Hoy os dejo con el relato Héroe, de mi próximo libro Zorros plateados, vencedor en el Tiflos y que espero ver publicado antes de que acabe el año. Una curiosidad. El meollo circunstancial de este relato ambientado en la Praga de la segunda Guerra Mundial tiene mucho de biográfico. Os diré cómo nació: yo tenía un vecino en la plaza donde nací, aquí en Fuenteheridos, que se llamaba Justo (nunca un nombre estuvo tan bien puesto). Justo, campesino, se casó pasada la guerra civil con la viuda de un maestro escuela fusilado en los cruentos días de la ocupación nacional. Pura, que así se llamaba la mujer, debió querer locamente a su primer marido, pero Justo, proveniente de un pueblo de al lado, Alájar, se casó con Pura años después. Yo recuerdo a Pura, una mujer alegre, pero que vivía su amargura hacia adentro, acordándose del marido fusilado y poniendo de todos los colores al pobre Justo. El caso es que ella, sobre los setenta, se quedó impedida en la cama y Justo la cuidó hasta su muerte, diez o doce años más tarde. Justo se quitó la vida quince días después. Justo no sólo me parece un hombre justo, sino un héroe a su modo. El libro, Zorros plateados, está lleno de este tipo de personajes que rozan la heroicidad más cotidiana, sin excesos,
HÉROE
Manuel Moya
a Justo in memoriam
Ottilie expiró a las
diez y cuarto de la mañana. Tras cerrarle los ojos y besarla en la
frente, Radek, su marido, se dirigió al cajón, tomó el mazo de cartas
garabateadas con la caligrafía asustada de Janos y con ellas
encendió la estufa. Podría haberlas enviado a los hermanos de Ottla
pero si no lo había hecho cuando éstas hubieran surtido su efecto,
a qué hacerlo ahora, cuando ya a nadie importaba. Las cartas habían
permanecido en el cajón desde mucho antes de que él llegara a la
casa y aún guardaban en la tinta corrida de los remites, el llanto
indesmayable de Ottilie, que ni siquiera tuvo la tentación o la
piedad de ponerlas a buen recaudo. Aunque sólo muchos años más
tarde supo que en esas cartas habitaba la prueba incontestable de la
locura y tal vez de la maldad de Ottla, guardó silencio sobre ellas.
Radek asistió con alivio a cómo las pavesas convertían en nada los
últimos vestigios de aquel hombre al que odiaba serena y
resolutivamente a pesar de no haberlo conocido y haber muerto hacía
cuarenta y cinco años.
El forense llegó una
hora más tarde envuelto en el humo de su cigarro y encontró la casa
atestada de vecinos. Parecía un hombre afable, acostumbrado a los
trasiegos umbríos de la muerte, así es que se quitó la gabardina y
la dobló sobre una silla, sacó una carpeta de su maletín y sin
decir palabra se puso a rellenar un formulario. Luego se acercó a
Ottla, le tomó el pulso y le movió levemente el cuello. Sin decir
palabra, se dio la vuelta y se dirigió hacia Radek, que se encogió
de hombros. Luego preguntó la hora de la muerte y siguió rellenando
el formulario. Sin prisa, firmó e hizo firmar los papeles
reglamentarios, luego se echó la gabardina sobre los hombros y,
dando el pésame al marido, abandonó la habitación de Ottla
tosiendo y arrastrando su ajada cartera de cuero.
―El maldito polen de
los abedules me va a matar un día de éstos ―dijo, ya en la
puerta, tapándose la boca con un pañuelo.
