GARCÍA MARQUEZ Y MI ABUELA

Esta página se ha convertido últimamente casi en un obituario. Lo siento.  Lo siento mucho.
 

Hoy ha muerto Gabriel García Márquez, acaso el mejor prosista de la lengua junto a Don Miguel. Descanse en paz. Hace sólo un par de meses me hice con la primera edición de Crónica de una muerte anunciada por un par de euros en una librería de viejo. Lo camuflé entre otros libros para que la librera no se percatase de la joya que me llevaba. Había perdido mi primer ejemplar de aquel libro de Alfaguara comprado con tantos sacrificios en la primavera del '82, en vísperas del olvidable Mundial de España. Recuerdo mi primer contacto con su obra como si hubiera sucedido ayer. Plaza Virgen de Luján, Sevilla. Mi amigo Luis Pablo, que tiempo más tarde se quitó la vida desde la rama de un castaño, me había citado en su portería para darnos una vuelta por el barrio donde él arreglaba persianas y lo que fuera. Frente a su portal había un quiosco bien pertrechado de libros y revistas. Aquel día Luis Pablo tenía que arreglar el picaporte de una puerta o algo parecido, así que se retrasaría un poco. Para pasar el rato me acabé comprando Cien años de soledad. Sentado en un banco de la plaza me puse a h/ojear el libro editado por Argos Vergara -en la mentada colección aparecieron obras como El obsceno pájaro de la noche, La casa verde o Señas de identidad, por no explayarme- y pronto tuve la sensación de que aquel escritor contaba clavadito a mi abuela María Josefa o al menos parecía darle a las cosas cotidianas sus mismos o parecidos registros. Eso me fascinó y me tuvo atado a aquel manojo de páginas durante horas, de modo que no recuerdo que Luis Pablo acabara sus labores ni haber dejado de leer durante horas, deslumbrado, absolutamente deslumbrado por los entresijos del árbol genealógico familiar -un castaño- que era en realidad el trasunto de la historia de América, con toda su belleza y toda su tragedia congénita, y todo escrito de tal modo, con tanta obcecación por lo natural inexplicable, que no era capaz de apartar los ojos de aquella otra realidad donde me había quedado literalmente atrapado. Desde aquel día inolvidable me convertí en un asiduo y he seguido sus libros desde la distancia, leyéndolos no cuando aparecían, sino años después, cuando pasados los humos y los afeites abusivos de la publicidad, los libros se hacían más míos. Y es que para mí GGM fue la puerta que me conducía al mundo-secreter de mi abuela y por tanto ya era como de la familia, ese tío un poco viajado que viste de blanco y aparece cada tanto en la vieja casa familiar y se sienta en su mecedora, y mientras escucha parlotear a los canarios, va contando los entresijos de una historia familiar que tiene todos los signos de una epopeya, tal vez la epopeya mejor contada del castellano. Para mí leer a GGM siempre fue una fiesta de familia. Incluso El otoño del patriarca leído en la lacerante edición de Reno tenía algo de familiar y festivo. Por la obra de GGM agradezco al cielo que mi lengua materna sea el castellano: no puedo imaginar al colombiano traducido en otro idioma (exceptuando si acaso el portugués). Yo, que he idolatrado a Cortázar, el escritor a quien probablemente más haya querido, que he pateado por el todo Borges -ese gran escritor tal vez sobrevalorado-, que he leído con placer los inquietantes cuentos de Ribeyro, que me he perdido ante las grandes extensiones del alma de Benedetto, que he seguido las fluctuaciones lumínicas y musicales de Carpentier, que me he sumergido en los hipnóticos reverberos de Lezama, que he seguido los pasos inquietos y on the road de Bolaño, que he bajado hasta los ríos del bueno de Quiroga, que me he perdido en los vericuetos y los desconchados de Donoso, que he seguido el alma atormentada de óxido y tabaco que es Onetti, que he cabalgado con Asturias por los grandes maizales del abuso y la miseria indígena, que he vuelto una y otra vez a esa casita de adobe donde siempre me encuentro con Monterroso, que leo casi a escondidas al mago Arreola, que me inclino hasta romperme el espinazo ante la inmensidad de Rulfo (otro que tal baila), que he devorado todo lo de Vargas Llosa, ese animal mitológico contador de historias..., al final me quedo con García Márquez. En sus libros hay siempre algo de hipnótico y magnético que te pega los pantalones al asiento, que enseguida te sumerge en una realidad otra, que a mí al menos siempre me lleva al secreter de mi abuela con sus cuentos de mi adolescencia y a todo lo que ese mundo magmático revelaba. 
Es curioso que justo cuando perdí a mi abuela -de ello me enteré por una carta que por entonces me escribiera una novieta olvidada- me encontré con Gabriel García Márquez, de quien siempre sospeché un tan lejano como evidente parentesco mental con aquella mujer que parecía alzarse cada mañana no de unlecho sino de de un cuadro pintado por un pintor prerrafaelista. Hoy ha muerto GGM, acaso el más perdurable de los escritores hispanos del siglo XX junto con Lorca. Tanto Márquez como Lorca (añadamos a Rulfo y tal vez a Vallejo), telúricos ambos, han sabido extraer de la tierra todo lo que son y lo han hecho sin mentir, sin exagerar, sin poner una frase de más o de menos. Simplemente se han arrodillado, han puesto el oído en la tierra y han apuntado lo que la tierra les iba dictando. Su mérito ha sido pegarse a la tierra (y haber leído a  Sófocles hasta sangrarle los ojos) y captar su melodía. Y hoy, sin Rulfo, sin mi abuela, sin García Márquez, la tierra ya no tiene nadie a quien dictar y, carajo, mientras llega el nuevo escuchador, estoy triste.

