina
y sobre la curva del puente puso un gran cartel.
Después contrató a un mecánico para que se ocupara del negocio
mientras él se fue fumando por toda la Langa.
Entretanto, se había casado en el pueblo. Tomó a una chica
guapa y rubia como las extranjeras
que le habrían ido saliendo al paso por el mundo.
Pero seguía saliendo solo. Vestido de blanco,
con las manos a la espalda y el rostro bronceado,
por la mañana iba por las mercados y con aire socarrón
compraba caballos. Me explicó más tarde
cuando aquello le falló, que su plan
era hacerse con todas las bestias del valle
y así obligar a la gente a comprar máquinas.
"Pero el bestia más grande", decía, "he sido yo
por haberlo pensado. Debiera haber sabido
que aquí no hay diferencia entre bueyes y personas".
Caminamos más de media hora. La cumbre está cercana,
mientras a nuestro alrededor crece el silbido y el resoplar del viento.
Mi primo se vuelve de golpe y me dice "Este año
escribo en el cartel: "Santo Stefano
ha sido siempre el primero en las fiestas
del valle de Belbo" -y que luego vayan diciendo
los de Canelli. Después continúa con la cuesta.
Un perfume de tierra y de viento nos envuelve en la oscuridad,
algunas luces en la distancia: casas, automóviles
que apenas se escuchan: y yo pienso en la fuerza
que me ha dado este hombre, sacándolo del mar,
hacia las tierras lejanas, al silencio que dura.
Mi primo no habla de sus viajes.
Dice con sequedad que ha estado en tal sitio y en el otro
y piensa en sus motores.
Sólo un sueño
se le ha quedado en la sangre: se embarcó una vez
de fogonero en una ballenero holandés, El Cetáceo,
y ha visto volar a los pesados arpones en el sol,
ha visto huir a ballenas tras espumas de sangre,
perseguirlas y ver cómo alzaban la cola y luchaban contra el bote.
Me lo refiere de vez en cuando.
Pero cuando le digo
que es uno de los afortunados que han visto la aurora
sobre las islas más hermosas de la tierra,
sonríe ante el recuerdo y me responde que el sol
se alzaba aquí cuando ya el día era viejo para ellos.
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