VIRGILIO PIÑERA, NATACIÓN Y OTROS BREVES

 

Hoy os propongo un escritor fabuloso en sentido lato de la palabra. Virgilio Piñera  (Cárdenas, 1912-1979, La Habana). Una lectura obligadísima. Piñera formó parte de la famosa revista Espuela de Plata y luego de Orígenes, junto a Lezama, con quien partió peras y luego, al final de su vida se reconcilió. Piñera es uno de los personajes más lúcidos y tocapelotas que ha dado el mundo de la literatura hispánica. Se lo define como un hombre permanentemente atemorizado y en vilo. Está reconocido como uno de los escritores fundamentales de Cuba. Su extensa obra se desarrolla en poesía, teatro, cuento y novela. En teatro es sin duda uno de los pioneros del absurdo y sus cuentos, de una ficción simbólica, nos recuerdan a Kafka y en cierto sentido a Cortázar. Os dejo con tres de sus fabulosos micros. Y un poma memorable, La siete en punto (por cierto que hay grabaciones del poema por ahí, que os estremecerán). Añado a última hora el relato El que vino a salvarme, que da título a su último libro de relatos y que me parece el más universal de los suyos. Yo que usted me sentaría. Tremendo disfrute.

 

 

NATACIÓN


He aprendido a nadar en seco. Resulta más ventajoso que hacerlo en el agua. No hay el temor a hundirse pues uno ya está en el fondo, y por la misma razón se está ahogado de antemano. También se evita que tengan que pescarnos a la luz de un farol o en la claridad deslumbrante de un hermoso día. Por último, la ausencia de agua evitará que nos hinchemos.
No voy a negar que nadar en seco tiene algo de agónico. A primera vista se pensaría en los estertores de la muerte. Sin embargo, eso tiene de distinto con ella: que al par que se agoniza uno está bien vivo, bien alerta, escuchando la música que entra por la ventana y mirando el gusano que se arrastra por el suelo.
Al principio mis amigos censuraron esta decisión. Se hurtaban a mis miradas y sollozaban en los rincones. Felizmente, ya pasó la crisis. Ahora saben que me siento cómodo nadando en seco. De vez en cuando hundo mis manos en las losas de mármol y les entrego un pececillo que atrapo en las profundidades submarinas. 


