CÓMO
CONTAR UNA HISTORIA
O
EL POR QUÉ A LOS KOALAS NO LES VA EL ROCK &ROLL
manuel
moya
Lo
primero es decirte que lo de que a los koalas no les vaya el
rock&roll tiene una muy evidente explicación, pero bueno, como
dice un colega mío, empecemos por el principio antes de que la
liemos. Hecho. Por
el principio.
Ya vendrán luego los koalas con sus gustos y sus ideas.
Idea,
no sé cuándo habré escuchado por última vez esta palabreja. Sin
ella creo que nada es posible. Por qué. A ver si consigo
explicártelo. Lo primero que tienes que saber antes de contar una
historia es de
qué vas a hablar o
qué historia vas a contar.
Todo parte de ahí. Antes de nada, tienes que saber cuál será el
meollo de nuestro asunto. Es decir, si vas a hablar de la libertad,
de los celos, de la desesperación, del amor, de una ciudad, de los
malos tratos, de la injusticia social, de la deshumanización, de las
hipotecas del pasado o de una historia que te contaron, que viviste,
que tienes más o menos definida en la cabeza. Existe, sin embargo,
una tercera posibilidad: el texto río, en el que tienes a uno o más
personajes bien definidos y dejas que sea su historia la que te lleve
río abajo, a donde quiera conducirte en sus acometidas. En este caso
será la propia dinámica del texto la que te ponga en camino, la que
te diga por dónde tienes que ir (piensa por ejemplo en la película
de Thelma
y Louise
o en la novela Carreteras
secundarias,
de Ignacio Martínez de Pisón) o incluso, palabras mayores, en
El Quijote.
Pero no te voy a comer la cabeza con este tercer método por ahora.
Con cualquiera de los dos planteamientos iniciales, tesis o
argumento, debes dar inicio a la historia y es lo que, si te parece,
haremos juntos. Si no tienes ni tesis ni argumento, calma, no pasa
nada. En este país todavía hacemos de la improvisación un arte.
Antes
de meternos en más berenjenales, déjame que te cuente una serie de
cositas menores, pero interesantes. Las grandes historias a veces
surgen de una idea mínima, casi intrascendente y, al contrario, a
veces tienes una historia fantástica que se acaba diluyendo en la
nada. Reflexiona todo lo posible en esta idea básica: una buena
novela o un buen relato o un buen poema, no se construye en una
magnífica idea, sino en una ejecución redonda y creíble. Las
buenas ideas se las lleva el viento, si no hay fuertes raíces que
las sujeten. Uno no lee ideas, ni propósitos (buenos o malos) sino
novelas. A uno no le conmueven las ideas en sí, sino la concreta
ligazón de las palabras que al final conducen a una idea. Que las
novelas tienen que tener ideas, es como decir que en un cuerpo tiene
que haber un corazón, un cuello o una cabeza. Sin corazón, el
cuerpo dura poco, pero un corazón sin un cuerpo es un víscera
repugnante, cosa de carnicerías. Pero ahora te preguntarás que
cuándo, cuándo una historia grande o pequeña se convierte en algo
más. Permite que te cuente una experiencia propia: yo había
escuchado decenas de veces la historia de unos hombres de Navahermosa
que se habían escondido en la cueva de Alcalá, en Fuenteheridos,
cerca de las canteras de mármol. La historia de unos topos de la
guerra civil era interesante, pero en realidad ¿qué sabía yo de
ellos? Que habían tenido ideas de izquierda (o ni siquiera), que se
habían metido en una cueva, que habían vivido varios años como
alimañas, que luego habían acabado en la cárcel, que después de
lo que les sucedió todos se habían marchado de su pueblo y nada
querían saber del pasado. Poca cosa, ¿no? Así no había manera de
contar nada sobre ellos. Sin embargo un día alguien me contó que
entre los “topos” hubo uno que se puso muy enfermo y que acabó
muriendo. Lo alucinante, me dijo, sin saber que me estaba ofreciendo
la novela en la palma de su mano, es que tras una deliberación
concienzuda, lo condujeron en parihuela hasta su pueblo, La Nava, que
estaba en el quinto pino, jugándose el pellejo. Joder, me dije, aquí
sí tengo ya una historia. Aquí ya hay personajes que toman
decisiones, hay conflictos que involucran a los personajes, hay
heroísmo, pues no existe decisión sin consecuencias. Tenía la
novela. Por fin, me dije, a estos pobres hombres, les ocurre algo,
que los convierte en grandes hombres. ¡Tengo una historia! Al
terminar de redactar la novela me enteré de que la historia del
muerto no era del todo verdadera, pues parece que el enfermo se curó
in extremis. Dudé un instante, pensé que todo lo que había escrito
con el muerto se me venía abajo. Pero no, porque yo ya tenía lo
esencial. Lo que he contado antes. Lo de menos es que el personaje
muriese o no. Yo no quería hacer una novela “histórica”, en la
que cada dato debía pasar por el tamiz de la verdad histórica. No,
yo sólo quería hablar de una peripecia humana. No, perdonen, tenía
la historia y no la pensaba soltar porque los hechos verdaderos, en
una pirueta inconcebible, se pusieran en mi contra a última hora. Un
hombre en la calle me había regalado la historia, no la verdad. Yo
conté la historia que me contaron, que era la mía. Y para un
novelista es más importante la historia que la verdad. Al fin y al
cabo el cristianismo se basa en eso, ¿no? Yo tenía una historia:
ahora sólo me faltaba tener una novela. Tiempo al tiempo. Porque
tenía personajes
+ decisión + conflicto.
Era sólo cuestión de ponerse a cavilar un poco, salvar ciertas
dificultades iniciales y ponerme a escribirla. Y, una última cosa
por ahora, no me pierdas de vista al koala, porque nuestro Koala, no
se te olvide esto, es importante.
A
veces uno no sabe cómo empezar y es la historia (como ocurría con
las novelas-ríos) la que, en un momento dado, te dice, tate, voy a
hablar de esto. A veces también ocurre que tienes la
historia/conflicto pero no acabas de dar con el tono, ni con los
personajes. Porque no tengas duda, en cuanto tono
+ personaje + historia
se ponen a trabajar juntos, verás cómo todo fluye. Dicho esto,
habrás advertido que en estos trinomios que hasta ahora he citado,
existe un factor común. El/los personaje/s. Sin PERSONAJEs
no hay historia, como sin una percha humana no se sostiene el traje.
