FRANCIS VAZ, PIEDRA Y CIELO

En Almonaster, en la presentación de Confesiones  y Periplo me entero por Antón de la muerte de Francis Vaz. Acaba de saltar el facebook, esa chivata contemporánea. La noticia me deja perplejo aunque en cierto sentido la esperaba y la temía desde hacía mucho tiempo. El  último gancho a la mandíbula de Francis. Francis llevaba conviviendo con los infartos más de diez años. En una ocasión se largó del hospital en medio de una de las crisis. Sabía que en cualquier momento todo se acabaría. Él era consciente, todos éramos conscientes de eso. Porque tampoco él se escondía. Seguía bebiendo, seguía con su vida de apegos difíciles. Dos días antes le había nacido el primer nieto y eso acaso puso su corazón a galopar. Y galopó tanto que...

Ahora, justo ahora, que podía entrar en la ternura más clara, ante su yo más necesario. Ya digo, galopando.
Desde hace casi diez años compartíamos una pésima relación. Hoy me importa muy poco el origen y los efectos de esta relación truncada. Antes de eso fuimos muy amigos y hoy quisiera escribir unas notas lo más justas posibles hacia él. Nadie espere el vituperio ni el halago fáciles. Tampoco él me lo hubiera consentido. Recuerdo que nos conocimos hace como veinticinco años. Yo lo confundí con Uberto Stabile, a quien no conocía, en el 1900 y me dirigí a él y me acogió como quien acoge a un guerrero desahuciado. Porque era acogedor en cierto sentido. Francis era un tipo directo y sincero, acaso demasiado seguro de sí mismo y de sus opiniones, lo cual le trajo más de un problema. Una especie de personaje áspero y gruñón al que le era literalmente imposible callar una opinión por injusta que fuese. Cuántos jóvenes poetas no se habrán torturado escuchando una y otra vez sus opiniones donde quedaban reducidos al infierno de los diletantes y los tontos de capirote. No se cortaba un pelo Francis. No se cortaba incluso cuando sabía que se iba de madre, lo cual pasaba con frecuencia. Yo entiendo que cada cual acaba por cultivar la máscara que quiere cultivar y él cultivó la de barbero del diablo y pirómano del mundo. Lo pasó muy mal en su niñez, como refleja un libro de poemas titulado Libro de familia -conservo copia- y que siempre me pareció un libro de una gran verdad interior, de una verdad sangrante, valga decir. Francis era hosco, injusto y precipitado en sus juicios, pero su hosquedad quizás fuera una manera de defenderse de un mundo oscuro y arbitrario que había comenzado vapuleándolo y exigiéndole triunfar en la vida por encima de todo y de todos. Su padre, un ignorante y rudo pescadero, había querido hacerse rico con el pescado a costa de lo que fuera y de quien fuera. Consideraba el mundo como una jaula de fieras donde sólo los más audaces, los más valientes, los menos empáticos triunfarían. Al padre de Francis su familia le importaba un carajo. Menos que un carajo. Nunca un gesto de ternura, de complicidad. Eso a FV lo atormentaba y a la vez lo sacaba de quicio, como lo sacaba de quicio la sumisión casi suicida de su madre. Tal vez no fueran su culpa esos arrebatos a lo Savonarola. Como todos los hoscos y todos los apaleados, Francis guardaba en su interior una ternura infinita y unas infinitas ganas de remisión. Sólo quería que lo quisieran. Su ternura, con todo, con demasiada frecuencia tomaba el vericueto del improperio y de la descalificación desafortunada, como ocurre con los niños solitarios  y con demasiada frecuencia abrasaba con ella a sus mejores amigos. Enseguida su imaginación le hacía ver cosas que jamás habían sucedido y ya no podía parar. Literalmente no podía.
Nuestra relación se rompió así. Me dieron un premio de novela en Cádiz. No aceptó que yo, su amigo del alma, triunfara y lo dejara atrás. Temió que, como le había pasado con el padre, también yo lo abandonara. No soportó que eligiera a mi amigo Paco Huelva para que me presentara en Cádiz en el acto de recogida del premio. No lo elegí a él, porque Francis podía liarla y no dudaba de que a la más mínima lo haría. Era un tipo más imprevisible que leal y los demonios solían ir tres pasos delante de él. Hoy sé que hice lo que tenía que hacer. A partir de entonces y durante meses tanto a mí como a Paco nos zurró de lo lindo. A cualquiera que se encontrara por la calle, me conociera o no, despotricaba contra de mí. Llamaba a los amigos comunes sólo para ponerme a parir. Mis amigos me llamaban alarmados. No tuvo la menor compasión con Paco ni conmigo, a pesar de que nosotros nos lo tomamos deportivamente y no entramos a su trapo. Al cabo de dos años de tortura, claro, harto ya de sus improperios, corté por lo sano y ante otro de sus ataques espontáneos, decidí cortarle las alas en un escrito injusto en el que venía a decirle que se dejara de gaitas y escribiera de una puta vez lo que tenía que escribir y no esas tonterías que escribía, que aburrían hasta las ovejas. Supe que entre todas las cosas, esa le haría muchísimo daño y aun así lo hice. Tuve que hacerlo. Lo hice conscientemente, lo admito, pero lo hice porque sabía con certeza que la única manera de quitarme aquel incordio de encima era empleándome con su misma dureza y pasando de una vez por todas al ataque. Mano de santo. Su ira disminuyó completamente  y al fin pudo dejarme tranquilo. Imagino el dolor que le supusieron mis palabras injustas. Hoy toda su inquina salvaje la interpreto como el miedo que sintió a que alguien como yo lo abandonara. Y lo abandoné, claro, pero lo abandoné porque hubiera sido imposible no hacerlo, dado que su animadversión hacia mí estaba tomando visos paranoides y persecutorios. Él mismo creía a pie juntillas sus propias invectivas. Estoy completamente convencido de que rumiaba historias y complots en su magín que luego aceptaba como verdaderos. Tengo muchas anécdotas acerca de eso. De ahí a la guillotina personal sólo había un paso.