Los empleados de la
funeraria llegaron un poco después. Radek lo tenía arreglado todo
con ellos. Eran dos y vestían con una camisa azul y una corbata
también azul, parecida a la que usaban los tranviarios. Apenas
dieron el pésame de cortesía, hicieron sitio en el salón donde
colocaron el féretro y los velones. Tampoco ellos parecían tener
prisa. La muerte, pensó Radek viéndolos trajinar, parece aquietarlo
todo. El tiempo se detiene con la muerte y las prisas son una
grosería. Los empleados trabajaban coordinadamente, en perfecto
silencio, y sólo cuando acabaron la operación y todo estuvo en su
lugar, preguntaron por la difunta. Uno de ellos observó que habían
dejado el coche en la puerta y debían estar atentos a un posible
atasco. Radek los condujo hasta el cuarto de Ottla, que olía a
cerrado y a medicinas y con dificultad consiguió abrir una ventana
que apenas si había abierto en los últimos meses. Una luz cruda se
posó sobre el lecho, iluminando el rostro de la mujer que parecía
estar concentrada en las manchas de humedad del cielo raso. La pelusa
de los abedules entró levemente en la habitación posándose
indolentemente sobre la cómoda y la hamaca. Siempre en silencio, los
empleados de la funeraria retiraron las sillas y el cobertor,
despejaron el camino y en un movimiento concertado, tomaron el
cadáver por las axilas y por los pies y lo fueron arrastrando hasta
situarlo en un extremo de la cama. Ottilie era una mujer corpulenta y
tuvieron que transportarla a puro peso envuelta en la sábana desde
la cama hasta el lugar donde habían colocado el féretro, sorteando
puertas y sillas. Les costó lo suyo: aquella mujer se les escapaba
por todas partes. Se les desparramaba. Los anillos de su mano
producían un sonido metálico al chocar contra los hastiales de las
puertas y contra las paredes del pasillo, plac, plac, plac. Pareciera
que los pobres chicos nunca se las hubieran visto con una mujer que
pesara tanto, pero en ningún momento se quejaron. Radek, que seguía
la acción y les abría paso, no lo hubiera permitido, de modo que
progresaban con dificultad apretando los dientes y arrastrando los
pies. Tras muchas fatigas, la depositaron en el ataúd y, acezantes
aún, le arreglaron el pelo, los pliegues de la ropa, las medias.
Luego, cuando la difunta recobró su estado, descansaron sin dejar de
observar el cadáver, como si algo no les terminara de cuadrar.
―Un día estamos aquí
y al siguiente, bah, quién lo sabe ―dijo uno de ellos mientras se
enjugaba el sudor de la frente con un pañuelo de tela.
―Vosotros estaréis
acostumbrados.
―Nadie se acostumbra a
la muerte, créame. Uno tiene que seguir haciendo de tripas corazón.
El otro asintió y
Radek, cabizbajo, se limitó a hacer un gesto afirmativo con la
cabeza. Entonces uno de ellos, el que había hablado de la muerte,
pidió permiso para sentarse y extender sobre la mesa los
formularios. Radek miró a Ottla y sintió un escalofrío. En
realidad no sentía nada en especial, pero era como si el cuerpo
necesitara todavía reajustarse. Cuando el empleado que se ocupaba
del papeleo procedía a rellenar la póliza, le preguntó si antes de
cerrar el ataúd no le iba a sacar los anillos de oro que llevaba
puestos, él, sorprendido por el comentario, se limitó a encogerse
de hombros.
―Eran suyos ―dijo a
modo de excusa.
―No se preocupe, como
usted quiera. Se lo digo porque...
―A donde yo voy no voy
a necesitarlo, gracias.
Luego cerraron el ataúd,
le extendieron la póliza ya firmada, apuntaron un número de
teléfono y se despidieron hasta el atardecer.
Después de quince años
dedicado exclusivamente a ella, todos consideraban a Radek el mejor y
el más honesto de los hombres. Negándose a abandonarla en un asilo,
cuando eso hubiera sido lo que habrían hecho todos, se ganó el
respeto de la familia de Ottilie, que sólo entonces comenzó a
aceptar a quien creyeron un tipo que se había casado con ella para
ascender en el escalafón social. Radek, que ni ascendió ni quiso
ascender en ese supuesto escalafón, no se dejó arredrar por sus
reticencias. Procuraba, eso sí, mantenerse la margen de la familia
yendo y volviendo de su trabajo y procurando no pedir el más mínimo
de los favores. De haberlo hecho tal vez lo hubieran nombrado
director en la escuela infantil donde trabajaba, pero él estaba bien
donde estaba y en el fondo odiaba a una familia que, pasara lo que
pasara, siempre lograba persuadir al poder. Su vida no fue fácil
pero Radek se mantuvo en su sitio y no permitió que los demás
decidieran por él. Por el camino hubo de sufrir mil injurias, mil
desplantes, mil ataques contra su integridad moral, pero todo lo
soportó en virtud de un acuerdo establecido consigo mismo, que
implicaba vivir de una forma cabal y humana.
Tras la enfermedad
mental de Ottla, que se alargó durante quince años, la lavó, la
peinó, la medicó, le dio de comer con sus propias manos,
consiguiendo que la vida de aquella mujer indefensa fuera digna hasta
el final. No se jactaba de eso. No se quejó ante nadie. No se
rindió.
Quince años en los que
sólo había salido de casa en contadas ocasiones, cuando debía
hacer alguna gestión inexcusable, de forma que, una vez finiquitado
todo, examinándose al espejo, después de hacer desalojar la casa y
quedarse de nuevo a solas con el féretro, Radek tuvo la triste
impresión de que estaba contemplando a un desconocido. No era
posible que hubiera envejecido y encorvado tanto, no era posible que
la vida hubiera estado conspirando contra él sin que se diera
cuenta. Pero ahí estaba su propia planta frente al azogue saltado,
la prueba de que mientras él luchaba, el tiempo fue pasando y
pasando, sin concederle una tregua. En todo caso le gusto ver en su
rostro un sosiego que tampoco recordaba y que de alguna forma le
otorgaba un aplomo de hombre noble y recto. Por eso se abotonó la
camisa blanca, se anudó y corrigió la vieja corbata, se atusó su
bigote de galanteador algo trasnochado, se peinó como si el muerto
realmente fuera él mismo y, dando todo por concluido, tomó el
teléfono y preguntó por el horario de trenes.
Ottilie era algunos años
mayor que Radek. Había nacido en una familia de habla alemana que
aunque en cierto sentido se había sentido discriminada, no sólo
mantuvo su estatus económico sino que prosperó en la Checoslovaquia
de entreguerras, principalmente gracias a sus contactos con el poder.
Ottla vivía una juventud radiante y despreocupada cuando se instaló
en la ciudad un cierto estado de incertidumbre ante la fiebre
territorial de la vecina Alemania. Tenía veinte años recién
cumplidos el día en el que las tropas alemanas desfilaron por la
calle Národni entre vítores y banderas alusivas al tercer Reich.
Muchos fueron los checos de origen teutón que corrieron a recibirlas
aquella tarde del 15 de marzo de 1939. Entre ellos los allegados de
Ottla, de modo que en cuanto supo que un batallón alemán se
disponía a desfilar por la calle Národni corrió a recibirlas junto
a sus entusiasmados hermanos.
Janos apareció algo más tarde, pero pronto se unió a ellos y a su alegría. Era aquel un espectáculo formidable. Los soldados desfilaban como si en vez de un tedioso camino, volvieran de una divertidísima excursión a la montaña de Vysehrad. Sus rostros no mostraban fatiga, sino alegría, entusiasmo, determinación, orgullo. Los vientos de la historia parecían soplar a sus espaldas y ni siquiera las demasiadas ventanas cerradas de la avenida o las todavía temperaturas de finales de invierno, lograban atenuar aquella sensación de vigor y de plenitud. El sonido seco de sus botas parecía absorber cualquier otro sonido, incluido el de los tímidos vítores de la no muy numerosa población que había corrido a darles la bienvenida. Las guerreras impolutas de los soldados impresionaron a Ottilie. Parecían tan guapos y buenos mozos aquellos muchachos llegados desde todos los puntos de Alemania. Parecían tan seguros de sí mismos, tan soberanamente invencibles. Y, claro, los oficiales, con sus estrellas fulgurantes y las mandíbulas tendidas hacia la posteridad de los fotógrafos, gustados en el aplauso, intensos, revestidos por la aureola de la victoria, parecían flotar sobre sus reluctantes botas como la pelusa de los abedules y los chopos que también les daba la bienvenida a la bellísima capital de los bohemios.
Janos, aprovechando el
sentimiento común e intuyendo que Ottilie no lo rechazaría, le pasó
la mano por la cintura. Ella, fulminada por un escalofrío, se giró
hacia él y sonrió como si fuera la primera vez en su vida que
sonriera. Si Ottla era una chica cándida pero llena de vida, Janos,
el liante Janos, como lo llamaban sus hermanos, era un tipo audaz,
que se movía en los límites de la ley y que conocía todos los
recovecos de la capital bohemia. Durante años el apuesto Janos había
trabajado como mozo de almacén, pero hacía un par de años que
decidió abandonar la oficina en la que trabajaba e instalarse por su
cuenta como viajante de tejidos, lo que le hacía recorrer con
frecuencia toda Checoslovaquia y parte de Hungría. De esos viajes
llegaba cargado de los géneros más inverosímiles, que vendía en
el mercado negro de la ciudad.
Aquella sería una larga
y hermosa tarde para Ottla. Acabado el desfile, sobre la ciudad
flotaba una densa pátina de silencio y hasta los tranvías parecían
pasar fantasmagóricamente, casi sin hacer ruido. Pero indiferente
por completo al desasosiego que parecía envolverlo todo, Ottla
decidió que aquella tarde sería la más feliz de su vida. Dos meses
antes hubiera deseado abandonar la ciudad, pero ahora se sentía
apegada a ella. Y todo porque Janos, tras muchos titubeos, por fin se
había decidido. Ella, desde luego, no iba a dejar escapar aquella
oportunidad que le brindaba la vida. Muchas veces había soñado con
el momento en el que Janos se decidiera a dar el primer paso. Desde
hacía meses sabía que la rondaba, pero Ottla no podía estar del
todo segura. Janos era, según sus hermanos, un liante y un
rompecorazones y más de una vez habían comentado en su presencia
las frecuentes visitas a los burdeles de la calle Kamcíkova junto a
Janos. Pero Ottla entendía, como tantas otras chicas de su edad, que
la visita de los jóvenes a los burdeles respondía a ese prurito tan
arraigado en ellos de airear su hombría y de llegar ya curtidos a la
visita inaplazable del amor.
La isla de Strélecki,
aquella tarde casi desierta, asistió a las furtivas y desesperadas
caricias entre Janos y Ottla. Los labios de Ottilie sabían a tierra
mojada, dijo Janos; de su espalda dijo que tenía la sutil firmeza
del abedul y de sus labios candentes aseguró que en ellos querría
quedarse a vivir hasta el fin de los tiempos. Janos, no había más
que escucharlo, era un poeta y alguien apegado con uñas y con
dientes a la vida. Ottilie supo que su piel se secaría si aquel
hombre que por fin se había decidido a asaltarla, no estaba cerca.
El hotel Spress no quedaba muy lejos y allí fue donde acabaron en
cuanto anocheció, alentados tal vez por la euforia y por un deseo
que hacía horas amenazaba con aniquilarlos. Dos horas más tarde
Janos, el apuesto y bravo Janos, pagaba la cuenta del hotel y,
confundidos con algún que otro soldado prusiano y su rutilante
princesa bohemia, regresaban a las entonces calles más hermosas del
mundo,pero al doblar hacia la Mikunlanska, una patrulla compuesta por
soldados alemanes, les cortó el paso y les exigió la documentación.
Fue un momento extraño, pero cuando la vacilante Ottilie les habló
en alemán, los soldados relajaron sus armas y medio azorados le
preguntaron que dónde podían divertirse en una ciudad como Praga.
Janos, exultante, le explicaba a Ottilie para que a su vez ella,
muerta de risa, les tradujese a los soldados dónde quedaban los
mejores burdeles y cervecerías y cuánto solían cobrar a los checos
por un ratito de diversión o por un par de buenas cervezas. Los
soldados parecían alborozados y se despreocuparon de la
documentación. Janos, que apenas si podía pronunciar unas pocas
palabras de alemán, les hablaba de la calle Kamcíkova y de los
bares de mala nota de Zizkov, pasadas las vías o Karlin a orillas
del Moldava. Qué dulcemente inocente y maravilloso le resultaba el
mundo a Ottilie, qué bien se sentía después de haber apaciguado el
fuego que ardía sin saberlo en sus lo más hondo de sus entrañas.
La ocupación
alemana comenzó siendo incómoda para Janos. Ya no le resultaba tan
fácil desplazarse lejos de Praga, por la continua incomodidad de los
controles. Sin embargo aprovechaba cada uno de ellos para dejarse
querer y dejar su tarjeta de presentación. Cualquier cosa que
necesitasen en Praga, no tenían más que ponerse en contacto con
Janos y él haría que sus jóvenes anfitriones no echasen de menos
sus ciudades alemanas, de modo que su fama de conseguidor fue en
aumento en los primeros meses de la ocupación y nunca le faltaban
soldados u oficiales que se ponían en sus manos por un puñado de
marcos. Janos resultó un perfecto anfitrión para aquellos muchachos
extraviados, que necesitaban alejar por unas horas sus nostalgias e
incertidumbres. Pronto dejó de acompañar a la soldadesca para
dedicarse por entero a los oficiales, que resultaban mucho menos
problemáticos y rentables. Conocía todo de Praga y no le costaba
dar con el mejor vino, los mejores intérpretes, las más exquisitas
hosterías, las mejores chicas, los más apetitosos arenques o el más
escondido barril de cerveza o de grog. Todos quedaban encantados con
sus servicios al tiempo que sus compatriotas lo miraban con creciente
recelo. Poco importaba a Janos el efecto que sus trapicheos hiciera
en sus compatriotas, mientras él pudiera prosperar en un tiempo que
se antojaba lleno de incertidumbres. Qué podía importarle la
desaprobación de sus viejos amigos cuando todo parecía indicar que
los alemanes se quedarían en la ciudad durante décadas. Pronto,
pensaba, todos acabarán haciendo lo mismo que él, sólo que él,
pensaba, les habría tomado ventaja. Él simplemente se ganaba sus
buenos cuartos ofreciendo a los díscolos alemanes lo que sabía. Su
oficio no consistía en delatar a sus compatriotas, como quizás
muchos imaginaban, sino en ofrecer informaciones banales a los
oficiales del Reich, deseosos de pasarlo bien antes de que el Estado
Mayor los enviase al frente del Este. Aunque Janos supiera de primera
mano lo que estaba pasando con los patriotas checos y con los judíos,
qué podría hacer él. Sí, efectivamente, quién podía negar que
cada noche salían trenes desde Masarycovo en dirección a los campos
de Terezyn o Mathaussen, pero rebelarse contra los alemanes era tan
absurdo como tratar de desecar el Moldava y él trataba de convencer
a sus compatriotas de que la mejor manera de atenuar la ocupación
era dejarlos estar y sacarles los cuartos, evitando así mayor
violencia. Por lo demás, estar en contacto con los alemanes era una
manera de protegerse y proteger de paso a sus mejores amigos. De
hecho, Janos se jactaba de haber salvado a muchos de sus amigos de un
destino incierto.
Ottilie y él se casaron
durante la ocupación y ambos adoptaron la nacionalidad alemana. Para
los dos aquel fue el periodo más dichoso de sus vidas. Janos, que
hasta entonces sólo había ido en dos o tres veces a un concierto,
ayudó a fundar una gacetilla musical pro-germánica y no le costó
ganarse la entera confianza de los nuevos dueños del país y de la
comunidad alemana. Acudía semanalmente a la ópera acompañando a
los más altos oficiales y delegados berlineses de paso por la
ciudad; se hacía presente junto a Ottilie en todas las fiestas de
los consulados afines, iba y venía por las más altas instancias con
absoluta libertad, recorría el país con absoluta libertad y
contribuía al bienestar de los sufridos ocupantes.
Pero toda la suerte de
Janos cambiaría en una sola noche. En una de sus frecuentes visitas
a un exclusivo burdel, del que se hizo socio, y donde servía de
anfitrión a unos ingenieros alemanes recién llegados de Colonia, se
produjo un atentado en el que fueron ametrallados cinco oficiales del
Tercer Reich y dos de sus invitados; varios visitantes que los
rebeldes bohemios calificaron en sus pasquines como cerdos
colaboracionistas fueron lanzados desde los balcones y rematados en
la acera. Janos salvó la vida saltando desde una ventana a una
especie de tejadillo desde el que logró alcanzar el patio de una
casa, mientras a pocos metros se escuchaban las detonaciones, los
gritos y las ráfagas de metralleta. Todo ocurrió en no más de
cinco minutos. Janos, aterrorizado, permaneció en el tejadillo donde
fue localizado al cabo de una interminable media hora por un soldado
alemán que a punta de fusil lo hizo entregarse. Llevado a comisaría,
trató por todos los medios de apelar a su inocencia, pero los
alemanes no estaban por creer en la inocencia del primero que por
allí se presentase.
Esa noche hubo
innumerables detenciones y ejecuciones durante las horas y los
siguientes días. Janos no fue ejecutado, pero para el Estado Mayor
alemán, Janos era sospechoso de colaborar en el atentado y fue
sometido a un largo e inútil interrogatorio. Él negó
categóricamente su participación en el atentado y la familia de
Ottilie, germanófila hasta la médula, trató de liberarlo por todos
los medios, pero los alemanes necesitaban ejecuciones urgentes y el
nombre de Janos constaba entre sus candidatos. Gracias a los afanes
familiares y gracias también a los innumerables amigos que apelaron
a su inocencia Janos consiguió eludir primero la ejecución y más
tarde su deportación al campo de Theresienstad, pero nadie pudo
evitar que fuera conducido a una fábrica de armamento militar en
Fallersleben, en Wolfsburgo. Allí trabajo denodadamente varios
meses, mientras Ottla y sus conocidos rellenaban cientos de
instancias y declaraciones de inocencia para tratar de devolverlo a
Praga.
Cuando la guerra se dio
la vuelta y comenzó a ser cada vez más evidente la derrota de los
alemanes, un Janos avejentado y roto, pensando en las represalias de
sus paisanos y de los aliados, buscó la manera de fugarse de la
fábrica junto a otros dos compañeros que habían pertenecido a la
resistencia. Una mañana en la que tenían que hacer un porte a una
escombrera cercana, aprovecharon para huir. En aquellos meses de
desmoralización todo funcionaba bastante caóticamente y no les
resultó difícil alcanzar la ciudad de Leizpig. Era el 5 de febrero
de 1945, casi cinco años después de la jornada triunfal de su vida,
cuando las tropas germanas entraron desfilando por la calle Národni,
en su natal Praga. Estaban merodeando por la estación central de
ferrocarriles cuando una patrulla les dio el alto. Sus compañeros
corrieron y lograron alcanzar una callejuela, donde con suerte
podrían despistar a los soldados que corrían en su captura. Janos,
que iba el último, fue abatido sin contemplaciones, posibilitando
tal vez que sus compañeros pudieran escapar. Encontraron su
documentación en uno de los bolsillos, junto a una carta de Ottla.
Según el informe enviado a Ottilie, casi dos meses más tarde, Janos
falleció el 15 de enero de 1945, en la calle Dörrienstrasse, de
Leizpig, al intentar resistirse a su detención.
La noticia oficial de su
fallecimiento le llegó a Ottilie cuando ya los enfrentamientos entre
los partisanos checos y los alemanes por los barrios periféricos
eran cada vez más frecuente, dando a entender que la liberación de
Praga era cuestión de semanas cuando no de días. Desde su última
carta, fechada en Fallersleben, el 3 de enero de 1945, Ottla se había
obstinado en cientos de visitas y gestiones para averiguar la suerte
que hubiera corrido Janos, pero durante mes y medio tuvo que
conformarse con el silencio. Janos, que escribía con regularidad
semanal, quejándose de sus infames condiciones de vida y rogando a
Ottla que intercediera entre los altos mandos del Reich para revertir
el equívoco de su injusta y oprobiosa deportación, no daba señales
de vida. Durante cerca de un año, Ottilie, sabedora de su inocencia
en los sucesos del prostíbulo, removió cielo y tierra para
conseguir el regreso de Janos, pero sus intentos de nada sirvieron
frente a la cerrazón de la burocracia alemana.
Ottilie nunca pensó en
la muerte de Janos a pesar del creciente pesimismo que revelaban sus
cartas y de su decisión de fugarse antes de que fuera demasiado
tarde. Janos era un hombre de recursos y Ottla estaba segura de que
más pronto que tarde, la suerte volvería a estar de su lado.
Para ella significó tal
mazazo la noticia de su muerte que creyó que el mundo desaparecía
bajo sus pies. Durante semanas no quiso saber nada de los vaivenes de
la guerra. La luz le parecía un suplicio. Deambulaba por su casa con
vistas al puente de Cechuv, entre las decenas de retratos de Janos
que había ido colocando en vistosos marcos por todas partes, de
manera que no hubiera lugar en la casa que no lo recordase o no lo
nombrase. Todo en aquellas estancias era un altar votivo en honor al
desaparecido y Ottilie estaba a punto de enloquecer cuando el 9 de
mayo de 1945 las tropas soviéticas atravesaron el Moldava y se
pasearon entre nuevos vítores y banderas checas por la misma calle
donde había comenzado su felicidad.
El mundo continuó siendo gris durante las siguientes semanas. Los soviéticos se paseaban por la ciudad como auténticos lobos hambrientos. El rencor resplandecía en sus ojos grises y sus voces estridentes atronaban en las avenidas. Ante ellos la ciudad parecía haber vuelto a una antigua alegría, pero en realidad la vida de todos estaba en el aire. El clima de sospecha crecía aquí y allá y los delatores hacían su agosto. La familia de Ottla, atosigada por su desdichado colaboracionismo, no quiso verse involucrada en el papel del conseguidor Janos y desvió la atención y las culpas sobre él. Ottilie, que fue visitada e interrogada por los nuevos dueños de la ciudad, tuvo que apelar a los mil retratos de Janos y al remite de sus cartas enviadas desde la factoría penitenciaria de Fallersleben, donde habían sido confinados miles de patriotas checos, pero los soviéticos, irreductibles, no acababan de poner a Janos del lado de los patriotas checos. Por contra contaban con cientos de pruebas y testimonios irreprochables contra el colaboracionista Janos. Sabían que durante al menos dos años colaboró con el Estado Mayor alemán, sabían que su nombre figuraba en cientos de documentos oficiales, conocían además las cartas e instancias que la propia Ottla había dirigido a las autoridades alemanas a fin de que liberaran a Janos, de manera que las cosas se presentaban difíciles para la viuda del colaboracionista Janos, pero Ottilie, la frágil y cándida Ottla no se arredró y, sacando fuerzas donde no las tenía, apeló a la carta donde las autoridades alemanas le describían su muerte de Janos en Leizpig, cuando huía junto a dos reconocidos patriotas checos, huidos como él de Fallersleben.
Los soviéticos
observaron los documentos que ella les ofrecía y dudaron de su
veracidad pero ella, sobrepuesta al peligro, los espetó con rabia,
argumentando que cómo podían dudar siquiera de la persona que había
dado su vida por Checoslovaquia, interviniendo en el atentado de la
calle Pnaská, donde murieron cinco oficiales alemanes y otros siete
colaboracionistas. Cómo podría haber sobrevivido de no haber estado
al corriente del atentado y de no estar de parte de los patriotas
checos. Ante sus desconcertantes argumentos los soviéticos revisaron
el caso de Janos y decidieron que estaban ante un mártir de la
resistencia, de manera que no sólo le fueron perdonadas sus
veleidades filogermanas, sino que se le otorgó la consideración de
héroe nacional. Nadie, y mucho menos los muchos patriotas que
conocían la verdad, osaron poner en duda el veredicto oficial, que
lo elevaba a la calidad de mártir del pueblo. Y fue así como a
partir de entonces lo siguió viendo Ottilie que acabó por aceptar
como verdaderas sus propias mentiras.
Radek entró en la vida
de Ottilie mucho después. Él era maestro. Por su edad, no había
intervenido ni en contra ni a favor de la ocupación y políticamente
se lo consideraba un hombre tibio. A la salida de un teatro conoció
a Ottilie y, a pesar de que ella le sacaba algunos años, se enamoró
perdidamente. Para conseguirla tuvo la firme oposición de la familia
de Ottilie, que otra vez se las ingeniaba para hacerse querer por el
poder, además de la más inflexible oposición del recuerdo de
Janos, que presidía toda la vida de aquella mujer consagrada por un
equívoco que todos acabaron dando por bueno, a la viudez del héroe.