La novela podrá no tener historia, pero ha de tener personaje. Podrá
no tener conflicto, pero ha de apoyarse en un personaje. Los
personajes son individuos que mediante acciones, nos llevan de una
situación A hasta una situación B. En el camino se deforman, porque
si no se deformasen, la historia carecería de interés y de sentido.
¿Cómo
va a interesarte una historia en la que su principal protagonista no
se juega nada o la historia es irrelevante en su vida? Si es
irrelevante para él, imagina para mí. Estás probablemente ante una
anécdota simpática o cruel, pero eso es sólo una anécdota, una
percha. Me ha pasado muchas veces que gente desconocida o conocida me
cuente una extraña o divertida anécdota y me diga que con eso y
poco más tengo ya el premio Nobel en el bolsillo. Ojalá todo fuera
tan fácil. No, lo que el tío me ha dado es una simple anécdota,
algo así como la receta de un bizcocho. No es imposible que utilice
la anécdota para alguna cosa, o que pueda repetir la receta del
bizcocho en el cumpleaños de algún amigo, pero en general suelo
descartar estas anécdotas porque o me parecen intrascendentes o todo
el mundo tiene su receta para hacer bizcochos. Ah, por fin hemos
llegado a otra palabra mágica: TRASCENDENCIA.
Una buena historia necesita de personajes-conflicto-sucesos, que
unidos han de dar algo trascendente. Aquí conviene un descanso.
Veamos qué significa trascendente, antes de meternos por esas
trochas de la transcendencia y todas sus muelas. Según la RAE,
trascendencia es “la consecuencia o resultado de carácter grave o
muy importante que tiene una cosa”, aparte, claro de la calidad de
trascendente, que viene a ser algo así como: “algo muy
significativo y que tiene consecuencias muy importantes, más de lo
que cabría esperar”. Y sí, claro, una novela ha de ser
significativa, tiene que contarnos algo cuyas consecuencias sean
mucho más importantes de lo que cabría esperar. Detrás de la mera
apariencia de los movimientos, una novela ha de decirnos algo al oído
profundo, tiene que hacernos reflexionar sobre cualquier aspecto de
lo humano o de lo divino. Una anécdota suele morir en su redacción,
sin haber pasado la orilla. Si lo que contamos no tiene vuelo, no
tiene conexión con nuestros dolores, frustraciones, miserias,
amores, esperanzas, ilusiones, desilusiones etc... si no busca un
sentido profundo, si no se asienta sobre un soporte humano de peso,
si no te hace pasar a la otra orilla, tío, es mejor dedicarse a
hacer queso o a aprender inglés, ocupaciones mucho más instructivas
que la literatura. Mira, uno vive encerrado en los límites de sí
mismo, pero se parece a los demás hombres y mujeres de la especie.
Lo trascendente no es más que la capacidad de hacer propio lo
universal y hacer universal lo propio. Ida y vuelta. Cosa de mareas.
Ya sé que una frase como esta te invita a huir o a decir, Manuel ya
se ha puesto flamenco-trascendente, pero no. Vamos a verlo con un
ejemplo de la literatura universal. Mirad, a finales del XIX un tío
tan meticuloso y tiquismiquis que podría haber sido el mejor
jardinero de Francia o la costurera más eficiente de Normandía, y
que se llamaba Gustave Flaubert le dio por escribir y acabó
escribiendo una obra maestra de la literatura. Su título
Madame Bobary.
La tal Madame Bovary es una simple mujer burguesa, esposa de un
farmacéutico ya entradito en edad, insatisfecha en su relación de
pareja y deseosa de crecer como mujer, que decide buscar en otros
hombres experiencias nuevas. Todo en una sociedad pacata, provinciana
e inmovilista que ve en la mujer algo así como un jarrón de Verrés,
algo bello y frágil cuya propiedad -cuerpo, decisiones, todo-,
pertenece por entero al marido y al entramado social donde se
inserta. Pero ella toma una posición heroica y decide que no, que
ella se pertenece a sí misma y por eso se lanza a una aventura
personal, de búsqueda. Si su historia la analizáramos desde la mera
anécdota, tal vez podríamos concluir que la suya es una simple
historia de cuernos. La historia de la literatura, como la historia
de las tabernas y de las conversaciones de té y pastitas, están
llenas de historias de cuernos, de hombres que se la pegaron a sus
mujeres y de mujeres que se la pegaron a sus maridos. Una novela como
Madame Bovary podría ser un chiste, si me lo permitís. Pero NO es
un chiste. No es un chiste ni es un entremés de la mujer que se la
pega al marido. Un inciso: ¿habéis escuchado el chiste de un marido
que se la pega a su mujer? ¿Verdad que no? Veis, el machismo penetra
mucho más allá de lo que a priori parece. Por eso el meticuloso
Gustave busca a una mujer como personaje central. No quiere hacer
chistes Gustave. Quiere hacer literatura. Pero volvamos al chiste.
Todo chiste cuenta una anécdota graciosa. Es un divertimento, una
manera de pasar el tiempo. Un entremés. El chiste se queda en la
anécdota, pero en Madame
Bovary,
la historia se convierte en la lucha por la libertad de un ser humano
que se considera a sí mismo como cautivo, que lo da todo por salir
del esquema mujer-como-posesión, algo muy normal en el siglo XIX,
pero que no parecía preocupar a la mayoría de las mujeres burguesas
de la época, acaso porque era lo establecido y porque ser mujer
burguesa también tenía sus muchísimas ventajas. Muchas de ellas se
echaban amantes y ahí se quedaba la cosa. En eso podría haberse
quedado la historia que pretendía contar Flaubert, pero no, Flaubert
se llena de valor y se rebela (rebelando a Enma Bobary) contra los
convencionalismos sociales y manda a su heroína (ves, ya tenemos a
una heroína), nada más y nada menos que a luchar contra los molinos
de viento (¿os recuerda algo?) de las buenas costumbres y de la
buena sociedad. Años antes, un pintor romántico, Delacroix había
pintado un cuadro en el que se ve en un primer plano a una mujer con
el pecho descubierto y portando una bandera francesa, titulado “La
libertad guiando al pueblo”. Esta mujer de Delacroix también tuvo
que tomar una decisión y echarse al monte. Nuestra Enma Bovary
descubre que un mundo otro es posible y arremete con todo, hasta
estrellarse con todo. Ella sólo pretende ser ella misma cuando ser
una misma era una intolerable provocación, cuando no un imposible en
una sociedad provinciana e hipócrita como la que describe la novela.
