HOTEL ROMA, PAVESE

 

Hotel Roma, Pierre Adrián (Editorial Tusquetets, Barcelona, 2025

Cesare Pavese, el escritor que se mató para que los demás aprendiéramos a  vivir 

Pavese es uno de mis autores de cabecera, no en vano he traducido su poesía completa y su célebre diario Oficio de vivir, al margen de un libro de cuentos, Tormenta de verano y otros cuentos. No sé cuándo ni porqué esta vinculación mía con Pavese. Desde hace tiempo leo todo cuanto se publica sobre él. Me pasa como con Pessoa y Baudelaire. Quizás ese sea el trío de escritores que he seguido con más insistencia a lo largo del tiempo y tengo sobre ellos una opinión formada. También Hernández, Cortázar, García Márquez, Claudio Rodríguez, Machado, Kavafis, Rimbaud, Nerval, Poe, Calvino, Moravia, Pratolini, Pasolini... pero acaso en menor medida. En fin, ahí están mis afinidades electivas. Pues bien, ha salido en estos días HOTEL ROMA de Pierre Adrian, un muy joven y talentoso escritor francés que se ha ocupado de Pasolini y ahora lo hace de su "oponente" Pavese, con este libro que se anuncia como una novela y no es una novela, que parece un ensayo biográfico pero tampoco es un ensayo biográfico, que tampoco es ni quiere ser un ensayo literario, pero que se lee bien, que no cuenta nada nuevo, que no incide en nada original pero que nos presenta a una personaje, Pavese, como lo que era, un pobre hombre, automarginado, distante, trabajador, exigente, pesado a veces, con el alma rota, con su corazón dividido entre sus Langhe, los paisajes de mito y de su infancia y Turín, el lugar de sus apariciones y de su vida intelectual y madura. No creo, lo digo con honestidad, que Pierre Adrián haya profundizado mucho en Pavese. Cuenta lo que ya sabíamos del genio piamontés, nos hace un retrato atractivo, sí, pero ya conocido, no añadiendo ninguna arista nueva. Se dice en la portada que PA retrata el último verano de Pavese, pero esto ni siquiera es cierto porque se ocupa muy de pasada por los últimos meses. Cierto es que Pavese no es demasiado expansivo en su diario en lo que respecta a su vida social, emocional o literaria, que los biógrafos como Lajolo fueron acaso demasiado creativos a la hora de afrontar una biografía y que los actuales como Vaccaneo, no acaban de dar el salto y colocarse ante una biografía si no definitiva, aproximadamente definitiva, pero nada de esto es óbice para entender que el libro de Adrian es un disparo al aire, un trabajo de cierto maquillaje que no se atreve a ser una novela (hay una especie de subtrama del descubrimiento pavesiano por parte del joven novelista recorriendo San Stefano Belbo, Turín, Brancaleone...), pero que dista mucho de ser una biografía que nos aporte una visión global o siquiera personal del escritor piamontés. Poco o nada nos dice sobre el mito, que en Pavese es esencial para entender su visión del mundo y de su última escritura, en concreto de quizás su mejor novela, La luna e i falò, de su labor de traductor y dinamizador de la literatura norteamericana en Italia, poco o nada sobre su meritoria labor en Einaudi, que bajo su batura se convirtió en una editorial de referencia en el ámbito italiano y europeo del momento. Todo parece girar sobre el por él mismo llamado vicio absurdo, el suicidio, un punto tan transcendental en su biografía como la idea del mito. La constante del suicidio es central en Pavese pues todos los ríos pavesianos se dirigen a él, ya desde su tierna juventud. El libro incide sobre otro de los puntos álgidos de Pavese: su conflictiva relación con la mujer... Y, sí, todo eso está muy bien, no lo discutimos, pero ése es ya un campo abonado donde es difícil sacar alguna nueva visión y para escribir viejas visiones, para no revisar nada, el esfuerzo de lectura quizás no valga la pena. El libro se lee bien, no ofrece dificultades, no se mete en ningún jardín (ni siquiera toca el tema del Cuaderno negro) y salva los escollos con naturalidad, pero yo esperaba más, mucho, mucho más del libro. Lo que sí me gusta es que las nuevas generaciones no se hayan olvidado del genio transalpino.

VARGAS LLOSA, SU SEGUNDA MUERTE

 

Mario Vargas Llosa ha muerto. Hoy es un día triste, muy triste No sólo para el arte y la lengua española, sino para la novelística universal. Quizás en los pocos años que nos restan no vayamos a conocer a nadie con semejante estatura artística. No sé si Cartarescu llegará a emularle. Pero centrémonos en Llosa. No es, desde luego, la primera vez que muere el gran maestro. Literariamente lo hizo hace mucho tiempo. Se autoinmoló, se disparó al corazón en lo que fue una especie de suicidio controlado. Pocas veces en mi vida de lector he visto un talento no sé si decir tan depauperado o tan cortocircuitado. Y, yo, incondicional lector suyo, sentí una pena infinita por asistir a un espectáculo tan deprimente. Muere Mario Vargas Llosa a los 89 años en Lima, el Nobel que enamoró a  Isabel Preysler | Mujerhoy

Nunca he sentido más pena y más rebeldía por un escritor de la que he sentido por Vargas Llosa. Lo digo de verdad, lo digo desde la admiración más absoluta y yo creía que incondicional. Dicho esto, con Mario Vargas Llosa muere el novelista más capaz de la lengua española tras Cervantes. Pocos novelistas de cualquier tradición y cualquier lengua poseen tal cantidad de obras de primera magnitud. La ciudad y los perros, Los cachorros, La casa verde, La guerra del fin del mundo, Conversación en la catedral o La fiesta del Chivo son obras maestras indiscutibles. En todas ellas Vargas, desde un lenguaje deslumbrante, desde una concepción inigualable de la estrategia literaria, desde un conocimiento prodigioso del oficio y, por qué no decirlo, desde una visión humanista del arte, nos ofrece una panoplia extraordinaria y pocas veces superada de obras maestras que lo colocan al lado de Zola, Balçac, sus amados Flaubert y Faulkner, de Dostoyevski, Tolstoi, García Márquez y muy pocos más. Todas -excepto La fiesta- esas obras curiosamente anteceden a sus ínfulas políticas que lo llevaron a jugarse la presidencia del Perú con el olvidable Fujimori y anteceden también a su visión neoliberal que lo aleja de lo que fue su principal criadero, el dolor y la injusticia en América del Sur que aparece obsesivamente como nudo corredizo en las obras mencionadas. Esa, las venas sangrantes de América, como diría Galeano, fueron su fuerza y su cosa. Sin ellas, Vargas quedó reducido a casi nada, a un escritor correcto y conocedor de su oficio. Poco más. Cuando se cambió de acera ideológica persistió el novelista, claro, persistió el artífice, pero la obra dejó de sangrar y era la sangre americana el gran ingrediente secreto de Vargas Llosa, su principal mina a cielo abierto. Pérez Reverte, Trapiello, Cercas y otros olvidables neoliberales nunca han enjaretado una buena novela, de manera que se pongan en el lugar que se pongan y adopten la ideología que adopten, uno no los echa de menos ni se solivianta por su falta de talento: su obra es vocacional y decididamente menor y, por ende, olvidable, autodegradable. No nos importa cómo estén construidas sus obras ni con qué material ideológico estén o no aparejadas: son pura cochambre. Allá ellos con los santos a quienes se encomienden. Con Vargas la cosa siempre fue distinta. Con Vargas sí, con Vargas lamentabas su caída en la inopia, su vacilación en la nada, su pérdida inaudita de palanca literaria. El último Vargas perdió la gracia del mar, dicho con palabras de Mishima. Vargas, sin su sangre india, sin el barro del Amazonas, sin el bolor de las calles limeñas, sin los Leoncio Prados, sin los cerros brasileños, sin los palmerales de Dominica, sin esa profunda visión de la condición y la miserabilidad humana que como un Amazonas se exhibe en toda su primera parte como novelista, no era gran cosa o al menos no el gran narrador que fue. Cinco libros fundamentales para conocer la obra de Vargas Llosa... y un  cuento que dio que hablar - Infobae 