Francis buscaba la pureza, él, que había nacido en el fango y que conocía cada matiz del fango. Se atrincheró ahí como podría haberse atrincherado en cualquier otra parte. Se consideraba el único puro del universo. Pensó que el mundo era espúreo por naturaleza y él su salvador. Le entristecía un mundo que pasaba sobre él como pasa sobre todos nosotros, sin necesitarnos. Yo solía decirle que no diera importancia a esa dicotomía banal del éxito o del fracaso y que se centrara en lo importante, en la escritura. Era un escritor de conflicto, con conflicto, y era ahí donde él había de ahondar. Tenía una mina de diamantes a su disposición y se enfrascaba en justas de chichinabo. Tenía sobre su piel y sobre su hígado el conflicto con un padre cruel y avasallador que no lo dejaba respirar y que hizo de su niñez un calvario y se vengaba poniendo a parir a los nuevos poetas. El conflicto con una madre atolondrada que se colocó a la funesta sombra de su marido y soportó vejaciones sin cuento. Un día, sin poder soportarlo más, salió por pies y abandonó a su madre y a sus hermanos. Eso creo que lo reconcomía por dentro, pero no tuvo otra solución. Seguir allí lo hubiera convertido en un asesino. Porque nacer con un padre chungo es como nacer ya mutilado, como nacer con un ojo de menos o con un brazo de más. Como nacer a medias. Y eso lo corroía por dentro como un herpes de fuego. Y eso no lo dejaba respirar. Y eso lo conducía a los demonios, pero sus demonios eran demonios sobre demonios, demonios que no lo dejaban cavar en las honduras y abismos de su existencia. Yo sabía que cuando ese dolor que él larvaba en su interior se hiciera escritura, todos los diablos le saldrían a borbotones. Cuando se aplicara a eso, Francis sería único, magnífico. Cuando su ira tomase el camino de la escritura sin paliativos, Francis sería un Titán vuelto del infierno. En esas páginas amargas se concentraría el mejor Francis Vaz. El que pondría su ira en blanco sobre negro, el que sacaría su hígado apaleado a succionar tinta, el que no dejaría títere con cabeza en el papel pautado de la escritura, el que entregaría el puñal, el que llegaría perdido de sangre y de vísceras. En él vivía un poeta maldito, un poeta pirómano, un poeta áspero como un chupito de gasóil o un bombón de grava, y dios mío, cuánta falta nos hacen esos poetas que más que escribir escupen, que más que rimar disparan a todo lo que se menea. Poetas que vuelven cada día de las profundidades. 
Su problema consistía en querer ser maldito a tiempo completo, pero un maldito puro, un maldito con buena suerte a quien todos jalearan y eso era y es imposible, porque los malditos con buena suerte dejan de ser malditos de inmediato y se convierten en niñatos groseros e ineducados. La suerte es el sol que jamás alumbra a los malditos. Él no lo sabía. Los malditos caen mal mientras viven porque suelen ser piedras en el zapato del existir. Luego la muerte los redime y los desinfecta. Los reedita. Un maldito que vaya declamando sus versos al primero que se encuentra en la barra de un bar deja de inmediato de ser un maldito para convertirse en un mendigo que pide la limosna de la aprobación y del aplauso gratuito. Francis creía haber despertado con Dios cada tarde y simplemente venía de los infiernos personales, esos infiernos que llevaba grabados a fuego desde su infancia. Un hombre con falta insondable de cariño. Un hombre que se hubiera dejado flagelar por un aplauso. Recuerdo que andaba obsesionado con Céline y con Chukri, dos tipos que también habían vivido y perdido lo suyo. Escribió algunos libros tal vez memorables como Piedra y cielo o Artistas por supuesto, que prologué en su día, y al que luego añadió un poema, El Impostor, donde me atacaba por tierra mar y aire y que en honor a la verdad acaso sea el mejor poema del libro y de cuantos ha publicado. Me han dedicado decenas de poemas pero quizás ninguno me haya gustado tanto como ese donde me ponía a parir. Las cosas del querer, supongo. Como digo, escribió poemas memorables y algún cuento de mérito -sus novelas acaso sean más discutibles- y no estaría de más que los amigos le sacaran ese libro del padre y otro de amor dedicado a Ana, el amor de su vida, su eterna devoción, su talón de Aquiles, el paño de su ternura, porque ambos son libros magníficos, que en el fondo hablan del amor: uno del amor que no fue, del amor contrariado y agraz, y otro del amor claro y bondadoso de Ana y con Ana. No conozco su obra posterior a nuestra ruptura. Diez años dan para mucho y es posible que encontrara su expresión más cabal. No lo sé. El final de su vida estuvo presidida por la soledad. Aunque aún conservaba media docena de amigos, la gente fue dándole de lado y las últimas veces que lo vi estaba completamente solo, con su vaso en la mano, oscuro diamante brillando en la noche.
Sobre Ana podría escribir otro relato, de cómo lo quiso, de cómo fue para él la frontera y el espigón contra la aspereza del mundo, de cómo supo llevarlo y alargarle los años, de cómo pudo entenderlo, de cómo descansaba en ella y por ella. De lo que ella debió sufrir con sus arrebatos y sus fierezas. 