Pero Radek sabía ser persistente y consiguió ir venciendo los
obstáculos hasta que una fría mañana de marzo se vio ante el juez,
tomándola por esposa. No podía imaginar entonces que su vida con
Ottilie se convertiría en un calvario inimaginable. Bajo la sombra
macilenta y envenenada del ausente Janos, el tímido Radek no era más
que un pobre hombre que llevaba los dedos manchados de tiza y que se
pasaba las horas leyendo a los clásicos rusos. Durante treinta años,
Radek se convirtió en la sombra de Janos, en la permanente
comparación de Janos, en la triste realidad a la que Janos no
descendería jamás. Y así, de esta manera, Radek, que era un hombre
melancólico, cobarde y nada resolutivo, se acostumbró a ser un
marido humillado al que ni siquiera le restaban fuerzas para librar
batalla al fantasma del héroe de la resistencia checa. Ottilie lo
humilló hasta donde era posible humillar a un hombre indefenso y
enamorado y, para que la humillación fuera mayor, se buscó amantes
intempestivos y fugaces que le recordaran vagamente a Janos, para
volver a instalarse así en una vida irreal, en una especie de casa
de muñecas donde el sueño y las ínfulas que había mamado desde
pequeña se entrelazaban de tal modo que Radek siempre quedaba del
otro lado, en la insoportable aridez del chucrut, del gulag y de los
vinos baratos comprados de contrabando. Y mientras la realidad se iba
imponiendo Radek luchaba por tener su lugar en aquel mundo de casa de
muñecas que había construido Ottilie, siendo rechazado y ultrajado
una y otra vez.
Luego llegaron la
enfermedad irreversible, la decrepitud, la insania y todo lo demás.
En principio, para Radek aquello significó un descanso en su
atribulada vida con Ottilie. Ante sus muchas dudas, un día se
conjuró para cuidarla hasta el final de sus días. Un hombre que no
había luchado contra la ocupación, que tampoco había tenido el
coraje de luchar contra el régimen comunista, no le parecía a él
lo suficientemente digno, y así, en la enfermedad de Ottilie,
encontró la causa que por cobardía no logró encontrar en el
negociado de los hombres. Nunca, nunca le fallaría a Ottla y hasta
el final de todo (pero ni un segundo más) seguiría en el tormento y
en los cuidados. Ni siquiera cuando, en una tarde de tedio, encontró
las cartas de Janos escritas desde la postración de Fallersleben y
las fue leyendo una por una, sin dar crédito a cuanto allí se
decía, y en las que el falso mártir juraba y perjuraba no haber
tenido nada que ver en el atentado, o en las otras, en las que
adulaba sin ambages a los jefes militares nazis a fin de convencerlos
de su lealtad indesmayable, quiso faltar a su palabra, aunque a
partir de aquella lectura, él, el pobre Radek se sintió mucho más
conforme consigo mismo y con el mundo de lo que jamás se había
sentido.
Pero ya todo eso
pertenecía a un tiempo oscuro y finiquitado. Al acabar de cepillarse
los zapatos, abrió las ventanas y escuchó después de mucho tiempo
el gorjeo de los pájaros, que enseguida le recordó su infancia,
cerca del jardín botánico. El humo azul de las chimeneas
sobrevolaba la ciudad dibujando hermosos ritornelos. Se preguntó si
sobre las orillas de la cercana isla del Moldava habrían ya anidado
los zampullines. Tras destapar el féretro, contempló por última
vez el rostro abotargado y por fin sereno de Ottilie, que flotaba
como un nenúfar en el fondo sin fondo de la muerte. Entonces fue a
por la maleta hecha hacía mucho tiempo, atravesó el pasillo y,
dejando la llave en la cerradura, comenzó a bajar las escaleras.
Ahora sólo le quedaba tomar el tranvía y llegar con tiempo a la
estación. Sólo eso.
1 comentarios:
Cuántos héroes así de falsos deben existir. Me ha gustado saber el origen, la inspiración. Conocí en los años 60 hombres así, aplastados por sus mujeres. Quizás ellas sabían de su pasado republicano y les tenían amordazados en la España franquista.
Un placer leer la historia de esos tres personajes.
Enhorabuena por su salida en papel.
Un abrazo.
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