Un novelista correcto, un novelista con un inmenso oficio y una tremenda inteligencia narrativa y poco más. Una novela como Travesuras de la niña mala, define cuanto digo (y Travesuras acaso sea su novela más defendible desde La fiesta del chivo), porque se trata de una novela divertida, correcta, con todo el saber y todas las triquiñuelas del gran narrador que era, pero a la que le faltaba lo más importante: sangre, barro, olor corporal, sumidero. Cuánta diferencia, pongo por caso, con La casa verde, acaso su mejor novela, o con el ritmo trepidante de La guerra o Conversación. Cada página de La casa verde parece escrita para la eternidad. Nunca, ya lo he dicho, he visto tanto talento desperdiciado como el de Vargas en sus obras finales, por eso digo que es el caso más palmario de escritor autoinmolado. Vargas era el costillar de América, era su sangre y se convirtió en un chaqué con patas, en un petulante, en alguien que no sólo no honraba sino que manchaba la memoria del grande, del grandísimo novelista que fue. Si alguien leyera estos comentarios desde una perspectiva ideológica se estaría equivocando. Yo a ningún escritor lo mido por su sesgo ideológico. Gente como Hamsun, Chesterton o Celine me parecen extraordinarios. Viaje al fin de la noche o La muerte a crédito me parecen obras inmensas, pero en Vargas su caída del caballo ideológico vino a coincidir con su batacazo -porque batacazo ha sido- artístico. Dicho esto, la obra de Llosa se cierra dejándonos, ya se ha dicho, una panoplia pocas veces vista de obras maestras.


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La fiesta, que no es ni con mucho su mejor novela, sí lo es de su segunda etapa, la que considero menor, muy menor. Es, cómo decirlo, su cisne negro. En todo caso ahí sigue abordando el tema del poder, el destino vía poder, diría yo, que es, según creo su mayor aportación temática a la novela. La ciudad, Conversación, La guerra, Los cachorros abordan ese tema de una manera o de otra. Su escritura, desde el principio, es una escritura política, y aborda temas como el poder, la tensión y el sufrimiento social... de modo que cuando se aleja de ese espectro, su novelística cae, se disuelve en el oficio, inmenso, eso sí, pero el oficio no se sustenta en nada. El oficio es estructural, sirve para colgar algo en él, para sostener un pensamiento, pero luego, si no hay pensamiento o es manifiestamente mejorable o esta carcomido, como dices, por el ego, pues no vale de casi nada ser un artífice de puta madre, ser un ingeniero magnífico, ser un preciso costurero... Y sí, claro, su dimensión pública, su ego desmedido y todo eso, llevas razón, son en él inhibidores de talento. El caso es que se defenestró hace mucho.


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Muere Mario Vargas Llosa a los 89 años: cinco novelas que hay que volver a  leer (o descubrir)Cierto es que mi texto puede parecer caníbal. Quizás lo sea, pero te juro que en mi mente no estaba el denigrar al maestro. Nada de eso. Era constatar algo que yo veo muy caro. El tema de Vargas en su primera etapa es el poder, visto desde distintos ángulos. El poder estructural en La ciudad, o en Los cachorros, el poder como corrupción en Conversación, el poder como opresión en La casa, el poder ideológico en La guerra, el poder testosterónico y como poder en La fiesta- obra de su segunda parte, por así decir. Cuando ya en pleno declive escribe La fiesta, su obra resurge. Entonces ya ideológicamente está donde está, pero su literatura se salva en esa novela porque trata de algo que ha formado parte de su creo. Dirás que también ocurre en El sueño del celta, sí, pero ahí Llosa ya está como ausente, ahí, como En el paraíso Vargas ha dejado de ser Vargas, ya no existe el sustento ideológico que lo sustentaba. No hablo de política, no hablo de ideología, sino más bien de visión del mundo. Hablo de sustratos, hablo de estructuras mentales, hablo de verdad interior, frente a verdad exterior. Lo que le pasa a Vargas es que pierde la gracia, pierde, no su oficio, no su inteligencia ni su capacidad fabuladora, pero le falta tema, le falta creérselo, le falta gracia. Y el tipo simpático que era, se vuelve antipático, se reboza en poder -eso que él había denostado, eso que había sido el armazón de su novela anterior. Quizás como dice David Torres en El diario.es, tal vez se tratase de ego, de estatus, no lo sé. El caso es que su novela cae estrepitosamente. Mirad, ayer Cercas en el telediario hizo un panegírico de VL, pues bien, sólo mencionó obras de su primera parte, antes de su cambio ideológico y eso que Cercas, como he dicho, tira al monte, pero lo claro es que hay dos Vargas, uno el de sus comienzos y otro el de su final. Hay tanta distancia entre ellos que es lo que llama la atención.


