GIRASOLES

Hoy os dejamos con el tercer de los relatos de Ningún espejo.
GIRASOLES



a paco y a valle


Mi vecino de la 202 se pasaba todo el rato sollozando ante una muerte que aún tardaría más de un par de meses en presentarse. Durante semanas lo vi rezar y sollozar, alternativamente, pero al parecer ni lo uno ni lo otro debía de servirle de gran cosa. Al principio se encerraba bajo las sábanas y se hartaba de invocar a Dios y a todos los santos. Media hora, una hora dale que te pego, rezando. Después se entregaba a un sollozo abierto y prolongado, como una letanía. Mientras tanto, yo procuraba leer las revistas que las enfermeras e Irene nos traían cada poco, pero escuchar la retahíla de alguien rezando o pujiendo es algo que se te acaba metiendo en los huesos y que no le deseo a nadie. Terminaba de rezar, se liberaba de la sábana y se desesperaba diciendo que no iba a llegar al otoño. Y qué se te ha perdido a ti en otoño, le preguntaba yo, harto de toda su agotadora parafernalia. A mis preguntas él reaccionaba mirándome como si estuviera ante un idiota que no hubiera comprendido nada de nada. Haces preguntas de bombero, respondía con arrogancia, casi con desprecio. Para qué coño te sirve ese Dios tuyo, le espetaba yo, si a la hora de la verdad, te deja tirado. Cómo, preguntaba con los ojos muy abiertos, qué estás diciendo. Lo que digo es que si ese maldito Dios tuyo no te ayuda a encajar la muerte, dime para qué coño te sirve. Él no tenía humor para contestarme y enseguida se sumergía en sus pujidos y sus cosas. Tú es que no entiendes nada, contestaba al cabo del rato, cuando ya me había olvidado del asunto y de nuevo me dedicaba a ojear la revista. Me había confesado una de esas larguísimas noches, que desde que le diagnosticaron lo suyo, estaba decidido a acabar de una vez, pero no sabía cómo. No es difícil, le contesté, dejas de respirar y sanseacabó. A él le desagradaron no tanto mis palabras, cuanto mi tono. No podía hacerlo, dijo al cabo. No puedo atentar contra mi Dios, añadió con calma. Lo han entendido bien: no podía atentar contra el Dios que lo dejaba morir como un perro y ni siquiera lo ayudaba a aceptar como un regalo la presunta vida eterna. Vamos, quien tenía cosas de bomberos era él. Para darle de hostias. Sí, es cierto: no sé para qué coño seguía dándole pábulo a un Dios que lo dejaba tirado justo cuando más lo necesitaba, cuando debía ser su presencia quien lo ayudara a pasar a la otra parte. Y sin embargo en vez de su Dios, quien venía a zarandearlo era el miedo y quizás mucho más que el miedo, las dudas, el no tenerlas todas consigo, el saber que toda aquella empalizada que había levantado para mejor luchar contra el fantasma de la muerte, ahora, a la hora de la verdad, no le servía de nada. Realmente estas obtusas conversaciones me dejaban fatigado durante horas, porque yo creía entender que si alguna ventaja tenía la fe en Dios, ésta era la de afrontar la muerte con la esperanza no de un fin, sino de un intermedio. Según él, la vida seguía en alguna parte después de haberse desprendido del estorbo del cuerpo. Si uno se había portado más o menos correctamente, al otro lado del túnel te estaría esperando El Paraíso con todas esas maravillas y ese ambiente cautivador, donde reinaba la felicidad y la alegría. Pero ni siquiera hacía falta haberse portado demasiado bien, pues con tal de no haber sido un ser despreciable, con tal de no haber calcinado a media humanidad o robado a la otra media, todavía quedaba la opción del Purgatorio, que era como una antesala de reciclaje: una especie de septiembre para los estudiantes díscolos. En fin, lo mirase por donde lo mirase, no veía dónde estaba su preocupación. A mí, claro, todo eso me parecía una gilipollez, pero una gilipollez que, de creerla, serviría para afrontar el último momento. Y en ésas estábamos un día y otro día, sin encontrar un punto de descanso. Él, aterrorizado con la proximidad del fin, y yo aguantando sus sollozos y sus cosas. Pero a mí todo aquello de la otra vida no dejaba de darme vueltas en la cabeza. Quiero decir, que trataba de entender pero al final no entendía nada de nada. Por más que lo quisiera, detrás del túnel no veía nada. Digamos que yo estaba en una situación física parecida a la suya. Ambos éramos enfermos terminales. La muerte nos había