 
EL QUE VINO A SALVARME

Siempre tuve un gran miedo: no saber cuándo moriría. Mi mujer afirmaba que la culpa era de mi padre; mi madre estaba agonizando y él me puso frente a ella y me obligó a besarla. Por esa época yo tenía diez años y ya sabemos todo eso de que la presencia de la muerte deja una huella profunda en los niños... No digo que la aseveración sea falsa, pero en mi caso es distinto. Lo que mi mujer ignora es que yo vi ajusticiar a un hombre, y lo vi por pura casualidad. Justicia irregular, es decir, dos hombres le tienden un lazo a otro hombre en el servicio sanitario de un cine y lo degüellan. ¿Cómo? Pues yo estaba encerrado haciendo caca y ellos no podían verme; estaban en los mingitorios. Yo hacía caca plácidamente y, de pronto, oí: "Pero no van a matarme..." Miré por el enrejillado y entonces vi una navaja cortando un pescuezo, sentí un alarido, sangre a borbotones y piernas que se alejaban a toda prisa.
Cuando la policía llegó al lugar del hecho me encontró desmayado, casi muerto, con eso que le dicen shock nervioso. Estuve un mes entre la vida y la muerte.
Bueno, no vayan a pensar que, en lo sucesivo, iba a tener miedo de ser degollado. Bueno, pueden pensarlo, están en su derecho. Si alguien ve degollar a un hombre, es lógico que piense que también puede ocurrirle lo mismo a él, pero también es lógico pensar que no va a dar la maldita casualidad de que el destino, o lo que sea, lo haya escogido a uno para que tenga la misma suerte del hombre que degollaron en el servicio sanitario del cine.
No, no era ése mi miedo; el que yo sentí, justo en el momento en que degollaban al tipo, se podría expresar con esta frase: ¿cuál es la hora? Imaginemos a un viejo de ochenta años, listo ya para enfrentarse a la muerte; pienso que su idea fija no puede ser otra que preguntarse: ¿será esta noche?, ¿será mañana?, ¿será a las tres de la madrugada de pasado mañana?, ¿va a ser ahora mismo en que estoy pensando que será pasado mañana a las tres de la madrugada? Como sabe y siente que el tiempo que le queda de vida es muy reducido, estima que sus cálculos sobre la hora fatal son bastante precisos pero, al mismo tiempo, la impotencia en que se encuentra para fiar el
momento, los reduce a cero. En cambio, el tipo asesinado en el servicio sanitario supo, así de pronto, cuál sería su hora.. En el momento de proferir: "pero no van a matarme...", ya sabía que le llegaba su hora. Entre su exclamación desesperada y la mano que accionaba la navaja para cercenarle el cuello, supo el minuto exacto de su muerte. Es decir, que si la exclamación se produjo, por ejemplo, a las nueve horas, cuatro minutos y cinco segundos de la noche, y la degollación a las nueve, cuatro minutos y ocho segundos, él supo exactamente su hora de morir con una anticipación de tres segundos.
En cambio, aquí, echado en la cama, solo (mi mujer murió el año pasado y, por otra parte, no sé la pobre en qué podría ayudarme en lo que se refiere a lo de la hora de mi muerte), estoy devanándome los pocos sesos que me quedan. Es sabido que cuando se tiene noventa años (y es esa mi edad) se está, como el viajero, pendiente de la hora, con la diferencia de que el viajero la sabe y uno la ignora. Pero no nos anticipemos.
Cuando lo del tipo degollado en el servicio sanitario, yo tenía apenas veinte años. El hecho de estar lleno de vida en ese entonces y, además, tenerla por delante casi como una eternidad, borró pronto aquel cuadro sangriento y aquella pregunta angustiosa.
Cuando se está lleno de vida sólo se tiene tiempo para vivir y vivirse. Uno se vive y se dice: ¡qué saludable estoy, respiro salud por todos mis poros, soy capaz de comerme un buey, copular cinco veces por día, trabajar sin desfallecer veinte horas seguidas...!, y entonces uno no puede tener noción de lo que es morir y morirse. Cuando a los veintidós años me casé, mi mujer, viendo mis ardores, me dijo una noche:¿vas a ser conmigo el mismo cuando seas un viejito? Y le contesté ¿qué es un viejito, acaso tú lo sabes? Ella, naturalmente, tampoco lo sabía. Y como ni ella ni yo podíamos, por el momento, configurar a un viejito, pues nos echamos a reír y fornicamos de lo lindo.
Pero, recién cumplidos los cincuenta, empecé a vislumbrar lo de ser un viejito, y también empecé a pensar en eso de la hora... Por supuesto, proseguía viviendo pero, al mismo tiempo,empezaba a morirme, y una curiosidad enfermiza y devoradora me ponía por delante el momento fatal. Ya que tenía que morir, quería al menos saber en qué instante sobrevendría mi muerte, como sé, por ejemplo, el instante preciso en que me lavo los dientes.
Y a medida que me hacía más viejo, este pensamiento se fue haciendo más obsesivo, hasta llegar a lo que llamamos fijación. Allá por los setenta, hice de modo inesperado mi primer viaje en avión. Recibí un cablegrama de la mujer de mi único hermano, avisándome que éste se moría. Tomé, pues, el avión. A las dos horas de vuelo se produjo mal tiempo. El avión era una pluma en la tempestad, y todo eso que se dice de los aviones bajo los efectos de una tormenta: pasajeros aterrados, idas y venidas de las aeromozas, objetos que se vienen al suelo, gritos de mujeres y de niños mezclados con padrenuestros y avemarías; en fin, ese memento mori que es más memento a cuarenta mil pies de altura.