Os dejo con uno de sus mejores cuentos:

Gabriel García Márquez
(Aracataca, 4 de marzo de 1928 - México DF, 18 de abril de 2014, jueves santo)


El ahogado mas hermoso del mundo


         Los primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar, se hicieron la ilusión de que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la playa le quitaron los matorrales de sargazos, los filamentos de medusas y los restos de cardúmenes y naufragios que llevaba encima, y sólo entonces descubrieron que era un ahogado.
         Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la arena, cuando alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo. Los hombres que lo cargaron hasta la casa más próxima notaron que pesaba más que todos los muertos conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal vez había estado demasiado tiempo a la deriva y el agua se le había metido dentro de los huesos. Cuando lo tendieron en el suelo vieron que había sido mucho más grande que todos los hombres, pues apenas si cabía en la casa, pero pensaron que tal vez la facultad de seguir creciendo después de la muerte estaba en la naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la forma permitía suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba revestida de una coraza de rémora y de lodo.
         No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno. El pueblo tenía apenas unas veinte casas de tablas, con patios de piedras sin flores, desperdigadas en el extremo de un cabo desértico. La tierra era tan escasa, que las madres andaban siempre con el temor de que el viento se llevara a los niños, y a los muertos que les iban causando los años tenían que tirarlos en los acantilados. Pero el mar era manso y pródigo, y todos los hombres cabían en siete botes. Así que cuando se encontraron el ahogado les bastó con mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que estaban completos.
         Aquella noche no salieron a trabajar en el mar. Mientras los hombres averiguaban si no faltaba alguien en los pueblos vecinos, las mujeres se quedaron cuidando al ahogado. Le quitaron el lodo con tapones de esparto, le desenredaron del cabello los abrojos submarinos y le rasparon la rémora con fierros de desescamar pescados. A medida que lo hacían, notaron que su vegetación era de océanos remotos y de aguas profundas, y que sus ropas estaban en piltrafas, como si hubiera navegado por entre laberintos de corales. Notaron también que sobrellevaba la muerte con altivez, pues no tenía el semblante solitario de los otros ahogados del mar, ni tampoco la catadura sórdida y menesteroso de los ahogados fluviales. Pero solamente cuando acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre que era, y entonces se quedaron sin aliento. No sólo era el más alto, el más fuerte, el más viril y el mejor armado que habían visto jamás, sino que todavía cuando lo estaban viendo no les cabía en la imaginación.
         No encontraron en el pueblo una cama bastante grande para tenderlo ni una mesa bastante sólida para velarlo. No le vinieron los pantalones de fiesta de los hombres más altos, ni las camisas dominicales de los más corpulentos, ni los zapatos del mejor plantado. Fascinadas por su desproporción y su hermosura, las mujeres decidieron entonces hacerle unos pantalones con un pedazo de vela cangreja, y una camisa de bramante de novia, para que pudiera continuar su muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en círculo, contemplando el cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el viento no había sido nunca tan tenaz ni el Caribe había estado nunca tan ansioso como aquella noche, y suponían que esos cambios tenían algo que ver con el muerto. Pensaban que si aquel hombre magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa habría tenido las puertas más anchas, el techo más alto y el piso más firme, y el bastidor de su cama habría sido de cuadernas maestras con pernos de hierro, y su mujer habría sido la más feliz. Pensaban que habría tenido tanta autoridad que hubiera sacado los peces del mar con sólo llamarlos por sus nombres, y habría puesto tanto empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar manantiales de entre las piedras más áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados. Lo compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que no serían capaces de hacer en toda una vida lo que aquél era capaz de hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos en el fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la tierra. Andaban extraviadas por esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró:
         —Tiene cara de llamarse Esteban.
         Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no podía tener otro nombre. Las más porfiadas, que eran las más jóvenes, se mantuvieron con la ilusión de que al ponerle la ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de charol, pudiera llamarse Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó escaso, los pantalones mal cortados y peor cosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón hacían saltar los botones de la camisa. Después de la media noche se adelgazaron los silbidos del viento y el mar cayó en el sopor del miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas: era Esteban. Las mujeres que lo habían vestido, las que lo habían peinado, las que le habían cortado las uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un estremecimiento de compasión cuando tuvieron que resignarse a dejarlo tirado por los suelos. Fue entonces cuando comprendieron cuánto debió haber sido de infeliz con aquel cuerpo descomunal, si hasta después de muerto le estorbaba. Lo vieron condenado en vida a pasar de medio lado por las puertas, a descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie en las visitas sin saber qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras la dueña de casa buscaba la silla más resistente y le suplicaba muerta de miedo siéntese aquí Esteban, hágame el favor, y él recostado contra las paredes, sonriendo, no se preocupe señora, así estoy bien, con los talones en carne viva y las espaldas escaldadas de tanto repetir lo mismo en todas las visitas, no se preocupe señora, así estoy bien, sólo para no pasar vergüenza de desbaratar la silla, y acaso sin haber sabido nunca que quienes le decían no te vayas Esteban, espérate siquiera hasta que hierva el café, eran los mismos que después susurraban ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto hermoso. Esto pensaban las mujeres frente al cadáver un poco antes del amanecer. Más tarde, cuando le taparon la cara con un pañuelo para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas de lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras, asentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el hombre más desvalido de la tierra, el más manso y el más servicial, el pobre Esteban. Así que cuando los hombres volvieron con la noticia de que el ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre las lágrimas.
         —¡Bendito sea Dios —suspiraron—: es nuestro!
         Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de mujer. Cansados de las tortuosas averiguaciones de la noche, lo único que querían era quitarse de una vez el estorbo del intruso antes de que prendiera el sol bravo de aquel día árido y sin viento. Improvisaron unas angarillas con restos de trinquetes y botavaras, y las amarraron con carlingas de altura, para que resistieran el peso del cuerpo hasta los acantilados. Quisieron encadenarle a los tobillos un ancla de buque mercante para que fondeara sin tropiezos en los mares más profundos donde los peces son ciegos y los buzos se mueren de nostalgia, de manera que las malas corrientes no fueran a devolverlo a la orilla, como había sucedido con otros cuerpos. Pero mientras más se apresuraban, más cosas se les ocurrían a las mujeres para perder el tiempo. Andaban como gallinas asustadas picoteando amuletos de mar en los arcones, unas estorbando aquí porque querían ponerle al ahogado los escapularios del buen viento, otras estorbando allá para abrocharse una pulsera de orientación, y al cabo de tanto quítate de ahí mujer, ponte donde no estorbes, mira que casi me haces caer sobre el difunto, a los hombres se les subieron al hígado las suspicacias y empezaron a rezongar que con qué objeto tanta ferretería de altar mayor para un forastero, si por muchos estoperoles y calderetas que llevara encima se lo iban a masticar los tiburones, pero ellas seguían tripotando sus reliquias de pacotilla, llevando y trayendo, tropezando, mientras se les iba en suspiros lo que no se les iba en lágrimas, así que los hombres terminaron por despotricar que de cuándo acá semejante alboroto por un muerto al garete, un ahogado de nadie, un fiambre de mierda. Una de las mujeres, mortificada por tanta insolencia, le quitó entonces al cadáver el pañuelo de la cara, y también los hombres se quedaron sin aliento.
         Era Esteban. No hubo que repetirlo para que lo reconocieran. Si les hubieran dicho Sir Walter Raleigh, quizás, hasta ellos se habrían impresionado con su acento de gringo, con su guacamayo en el hombro, con su arcabuz de matar caníbales, pero Esteban solamente podía ser uno en el mundo, y allí estaba tirado como un sábalo, sin botines, con unos pantalones de sietemesino y esas uñas rocallosas que sólo podían cortarse a cuchillo. Bastó con que le quitaran el pañuelo de la cara para darse cuenta de que estaba avergonzado, de que no tenía la culpa de ser tan grande, ni tan pesado ni tan hermoso, y si hubiera sabido que aquello iba a suceder habría buscado un lugar más discreto para ahogarse, en serio, me hubiera amarrado yo mismo un áncora de galón en el cuello y hubiera trastabillado como quien no quiere la cosa en los acantilados, para no andar ahora estorbando con este muerto de miércoles, como ustedes dicen, para no molestar a nadie con esta porquería de fiambre que no tiene nada que ver conmigo. Había tanta verdad en su modo de estar, que hasta los hombres más suspicaces, los que sentían amargas las minuciosas noches del mar temiendo que sus mujeres se cansaran de soñar con ellos para soñar con los ahogados, hasta ésos, y otros más duros, se estremecieron en los tuétanos con la sinceridad de Esteban.
         Fue así como le hicieron los funerales más espléndidos que podían concebirse para un ahogado expósito. Algunas mujeres que habían ido a buscar flores en los pueblos vecinos regresaron con otras que no creían lo que les contaban, y éstas se fueron por más flores cuando vieron al muerto, y llevaron más y más, hasta que hubo tantas flores y tanta gente que apenas si se podía caminar. A última hora les dolió devolverlo huérfano a las aguas, y le eligieron un padre y una madre entre los mejores, y otros se le hicieron hermanos, tíos y primos, así que a través de él todos los habitantes del pueblo terminaron por ser parientes entre sí. Algunos marineros que oyeron el llanto a distancia perdieron la certeza del rumbo, y se supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor, recordando antiguas fábulas de sirenas. Mientras se disputaban el privilegio de llevarlo en hombros por la pendiente escarpada de los acantilados, hombres y mujeres tuvieron conciencia por primera vez de la desolación de sus calles, la aridez de sus patios, la estrechez de sus sueños, frente al esplendor y la hermosura de su ahogado. Lo soltaron sin ancla, para que volviera si quería, y cuando lo quisiera, y todos retuvieron el aliento durante la fracción de siglos que demoró la caída del cuerpo hasta el abismo. No tuvieron necesidad de mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás. Pero también sabían que todo sería diferente desde entonces, que sus casas iban a tener las puertas más anchas, los techos más altos, los pisos más firmes, para que el recuerdo de Esteban pudiera andar por todas partes sin tropezar con los travesaños, y que nadie se atreviera a susurrar en el futuro ya murió el bobo grande, qué lástima, ya murió el tonto hermoso, porque ellos iban a pintar las fachadas de colores alegres para eternizar la memoria de Esteban, y se iban a romper el espinazo excavando manantiales en las piedras y sembrando flores en los acantilados, para que los amaneceres de los años venturos los pasajeros de los grandes barcos despertaran sofocados por un olor de jardines en altamar, y el capitán tuviera que bajar de su alcázar con su uniforme de gala, con su astrolabio, su estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y señalando el promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce idiomas: miren allá, donde el viento es ahora tan manso que se queda a dormir debajo de las camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben hacia dónde girar los girasoles, sí, allá, es el pueblo de Esteban.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Aquí está, viejito y amado, releído, forrado hace cuarenta y un años con papel de regalo color burdeos y filigranas oro, gastado, muy gastadito... Vivido. Compañero. El Libro CIEN AÑOS DE SOLEDAD de Gabriel García Márquez, volumen edición Círculo de Lectores de 1.973, única vía adquisitiva para mí que, por aquél entonces, no salía del pueblo y la ciudad era sólo un territorio de visita a algún médico especializado.
Título elegido entre otros al ojear la revista en ciernes, precisamente por éste mismo y por la breve sinopsis que lo acompañaba, por intuición, sobre todo, y, porque, tal vez, una acaba encontrando, sin saberlo muy bien en el momento, aquello que busca.
Yo tenía catorce años y ya llevaba dos trabajando, para ayudar en casa. Comprar el libro conllevaba ahorrar, sacrificarse, y llenarme, finalmente, de una indescriptible alegría, cuando el cartero llegó al umbral de la puerta con un paquetito bajo el brazo...
Claro, que lloro la despedida de García Márquez, la lloro como apuntaba en una libretita roja los nombres y criaturas del árbol genealógico de los Buendía, para no perder a ninguno de sus miembros o, mejor dicho, para no perderme yo en su ramaje, lo que de cualquier manera sucedía.
Y, sí, querido Manuel, ¡cómo bailaba el relato en mi cerebro!, tanto, como el libro abierto, entonces, entre mis manos temblorosas.


Concha Gil