En fin, diremos como Bergamín: adversarios hasta la muerte, pero ni un paso más. Descansa en paz, amigo. Intentemos que tu obra no muera. Aquí me tienen para lo que sea.

Dejo aquí el segundo poema de Libro de familia,. Espero os guste.


PARRICIDIO


Ahora que el volcán se apagó ya para siempre
y su humo fue tragado por la tierra del descanso eterno.
Ahora ¿me pides palabras?, padre.
Furia es la primera que podría darte, aquella que sentí
al oír los golpes que soltabas en el rostro de mi madre.
Sigo oyendo los golpes aunque no estoy en la madriguera
en la que yo y mis hermanos nos refugiábamos.


Ya sé que el mundo espera una elegía cuando el poeta
habla de su padre, pero suplico al lector que me comprenda.
Mi padre no estuvo en la cárcel por ser un héroe clandestino
en tiempos de injusta dictadura. No sufrió explotación
ni fue víctima de la política. Fue un preso común, un desalmado.
El ser más despiadado que jamás he conocido. Sobre una silla de ruedas
quizás viva aún la prostituta de la que un día creyó enamorarse.


¿La cultura para qué te sirve? niño, me decía. ¿Para qué vas al colegio?
Si aún no sabes que hay que respetar a un padre. Que te di la vida
y por tus venas fluye mi sangre. Que los dos somos el mismo fuego.
La misma raíz del árbol milenario tras el que se ocultan los depredadores.
No padre, no. Tú escogiste el camino del machete y de la piedra. Apresar el río,
obligarle a desviarse. Yo me zambullí en el agua surcando nuevos horizontes,
amaneceres donde las manos sólo recuerden cómo acariciar la piel desamparada.


No te echo de menos padre, en absoluto, y nada te perdono.
Aprendí a odiarte cada día. Y ahora, después de tanto tiempo
ni sé qué siento. Te recuerdo como un dolor de muelas, como la extracción
de un diente sin anestesia, pero olvidé ya, posiblemente, odiarte.
A veces, en la penumbra de la rabia, deseé asesinarte. Confieso
que mil veces troceé tu cuerpo y alimenté con tu carne a los cerdos.
Y los vi tan felices que, antes de huir, les prometí no volver jamás.


Hoy en día, padre, ni sé dónde yaces enterrado.
Espero que en las tierras más profundas del olvido.










2 comentarios:

J. Portillo dijo...

Me encantaría que hubieras publicado también "El impostor".¿Serías tan amable de añadirlo al menos en los comentarios?

MANUEL MOYA dijo...

Julián, no dispongo del poema. Tengo cosas suyas en archivos que él mismo me envió pero no este poema. Creo que lo publicó en la segunda edición de Drink River, pero yo no tengo ese libro físicamente. Seguiré buscando. Si lo encuentro lo publico aquí, no t4engas duda. Gracias