Gracias a Dios — me dije —, gracias a Dios que por vez primera me acerco a una cierta precisión en lo que se refiere al momento de mi muerte. Al menos, en esta nave en peligro de estrellarse ya puedo ir calculando el momento. ¿Diez, quince, treinta y ocho minutos? No importa, estoy cerca, y tú, muerte, no lograrás sorprenderme.
Confieso que gocé salvajemente. Ni por un instante se me ocurrió rezar, pasar revista a mi vida, hacer acto de contricción, o simplemente esa función fisiológica que es vomitar. No, sólo estaba atento a la inminente caída del avión para saber, mientras nos íbamos estrellando, que ése era el momento de mi muerte. Pasado el peligro, una pasajera me dijo: "Oiga, lo estuve viendo mientras estábamos por caernos y usted como si nada". Me sonreí, no le contesté; ella, con su angustia aún reflejada en la cara, ignoraba mi angustia que, por una sola vez en mi vida, se había
transformado, a esos cuarenta mil pies de altura, en un estado de gracia comparable al de los santos más calificados de la Iglesia.
Pero a cuarenta mil pies de altura, en un avión azotado por la tormenta — único paraíso entrevisto en mi larga vida —, no se está todos los días; por el contrario, se habita el infierno que cada cual se construye: sus paredes son pensamientos; su techo, terrores, y sus ventanas, abismos... Y dentro, uno, helándose a fuego lento, quiero decir perdiendo vida en medio de llamas que adoptan formas singulares: a qué hora, un martes o un sábado, en el otoño o en la primavera...
Y yo me hielo y me quemo cada vez más. Me he convertido en un acabado espécimen de un museo de teratología y, al mismo tiempo, soy la viva imagen de la desnutrición. Tengo por seguro que por mis venas no corre sangre, sino pus; hay que ver mis escaras — purulentas, cárdenas —y mis huesos, que parecen haberle conferido a mi cuerpo una otra anatomía. Los de las caderas, como un río, se han salido de madre; las clavículas, al descarnarse, parecen anclas pendiendo del costado de un barco; los occipitales hacen de mi cabeza como un coco aplastado de un mazazo.
Sin embargo, lo que la cabeza contiene sigue pensando y pensando en su idea fija; ahora mismo, en este instante, en mi cuarto, tirado en la cama, con la muerte encima, con la muerte que puede ser esa foto de mi padre muerto, pienso que me mira y me dice: te voy a sorprender, no podrás saberlo, me estás viendo pero ignoras cuándo te asestaré el golpe...
Por mi parte, miré más fijamente la foto de mi padre y le dije: no te vas a salir con la tuya, sabré el momento en que me echarás el guante, y antes gritaré ¡es ahora!, y no te quedará otro remedio que confesarte vencida. Y justo en ese momento, en ese momento que participa de la realidad y de la irrealidad, sentí unos pasos que, a su vez, participaban de esa misma realidad e irrealidad. Desvié la vista de la foto e, inconscientemente, la puse en el espía del ropero que está frente a mi cama. En él vi reflejada la cara de un hombre joven, sólo su cara, ya que el resto del cuerpo se sustraía a mi vista debido a un biombo colocado entre los pies de la cama y el espía. Pero no le di mayor importancia; sería incomprensible que no se la diera teniendo otra edad, es decir, la edad en que uno está realmente vivo y la inopinada presencia de un extraño en nuestro cuarto nos causaría desde sorpresa hasta terror. Pero, a mi edad y en el estado de languidez en que me hallaba, un extraño y su rostro es sólo parte de la realidad–irrealidad que se padece. Es decir, que ese extraño y su cara era, o un objeto más de los muchos que pueblan mi cuarto o un fantasma de los muchos que pueblan mi cabeza. En consecuencia, volví a poner la vista en la foto de mi padre y, cuando volví a mirar el espejo, la cara del extraño había desaparecido. Volví de nuevo a mirar la foto y creí advertir que la cara de mi padre estaba como enfurruñada, es decir, la cara de mi padre por ser la de él, pero al mismo tiempo con una cara que no era la suya, sino como si se la hubiera maquillado para hacer un personaje de tragedia.
Pero vaya usted a saber... En esa linde entre realidad e irrealidad todo es posible y, lo que es más importante, todo ocurre y no ocurre. Entonces cerré los ojos y empecé a decir en voz alta: ahora, ahora... De pronto sentí un ruido de pisadas muy cerca del respaldar de la cama; abrí los ojos y allí estaba, frente a mí, el extraño, con todo su cuerpo largo como un kilómetro. Pensé: bah, lo mismo del espejo, y volví a mirar la foto de mi padre. Pero algo me decía que volviera a mirar al extraño. No desobedecí mi voz interior y lo miré. Ahora esgrimía una navaja e iba inclinando lentamente el cuerpo mientras me miraba fijamente. Entonces comprendí que ese extraño era el que venía a salvarme. Supe con una anticipación de varios segundos el momento exacto de mi muerte. Cuando la navaja se hundió en mi yugular, miré a mi salvador y, entre borbotones de sangre, le dije: gracias por haber venido.