La historia acaba convirtiéndose en un tratado de la rebelión, de
la libertad y de la identidad. Bovary es una abanderada del feminismo
más audaz y auténtico. ¿Entiendes ahora qué quise decir con
trascendencia?
Pues bien, la novela se juzgó como libertina, pecaminosa, atentartoria
contra la moral y llegó a los tribunales, donde los de la melena
empolvada la prohibieron. ¿Por su sensualidad? ¿Por mostrar una
mujer sensual o casquivana? No, qué va, por su rebelión. Porque
atentaba no tanto contra las buenas costumbres, sino contra la
buenísima costumbre de no pensar y de no actuar conforme al
dictamen moral admitido. Una mujer sintiendo y pensando por sí misma
es una bomba de relojería, señor juez, adujo el fiscal, y el juez frunció
el entrecejo tomó su martillo y, zas, condenó al tiquismiquis de Gustave Flaubert y a su novela. Una
novela o un relato debe atentar contra esa buenísima costumbre de no
pensar, o de pensar sota, caballo y rey, pero no adelantemos
acontecimientos. Los koalas piden paso.
Pero
una vez entendido lo de la trascendencia, tú y yo vamos a entrar en
harina, que ya es hora. Vamos a intentar construir una historia.
Ponte cómodo. Vamos a ir desbrozando el largo camino, pero sin
prisas. Correr es de cobardes. Por ejemplo, piensa en un personaje
que viaja en un tren nocturno con todo su bagaje encima. ¿Por qué
un hombre viaja con “todo su bagaje” encima?, te preguntarás.
Haces bien en preguntártelo. Es más, si no te lo has preguntado ya,
acaso te hayas equivocado de taller. Bien, un hombre que lleva encima
todo cuanto tiene. Un hombre caracol. El tren se detiene en un
apeadero y nuestro flamante personaje baja a comprar una botella de
agua a la cantina. Cuando sale de la cantina, un minuto después, ve
cómo el tren ya está en marcha y no puede subirse a él. Su
destino, zas, se interrumpe. El hombre tendrá que tomar decisiones.
Tendrá que A) reemprender ese viaje B) comenzar un viaje nuevo.
Estás ante una prometedora historia (un tipo sin papeles, sin sus
cosas, perdido en un lugar desconocido, con gente que no conoce, ante
una situación imprevisible), pero tú tienes que de entre todas las
historias que estás tentado a contar, elegir una. Una sola. Pero antes de
seguir adelante, vamos a ver algunas de las posibilidades que tienes
ante ti:
1)
el hombre viaja para a encontrarse con el amor de su vida, que al no
verlo en la estación donde han quedado citados, posiblemente se marchará a
su casa, dando por finalizada su relación (tendríamos aquí una
historia de amor truncado). Qué hará el tipo. Cómo plantear la
historia.
2)
El hombre escapa de algo (tal vez de sí mismo): tal vez de un crimen
(en este caso estamos ante una narración psicológica en la que lo
importante será descubrir qué ocurre en las tripas de este
personaje huidizo), tal vez de una vida anodina, tal vez de un país
en guerra.
3)
El hombre va al entierro de su padre, al que no ve desde hace veinte
años, por desavenencias familiares (estamos tal vez ante un texto
memorístico, en el que el personaje se dispone a contar su vida).
4)
El hombre se baja en la estación y lo confunden con un tipo al que
andaban esperando largo tiempo y él, bueno, que no tiene nada que
perder, se deja seducir por la nueva situación (aquí podremos hacer
una novela de equívocos, donde él tendrá que ir sorteando los
escollos que su condición de “embaucador” le irá deparando).
5)
En la carteta que llevaba hay documentos comprometedores y de los que
pende su vida. Toda la novela se decantará por recuperar esa maleta.
(Podemos estar ante una novela de acción, de suspense, o tal vez de
espionaje), porque en ella etc...
6)
El tipo llega a una comunidad distinta, con costumbres distintas a
las suyas, con problemas morales y sociales distintos y entonces el
argumento nos conducirá a una novela de costumbres o, tal vez hacia
cuestiones de interés moral. Si el lugar es un planeta abandonado,
tendremos una novela de ciencia ficción, pero si es una ciudad del
siglo XIX acaso tengamos la tentación de hacer una narración de
costumbres. Si es una ciudad donde existe un tirano (o un minotauro) que amedrenta a
todos, acaso estemos ante un western o ante una novela de corte
social. Puede también que el tipo se haya bajado un siglo antes y
acudamos a una pura ficción.
7)
En realidad el hombre no ha perdido el tren, sino que ha elegido esa
estación abandonada para esconderse de una realidad que lo supera:
un crimen, un cáncer que el médico le acaba de pronosticar, una
acusación, una suplantación de personalidad. Aquí puede que
andemos ante una novela psicológica en la que la estructura mental
del individuo choque contra una realidad que tratará de superar.
8)
Puede que la “pérdida del hombre”, su situación de
vulnerabilidad, pretenda hablarnos de la pérdida de referencias, de
la soledad, del desamparo y entonces puede que rondemos una historia
metafísica, de búsqueda de sí mismo. En este caso estamos ante una
novela de tesis con lejanos o cercanos acentos simbólicos.
Quizás
se te ocurra a ti algún otro argumento posible. Ya te adelanto que
la baraja de posibilidades que tenemos ante nosotros es bastante más
amplia, aunque hay quien ha contado las posibilidades de esta y de
otras historias y le salen 38 argumentos. Claro que, combinándolos,
las posibilidades pudieran ser infinitas.