EL CASO DE LUISGE, EL ASESINO Y ANAGRAMA

EL CASO DE LUISGE, EL ASESINO Y ANAGRAMA


De cómo se instaló la gata dentro de la chozaYo soy de los que, siendo habitual comprador y lector de libros de Anagrama, voy a boicotear a la editorial y, por supuesto al autor. He tenido relación con él cuando dirigía Ñ, donde me publicaron alguna cosa y creo que intercambié con él algún e-mail. Lo que quiero advertir es que no hay en mí la menor animadversión contra este autor y contra esta editorial. Todo lo contrario. He escuchado pacientemente ciertas reflexiones sobre el asunto precisamente porque necesitaba tener el contrapunto a mi inicial punto de vista sobre este caso. Se habla de A sangre fría. Yo he leído e incluso releído con mucho interés A sangre fría. Lo hice hace cuarenta años y para mí no hubo la menor diferencia entre ese texto y, pongo por caso, Desayuno en Tiffanys´. Ambos eran pura literatura y ambos me gustaron. Hasta el punto que los he releído en más de dos o tres ocasiones. La última vez hace un año porque escribí en este mismo blog una reseña sobre Capote que puedes consultar. Eso para decirte que a mí el actual caso me parece distinto. Y por qué es distinto, te preguntarás como lector: porque conocemos el caso, porque es un caso vivo, es un caso sangrante, es un caso concreto. El asesinato de los Clutter no deja de ser para mí un asunto abstracto y lejano. Yo como lector no he podido ponerme en el caso de ningún asesinado del rancho de Kansas, pues no los conocía. ¿Debería rechazar un libro porque en él se viole a una chavala, se mate a un individuo o se torture a un pobre muchacho argentino o madrileño de los ´60? ¿Debiera rechazar la lectura de Crimen y Castigo, debiera dejar de leer al Boris Vian de Escupiré, al DHammett de Cosecha roja o incluso al Homero de La Ilíada porque en sus páginas se comentan crímenes nefandos? No, claro que no. ¿Entonces dónde está la diferencia? Desde qué punto debemos partir, dónde queda la divisoria. ¿Por qué el libro de Hammett no nos produce controversia y éste sí? Querría que, como he tratado de hacer yo, te lo preguntaras tú mismo, porque este tema no se dilucida, como tantos en literatura, con respuestas, sino con preguntas. ¿Por qué salgo a comentar esto en este libro concreto y no salgo a hacerlo en el caso de un libro, no sé, de Zúñiga o de Bolaño, que dedica algunas páginas a los crímenes de Tijuana? ¿Son menos tremendos los asesinatos de Tijuana que los de Córdoba? La respuesta es no, como no son menos tremendas las muertes en el tsunami tailandés, que en la dana valenciana, ni es menos tremendo el atentado de las Torres Gemelas de NY que los atentados a los trenes de Madrid. ¿Por qué unos nos conmueven más que otros si en todos mueren personas? Porque es una evidencia empírica que los muertos de Valencia y de Madrid nos conmueven más que los otros citados. Por el mismo conducto psicológico que nos conmueven más los muertos de ayer, los de la Dana de Paiporta que los de hace casi setenta años del Tera, en Zamora. Y hemos llegado a la palabra clave, conmoción. Este libro concreto apela más a la conmoción que, como dice el autor y la editorial, al conocimiento del mal. Este libro es un producto editorial, como se lee en el entrelineado del comunicado de la editorial. ¿Se puede hacer una novela igual de potente o lo que sea, sin apelar al caso concreto y fehaciente, sin poner el foco en la herida punzante, sin apelar al morbo, por decirlo con claridad? Sí pero no. Se puede hacer, sí, pero vende menos. Claro que la literatura ha de llegar a describir los límites de lo humano, claro que ha de tratar de la crueldad, de la psicopatía, etc. pero ¿es que no lo ha hecho y lo ha venido haciendo sin que los lectores avezados como yo enseñen las uñas como es el caso? Me sorprende que en el suelto de la editorial -no he leído la novela- no haya la menor referencia a Ruth, la madre que sigue teniendo nombre y uñas, y a los niños que este monstruo cuyo nombre no pronuncio siquiera asesinó. Y de eso se trata, de que en este caso (no en el de Capote y oros que se nombran) no se ha tenido en cuenta el dolor de Ruth, la madre de esos hijos. Lo prueba el comunicado editorial. ¿Te has parado a pensar en la carga inneceria y adicional de sufrimiento que la editorial y el autor han infringido sobre las espaldas de esta mujer? ¿Era evitable esto, me pregunto (otra pregunta)? Si el autor quería entrar en la "zona oscura", como apela, por qué en vez de ir al asesino, por qué en vez de empatizar con el asesino, no lo ha hecho con la víctima. ¿Y si después de ir a la zona oscura ya ha cubierto su "curiosidad intelectual y humana" por qué no ha dejado la novela en el cajón y por qué no ha tenido la deferencia humana, por qué no ha tenido elegancia y la empatía suficiente como para ponese en contacto con Ruth? ¿Qué temía de esta mujer dolorosa que también tiene derechos y también, como él, sentimientos y límites? ¿Es que no le ha servido nada al autor el sufrimiento que le infringieron cuando niño por su diferencialidad sexual? Porque ahí en el sufrimiento y en la visión de Ruth hay sin ninguna duda una novela. Una novela como la otra. No me cabe la menor duda. Pero no, el autor o la editorial no revelan la menor empatía por Ruth. Su preocupación y sus límites son la derrota judicial. Si el juez dice palante, la novela irá palante y empzará a dar dividendos. Tan crudo como eso. El comunicado apela a la libertad de expresión y todo eso, pero no apela al nombre de Ruth. Para ellos Ruth no existe, para ellos el dolor de Ruth es, ¿cómo decían?, un dolor colateral y prescindible. Y ahí, amigo, está el limite. Puedes escribir sobre lo que quieras pero no causar un dolor innecesario y terrible sobre alguien que ya ha experimentado el mayor dolor que se puede experimentar en vida: la muerte de un hijo (en este caso de dos) de manera violenta y por quien ha sido su padre. Quisiera que por un instante, lector, te pusieras en el alma de esta mujer, hoy, ayer. Yo perdí a un hermano con 11 años y casi puedo imaginar lo que es el hondísimo dolor de una madre. Puedo asegurártelo. Yo vi a mi madre cómo se moría en vida. ¿Le evitarías ese dolor innecesario a una madre rota que sólo te beneficia a ti, a tu ego, a tu cuenta corriente? Kafka Op Het Strand¿Por qué no te preguntas por qué el autor ha tomado este caso y no el de un crimen similar en Croacia o Bolivia, porque estoy seguro de que en Croacia y en Bolivia también hay crímenes de este tipo y de querer entrar en las tripas del mal lo mismo valdría un caso que otro con la enorme ventaja de que la mujer Croata nunca sabría que alguien toca el piano con su dolor? En España hay dos mil novelistas como éste, pero ninguno ha querido hurgar en esa herida. ¿Te has preguntado el por qué? Son preguntas, más que respuestas las que aquí nos hacen caminar. La libertad de expresión y la libertad de creación no tienen otros límites que los que, nosotros, como creadores, queramos darles. Nosostros, cada uno de nosotros, delimitamos el terreno de juego de nuestra indagación literaria. El autor es libre de escribir sobre lo que le parezca, pero en esta libertad, como en todas, hay límites de juego. Imagina por un momento, que estuvieras escribiendo una novela sobre el sufrimiento animal. Imagina que en uno de sus capítulos se diera la escena de despanzurrar un gato como hace Murakami en Kafka en la orilla, ¿te ves despanzurrando a tu propio gato para saber cómo se vive esa experiencia. ¿Dónde te pondrías tú el límite o te dejarías convence por la libertad de expresión y despanzurrarías a tu gato delante de tu mujer o de tus hijos para que tu párrafo tuviera verdad empírica? Tú mismo debes responder una y otra vez dónde quedan tus límites, en virtud de los conflictos que te plantee el texto. Yo no haría según que cosas y no haría una novela donde despanzurraría a una mujer que ya tiene suficiente con lo que tiene, una mujer que ya ha recibido mucho más dolor del que puede soportar y que merece descanso y olvido, y, por dios, merece que nadie venga a hurgar en su herida. Y esta es toda o parte de mi mi reflexión. Y como dice Magüi, tampoco le daría bola ni publicidad al asesino. Esto ya lo estudió Pessoa en Erostenes, el pirómano de la biblioteca de Éfeso.


RICARDO BADA, IN MEMORIAM

 


RICARDO BADA
 
Muere en Alemania el periodista y escritor onubense Ricardo BadaMe acabo de enterar. Ricardo Bada murió el pasado 8 de febrero. Que la tierra le sea leve. Al parecer hace tiempo que la vida le pesaba. Descanse la voz, la voz que tanta luz dio a la literatura. Un gran cronopio. Adiós, amigo.
Mi relación con Ricardo ha sido por decirlo así, epidérmica, extraña. Cuando pasaba por Huelva, cada vez menos como es lógico, solía llamarme y su voz de barítono envolvía la sala donde yo lo escuchaba como si en vez de una voz humana fuera la voz de la memoria o la voz enjaulada de la catedral de Colonia, que él hubiera interiorizado. Me hablaba entonces de Cortázar, de Grass, a quien tradujo, de Cela, de García Márquez, de Donoso, de Rulfo, de Llosa, de Ribeyro. Fue, desde esa Köln que él hizo suya, un embajador de la literatura en español a ambos lados del charco. Un eterno cronopio que desde su micrófono suscitaba otras voces camineras como la suya. Nunca nos conocimos personalmente y por eso hoy subrayo lo de su voz de casa grande. Su padres tenían una zapatería en Huelva y de joven ya mostró un agudo interés por los libros que un tío de Pilar, mi esposa, de nombre Tomás, fomentaba con lecturas cada vez más alejadas e inverosímiles. Siempre agradeció aquel primer impulso y sé que ya viejo Tomás, hablaron alguna que otra vez. Un día, no hace tanto, le pedí un dato del exilio americano que él conocía tan bien, y aun siendo difícil -rayando lo imposible- el encargo, no habían pasado tres horas cuando aquello que yo coniseraba un imposible, lo tenía frente a mí. Era infalible en eso. Conocía gente en todas partes, sus tentáculos llegaban hasta los mismos infiernos. Lo comprobé esa vez.
Como escritor lo conocí con un cuento que creo se titulaba el perro del Fhurer, y que narraba la historia posiblemente autobiográfica de un ciclista que recorre la ciudad y todos los días encuentra a un hombre elegante y gentil que pasea amorosamente un perro. No cuento el final pero en su título hay ya abundantes pistas... En fin, ese cuento me sobrecogió. Leí mucho de su diario que enviaba los domingos y leí esa anotación en la que su casa ardía y tenía que internar a su mujer en una institución alemana, donde él también se acabó internando. Era sobrecogedor el relato de aquella tragedia. Hacía mucho que nada sabia de él pero esta tarde -esta misma tarde- me acordé de él mientras escuchaba en un documental de historia a unos soldados alemanes contada sin doblaje. Me pregunté entonces que qué sería de Ricardo y, puedo jurarlo, me pregunté si habría muerto sin que yo me enterase. No fue un recuerdo más, fue algo extraño y lo digo yo que no suelo referir estas cosas o no suelo darles importancia. Fue abrir el móvil y, zas, enterarme de su muerte. Es como si me estuviera esperando. Falleció hace cuatro días en su Colonia. Ya no volveremos a escuchar la voz de Ricardo. Muere un valioso enlace de la cultura española, un hombre cabal.
 
 

AMOS Y PERROS

RICARDO BADA



De mi casa al trabajo son unos ocho kilómetros, que recorro a diario, ida y vuelta, con mi bicicleta. Salgo de casa, doblo a la derecha y enseguida me adentro en el bosque, y al final del bosque una breve curva a la derecha y ya estoy a la orilla izquierda del Rhin, por donde sigo hasta el duro banco de la galera turquesa donde gano con el sudor de mi frente el pan nuestro de cada día.

