DIFUNTOS

Doblan las campanas. Ha muerto una vecina del pueblo que ha pasado por el duro calvario del cáncer. Ayer leía en el último libro de Houllebecq, un tipo al que me referiré algún día, que la sociedad actual tiende a esconder, a arrinconar la muerte. Es así. Ya no se muere en casa, ese lugar donde la muerte cobraba todo su trágico esplendor. Hemos profesionalizado la muerte, nos la hemos quitado de encima y la llevamos lejos de la vida cotidiana. La muerte ha dejado de ser natural, para convertirse en un inconveniente, en algo intruso, ajeno a nosotros. Los tanatorios, los malditos seguros, la propia incineración nos haN convencido de que la muerte es un trago molesto, que hay que poner en manos de profesionales. En los pueblos como éste, todavía se conservan ciertos tratos con la muerte, con los muertos. Todos pasan ante mi casa. A veces escucho el murmullo de pasos, el silencio de mucha gente pasando, como de moler grava, esa sensación de frío que parece adueñarse de todo. Hasta callan los gallos, acojonados, melancólicos. Hoy ha muerto Pilar, la hija del Municipal. Quizás no hubiera cumplido los sesenta. Descanse en paz.

Os dejo esta vez con un inédito (siempre de de Caza mayor, mientras no se diga lo contrario):

NOCHE DE DIFUNTOS
 
Todo empezó cuando Amadeo, rebrincado por lo de Inés, abusó de mi sobrina Josefita Bardallo, esa criatura de dios, que dos días más tarde cerró sus ojitos y se encomendó al Altísimo. No habíamos hecho más que darle tierra cuando mi hermano, quiero decir, su padre, Herminio Bardallo se presentó en el casino con su escopeta. Amadeo, tan farruco para sus cosas, no tuvo valor para encararlo y se escondió como un cobarde bajo la mesa. Allí acabó, hecho un ovillo y dejando todo perdidito de sangre. Media hora más tarde, Herminio fue a por Inés, la mujer que Amadeo se trajo de no sé dónde y que le ponía los cuernos con el hermano, con Nicasio quiero decir, y allí mismo, en los bajos de su casa, le metió dos viajes, para que se perdiera la semilla de los Romero. Cuando se enteró su hombre, quiero decir, su cuñado, Nicasio Romero, no se lo pensó dos veces y salió a acabar los asuntos que, según él, tenía pendientes con mi Herminio, quien acabó de un cobarde hachazo por la espalda. Nicasio cogió del suelo la escopeta de mi hermano y anduvo como loco por ahí, gritando que salieran los Bardallo, que iban a pagar bien pagado lo de Inés (porque lo que llevaba en su vientre era suyo). Yo misma me escapé por un pelo de Nicasio, pues su mujer, quiero decir, mi prima Angustias, que nunca había soportado lo de Inés, corrió a advertirme de que venía a por mí, porque yo era la que metía cizaña en todo. Escapar fue para nada. Cuando ya había doblado la esquina del casino y saltaba la cerca donde mi Herminio tenía los cochinos, ese canalla, que bajaba desde el nuevo transformador, me pegó dos tiros y allí me quedé, al otro lado de la cerca, sin poder moverme y esperandito que viniera a rematarme. Pero no vino. Fue una noche agria y seis de los nuestros (Angustias, César, Salvadora...) no vieron el día. Yo misma, muy de madrugada, escuché cómo Nicasio mataba a dos civiles que vinieron para agarrarlo. Entonces creí que era el uniquito que quedaba en pie. Y en eso mi tío, abuelo del probetico Juan de Dios y de Angustias, impedido y todo, llegó hasta la plaza y empezó a gritar, pidiendo que salieran los Romero, si es que les quedaban cojones. Escuché a Nicasio que le preguntaba que desde cuándo le habían faltado cojones a los Romero. Mi tío no tuvo tiempo de contestar porque se escuchó un solo tiro, seco y duro. Hubo un silencio y en menos de lo que gasto en decirlo, se armó la de dios es cristo. Durante dos minutos no hubo más que el tableteo de los civiles y luego, de repente, se escuchó una voz y se hizo el silencio. Bueno, el silencio no, escuchaba el gruñido de los cerdos de mi Herminio, que en gloria esté, cada vez más cerca.

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