 LA MUERTE DE LAS AVES


De la reciente hecatombe de las aves existen dos versiones: una, la del suicidio en masa; la otra, la súbita rarefacción de la atmósfera.
………. La primera versión es insostenible. Que todas las aves —del cóndor al colibrí— levantaran el vuelo —con las consiguientes diferencias de altura— a la misma hora —las doce meridiano—, deja ver dos cosas; o bien obedecieron a una intimación, o bien tomaron el acuerdo de cernirse en los aires para precipitarse en tierra. La lógica más elemental nos advierte que no está en poder del hombre obrar tal intimación; en cuanto a las aves, dotarlas de razón es todo un desatino de la razón.
………. La segunda versión tendrá que ser desechada. De haber estado rarificada la atmósfera, habrían muerto sólo las aves que volaban en ese momento.
………. Todavía hay una tercera versión, pero tan falaz que no resiste el análisis; una epizootia, de origen desconocido, las habría hecho más pesadas que el aire.
………. Toda versión es inefable y todo hecho es tangible. En el escoliasta hay un eterno aspirante a demiurgo. Su soberbia es castigada con la tautología. El único modo de escapar al hecho ineluctable de la muerte en masa de las aves, sería imaginar que hemos presenciado la hecatombe durante un sueño. Pero no nos sería dable interpretarlo, puesto que no sería un sueño verdadero.
………. Sólo nos queda el hecho consumado. Con nuestros ojos las miramos muertas sobre la tierra. Más que el terror que nos procura la hecatombe, nos llena de pavor la imposibilidad de hallar una explicación a tan monstruoso hecho. Nuestros pies se enredan entre el abatido plumaje de tantos millones de aves. De pronto todas ellas, como en un crepitar de llamas, levantan el vuelo.
………. La ficción del escritor, al borrar el hecho, les devuelve la vida. Y sólo con la muerte de la literatura volverían a caer abatidas en tierra.


EL INFIERNO


Cuando somos niños, el infierno es nada más que el nombre del diablo puesto en la boca de nuestros padres. Después, esa noción se complica, y entonces nos revolcamos en el lecho, en las interminables noches de la adolescencia, tratando de apagar las llamas que nos queman —¡las llamas de la imaginación!—. Más tarde, cuando ya nos miramos en los espejos porque nuestras caras empiezan a parecerse a la del diablo, la noción del infierno se resuelve en un temor intelectual, de manera que para escapar a tanta angustia nos ponemos a describirlo.
………. Ya en la vejez el infierno se encuentra tan a mano que lo aceptamos como un mal necesario y hasta dejamos ver nuestra ansiedad por sufrirlo. Más tarde aún (y ahora sí estamos en sus llamas), mientras nos quemamos, empezamos a entrever que acaso podríamos aclimatarnos. Pasados mil años, un diablo nos pregunta con cara de circunstancia si sufrimos todavía. Le contestamos que la parte de rutina es mucho mayor que la parte de sufrimiento. Por fin llega el día en que podríamos abandonar el infierno, pero enérgicamente rechazamos tal ofrecimiento, pues, ¿quién renuncia a una querida costumbre?