Ricardo Bada: Memorias de un niño de la guerra civil – América 2.1Adquirí la costumbre de ir al trabajo en bicicleta no importa en qué condiciones climatológicas (excepto el hielo, que es traicionero de suyo), desde que nos mudamos a este pueblito de pescadores... de cuando se pescaba en el Rhin, claro está. Un pueblito donde acaba Colonia, por el sur, y luego siguen las refinerías de Wesseling. Y el trayecto diario, sobre todo el matutino, me ha servido para entablar notables amistades que en la mayoría de los casos se reducen al “buenos días” intercambiado con otros ciclistas que vienen en dirección opuesta o me adelantan, o con jinetes que pululan por aquí gracias a la difundida creencia de que cabalgar es una buena terapia para los achaques de la columna vertebral, o con señoras y señores, más señoras que señores, que sacan a sus perros a pasear y a que abonen con sus aguas menores y mayores los campos labrantíos que siguen existiendo en las lindes del bosque.

De entre todas esas amistades, la más asidua, además de haber sido la primera, es con el señor Todt, Herr Todt, por quien se escribe este cuento.

Mi amistad con el señor Todt se inició un lluvioso día de primavera de hace ya algunos años. El señor Todt estaba sentado en un banco del sendero, y del amparo de su amplio paraguas casi sólo sobresalían sus para mí inconfundibles piernas, embutidas en pantalones de pana hasta debajo de las rodillas y gruesas medias de lana a rombos de colores entre las perneras y las recias botas de suelas aún más recias, de la consistencia de las blasfemias bávaras. Como me sentí obligado a tocar el timbre de la bicicleta, porque su pachón andaba zigzagueando por el camino sin un rumbo que me permitiera intuir si lo iba a chocar por el hocico o por el trasero, el señor Todt alzó su paraguas, focalizó la situación, le gritó algo al pachón, y yo hubiese seguido adelante tras un “¡Danke!”, y a buen seguro un “¡Morgen!”, a no ser porque el señor Todt se irguió en toda su estatura protegida por el paraguas, y me preguntó:

¿… a pesar de la lluvia?

Esto último fue lo único que entendí, pues no contaba con su intento de comunicación y seguí pedaleando. Me detuve, frenando con el pie en el pedal derecho y afianzándome luego en el suelo mientras me daba vuelta:

Perdone, no entendí lo que dijo.

¿Cómo? –me espetó el señor Todt, en un tono de voz inusualmente alto, y por él me di cuenta de que mi interlocutor era bastante sordo.

¡Le dije que no entendí lo que me dijo!

Ah –y bajó la voz como hacen todos los sordos cuando notan por el rostro de quienes les hablan que éstos les están gritando–. Le pregunté que si siempre va a su trabajo en bicicleta aunque esté lloviendo.

Así de sencillo fue el comienzo de nuestra amistad, allá por 1980, cuando ya hacía casi cinco años que nos habíamos encontrado poco más o menos que a diario por el camino del bosque. A partir de aquella lejana mañana primaveral, no hubo vez que nos divisáramos de lejos y en que no se preparase el señor Todt para destocarse cortésmente al pasar yo a su lado, mientras que yo, por mi parte, dejaba de pedalear para poder cruzar entre él y su pachón llevado por la inercia del impulso adquirido. Lo normal era que sólo intercambiáramos un saludo matutino y algún otro, siempre breve, comentario meteorológico.

No sé si por su sordera, o a lo mejor por una discreción propia de sus orígenes (a mí se me hacía que el señor Todt no era coloniense, ni siquiera renano; yo me lo figuraba, no sé por qué, refugiado del este, de Masuria o la Prusia oriental...), pero lo cierto es que nunca hizo alusión a mi inconfundible acento extranjero. Hasta que un día en que nos tomamos tiempo para platicar comentando el fastuoso espectáculo de un faisán, me preguntó a boca de jarro:

Sí no es indiscreción, ¿de dónde es usted?

Soy español... –y puse especial énfasis en pronunciar eschpañol y no spañol, como suelen hacer mis compatriotas incluso después de toda una vida en Alemania.

Resultó que el señor Todt conocía España. Y me habló de la impresión que le produjo la tierra tan roja, vista desde el avión. Lo mismo que había impresionado a mi mujer neerlandesa la primera vez que voló conmigo a Madrid.

Sí –le dije al señor Todt–, pero también tan verde, no sé qué lugar conoce de mi país, pero Galicia, Asturias, el País Vasco, por ejemplo, son muy verdes.

Sus ojos se achicaron con un movimiento similar (e inverso) al de la lente de un microscopio que busca el máximo de nitidez, en este caso dentro de sus recuerdos.

Es verdad –asintió al cabo de unos instantes–, el País Vasco es muy verde, muy verde.

En aquel período de mi vida, durante varios meses, intenté llevar un diario, y gracias a él recupero ahora un momento de estupefacción del señor Todt tal como lo transcribí entonces: “Abril 27 (1987). Encuentro en el bosque con el señor del pachón. Me pregunta que si vi anoche el programa de la 1ª cadena de TV. Le digo que no tenemos televisor. Su asombro infinito casi me da pena. Le explico nuestro rechazo de ese medio de masificación comunicada. Menea sin mucha convicción su sólida cabeza. Tengo prisa y me despido sin preguntarle qué programa me perdí.”

No hay que decir, pues no se vive en Colonia sin caer en ciertos tópicos, que uno de los temas recurrentes en nuestras conversaciones o más bien en los monólogos del señor Todt conmigo, era el Padre Rhin. Sobre todo en época de grandes lluvias o de deshielos. Cuando el Padre Rhin decide salirse de madre y hacernos la puñeta a todos sus hijos más próximos.

Fue con ocasión de una de sus riadas más grandes que me vine a enterar de dónde vivía el señor Todt. Yo ya sabía, por el periódico y por el informativo de la radio, que las aguas habían rebasado, esa madrugada, las praderas ribereñas y empezaban a anegar los sótanos y los entresuelos de las calles costaneras. Ese día me encontré al señor Todt, puntual como un filósofo prusiano, en la esquina de las canchas de tenis con el Fuchskaulenweg.

¿Ha salido de casa en barca o lo hizo todavía a pie enjuto? –me preguntó, y la referencia bíblica parecía confirmar que venía de una comarca pietista, ¿por qué no la Prusia oriental?

A pie enjuto –le contesté–, ¿y usted?

También, yo vivo acá a la vuelta, en la Mühsamstrasse.

Poco faltó para que me echase a reír. ¡Nada menos que en la calle Mühsam! Por supuesto que no tuve valor para decirle que lo que menos me hubiese imaginado, por muchos días de vida que me quedaran, es que viviese en una calle rotulada con el nombre de mi bienamado anarquista, el político alemán moderno que más quiero, junto a Carl von Ossietzky y Rosa Luxemburgo.

Algunos años después, y una vez más en época de riadas, una riada que en esta oportunidad amenazaba con ser “la del siglo” (lenguaje de la prensa), también supe la edad del señor Todt. Desde que lo vi detenerse al divisarme en el camino, y por su actitud exultante, imaginé que me tenía preparada una de sus clásicas bromas acerca del Arca de Noé, la ballena de Jonás o el Nautilus del capitán Nemo. Pero no. Esta vez me equivoqué de medio a medio. Apenas llegué a su altura y, prácticamente sin solución de continuidad con su “¡Guten Morgen!”, me espetó su efeméride:

¿Sabe una cosa? Mañana cumplo ochenta y cinco años.

Mañana sería el 21 de diciembre. Yo conocía bien la fecha, el aniversario de un alemán contemporáneo que nos dejó huérfanos ocho años atrás. Así que se lo dije:

Pues no sé si lo sabe, pero entonces tiene usted cumpleaños el mismo día que lo tenía Heinrich Böll.

Una expresión que me pareció de perplejidad restó bonhomía por un instante a los rasgos de aquel rostro distendido por la sonrisa. En su vida ha oído el nombre de Böll, fue lo que pensé. Pero luego, mientras continuaba mi camino al trabajo, después de haber felicitado al señor Todt, pensé que tal vez no fuese perplejidad sino rechazo lo que había aflorado a su cara. A fin de cuentas ¿qué razones de peso, qué razones objetivas tenía yo para pensar que era prusiano y pietista? De repente me di cuenta de que el señor Todt podía ser perfectamente coloniense o al menos renano, ¡y católico!, de aquellos católicos para quienes el nombre de don Enrique era sinónimo de herejía, blasfemia y qué sé yo cuántas cosas más.

Al poco tiempo mi vida laboral experimentó un cambio notable que me obligaba a levantarme bastante más temprano y llegar al trabajo con una puntualidad de reglamento, de tal manera que dejé de ver por muchos meses al señor Todt y a su pachón.

Fue ya entrado el otoño, y en un día sábado, que salía de casa a la misma hora de meses atrás, para retirar en la oficina de correos una carta certificada, para lo cual tenía que atravesar el bosque y acudir al pueblo inmediato. Y ahí vi venir hacia mí, a la altura de las canchas de tenis, al perro pachón del señor Todt. Sólo que atraillado a una correa cuyo extremo asía con mano firme una robusta anciana vestida de oscuro y a quien yo no conocía de nada.

El pachón se detuvo al verme llegar, y estoy tentado a decir que el movimiento de su rabo fue un saludo que se correspondió con mi automático “¡Guten Tag!” y el no menos automático “¡Guten Tag!” de la anciana. Continué mi camino, llegué al otro pueblo, retiré la carta certificada, regresé a casa y en ningún momento me abandonó la sospecha de que un eslabón de la cadena de mis queridas costumbres se había roto, y de que yo acababa de enterarme de ello de la misma manera que los vecinos de Königsberg se habrían enterado de la muerte de Kant. Por la inesperada ausencia de su reloj de carne y hueso, de levita y galera.

Luego de almorzar, despejé mi mesa de trabajo y amontoné a mi derecha los fajos de periódicos de los últimos seis meses. Los había ido guardando para una colaboración prometida al suplemento cultural de un diario madrileño: un ensayo sobre la cita literaria en las esquelas necrológicas de los periódicos alemanes. Sistemáticamente comencé a retroceder, ejemplar por ejemplar, deteniéndome nada más que en las páginas de las esquelas, tijera en mano, seleccionando y recortando sólo aquellas encabezadas por una cita.

El montón de diarios a mi derecha fue disminuyendo poco a poco dejando a mis pies otro montón y a mi izquierda una colección de recortes. Alguien menos tozudo que yo habría abandonado la tarea secundaria hacía algunas horas, pues la primaria y original ya estaba cumplida con creces. Pero el corazón me seguía diciendo que la esquela que yo buscaba, ésa, sí, iba a aparecer. Y apareció, sí. Hasta con una cita.

La cita, que me dejó estupefacto, era de las auténticas últimas palabras de Goethe: “Ven, hijita, dame la patita”, que no suenan en alemán lo ridículas que resultan en castellano. En cuanto al texto no me dejó lugar a ninguna duda. Hermann Todt, nacido el 21/XII/1908 en Jena/Turingia, había fallecido en Colonia el 26/IV/1994. Su desconsolada viuda, hijos (dos), nietos (cinco), nueras y demás parientes, comunicaban la triste noticia y daban como domicilio mortuorio el n° 14 de la Mühsamstrasse. El entierro tendría lugar el sábado 29/IV, en el cementerio del bosque de Rodenkirchen.

Allí me dirigí, donquijote sobre mi rocinante holandés de acero y neumáticos, después del desayuno del domingo. Quería despedirme de mi amigo el señor Todt, cuyo nombre (ahora debo revelarlo) sólo había sabido al leer su esquela mortuoria. Familiarizado como estoy desde hace mucho tiempo con las costumbres de los enterramientos gracias a mi casi maniática pasión por los cementerios, y conocedor además a carta cabal de éste de Rodenkirchen, no me fue difícil dar con la tumba del señor Todt. Lucía cuidada y era muy sencilla. Sin cruz. Nada más que una lápida con el nombre y las fechas liminares. Un farolito con una débil llama sobre la derretida cera roja era el único adorno al pie de un minúsculo cantero de nomeolvides embutido en la lápida. Alguien, quizás la viuda, organizó el piadoso gesto de insertar en ese cantero, como si fuese una condecoración, la franja de una de las coronas que debieron amontonarse sobre la tumba el día del entierro. En esa ancha tira tricolor, amarillo-rojo-negro, centelleaba la purpurina de unas palabras en un español casi impecable: Nunca te olvidaremos: Tus Kamaradas de la Legión Cóndor.

Nota epilogal: Este es un cuento sobre los asesinos que siguen viviendo entre nosotros.

Baste recordar que la Legión Cóndor, enviada por Hitler para apoyar al inferiocre general Franco en su rebelión contra la República, fue la autora del criminal bombardeo de Guernica el 26 de abril de 1937. Con razón Herr Todt recordaba aún que el País Vasco, visto desde arriba, es muy verde, y con razón no se perdió el programa de la televisión alemana en el cincuentenario del bombardeo. Él mismo moriría en el 57° aniversario de ese día luctuoso.


PESSOA, EL HOMBRE D ELOS SUEÑOS

 

te adelanto el prólogo de PESSOA, EL HOMBRE DE LOS SUEÑOS (Ed. del Subsuelo, Barcelona, 2023)


Libro: Pessoa, el hombre de los sueños - 9788412275490 - Moya, Manuel - ·  Marcial Pons LibreroFernando Pessoa es, en nuestro imaginario de lectores del siglo xxi, un hombre tan singular como fascinante. Y tan fascinante, ay, como desconocido. Sobre él pesa más la leyenda o las leyendas que la probada realidad. Su primera singularidad estriba en que se lo conoce antes y mejor por su caso que por su obra. Entre quienes no lo han leído lo suficiente existe la sospecha de que su celebridad está más unida a su peculiaridad heteronímica que al valor de sus versos, y este es el primer tópico que es necesario romper. La importancia de Pessoa reside en su obra, una de las más sólidas, originales y gratificantes del siglo xx. Pessoa, Caeiro, Campos, Reis y Soares son autores clásicos sin posible discusión. Leer a cualquiera de ellos resulta una experiencia fascinante. La genial anormalidad consiste en que los 5 -pero hay más- cohabiten en un mismo individuo y que ese individuo nos parezca, así, sin más, un pobre hombre.

Otro de los tópicos más consolidados en torno a Fernando Pessoa tiene que ver con su vida o, mejor, con su ausencia de vida. Se ha extendido un cierto convenio crítico por el cual Pessoa carece de vida y, por tanto, su obra, ingente, ha de ocupar las vastas regiones de niebla que no nos proporcionan sus vivencias. Su biografía habría de descansar únicamente en su obra. Pero, cuidado, estamos ante el autor de «Autopsicografía», ¿recuerdan?, aquel poema que empieza por afirmar que «El poeta es un fingidor / que finge tan completamente / que llega a fingir que es dolor /el dolor que de veras siente.// Y cuantos leen lo que escribe, / en el dolor leído sienten, / no los dolores que tuvo / sino el que ellos no tienen.// Y así gira en los raíles, /por engañar la razón, /ese trencito de cuerda /que se llama corazón».1 En el arranque de su conocido y sugerente ensayo El desconocido de sí mismo, publicado en 1964, Octavio Paz se refiere así a Pessoa: «Los poetas no tienen biografía. Su obra es su biografía. Pessoa, que dudó siempre de la realidad de este mundo, aprobaría sin vacilar que fuese directamente a sus poemas, olvidando los incidentes y los accidentes de su existencia terrestre». El propio poeta, en un texto que Paz no pudo conocer, daba la razón al mexicano, pero, aun así, contradiciendo a ambos y siguiendo a Crespo, que lo estudió con asiduidad, no estamos tan seguros de que Pessoa carezca de biografía y, menos aún, que esta no ejerciera una definitiva influencia en sus escritos. Para un tipo como Fernando Pessoa, al que vemos como un Sísifo que empujara una y otra vez la pesada piedra sobre la pina cuesta de su existencia, para luego, ay, verla rodar ladera abajo, para alguien como él, decíamos, siempre menesteroso, siempre dependiente de unos reales, siempre atado a pequeñas transacciones, siempre asomado activamente a la política de su país, siempre en el vértigo de la necesidad, su ajetreada vida va al par de sus escritos. Es más, su vida es el esqueleto donde se sujetan sus escritos. Hay que haber estado sin blanca durante una buena temporada para saber cuánta biografía oculta cabe en cada día. En Hambre, de Hamsun, hay tanta o más biografía que en muchas de las convulsas memorias de ciertos aventureros contemporáneos. Al final de su vida, Pessoa reconocía no estar preparado para afrontar dos asuntos: hallarse sin blanca y las tormentas. Quizás no nos hallemos biográficamente ante un Byron o un Almada Negreiros, es posible que ni siquiera estemos ante un Rilke, un Kipling o un Dino Campana, pero hay que afirmar cuanto antes que, pese a (casi) no salir de su ciudad natal en treinta años, pese a no haber disfrutado de una chispeante vida amorosa, pese a no haber luchado en ningún frente, pese a su pinta de hastiado oficinista, Fernando Pessoa se manejó en una vida intensa, tanto en lo intelectual como en lo vivencial. Sin ella, la comprensión humana que destilan sus escritos o sus vínculos con la oportunidad histórica que lo rodeó, acaso nos puedan parecer de interés, pues lo que la obra de Pessoa nos ofrece es una densidad humana pocas veces vista. Por esa razón se lo lee. Pessoa no es el poeta neutral encerrado en la tópica torre de marfil. Es lo que habría deseado, pero para esto hubiera necesitado liberarse de la ficción humana, y eso nunca lo logró. Mucha de su obra surge de esa sed de libertad que no logró conquistar. Consiguió asentar su vida fuera de algunas ficciones sociales, pero nunca pudo liberarse de las cadenas con que la supervivencia lo apretaba y que le resultaban tan insoportables. Tuvo que cargar con una vida nimbada de pueriles acontecimientos que lo zaherían, lo incomodaban y le rasgaban el alma.