Bueno,
tenemos ya el personaje en la estación con todo su bagaje. Lo
importante es saber QUÉ va a pasar, hacia dónde vamos a dirigir los
pasos de nuestro personaje. Porque sabiendo QUÉ va a pasar, qué
queremos que le pase al menos, es posible planificar grosso modo la
obra:
☞ CÓMO
escribir: el estilo de la narración (realismo puro, idealismo,
simbolismo, lirismo, objetivismo, realismo mágico, realismo sucio,
fragmentarismo...). Podemos hacerlo a través de cartas o a través
de e-mails, o a través de monólogos, con una escritura convencional
de relato,...
☞ desde
QUÉ PUNTO DE VISTA vamos a contar la historia.
☞ QUÉ
TIPO de personajes vamos a utilizar (es fácil entender que una
historia de amor necesita personajes distintos a los de una social)
☞ desde
QUÉ VOZ vamos a intervenir (1º, 2º, 3º persona)
☞ QUÉ
TONO, emplearemos (cómico, dramático, melodramático, lírico...),
☞ desde
QUÉ conexión CON LA REALIDAD vamos a escribir (contamos fantasías,
sueños, realidades objetivas...)
Es
evidente que todas estas preguntas van ligadas y deben ser coherentes
entre sí. En la coherencia interna estribará la fuerza y la
verosimilitud del relato. Por ejemplo, supongamos que vamos a
escribir una historia convencional de amor. La primera pregunta sería
(y aquí, a poco que profundicemos una mijita, verás que empezaremos
a toparnos con los koalas). Antes creo, vas a conocer a un relojero
enamorado.
Qué
historia tengo.
Lo que tengo es que dos personajes se han querido desde su juventud,
pero ha habido una serie de desarreglos entre ambos (sociales,
equívocos, personas o distancias de por medio, etc...) que los ha
separado durante décadas. Ahora él/ella va al encuentro de su viejo
amor, pero surge acaso un imprevisto definitivo: se baja a comprar
agua y...
Como
veis, ya tenemos, grosso modo, el
QUÉ
de la historia (con su nuevo y tal vez insoluble conflicto).
Necesitamos saber al menos quién es él y quién es ella (definir
claramente los PERSONAJES).
Él es un tipo de cincuenta años, atractivo, vendedor de seguros,
ella es una chica que lo ha pasado mal, que ha tenido un marido
chungo etc... desconfía de los hombres y ve en este encuentro tal
vez una última oportunidad. Puede que él sea un maltratador, ella
alguien que no sabe duda ante el hecho de a esperar a un desconocido. Como
ves, las posibilidades de cada personaje son muchas, pero es a ti a
quien toca escoger, una para cada uno. Es evidente que concebiremos a
los personajes en función de lo que vayamos a contar. Vas a huir de
los personajes vacíos, que no añadan nada a la historia, vas a
prescindir de los rasgos que no sirvan a la historia, vas a iluminar
a los personajes con el traje propio que requiera la historia,
acentuando los rasgos que más nos interesen y obviando aquéllos que
no hagan aportación al relato. Hazme caso; conseguir un buen
personaje es tener la mitad del texto. Verás cómo te empuja, cómo
te lleva. Llega un momento en que es él quien escribe.
Me
pasó en Majarón.
Mira, yo quería contar la historia de un niño que es recluido en un
internado, tras una situación familiar muy dramática, que el niño
sufre en primera persona. Teniendo al chico en el internado, todo se
me desviaba a la acumulación de situaciones melodramáticas sin
descanso. Sin embargo, cuando avanzaba ya la novela, un personaje
secundario se me reveló. Era un chico mayor que mi personaje y pensé
que le podría venir bien estar bajo su tutela, pero a medida que
avanzaba la historia, Majarón, que así se llamaba, comenzó a pedir
“cámara” y con él no sólo pude relajar el tono sórdido de lo
que estaba contando, sino también conseguir una especie de guía de
la libertad (la novela habla de la libertad), que, es evidente,
encarnará al final de la novela. Pues bien, cuando ese personaje
estuvo definido, la novela corrió a velocidad de crucero. Él se las
arreglaba para desbrozar solo el camino. Yo fui en volandas. ¿Ves?,
a eso me refiero cuando digo que un buen personaje es la mitad de la
novela. Cuando, en cambio, he encontrado personajes tibios, sin
sangre en las venas, me ha costado la misma vida seguirlos. A muchos
de ellos los he acabado abandonando. En La
tierra negra,
todo giró cuando puse a Jabicha en la plaza del pueblo, mirando el
reloj. De pronto la novela emulsionó. Algo parecido me ha vuelto a
ocurrir en Las
cenizas
con el personaje de Sophia, que se me reveló completamente ya en el
capítulo 16. Antes había tenido a un personaje posible, desde
entonces, un personaje decidido a todo. Os cuento todo esto, porque
como puedo enseñarte mejor es enseñándote mi taller, mostrándote
la viruta, las indecisiones por las que yo he tenido que pasar. Los
personajes tienen que quedar integrados en el reloj, perdón, en la
novela. Procura no sólo que estén bien definidos, sino que cada uno
de ellos sea reconocible por sus actos, por su carácter, por sus
palabras. Un truco: no sé si te has dado cuenta, pero en toda novela
la tensión la generan los personajes y para que haya tensión, qué
es lo que hace falta: te lo diré gráficamente: que haya dos tíos
tirando de una cuerda en sentido opuesto. Uno que intente hacer algo
y otro que procure destruirlo. Uno que quiera realizar una acción y
otro que procure anular esa acción, servir de contrapeso. El lector
así está obligado a tomar partido. Este es el truco de todas esas
series televisivas de buenos y de malos. Uno es bueno en tanto otros
son malos. Uno es grande en tanto otro es pequeño. Qué sería de
Jean Valjean sin el impecable policía Jevert, que lo persigue de un
lado a otro. Si no lo persiguiera, Jean Valjean llevaría una vida
confortable y burguesa y no podría haber probado su intrepidez, su
valentía, su bondad, su arrepentimiento y su buen corazón. Jevert,
su perseguidor es quien hace todo esto posible. De alguna forma,
Jevert es quien engrandece a Jean. La paulatina superación del
conflicto planteado es quien engrandece al personaje. La caída del
personaje en los abismos nos hace ver la gravedad del conflicto que
ha sufrido. Madame Bovary, como Ana Karenina, sucumbe ante la inmensa
roca de la realidad social, que acaba sepultándolas. Ellas luchan,
como lucha el capitán Akab ante Moby Dick, la ballena blanca. Y a
pesar de sus esfuerzos, no está garantizada la victoria. La derrota
también es literatura.
En
virtud de ello y una vez tengas historia y personaje, tendrás que
sopesar QUIÉN
contará la historia (qué VOZ
vas a darle a la historia), aunque aquí parece que vas a tener que
enfocar al personaje que se ha quedado en la estación, pero,
atención, ¿lo harás desde la primera o la tercera persona, es
decir lo contarás subjetiva u objetivamente? Si lo haces
objetivamente,
podrás contar también la parte del otro personaje, podrás llegar a
enfocar a ambos, aunque, claro, perderás capacidad de emocionar. Si
lo cuentas desde el punto
de vista subjetivo,
la historia será seguramente mucho más emotiva, pero, claro,
perderás la perspectiva del segundo en cuestión dejando zonas en
sombras. Pero, albricias, podrías contarla, desde el punto de vista
subjetivo y simultáneo de ambos. Calma, amigo, ya sé que por un
momento pareces haber visto a Dios, pero también esto tiene sus
problemas (y no pocos). Lo único claro es que debes tomar una
decisión, la mejor decisión posible. Chico/a, debes elegir en
función de la historia, buscando los efectos con que quieras dotar
la historia. Si te confundes, si te equivocas, si llegas a un
callejón sin salida, no pasa nada, siempre podrás volver el
calcetín, que es mejor que hacer un calcetín nuevo. En función de
QUIÉN contará la historia, el estilo variará. Pero no sólo el
estilo, sino también el punto de vista.
Vamos
a hablar primero del ESTILO:
ya tienes historia y personajes. Si la historia que vas a contar
fuera una historia tórrida de amor, donde lo sexual impera sobre
todo lo demás, acaso el realismo (cualquier grado de realismo) te
vendría bien, pero si la historia se basa en fantasías, en
ausencias, etc, acaso el tono lírico te llevaría más lejos. Entre
ambos hay bastantes gradaciones, pero como ya sabes qué historia vas
a contar, elegirás el tono adecuado, que, claro, tendrá que estar
ligado a cómo son o ves a los personajes y el qué vas a contar y el
qué no vas a contar. Como ya supondrás EL
ESTILO
y EL
PUNTO DE VISTA
vienen de la mano. Supón que adoptas el punto de vista del personaje
que dejamos en la estación, quien resulta ser un maltratador y un
tipo odioso, un tipo que no conoce la piedad y no es capaz de ponerse
a entender al otro, al que ve sólo como fruto de un capricho o de
una posesión particular. ¿Utilizarías el lirismo? Yo creo que
crueldad y lirismo no cuadran, pero supón que es un ser melancólico,
timorato, al que su madre, mientras vivió, tuvo bajo su falda
(¿utilizarías entonces el realismo sucio?). Tampoco. Con talento,
desde luego, todo es posible, pero ni en un caso ni en el otro parece
que el punto de vista perfilado sea el más recomendable. Más bien
el sentido común te manda que la historia del maltratador sea muy
física y la del melancólico al menos no descarte de entrada el
lirismo, un cierto tono taciturno etc... Pero y los koalas ¿qué
carajo les ha pasado a los koalas?
Ya
ha salido la palabra TONO.
El tono es básico. ¿No te has dado cuenta que no te diriges de
igual manera a un niño de tres años, que a un obispo? Pues con eso
está dicho todo sobre el tono. Utiliza, sí, siempre el mismo tono o
al menos sé coherente. Puedes utilizar distintos tonos si la
historia la narras desde distintas situaciones vitales o perspectivas
distintas. Si te decantas por eso, procura que se note, que haya
contraste. Para entendernos, el tono es como el paisaje por el que se
desarrollará tu trabajo. Si has decidido intrincarte en un bosque
verás sombras, oscuridades, retazos de sol de cuando en cuando,
animales que surgen de la oscuridad, cabañas escondidas, hombres
huraños que te contarán historias imposibles. Si en cambio cruzas
un secarral o un desierto, tendrás que vértelas con el sol cayendo
a plomo, con la soledad más absoluta, con la sed, con las noches
estrelladas, acaso con un pastor junto a un mísero arroyo, con una
caravana de hombres extraños y soeces. Tú eliges por dónde camina
tu personaje, tú eliges cómo se enfrenta al conflicto que lo
aqueja.
Y
ya te queda lo de la CONEXIÓN
CON LA REALIDAD.
Mira: la cosa entre los dos personajes no es tan sencilla: pudiera
ocurrir que ella (la que espera en la estación) le hubiera dicho que
estaría bien verse, que total, hace veinte años que no han sabido
el uno del otro (lo que ella no le ha contado, acaso porque no fuera
necesario, es que está felizmente casada, que adora a su marido, que
en realidad ella nunca ha querido a nuestro personaje y lo que pretende es zanjar de
una vez por todas ese episodio molesto de su vida, ahora que su
marido está enfermo y ella necesita reafirmarle su amor). Él, sin
embargo, fantasea, en la mera posibilidad de verse en secreto, ya la
siente entre sus brazos, ha leído mil veces sus cartas y está
convencido de que ella lo ha querido siempre. Los koalas corren por
sus venas (y tú que comenzabas a pensar que lo de los koalas era un
truco barato), pero chico, déjame unos minutos todavía. El caso es
que entre la realidad y lo que él piensa (de momento, le has dado el
punto de vista a él) media un mundo. Imagina que la cosa fuese un
sueño, una obsesión enfermiza. ¿Lo contarías igual? Pero volvamos
a los personajes, cómo lo contaría un sicópata, cómo un hombre
enamorado y generoso, cómo un Don Juan que ha visto en la pobre
chica que lo espera en la estación la manera de echar un buen polvo
y hasta luego Lucas o un tipo que lo que desea es resarcirse con su
pasado.
Cómo
ves, la COHERENCIA
entre los distintos elementos de la narración debe ser total.
Podremos ser unos tíos con talento o no, podremos equivocar el
enfoque, hacer que la historia tenga más o menos gas, sea más o
menos convencional o creíble, pero tenemos que hacerla COHERENTE
ENTRE TODAS SUS PARTES. Si además de ser coherente, es creíble,
miel sobre hojuelas. Si además emociona, tío, apúntate una más.
Si la historia se sale de lo convencional, joder, eres la hostia. Si
utilizas los recursos expresivos bien y sin cargar, chico, lo tuyo es
de nota. Si sabes dosificar, entretener, profundizar, crear un mundo
propio, emocionar al lector que lamenta que se acerque la última
página, bueno, dame tu teléfono, pues tengo algo importante que
decirte: el próximo curso lo tienes que dar tú.
Pero,
bueno, de momento, si no te importa, al que paga este ayuntamiento es
a mí y soy yo el que tiene que dar el callo. Al menos hasta que esto
acabe. El año que viene, ya veremos. Quiero, antes de nada, saber si
has visto alguna vez un reloj, si te has enamorado, si alguna vez has
sentido como koalas corriendo por tus venas. Sí. Me lo esperaba,
francamente. Sin un poquito de experiencia humana es difícil
escribir una historia. Los poetas a veces solemos escribir con lo que
nos concede el día. Reaccionamos ante un dolor, ante una pérdida,
ante una belleza prodigiosa, ante una injusticia, ante una
indignidad. La poesía precisa de cierta urgencia, de cierto soporte
iconográfico, pero también de una precisión tal que luego de cinco
mil años el poema parezca recién escrito, y eso, amigo mío, no hay
relojero que lo pueda hacer. La poesía, grosso modo, es como el pan
del día, si bien la buena poesía se la puede uno comer después de
esos cinco mil años, que se dice pronto, y sigue estando tierna y
apetecible. Pero nos hemos desviado. No pasa nada, siempre que el
desvío no nos lleve demasiado lejos y nos perdamos por el camino. En
una novela veces es bueno tomar pequeños desvíos. Descansos. La
prueba es El Quijote, una novela clásica que sigue siendo una novela
actual en todo, pero mucho más en su estructura. En ella, lo habréis
advertido, aparecen sub-historias, cuentos perfectamente
prescindibles, pero que ayudan al lector, pues son descansos,
rellanos de la acción. Pero han de ser rellanos dosificados,
elementos que no rompan la atmósfera, que no trunquen el ritmo, que
no desvirtúen la acción, que no mientan o ahoguen a la historia
central. No es el caso. Hablábamos de experiencia, una palabra que
habrá que poner en mayúsculas para que no pierda su sitio:
EXPERIENCIA.
Recuerda que tú has sentido el amor tanto o igual como Cleopatra y
Marco Antonio, como Abelardo y Eloísa, como Ortega y Gasset cuando
se enamoraron. Hombre, no todo el mundo es Shakespeare ni es capaz de
concebir La
rebelión de las masas,
pero si has estado enamorado vas a comprender que escribir una novela
es, tiene que ser, como cuando estás perdida, dorada,
almibaradamente enamorado. Al levantarte por la mañana no te
preguntarás si has puesto la colada, si tienes que echar gasolina al
coche, sino qué estará haciendo él o ella. No recordarás dónde
pusiste las llaves pero sí su olor, sí el color de sus ojos, sí su
dedo en tu pecho, si esa palabra que dijo y cuyo sentido último, por mucho que le des vueltas, no
acabas de entender. En una palabra: te levantarás con él / con
ella, y no contigo, no en ti. Pensarás en él, en ella y no en ti.
Tengo que explicar esto bien, te dirás, tengo que sopesar tal frase,
tal situación, tengo que aclarar tal tema, tengo que bajarle los
humos a tal personaje, tengo que tener cuidado con esas/os
pelanduscas/os que pretenden llevarse al amado/a a otra parte. En
fin, mientras escribes la novela tienes que estar en pleno vuelo, en
plena agitación interior, pero también con ojo avizor ante
cualquier amenaza o desvarío. Tío, como si estuvieras enamorado. De
la mañana a la noche. Cuando duermas, te parecerá que has escuchado
su voz, que ha entrado por el balcón una bocanada de su perfume
favorito, que un personaje te habla, que una idea se te aclara, que
una variante al fin toma forma, que un nudo se suelta, que suena el
teléfono... y es ella/él. En fin, quiero que lo sepas: escribir es,
antes de nada, estar dispuesto a enamorarse, es decir a ser un
instrumento del amado. La novela tiene que apoderarse de ti.
Con
el calor del párrafo anterior, casi se me había olvidado lo del
reloj. Necesitas un reloj. Un reloj que funcione, porque vamos a
ponernos en la cabeza de un relojero y vamos a abrirle la tapa al
reloj y sacarle las ruedecitas, las poleas y todo lo que el pobre
artilugio guarda en su interior. El año pasado, recuerdas, nos familiarizamos
con algunas de las piececitas de este reloj. Hablamos del diálogo,
de la descripción, de la formulación de personajes, en fin, de
algunas de las piezas más repetidas de este reloj. Porque un reloj,
un poema, un relato o una novela de ochocientas páginas se nutren de
piececitas que, sabiamente combinadas, dan la hora o te enganchan en
una historia. Montar un reloj no es fácil. Lo es menos elaborar a
mano cada una de sus piezas. Tampoco es fácil escribir un relato o
una novela. Si después de dibujar, medir, cortar, lijar y colocar
las piezas en la cajita del reloj, éste no funciona, es como si
después de cavilar, medir, repasar y montar las piececitas de una
novela, la novela se te cae de las manos, no avanza, no te produce
emoción, ni intriga, ni lo que quiera que el autor/relojero haya
pretendido. El trabajo del novelista se parece mucho al del relojero.
Tiene que pulir, lubricar e incluso inventar las piececitas para que
en contacto con las otras piecitas, la cosa se anime y las agujas
vayan hacia adelante de manera tal que dé las horas a intervalos
exactos. Si algo falla, hay que volver a tocar las piezas
correspondientes, hasta dar con la tecla. Y piensa, que no eres otra
cosa que un pobre relojero enamorado que al levantarse piensa en las
poleas, en las ruedecitas dentadas, en las manecillas, en todo eso.