LAS SIETE EN PUNTO

Las tres y media de la tarde.
Las paredes, los cuadros, el sillón,
el escritorio lleno de papeles,
el cenicero lleno de colillas,
el timbre de la puerta, sin sonido.
En la siesta soñé que el timbre era
un timbre con sonido, y desperté.
Ya no sueño. ¿Y acaso he despertado?
¿O soy el que en el sueño
jura y perjura que despierto está?
Habrá que despertarse un poco más.
Así, medio dormido y resoñado,
si el teléfono suena,
yo sería el teléfono,
y él, como si fuera yo, diciendo: ¡Oigo!
Despierto con café o con la muerte.
En la cocina el colador, mojado,
me llama al orden: ¡Vamos, a despertar
y a despertarme! –porque también
yo estoy dormido.
Las paredes, los cuadros, el sillón
ahora son verdaderos,
y me siento, los cuadros miro, las paredes toco.
¿Te imaginas tú mismo mirando lo que has sido,
sentado en algo que no sienta a nadie?
Con vida aún, pero ya casi muerto
salgo de la cocina. Son las cuatro y diez.
Ahora a darme un duchazo.
Entono letanías bajo el agua:
¡Qué lejos, qué lejos de la vida,
tan lejos que casi no estoy;
qué cerca, qué cerca de la muerte,
tan cerca que casi no soy!
A mil novecientos veintiséis
desde el baño lo veo, en un papel que dice:
“Me salvé de ir a clases,
la maestra está enferma de los nervios…”
Me seco con cuidado.
Un viejo que se cae, cae todo,
y en su caída arrastra la toalla
en un coito final de grito y tumba.
Ahora el desodorante,
pero antes mira la hora en el reloj.
Tenla presente en medio de tu infierno,
hacia el último norte ella es tu brújula:
Muertenorte que mata los relojes.
Encima de la cómoda hay una foto:
soy yo en el veintiocho en una playa.
¿Cómo estás tú? –le digo al personaje–
¿Fría el agua? Pero él no me responde,
entre el cielo y el mar se tiene ausente;
le digo que se acerca el postrer viaje,
que se vaya vistiendo, que es inútil
seguir en esa playa imaginaria.
Pero él se queda en la fotografía.
Las cinco y veinte. Ahora la corbata.
Ante el espejo los dos somos iguales
mientras me hago el nudo:
los cuellos se distienden o contraen,
las cuatro manos ahorcan el presente,
las dos narices huelen el futuro,
las cuatro orejas oyen la sentencia,
y dos pares de ojos ven dos lenguas
salir como ratones de sus cuevas.
Vamos, apúrate, esperándote están,
deja de contemplarte, perfecto el nudo está,
nunca más volverás a hacer otro mejor.
Rápido: los pantalones, ahora el saco.
Las seis y media. ¿Por qué puerta salgo?
¿Por ésta que da al baño o por ésa
que el comedor separa de la sala?
Vestido ya. Las siete menos veinte.
Choco con las paredes, revuelvo las colillas
con la mano derecha, y con la izquierda
me cojo la corbata, tiro de ella,
caigo de espaldas, me doy con el sillón.
Se mece solo este sillón maldito.
La lengua se me preña y pare lengua
de idiota, toda envuelta en baba;
los ojos van a ser piedras preciosas,
pero antes de brillar se apagarán.
A mis oídos llegan las palabras
que antes nunca escuché:
son de un idioma intraducible, son palabras.
Las siete en punto y ni una hora más.
Ahora ya me posé. Que entren los fotógrafos.

0 comentarios: