Y TAMBIEN LA NUESTRA, UN RELATO DE JULIO


Recuerdo todavía cuando vi por vez primera un cuento mío en un libro. Fue en Morón de la Frontera, acaso por el año el 93. Mi hijo Julio nació ese mismo año. hace ya casi 22 años. Morón y Torredonjimeno (donde publiqué mi primer libro en solitario, La noche extranjera), siempre estarán en mi recuerdo. Hoy me llega un libro que contiene el primer relato publicado en libro de mi hijo Julio. Cuando leí este relato hace unos meses me gustó mucho. Hoy al releerlo lo hice con el temor de que tal vez me defraudara. Y no. En su segunda lectura el relato se crece, lo que quiere decir que es bueno. Tiene trazas rulfianas e incluso garcíamarquianas, pero el relato es de una curiosa originalidad. Quiero hoy compartirlo con esos pocos lectores que de cuando en cuando hurgan por estas páginas.

Y TAMBIÉN LA NUESTRA

Julio Moya
Aún creo que lo soñé, y aunque no sé si lo soñé, lo viví o lo quise vivir, puedo decir que en sueño era mejor de lo que sería como vida. También a ratos me digo a mí mismo que se me emperifolló en los recuerdos, como una de esas películas españolas o argentinas sobre las dictaduras, los desaparecidos y los muertos, una de esas con fotografía azul y planos lejanos, y que por más que insisto, no me engaño del todo, y no me dejo olvidar que no era así, que fue más vivo, y sin filtros ni planos, porque ni con filtros ni planos se vive o se sueña.

Lo contaré como me acuerdo y no como fue, y lo primero que recuerdo es un crucifijo en una pared, una mesa con un centro de ganchillo y una fotografía de boda donde se retrataba la misma mujer que con casi veinte años más lloraba delante mía. La pobre lloraba por la radio y por el golpe, y no me quería ni hablar, y pese a que en los sueños las escaleras ni se suben ni se bajan, la radio me las hizo bajar corriendo, y ya en la calle corrí a una plaza y soñé un gentío, y entre el gentío un muerto, y el muerto era mío, porque lo miré a la cara y le reconocí los ojos.

La gente miraba por las ventanas y yo no me atrevía a tocar al muerto, y fue entonces cuando se empezó a cuchichear a voces bajas y lo dejamos allí en medio con el miedo. Vinieron otros para llevárselo y mancharse con su sangre, que apenas se veía en medio de sus vestidos de azul oscuro. Se lo llevaron arrastrando hacia lo lejos mientras se hacían más pequeños, y ya luego se hicieron nada. Yo miré hasta que me llamaron, y me llamaron como a los perros, a los que azuzan chasqueando los dedos. Me acerqué, y pese a que no se puede, soñé que me reflejaba en la ventana larga del bar, y me vi pequeño frente a los otros hombres. Me hablaba uno de los de azul desde la puerta, y mientras fumaba y sin cara, me amenazó que me cuidase, porque para otra vez, pudiera terminar siendo yo.

Corrí por otro camino del que traje, porque así son los sueños de atareados. Corrí y subí las escaleras a saltos, y arranque la radio de la corriente, y ni así dejaba de llorar la desgraciada su dolor por el golpe. Fue entonces cuando me tiré con ella y le acaricié el pelo y gemimos juntos, y entre gemidos por fin le dije, “Perdóneme, madre”.

La noche se hizo fuera y dentro, y con la radio puesta, soñé en dos minutos que se nos pasaba la noche entera descubriendo desilusionados a los que seguían aún vivos. Sonó la misa, en la radio y en la calle, y de alguna de las dos, me llegó la voz de capilla de algún sacerdote importante que celebraba los acontecimientos, rezaba por los héroes y testimoniaba por la rectitud moral de cada uno de los siervos de la Iglesia, ahora y siempre, de los muertos y los venideros, de aquella prima de mi bisabuela que se hizo monja y de aquel muchacho, que en los ojos de la madre que yo soñaba, se iba cubriendo de trapos de seminarista.

Igual que no soñé cómo llegué a tener madre, o porqué era ya joven ante el crucifijo, tampoco soñé como llegué a ser cura, o porqué era adulto ahora sobre el púlpito.

Allí subido dije palabras de las que no sé nada, y se las dije a gente de las que aún sé menos, porque los veía borrosos en sus reclinatorios. El sueño se eternizó de golpe y me hizo leer mil veces la misma epístola, y como en sueños no se puede leer, me dediqué las mil veces a mirar a la misma chica rubia. La chica me veía mirarla y yo me escondía en la sacristía, a donde ella vino a buscarme y me invitó a pasear mil veces por la torre y la laguna. Entonces yo soñé que me gustaba su comida, y mientras comía con ella, ella soñaba con el más allá de la frontera, una frontera que yo soñaba que estaba cerca y que ella conocía como algo tan solo físico.

Luego solo soñé unos kilómetros más allá de la frontera, porque aunque en los sueños se cruzan los muros, la frontera no pude pasarla. Soñé a otros hombres de azul oscuro, y casi sueño que aquello ya era la “otra vez” que me advirtieron. Recordé la plaza y el gentío, el crucifijo, a la madre, aquella radio, mi sacristía, la torre y la laguna. No me dio tiempo a soñar todo lo que recordaba y ya soñaba un dolor que no me despertaba del sueño.

El dolor me llevó a soñar un patio con muros gruesos que tampoco llegué a cruzar, y yo ya sabía que me despertaba, y aunque he oído que no se puede, soñé que escribía mi sueño. Escribiéndolo lo soñé todo de nuevo, y supe que no sabía de la chica rubia, ni de mi madre ni de mi propia sangre pegada a los uniformes de azul oscuro. Escribiéndolo supe que aunque lo que creía escribir se despertase conmigo y nunca fuese a leerse, yo había soñado el sueño, yo había soñado el golpe, y que antes de despertar, soñaba que podría recordarse el sueño.

Ahora supongo que fue solo un sueño, porque como he dicho, no sería una buena vida una vida que no atraviesa un patio lleno de muros, una vida donde el golpe también es mío porque no cruzo una frontera o una vida donde el papel no llega a despertarse si acaso cuenta de verdad una vida. Ahora supongo que cuento un sueño porque un sueño sí que se cuenta, y de lo otro, de lo otro no estoy seguro.

2 comentarios:

Ignacio dijo...

La lectura del relato de Julio me deja con no poca angustia. Enhorabuena al padre, al hijo y al espíritu santo.

MANUEL MOYA dijo...

homem