Tranquilo,
ya estamos con los koalas, pero antes deja que te diga un par de
cosas para acabar con este lío. Supón que ya has acabado la novela
(el relato), supón que ya los personajes han llegado a su destino
emocional, que después de meses luchando y gozando en este campo de
plumas con el amante, resulta que llegas al punto final. Es un
momento clave, te lo juro. Algunas mujeres, muchas mujeres saben que
hay un complicado estado después del parto al que se llama
puerperio. La mujer ha tenido durante 9 meses a un ser en su seno.
Ese ser ha crecido, ha hecho cambiar el cuerpo de la mujer por dentro
y por fuera. Mientras dormía, la mujer vigilaba a su ser, mientras
comía lo alimentaba, mientras contemplaba la noche por la ventana,
pensaba en él, en cómo sería, en qué cara, qué carácter
tendría, pero sobre todo si iba a ser fuerte y sano, si iba a poder
valerse por sí mismo. Os lo juro, cuánto me hubiera gustado ser
mujer. Pero, amigo, cuando el niño ha salido de ella, la mujer
siente su vacío. Su inmenso vacío. Para no alargarlo demasiado, ese
vacío es parecido al que siente el novelista cuando pone punto y
final a su texto. Uffff. Casi tiene la tentación de salir corriendo
al ginecólogo a que le ponga el DIU, pero no, casi nunca un
novelista acaba poniéndose el dichoso alambrito. Porque parir una
novela no significa haber acabado la novela. A veces acabar una
novela es empezar esa novela. Como parir a un niño es empezar la
vida del niño. Uno ha acabado sólo un cierto armazón, un cierto
chasis de la novela. Ahora necesitará ajustar las piezas, ver si
cada polea hace girar la ruedita correspondiente, si en algún punto
es necesario otra poleita, otro resorte, si hay dos piezas repetidas,
si hay piezas que obstaculizan a otras, o simplemente que no tienen
ningún cometido.
Por
lo pronto uno tiene que saber si la trama es creíble y si lo que uno
cuenta sirve para algo. Esto es fundamental. Vamos a poner un
ejemplo: supón que estamos haciendo una novela de aventuras y al
personaje lo persiguen cien mil pigmeos austro-húngaros, que llega,
como Thelma y Louise al final de un barranco y no hay solución. El
caso es que tiene que haberla porque la historia debe continuar.
Después de varios días sin una solución plausible, al autor se le
incendian los ojos, eureka, ya lo tengo: un temblor de tierra, que
haga que entre los austro-húngaros y él surja una grieta de
trescientos metros que, además, sepulte a casi todos los pigmeos.
Bien, le dirá el amigo, el truco ya lo utilizó la Biblia para
salvar a Moisés, separando las aguas del Mar Muerto, pero aparte de
esto, la solución no se la cree ni el Sumo rabino de Jerusalén. Le
falta CREDIBILIDAD.
Debemos, pues, contar historias creíbles. Creíbles desde distintos
puntos de vista. Creíble desde el punto de vista argumental y
creíble desde el punto de vista conceptual. Una patricia romana que
hable de los derechos de la mujer es tan increíble como que lleve
gafas de sol de Dolce & Gabanna. Tampoco es creíble que un
pigmeo hable gallego, que un barco se estrelle contra el mar y todos
salgan ilesos. Huye de las cosas que sean poco creíbles. Por eso
debes evitar el excesivo azar, las soluciones fáciles o trilladas,
las situaciones irrazonables que no concuerden con el tono o la
relación con la realidad de la novela. Tira lo que no valga. Tíralo
lejos, no vaya a ocurrírsete que puedes utilizarlo más adelante.
¡NO!
Otra
cosa que debiéramos tener en cuenta es si lo que estamos contando
sirve para algo. La UTILIDAD
DEL RELATO,
para los más finolis. Un escritor debe aspirar a que su texto no
sólo valga como un mero entretenimiento, sino que sirva a las
personas a entender cosas, a valorar situaciones, a pensar sobre
aspectos inéditos o importantes de la existencia, a entender cómo
piensan los otros, a comprender las dinámicas sociales o
históricas... Un libro es útil cuando nos alimenta, cuando nos abre
los ojos, los oídos, la sensibilidad. Si nos ayuda a entendernos
mejor y, por supuesto a entender a los demás. Eso no significa que
como lector no tengas que discutir con el libro e incluso que
polemizar con él. Ningún lector tiene el deber de estar de acuerdo
con la visión, la postura vital, o la ideología que el libro
manifieste. Faltara más.
Pero
no es sólo eso: nuestra obra debiera aspirar a mantener al menos
varios niveles de lectura, es decir, servir al lector apresurado que
sólo quiere historias, historias e historias, pero también al que
se enfrenta a nuestras páginas con un sentido crítico o nutritivo.
Eso podríamos llamarlo
PROFUNDIDAD, una
palabra que a veces te da como repelú, pero que suele ser el
marchamo de la buena literatura. Sucede un poco como con los vinos.
Cuando uno paladea un buen vino o un buen jamón, joder, ve que la
cosa es compleja, que detrás hay sabores ocultos, que el gusto se
prolonga, que salen las frambuesas y los gurumelos, que si un
regustito acá a membrillo, que si la palidez recuerda al de un aliso
en otoño... esas cosas. Luego, claro, están los más listos, los
que acercan la lupa y ven sin ningún género de dudas ocultos aromas
a vainilla o a roble turco, a cielo azul, a domingo de fútbol
fundido con maracuyá y texturas ultravioletas que recuerdan los
bosques normandos en un jueves de cuaresma. Hay gente pa tó. Pero ya
que nos ha salido Normandía, volvamos a visitar a nuestra Madame
Bovary.
En ella Flaubert nos cuenta la historia de una mujer y la cosa fluye
con tanta agilidad, con tan buen ritmo, que un lector apresurado
encontrará en ella una buena historia bien contada, pero el lector
que no se conforme con eso y quiera encontrar más, tendrá más,
mucho más. Un canto a la libertad, un alegato a favor del individuo
frente a las imposiciones sociales, un paso hacia la identidad
femenina, un manotazo al pensamiento pacato y cerril, un canto al
cuerpo y al placer... y por si esto no fuera poco, una disposición
de las palabras, un compás, una sensibilidad para decir cada cosa...