señalado con una cruz en la frente. Probablemente tampoco yo seguiría viviendo para Año Nuevo y, claro, claro que sentía esa navaja hurgándome en las costillas, pero no tenía nada ni nadie donde agarrarme, porque, francamente, sólo podía ver el final y detrás del final no tenía previsto que hubiera nada. ¿Qué coño sería de mí, una vez que un tipo con gorra azul y barba de dos días empujara mi cuerpo hacia el interior del horno con una pala metálica?, ¿qué coño sería de mí después de abrir un poco más la espita del gas, mientras comentaba un maldito fichaje de verano y observaba por la mirilla de cristal que la cremación fuera correcta?, ¿qué coño quedaría de mí después de cuarenta minutos, cuando las cenizas de mis huesos se confundieran con las de la madera utilizada en el ataúd? Desde luego no pensaba que nadie me estuviera esperando en ningún más allá, para conducirme a una escalinata dorada donde un tipo con barbas, tras consultar un fichero, me dejara pasar o con un gesto de resignación me denegara el paso. Por eso había pedido que me incineraran y que, llegado el momento, me evitaran sufrimientos innecesarios. Porque a lo que temía de verdad era a sufrir, al maldito sufrimiento, al no dejar de sufrir noche y día, al morir exhausto y al dejar exhaustos a todos. Dónde, cuándo, cómo, qué cojones pasaría después, eran esa clase de preguntas que yo no podía hacerme, pero que cualquier creyente tenía ahí, a mano, para hacer más llevadero su fin. Por eso me costaba tanto entender que mi compañero de la 202 estuviera aterrorizado. Más que aterrorizado.
    En los dos meses que llevábamos juntos en la habitación mi vecino había envejecido ocho años y perdido casi veinte quilos. La ropa con la que entró era ahora la ropa de un fantoche. Antes de que salgas, te tendré que comprar todo de nuevo, le decía Irene para animarlo. Había perdido no sé cuántas tallas y los ojos, medio desclavados de sus cuencas, le caían sobre la cara, desfigurándolo. Tremendo. Hasta su hija menor, cuando venía a visitarlo se quedaba medio mareada por la progresión de su deterioro. Pero papá, estás en los huesos, decía, es que no cuidan de ti, es que no te dan de comer, añadía en lo que acaso pudiera ser un velado reproche dirigido a Irene, “esa usurpadora”. Hija, no hay nada que hacer, esto es el final. Cómo que el final. Que ya no hay nada que hacer, que esto se acabó, repetía él, haciéndose el fuerte. La hija entonces se quitaba el bolso y lo miraba con indulgencia. No digas estupideces, me ha dicho el doctor que dentro de poco volverás a casita. Sí, a casita, a casita, a la otra casita, querrás decir, ironizaba él. La hija fingía no haberlo entendido y él se punía a sollozar como un crío al que dijeran que el pollito de colores que apretaba entre sus manos estaba muerto. Y la hija miraba entonces su reloj, inventaba cualquier excusa y se iba como había llegado, dejando tras de sí un tembloroso olor a perfume de violetas. Irene, que aprovechaba las visitas familiares para salir a comprar algo al quiosco y regresaba misteriosamente momentos después de que se hubieran marchado, trataba de alejar sus malos pensamientos y le decía cosas como que su hija llevaba razón y que pronto volverían a casa, ya vería, y que había mandado pintar las paredes y ya verás lo bonito que va a estar todo cuando regreses, y luego le leía los resultados del fútbol o le contaba algún chisme de las revistas, pero mi compañero de hospital destilaba un llanto bajito y continuo que nada tenía que ver con el miedo o con la ausencia de un Dios que un día se acercaría al pie de su cama para rescatarlo de una vida que ya no podía ser más que un puro derrumbadero a través del sufrimiento. Es que hoy, con todas estas emociones, estás más intranquilo, argüía Irene para serenarlo. Amorcito, pará, pará, hoy tenés el corazón en carne viva.