Otra historia distinta es que, tras su llegada definitiva a Lisboa en 1905, un joven Pessoa, cansado de accidentes y desventuras, se impone a sí mismo rehuir cualquier aventura biográfica que lo aleje de su objetivo. Pero aun así, bastaría saber que desde su llegada a Lisboa hasta 1920 se arrastró por más de 20 domicilios distintos, y casi cada uno de ellos significó un pequeño revés en su vida, fundó, ideó y fracasó en decenas de empresas de distinta índole, fue poeta vanguardista, polemizó con todo bicho viviente, experimentó con profesiones casi inéditas para su época -como la de publicista o la de inventor-, luchó contra los demonios de la depresión y si no ingresó en un psiquiátrico fue porque siempre anduvo sin blanca, vio cómo amigos suyos tomaban el atajo del suicidio, él mismo pensó en él en más de una ocasión, pasó necesidades, tuvo deudas, sableó a sus amigos y parientes, se sintió humillado en demasiadas ocasiones, renunció a una vida confortable, participó en conspiraciones, conoció y trató con personajes célebres, como Aleister Crowley, aceptó su papel de polemista en causas hostiles, inventó ismos, amó o medio amó a una mujer, Ophelia, se consumió en otros amores secretos, vivió ante el permanente acecho de la locura y de la incertidumbre y fue a la muerte por su propio pie, entregándose a ella en un suicidio aplazado trago a trago. ¿Quieren mayor biografía? Uno de sus proyectos más duraderos se tituló Libro del desasosiego. Ese título, que no corrigió -él, que era tan de corregir el título, el contenido y la forma de sus obras-, lo acompañó media vida hasta la tumba, y lo acompañó porque nunca dejó de saberse en el desasosiego, en ese querer escapar y no poder.

Libro: Pessoa, el hombre de los sueños - 9788412275490 - Moya, Manuel - ·  Marcial Pons LibreroEso en los años que van desde 1905 hasta su muerte, en 1935, porque antes son muy pocos los niños que pueden exhibir tanta y tan desdichada biografía. Repasemos: la muerte del padre con 5 años, el inmediato derrumbe familiar derivado de este hecho, el trasplante a otra cultura, a otro continente y a otra lengua con apenas 7 años, la muerte sucesiva de tres de sus hermanos antes de cumplir los 14, los cuatro viajes por las costas africanas que le hacen vislumbrar, desde Dakar o Las Palmas hasta Zanzíbar o el estrecho de Suez (lo que lo convierte en un nuevo Diogo Cão o un émulo de Vasco de Gama), la incertidumbre de la guerra de los bóers, las injusticias y decepciones que sufre por ser un extranjero en Sudáfrica, las tensiones con su familia acerca de su porvenir... ¿Quién podría afirmar, pues, que Pessoa carece de biografía? Lo que ocurre es que esta se nos presenta tan sólidamente soldada a su escritura, tan por debajo de ella en su deslumbramiento, que a casi todos pasa desapercibida. Pero el hecho de que, encandilados por la originalidad y la visión dramática del personaje, pasemos por su vida casi sin darnos cuenta, no significa que podamos desentendernos de ella.

La vida de Pessoa, que va de 1888 a 1935, transcurre en un tiempo de cambio y desasosiego del que el poeta no puede sustraerse. Pessoa fue un hombre de su tiempo, que reflexionará privada y públicamente sobre el espacio histórico y sociológico donde le tocó vivir. Podríamos afirmar que su biografía es también la de su tiempo y que siguiendo a Pessoa seguimos los acontecimientos históricos y los conflictos de fondo que se desarrollaron en su tiempo, tanto en Lisboa, como en Portugal y Europa. Muy pocas personas como él ejemplifican su época y las convulsiones de fondo. Hombre de su tiempo, se interesó por las novelas policiales, que entonces estaban en su máximo esplendor, por las novedades científicas y culturales, por las vanguardias artísticas, tan en boga, por los inventos tecnológicos incentivados por la revolución industrial, por el psiquismo y sus alrededores, por los conflictos políticos y sus derivadas, por la teosofía, por la astrología y por el esoterismo, refugio de quienes definitivamente habían perdido la fe en la razón, tras el desastre de la Primera Guerra Mundial. Y es que en él y en su obra, se ofrece un extraordinario retablo de cuantas vivencias y pensamientos dejó su tiempo. Su obra polifónica refleja los conflictos más notables de su época, las encrucijadas históricas y su respuesta personal en relación a un mundo desasosegante y deshumanizador. El poeta nació en una época periclitada y decadente (Pessoa anduvo parte de su juventud obsesionado por la idea de la decadencia de Occidente, y Mensagem es una más de sus respuestas a esa crisis, su mensaje para la salida de esa decadencia) y de plena transformación tecnológica y social. En lo político, el mundo mágico de las monarquías dio paso a estructuras políticas más democráticas y al advenimiento de la lucha de clases; en lo religioso, el poder simbólico y la idea de Dios se sustituye por la idea del progreso en todas sus vertientes, incluido el materialismo; en lo cultural, Pessoa vive la revolución de las vanguardias, cuyo factor común es la mirada nueva, una discordante e iluminadora explicación del hombre y sus atributos, poniendo en entredicho el valor y la representación del arte; en lo social, la vida de Pessoa transcurre en un mundo de gran transformación y cambio propiciado por la tecnología. El mundo urbano que denuncia Baudelaire se vuelve cada vez más invivible, y la degradación de las ciudades y las relaciones humanas es cada vez más evidente. Pessoa vivió en su propia carne la política colonial europea, que produjo grandes tensiones y determinó el desastre de la Gran Guerra; vivió la eclosión urbana de Lisboa, con las tensiones sociales que esto produjo en el país; vivió la caída del régimen monárquico, la eclosión de la clase obrera y sus imaginarios, la historia convulsa de la naciente república lusitana, asistió al triunfo de la Revolución rusa y la consiguiente respuesta: el nacimiento de corrientes fascistas en Europa. Pessoa vivió y reflexionó sobre todos estos asuntos y su larga obra está empedrada de cavilaciones sobre su tiempo. En un ámbito más reducido, Pessoa nació en un país en declive, absorto en una profunda transformación política y social. Desde el Ultimátum británico, en 1890, hasta la construcción del Estado Novo, en 1926, Portugal vivió un tiempo político tan apasionante como caótico en el que se registraron regicidios y fugas reales, la proclamación de una República, la tensión partitocrática, asonadas, golpes de Estado, cambios de gobiernos, revueltas civiles y militares, etc., y el poeta anduvo involucrado en algunos de estos acontecimientos, a veces desde posiciones que hoy nos resultan incómodas. En lo social, Pessoa observa cómo la ciudad se transforma y cómo la fiebre del progreso domina toda la vida social. Él mismo, imbuido por la corriente de los «descubrimientos», llega a convertirse en un inspirado aunque iluso inventor. La gente llega desde el mundo rural, con lo que se crearán barrios nuevos donde él vivirá. El espacio cultural que vivió Pessoa, y del que llegará a ser silencioso protagonista, transcurre entre las estructuras del realismo impuesto por Eça o Antero y su posterior atonía, hasta la eclosión de Orpheu, la nao lusitana de las vanguardias. Pessoa fue, por tanto, un hombre implicado y comprometido en un tiempo de ebullición en el que la noción de desasosiego se impone.

Se lo suele dibujar como un personaje desvalido, solitario, escurridizo, frágil, indolente, ajeno a las derivas de su tiempo y prácticamente inédito en vida, todo lo cual define el manoseado perfil del escritor fracasado al que sus contemporáneos no supieron entender. Pero esta visión tan distorsionada no se dirige solo sobre o contra él, sino sobre una sociedad, la portuguesa del primer tercio del siglo xx, que no estuvo a la altura de su genio. Como si alguna sociedad hubiera entendido a sus verdaderos poetas vivos. A Pessoa lo persigue un cierto halo de infortunio que lo emparenta con célebres desdichados como Van Gogh o Kafka, Poe o Baudelaire, todos ellos monstruos solitarios y andarines que se echan al mundo ante el inmenso vacío de un padre bondadoso y protector. No puede haber distorsión sin una figura real sobre la que ejercer la distorsión y sin que haya algo útil a nuestros propósitos. Cada cual construye su retrato imaginario de Fernando Pessoa siguiendo sus propios instintos o intereses. Quizás no haya otro camino. Todos lo distorsionamos, todos tratamos de conquistar algún territorio desconocido de su personalidad o de su conciencia, todos fabricamos una máscara que sumar a las máscaras preexistentes, pero el rostro, a fuerza de máscaras y máscaras, cada vez nos parece más deformado.

Dicho lo cual, sus hagiógrafos y exégetas no podemos dejar de aparejar teorías más o menos interesantes y casi siempre interesadas. No solo es nuestro trabajo, es también nuestra tentación. Porque Pessoa, tan plural y laberíntico, se presta a todo. Un esclavista y un libertario podrían considerarlo igualmente su referente moral, y un academicista y un vanguardista no tendrían mucho pudor en sentirlo de su lado. Tiene una frase redonda para cada uno, y así se presta tan bien a las citas del parasitario conferenciante profesional, como sostiene con una cita deslumbrante el poema del tímido poeta provinciano. En sus más de 27 500 documentos cuidadosamente abandonados en su ilustre baúl, el buscador de perlas y teorías encuentra un horizonte infinito. Por haber, hay hasta pessoanos profesionales que van de feria en feria ofreciendo sus cachivaches. Pessoa es hoy día el centro de un curioso mercado negro de reliquias. Pessoa, en su pluralidad, escribe en todas direcciones. Es un grafómano, alguien atrapado en el hormigueo de la vida. A veces su lápiz corre como un regato sereno, y otras se embosca en farragosas explicaciones que nos aturden como un aspersor. A veces sus dedos se adelantan a su pensamiento, otras corren tras él como la liebre de marzo corre detrás del tiempo, sin atraparlo. Y todo es transparente. El tímido y discreto ciudadano se convierte en un parlanchín ante el confesionario de una cuartilla en blanco. Pessoa es un autor sin papelera, aunque esto no es completamente cierto: su papelera será el arca, donde guardará todo, absolutamente todo cuanto escribió y pensó, lo cual complica la vida de sus estudiosos pero nos abre un mundo completo, sin cortapisas ni autocensuras, a ratos paradójico y descabalado, pero donde cabe todo, desde lo singular hasta lo plural pero siempre presidido por una mente fascinante, transparente y lúcida, de una absoluta libertad y honestidad intelectual. Como Unamuno, se presta a la contradicción, porque la contradicción expresa la vibración del pensamiento y es la vibración su razón de ser. Viaja sin salirse de sí, sintiendo y sintiéndose. Él, que se jacta de no viajar físicamente, viaja de un pensamiento a otro, se expande, duda, se contrae, se desdice, nos habla de política, proyecta folletos sobre cualquier tema, desde la organización colonial hasta cómo hacer un balance o aceptar una dictadura, deja apuntes sobre arte, sobre esoterismo, sobre genio y locura, sobre comercio, sobre la ciudad de Lisboa, no renuncia a un pasado más o menos encopetado, resuelve una carta astral, habla con infinita comprensión humana de los mendigos, es inglés hasta la médula pero en la Primera Guerra Mundial está con los alemanes, se declara nacionalista místico, un esotérico, sueña con esto y con lo de más allá, piensa en el destino espiritual de su pueblo seccionado por la historia, se siente un fracasado, pero aun así se arroga todos los sueños del mundo, defiende una dictadura posible pero denuncia y satiriza al dictador real, odia el gregarismo pueril, detesta los humanitarismos y todo cuanto ponga en duda el sacrosanto altar de la individualidad, fuma cigarros baratos, se bate el cobre por sus amigos, lucha contra toda forma de ideología enlatada, no duda en enfrentarse a la punición y a la cárcel, recibe un premio y no aparece para recogerlo, se activa en las causas atentatorias contra la libertad humana, bebe hasta matarse...

Su pensamiento cristaliza en apuntes, en improntas, en sesudas interpretaciones ontológicas, políticas o psiquiátricas que redacta sobre las cómodas de sus casas, en las tapas de mármol de los cafés, en los papeles garabateados de las oficinas donde trabaja, en los ásperos manteles de las casas de comidas mientras apura un café o se envuelve en el humo de un cigarrillo barato para así hacerse más invisible. Quiere aprender a sentir, liberándose del pensamiento. Pero, a diferencia de Caeiro, jamás podrá liberarse del pensamiento. Quiere soñar o, mejor, mudarse a los sueños. Sus reflexiones se desparraman en constantes tríadas, en razonamientos agotadores. Es un prestidigitador escéptico, un mago que asoma sus dedos por la grieta que se abre entre palabra y pensamiento. Pessoa disfruta retorciendo el pensamiento, convirtiendo la dialéctica en una chistera donde fingimiento y realidad se solapan. Hay mucho de chistera mágica en Pessoa, pero también mucho insomnio y mucha meditación. Si su pensamiento nos rebasa es por resistirse a lo sistemático, porque a veces se desploma, porque casi siempre vibra y se alza como una nube pasajera, pero su libertad expositiva nos ofrece mil posibilidades y caminos de exploración, su capacidad para transformarse y contradecirse nos espolea y nos conmueve. Al final de un panfleto sobre su odiado Afonso Costa, después de haberlo zaherido de mil maneras, Pessoa remata: «He acabado de escribir. Me detengo con cansancio sobre la meditación de cuán mezquino y vano es el impulso de nuestro instinto, incluso cuando el universo del venablo es de una justa indignación. Existe algo de dolorosamente ridículo en estar en una mesa (...) ante el tintero, odiando en voz alta a hombres y cosas. Nos hace más tarde reír al detenernos a pensar, viendo cómo los Af. Costas, Alexandres Bragas, Bernardinos Machados y todos los radicales lisboetas y portugueses, son real y objetivamente parte del universo, de la Vida, del mundo, lugares psíquicos donde se encuentran las fuerzas básicas y primordiales del dinamismo universal».3 Este fragmento explica quién era FP y cómo no duda en salir de su razón para tratar de hurgar en el alma humana y hundir su dedo acusador, aunque sea contra sí mismo.

Conceptualmente la de Pessoa podría definirse como una obra en continua y sistemática lucha contra la realidad. Quedémonos con esto. Si algo conviene interiorizar de Pessoa, si queremos subrayar su eje gravitatorio, por así decir, tendremos que abordar esta dualidad entre sueño y realidad, definiendo sueño como eso que escapa, que no forma parte de lo real, que trasciende lo real, ese campo sórdido, grosero, áspero, incómodo, repugnante, inmundo, del que es necesario huir. Huir y escapar será el mayor y más persistente trabajo que Pessoa realizará en vida. A escapar consagrará todas sus fuerzas. Sí, Pessoa prefería el mundo de los sueños, que es el mundo de las ideas, que es el mundo del nacionalismo, del alcohol, del esoterismo, del misticismo etc. Pessoa, desde muy niño, entendió el dolor de la realidad y durante toda su vida se consagró a escapar de la realidadLibro: Pessoa, el hombre de los sueños - 9788412275490 - Moya, Manuel - ·  Marcial Pons Librero

Pessoa tiene una cita lista para cada teoría. He leído y escuchado sobre Pessoa las conclusiones más peregrinas y los discursos más solemnes, él, que evitaba tanto la solemnidad, y todos ellos, aun en posible contradicción, quedan sustentados en sus palabras. Los estrechos hombros de este peculiar Sísifo lisboeta soportan cualquier argumento, los torpes pasos de este hombre sedentario consiguen llevarnos a cualquier rincón apartado del pensamiento humano. Cierto, sus máscaras nos deslumbran, nos abruman, nos hacen dudar, pero también nos conmueve el esqueleto de quien desde muy temprano se dio a la ardua empresa de desaparecer para ofrecerse completo. Y tanto desapareció y lo hizo desde tan diversas estrategias, buscó tantos artificios, dejó tantas pruebas falsas, reinventó tantas veces su propio ser, confundiéndolo con el sueño de sí mismo, que hasta se nos hace lógico que se caiga en la tentación de negarle lo poco que realmente tuvo: una vida. La suya.

ADIÓS ADIÓS A LA CULTURA

 

MUNDO DE JUAN LOBON, ELHace días que ando medio raro, preguntándome cosas que me conducen al túnel del hastío. Compro un libro de segunda mano de Luis Berenguer, autor de ese grandísimo libro que es El mundo de Juan Lobón, editado en 1967 por la vieja Alfaguara, y leo en su página de crédito, Primera edición, marzo, 5000 ejemplares, segunda edición, septiembre 5000 ejemplares. Busco otros libros de la época y leo más o menos lo mismo. Hoy un libro editado por las grandes editoriales raramente supera en su primera edición los 2000 ejemplares y aún más raramente se reedita. Lo normal es que la edición de un libro ronde de los 100 a los 1000 ejemplares. Cierto es que hoy es más fácil editar y se editan muchos mas libros, pero creo que la cosa exige una reflexión. Hoy el libro convive con otras cientos de formas de ocio, desde el móvil, las redes, los videojuegos, las series etc... pero sucede también que el crédito de la letra impresa ha sufrido una devaluación tremenda en las últimas décadas. Todavía recuerdo la esperanza férrea de mis padres para que nosotros, sus hijos, estudiáramos y nos labráramos -así se decía- un porvenir. ¡Un porvenir! La educación entonces, cuando se publicaba el Juan Lobón, estaba ligada a la esperanza y la esperanza viajaba a lomos de los libros y la educación. La generación de hombres y mujeres que habían sobrevivido a la guerra y a la posguerra tenían fe en la educación, en el saber. Aquella era una generación que le tenía verdadero fervor a los libros. Los libros eran vistos como un vehículo hacia la luz, contra la oscuridad. Hoy la visión ha cambiado drásticamente. Los jóvenes están en otra cosa. Tienen otras formas de afrontar el ocio y existe un evidente desprestigio de la cultura por ciertas ideologías que necesitan para sobrevivir desplazar a la cultura y el espíritu crítico que tradicionalmente se ha incubado en el ejercicio cultural. Hoy estamos en ese preciso instante en que el descrédito de la cultura se ha convertido en una consigna. Ser culto es para algunos una señal de perroflautismo, de progresía, con toda la carga ideológica que esos términos tiene para ellos. Y determinados intelectuales que huelen dónde está el mercado, y que no se quieren ver expulsados de él, le siguen el rollo. Pero hay más: hoy día, constato con cierta incredulidad que ni siquiera los llamados escritores leen demasiado. Escribir y publicar un libro se ha convertido en un acto frívolo entre las gentes de mi generación. Las editoriales se han convertido en mercaderes de papel, pero es lo mismo que éste sea higiénico, o secante, pues lo importante es el balance de resultados. Un buen editor no es aquel que edita un buen libro, sino el que es capaz de hacer rentable a un libro y esos dos conceptos son muy diferentes. Un libro como En busca del tiempo perdido, Manhattan Transfers o Tiempo de silencio, encontraía muy serias dificultades para ser editados. El Ulises, Rayuela, Paradiso, Larva o Florido mayo hoy no encontrarían editor, sencillamente. Hoy los libros mencionados estarían condenados al silencio crítico. Todo cuanto entrañe una cierta dificultad está condenado de antemano, todo cuanto huela a ligeramente ideologizante -y ya sabemos quién y cómo domina hoy el discurso ideológico- queda fuera de catálogo. Si no afirmas tus pies en esa cierta inopia ideológica o en ciertas modas, quedas fuera del mercado. No queda sino la autoedición a secas o la autoedición encubierta. Yo nada tengo contra la autoedición. Pessoa y Torga, Juan Ramón y Lorca se autoeditaron en su día. Sobre la autoedición encubierta tengo mis dudas, porque embarran el panorama. La autoedición encubierta se ha vuelto algo normal en nuestros días. Basta tener dinero para publicar lo que sea. Publicar es entonces como acudir al peluquero, como hacer esquí, como comprarse una cortadora de césped o hacerse un implante de pelo, sólo que publicar deja rastro, presenta todavía un cierto prurito. Así las cosas, me pregunto, ¿tiene sentido seguir publicando, tiene sentido creer en la escritura como elemento de reflexión, como catarsis, como viaje, como cosmo o intravisión? Y en eso estoy ahora, en esas reflexiones, en ese moridero, en ese desesperar, en esta cosa.


Y SI FOSSE NO FOSSE

 

Fosse [Alemania] [DVD]AYER estuve almorzando en casa de unos amigos. Les habían regalado los poemas del reciente premio Nobel de Literatura. Un libro muy bien editado, muy bonito. Tomé el libro porque confieso no haber leído nada de ese tal Fosse y pretendía vislumbrar la grandeza del escritor galardonado. El tipo, ya lo sé, es dramaturgo más que otra cosa. Como siempre que comienzo con un poeta, busco una primera puerta en sus poemas breves, esos que yo pueda ver y leer al mismo tiempo, para hacerme una idea vaga, pero consistente, de lo que voy a encontrar, de su musculatura, de su fronda. Comencé, pues a leer. Leí un poema, dos, tres, cuatro, me pasé al formato un poco más largo y es que no daba crédito. ¿Me estaban dando con un martillo de goma en la cabeza? Encontré paja, farfolla de la mala, balbuceo inconexo, una utilización de la página sin el menor sentido. Y no se trataba del traductor, no. Si uno pone en la página "alegría piedra espacio, notorio gorrión" -cito sin citar- el trabajo o las decisiones del traductor -y yo he traducido bastante poesía- se reducen notablemente, pues donde el traductor se la juega es en la complejidad retórica, en el fraseo, en la ambigüedad de ciertas frases o enunciados. Aquí, en estos textos de Fosse, el traductor hace lo que se le manda con el texto y punto. En fin, lo que leía ultrapasaba mis mayores reticencias, me colocaba ante la estupefacción más alta y más brava. Pura farfolla, nada en estado de ruina. NADA. Entonces me pregunté: cómo es posible conceder el Nobel no a un escritor mediocre, no, pues me faltan elementos, sino a un escritor que no sabe podar su escritura hasta el punto que acepta como obra propia algo tan demencialmente malo y abstruso, tan absolutamente inane, donde ni siquiera entre palabra y palabra intuyamos la grieta o el misterio. No es Celan, pongo por caso ni Trakl, ni Holan, ni Benn. ¿Quién carajo le ha dado el nobel a este tío?, me preguntaba y os pregunto ¿Dónde coño estamos? ¿Dónde está el criterio? ¿Por qué coño no se denuncia semejante disparate? Leí, sí, algún que otro poema que parecía tener su sentido, que se acercaba a un cierto sentido, pero el 80% de lo que leí era pura purísima farfolla. Luego, ya en casa, veo la bromita de El País y ya saco bandera blanca y me digo, ante tanto disparate es necesario salir de la trinchera con las manos en alto. Hasta aquí hemos llegado. Porque es lícito preguntarse: ¿en manos de quiénes estamos?, ¿Quiénes espurgan lo bueno de lo malo, oficio de la crítica desde que lo es?