Imaginad lo que esta obra supuso para tantas mujeres de finales del
siglo XIX. Es a lo que me refería con distintos niveles de lectura.
Mirad, comenzaba diciendo que los que saben de esto, aseguran que no
hay más de cuatro o cinco arquetipos, cuatro o cinco temas, y apenas
una cuarentena de argumentos posibles. Por qué hay entonces buenos
textos y malos textos. Por la manera de contarlos, desde luego. Por
la cantidad de referencias que introduzcamos, por la solidez de los
arquetipos a los que vayamos a interpelar. Por la originalidad con
que lo hagamos, por la tensión a que los sometamos. Un texto
narrativo aspira no solo a procesar la realidad, sino a transcenderla.
Una manera de profundizar, es trascender, elevar. Y por qué hablo de
todas estas cosas cuando hablamos de la corrección, te preguntarás.
Porque
en la corrección te conviertes en tu lector, en un lector exigente,
que te vas a pedir lo mejor de ti y no te vas a dejar pasar una (y no
me estoy refiriendo a erratas). Un novelista puede ser bueno o malo,
tanto da, pero un corrector ha de ser implacable. Ahí es donde se
ven las lecturas, las horas de gimnasio frente a un libro, la
reflexión frente a la vida, ahí el poso, ahí la experiencia vital,
ahí la capacidad de conectar con los demás, ahí, amigo mío, tus
propios límites. En la corrección tienes la posibilidad de aligerar
o profundizar, buscar elementos significativos, eliminar otros
elementos que no aporten nada a la idea central (y hasta puede que la
oculten), subrayar los que vayan dando a la obra mayor
transcendencia, mayor empaque, mayor colorido. José María Requena,
un novelista muy interesante, autor de El
Cuajarón,
entre otras grandísimas novelas, nos decía a Elías, a Ángel y a
mí en Jabugo que a las novelas, luego del primer viaje, había que
amueblarlas. Preciosa palabra: amueblar. Qué es amueblar: introducir
o quitar elementos que hagan el texto habitable, que subrayen
determinadas cosas, que atenúen otras, que nos hagan más fácil el
tránsito, que nos iluminen mejor el itinerario. Es un trabajo
apasionante el de la corrección, ver cuáles son los elementos que
distraen, los episodios que se salen del esquema básico de la
historia, los elementos que faltan, dilucidar qué es lo realmente
significativo (lo que posee carácter de significación dentro del
texto) y qué es lo prescindible.
Mira,
te cuento una experiencia personal: en Las
cenizas de Abril,
yo había colocado sub-historias adyacentes que a mí me parecían
que aportaban explicaciones a determinados huecos del relato
principal. Sin embargo, esas historias tendían a buscar su propio
desarrollo, se desviaban del tronco principal, haciendo que la acción
se ramificara. Con la ayuda de los editores, pero también con las
opiniones de Ángel, me di cuenta de que, en efecto, esas historias
enmarañaban el texto, desviaban el fluir de la historia y al final,
lo que explicaban, bien podría no tener que ser explicado. Porque,
amigo, como descubrimos en Hemingway y su técnica del iceberg, no
hay que contarlo todo. Es más, el oficio del escritor consiste en
saber qué es lo que hay que callar. Muchas historias narradas se
caen precisamente por eso, porque cuentan mucho más de lo necesario,
diluyendo o ahogando el sentido central. Cuidado, mucho cuidado con
eso. Si un personaje en la página 185 de una novela va a comprar un
periódico, no tenemos por qué contar la historia del quiosquero, al
que hirieron en la guerra de África.
Pero
nos queda una última cuestión: la de los koalas y por qué motivo
no les va el rock&roll. La cuestión es completamente baladí
porque como ya sabrás el rock&roll sólo le gusta a los humanos,
y me atrevería a decir que a un grupo muy reducido de humanos. Aun
así, reconócelo, desde el principio del texto has ido albergando
expectativas, diciéndote, a ver por dónde nos sale el colega. No es
que fuera importante, pero te has dicho, a ver cómo este tío acaba
resolviendo el galimatías del título. Pues bien, amigo, si he
conseguido que siguieras leyendo hasta el final del texto sólo por
la promesa de los koalas, mi propósito ha sido fructífero. Los
koalas han funcionado de truco para atraerte hasta aquí. Yo te
adelanto cosas y tú, claro, quieres saber si tus expectativas e
intuiciones se ajustaban a mis propósitos. Un creador tiene que ir
poniendo koalas aquí y allá a lo largo del texto para que el lector
siempre tenga algo que encontrar, algo por lo que doblar la siguiente
página. El escritor debe investigar cómo los otros creadores
utilizan los trucos. Una novela tiene que estar bien trufada de estos
y otros trucos que tengan al lector en vilo, en estado de querer
saber más. Pero todos los trucos, amigo, tienen una exigencia: no
deben verse. Jamás de los jamases abusar de ellos, ni siempre
utilizar los mismos. Es como la guindilla en las comidas.
Un
buen narrador de novela de intriga, por ejemplo, recurrirá casi
siempre al truco del sí pero no, de hacerte creer que cada personaje
que aparece en las páginas tiene un motivo y una coartada para, por
ejemplo, asesinar a Miss Margaret. Nos hace sospechar del mayordomo,
del novio de la chica, del profesor de polo, del cartero y, llegado
el caso, hasta de la propia víctima. Pero, claro, nosotros nos
decantaremos al final por uno: el novio. Ese novio nos da muy mala
espina. Es engreído, en realidad la chica constituye una carga para
él cuando se ha dado cuenta que la familia no tiene un duro... Fijo
que es él. Uno quiere saber si su intuición es correcta. Uno se
mide con la historia y al medirse con ella, la historia permanece
viva en él. El koala.
La
técnica de estructura a saltos que yo he trabajado en algunas de mis
novelas, opera también como un truco (este es de estructura): es una
manera de anticipar cosas que luego el lector, por su cuenta, irá
uniendo y pegando con loctite. El lector, así, acabará siendo el
que haga el montaje mental de la historia, sintiéndose involucrado
en la misma. En fin, a los koalas no les va el rock&roll, pero
nosotros hemos llegado a este final, que como todo final no es más
que el principio de algo.
1 comentarios:
Muy interesante
Publicar un comentario