    Exacto, el corazón en carne viva. Mi vecino de la 202 no hacía más que gemir y gemir. Yo no acababa de entender a qué venía todo aquel darle vueltas a lo mismo. Dejaba una buena cosecha detrás, trataba de decirle, fue un trabajador que había cumplido con su tarea, y cumpliendo la tarea, joder, qué más te puede exigir la vida. Había pasado los ochenta, había ido disfrutando de una vida con todo lo que es una vida. Había triunfado modestamente, había vivido con honradez, había conocido a una mujer intachable con la que tuvo tres hijos, y cuando ya no le quedaba otra cosa que ponerse a esperar la muerte, contaba con unos ahorrillos, no dejaba rastros de suciedad en los cajones, y para que no le faltara de nada, hasta estaba al corriente con la póliza de los muertos. Eso sin contar a Irene. Joder, a quién no le gustaría morirse así. No sé por qué toda esa tristeza, le reprochaba, creo que ya es gana de joder. Su hija mayor, que apareció fugazmente una mañana al principio de internarlo, vivía casada con un piloto y ella misma era abogada y se pasaba todo el santo día para arriba y para abajo, por lo que vivía mucho más cómodamente que él y que yo juntos; su hijo, profesor en la universidad, debía ser lo que se dice una buena pieza porque tampoco aparecía ni a la de tres, estaba más que bien situado y al parecer era un vivalavirgen con suerte; y la hija menor, la que venía más frecuentemente a visitarlo, podría ser una histérica, estúpida, inconsecuente, egoísta y desconfiada, pero al menos no podía decirse que quedara desvalida tras su muerte. Y por si esto no fuera suficiente, ya lo he dicho, estaba Irene. Cualquiera se iría de esta vida serenamente, si dejaba en ella a alguien como Irene. Pero él se negaba a aceptar la muerte y se aferraba a sus llantos y a sus rezos para no sé muy bien qué, porque la muerte estaba ya ahí, agarrada al tuétano de sus huesos, y como un buitre hambriento, no lo dejaría escapar.
    Tal vez fuera hora de despedirse, sobre todo contando (como contaba) con esa cosa emocional de la resurrección, porque mi vecino de la 202, ya lo he dicho, creía a pies juntillas: en fin, uno de esos locos que los domingos por la mañana pone a toda voz la misa televisada para incordio de media humanidad. Pero así y todo, se pasaba el santo día gime que te gime, sin parar. Escríbele al Papa, cojones, le decía yo, cansado de sus gimoteos y sus pamplinas de moribundo sin dignidad. Yo también la voy a diñar y, si no te importa, quisiera diñarla en paz. Tú tendrás más tiempo de morirte que yo, respondía tan campante, como si fuéramos cerdos que ya tienen su número asignado en el matadero y, además, eres comunista y ateo. Lo decía así, como si ser comunista y ateo significara estar echo de porcelana china o de borra para colchones. Camarada, le respondía yo para zaherirlo, hay que morir como se ha vivido, con dignidad. Esa dignidad tuya te va a mandar al infierno, respondía él. Pero era mejor hablarle, porque en cuanto dejaba uno de hacerlo no dejaba ya de quejarse de la almohada o de la inclinación de la cama y la pobre Irene, pendiente de todo, no se daba abasto y aquello era un sindiós. Pero, sobre todo, no dejaba ni un segundo de gimotear o de rezar. No lo hacía porque un día dejase de ver el sol que se filtraba por la ventana, no por abandonar la ciudad en la que había logrado ser más o menos feliz antes de que a su señora que en paz descanse, se la llevase Dios; no por su negocio, que con su ausencia y la profesión de los hijos se iba al traste; no por sus hijos que no encontraban tiempo para visitarlo y no veían con buenos ojos a Irene, a quien creía una impostora que venía a sacarle los cuartos a su padre; desde luego no por la clientela y los proveedores que habían acabado por aceptar su ruina física y le habían ido quitando todo.
    Mi vecino de la 202 se pasaba todo el día pudiendo y rezando. Sus sollozos entrecortados hacían que a su alrededor se propagaran las frases consoladoras y ambiguas, como el pronto amanecerá, el ya verás que en un par de semanas nos mandarán para casa, el de aquí a unos días los médicos te darán el alta y este verano te olvidás de la empresa y de todo, cielo, y nos marcaremos un crucerito por las islas griegas o por donde tú digas. Mi vecino, ajeno a todo el palabrerío, sollozaba. Y cuando se hartaba de sollozar, rezaba. Cuando ya el gimoteo le cansaba se ponía a rezar como un San Martín de Porres ante el martirio. No podía remediarlo. Sollozaba. Rezaba. Sollozaba. Rezaba. Cada vez era peor. Cada vez mucho peor y peor y peor y mil veces peor. Todo el santo día, toda la santa noche. E Irene allí, cogiéndole la mano, diciéndole sos un pelotudo miedica, ya verás cómo la semana que viene estaremos de vuelta a casa, ¿no es cierto?, o si querés voy viendo lo del crucero. Y lo peor es que él sabía que aquel llanto lo convertía en un cobarde, en un miedoso, en un blandengue y en un desertor de su fe. Mi vecino sollozaba y rezaba y volvía a sollozar y a rezar y a veces lo llamaban sus hijos y él le decía a Irene, que cuando sonaba el teléfono echaba una cabezadita a su lado, que les dijera que estaba durmiendo, porque no quería que sus hijos supieran que había estado llorando.
    Creo haberlo dicho: yo ocupaba el lecho contiguo. El 202 A. Había hablado con medio mundo para que me cambiaran a otra habitación, pero al final, cuando ya casi lo tenía arreglado, Irene me pidió que no los abandonara, que por favor no los abandonara. Y me quedé. Afuera, cuando alzábamos las persianas, se veía un campo todo cuajadito de girasoles. El amarillo y el verde llegaban desde donde se perdía la vista hasta las mismas puertas del hospital, y daba gusto asomarse arrastrando el gotero hasta la ventana y mirar y mirar la vastedad del campo hasta que se te aflojaban las piernas y te empezaban a hacer efecto las pastillas. Pero él prefería no mirar. A él tanta luz le molestaba. Los girasoles, decía, le recordaban los años del hambre. Había recorrido mil veces aquellos campos. A su padre lo fusilaron en la tapia del viejo cementerio, cuyas ruinas reposarían en algún lugar de aquel mar de girasoles. Pero allí todo parecía impoluto y sólo se veía el amarillo reluciente de los girasoles brillando contra el cielo azul. Allí sólo se veía el cielo cuajado de pájaros que iban y venían, insomnes, atónitos, como si no supieran hacer más que dar y dar vueltas sobre aquella superficie amarilla. Ponme bien la almohada, recoge las sábanas, repetía dándose la vuelta y mirando hacia la pared. Cierra de una vez esa persiana, mira a ver cómo va el gotero, mira si hoy toca el médico Catalán o es Rojas, a la enfermera se le olvidó tomarme la tensión, tenemos que preguntar si me van a subir la dosis. Esas cosas. Todo para no mirar los girasoles, los pájaros, el azul del cielo, otra vez los girasoles. Pero sobre todo, sollozando y rezando, sin dejar de hacer una cosa o la otra. Nada de girasoles, nada de nubes, nada de nada. Y entonces yo bajaba la persiana, arrastraba el gotero y me volvía a la cama. Durante noches enteras oí su letanía y sus sollozos y me tapaba con la almohada, pero era lo mismo porque tanto la letanía como los gemidos se escuchan hasta cuando no se los está escuchando. Vamos, como si me clavaran una aguja y la mantuvieran ahí, noche y día. Y ni siquiera me quedaba el consuelo de levantarme a mirar por la ventana y aceptar que el mundo seguiría cuando ya ninguno de los dos estuviera y que allí seguirían los girasoles y los pájaros, las ruinas del viejo e invisible cementerio.
    Así que aquella última noche infame en la que de nuevo me habían venido las punzadas y sus pujidos me habían estado zahiriendo hasta lo indecible, me lo pensé bien, le di mis buenas vueltas a cómo afrontar el asunto y esa mañana, cuando iba camino de la ducha, le susurré a Irene, que se tapaba el sueño retrepada en la sillita plegable, que en cuanto acabara de ducharme, se fuera a desayunar, que yo me quedaría al cuidado. Ella se desperezó y cambió conmigo una mirada de gratitud. ¡Los girasoles! Conviene dejarlo solo, añadí en tono confidencial, ha pasado una noche regularcita. Ella se frotó los ojos y me miró con esa dulzura suya, con esa dulzura. Deje que llore a solas, añadí, a los hombres nos gusta llorar a solas.
    Cuando nos quedamos solos él y yo bajé la persiana y le dije que mirara por última vez a los girasoles. Él cruzó una mirada enigmática conmigo y se puso a mirar. Una luz blanquecina entraba a chorros y bañaba la habitación. Lo dejé un buen rato en aquella postura y le pregunté si alguna vez había visto tantos pájaros. Él hizo un gesto negativo con la cabeza. Observé que temblaba y que no quería mirarme. Le insté a que reclinara la cabeza sobre la almohada y lo hizo, cerrando los ojos. Tomé mi almohada y me agarré a ella con todas mis fuerzas. No lo había hecho antes. Él movía los brazos. Lo juro por lo que más quiera: calculé que me iba a aguantar mucho más.

Manuel Moya (de "ningún espejo")


1 comentarios:

Anónimo dijo...

Enhorabuena por ir presentándonos los relatos, y también por acordarte un año más de nuetsros queridos claveles.

Nacho