CAMINOS DE FUENTEHERIDOS /adelfas

Ayer estuve dando un largo paseo por uno de los viejos caminos del pueblo. Tal vez uno de los más bonitos. A veces los castaños se echaban sobre las pisadas, otras veces eran los helechos. Todo era de un verde, tan verde, que no podía ser más verde. Estaba la sierra exultante. Sierra del Castaño, con sus crestas espumeantes de verde. Y te llevaba conmigo. Lugares como el Pinar de María Recio (mi abuela), con sus altísimos pinos, Valle Puerco, lleno de piedras, Puerto Ciervo con esa vista hacia el mundo conocido, La Urralera, llena de matas y de olivos en cuya fuente tantas veces bebiera, Fuente del Nogal, casi cegada por las zarzas, Los Tojales, con sus castaños imponentes... nombres, topónimos que me penetran porque son recuerdos, gentes que ya no están, caminos por donde alguna vez fui a buscar adelfas -ay-, de donde vine de regar habichuelas, caminos que recorrí en mi juventud y que de alguna forma me esperan con sus curvas y con sus matas de orégano. Caminos que son mi vida, pegados a mi vida. Y ya era de noche cuando regresé a casa. Y todo el campo estaba silencioso, esperando a ser descrito.
Hoy os dejo con un relato que tiene muchísimo que ver con los caminos que ayer recorrí.




ADELFAS
Hay días que traen en su seno un puñado de tierra negra y dura, un alfanje, un río nocturno, luces podridas para las que uno carece de ventanas y pasillos. Y esa luz podrida se queda ahí, como se queda un animal muerto en mitad de una rosaleda.
Era una noche de verano. ¿Agosto tal vez? La luna cabriolaba sobre el cielo como el farol chino de una casa apartada mecido por la brisa. Había un naranjo, una parra, la sensación de que la noche iba a dejar sus huevos húmedos en nuestros labios. Aquella chica, sin embargo, parecía enajenada, atrapada en esa luz podrida que antes mencioné. Como siempre, me acerqué a ella y de inmediato tuve consciencia de su sufrimiento. Traté de consolarla, pero para entonces ya su desazón era tan grande que mis palabras no podían siquiera suavizar la saña de aquel río nocturno que entonces la atravesaba. Estoy sola, dijo, en una voz entrecortada. ¿Sola?, me pregunté. Nadie me quiere, agregó en un gesto que llenaba de oscuridad cuanto nos rodeaba. Lo juro: eso dijo y fue como si cayera sobre mí un alud de tierra, como si su río de sombras me arrastrara hacia un desconocido delta, como si todas esas luces podridas que le enturbiaban el estómago, me lanzasen destellos incomprensibles. ¿Sola? ¿Nadie te quiere? De pronto yo había dejado de existir, me había hecho invisible, yo, que sólo vivía para ella, yo, que me hubiera dejado matar por ella. Fue, ya digo, como si se hubiera abierto una grieta en la tierra, y yo hubiera dejado de existir. ¿Sola?
Por la mañana me alcé temprano, abatido, roto, pero con el firme propósito de existir. Y me puse en marcha. No sabía hacia dónde caminaba, ni tampoco lo que andaba buscando. Era agosto. El sol rebotaba en la tierra y ni siquiera la tibieza de los castaños conseguía atenuar su firme opresión. Deambulé por muchos lugares, yendo y viniendo por trochas abruptas, subiendo y bajando lomas como un poseso, buscando lo que no sabía si podía encontrar. Me alejé, retrocedí, bordeé la montaña, pasé junto a nogales y olivares de pasto y de chicharra, hasta que al fin bajé aquella cuesta sobre la que el sol, ya en toda su furia, aullaba. Y allí, allí estaban, al borde de la fuente. Las adelfas, quiero decir. Mis ojos se iluminaron. Sus flores blancas y rojas parecían llenarlo todo. Me detuve y me dije, muy muy quedo, gracias. Gracias. GRACIAS. Mientras todo estaba quieto, una libélula culebreaba en el aire. Muy cerca, bajo las encinas, bramaban las chicharras, pero yo entonces no escuchaba a las chicharras. Al otro lado del arroyuelo, separado por una lomita, se escondía la silenciosa aldehuela donde muchos años antes mis abuelos habían ido en viaje de novios. Corté un ramo de flores de adelfa —las únicas flores de agosto— y, satisfecho, emprendí la vuelta. ¿Sola? La tierra negra se pegaba al cuello y a la cara, pero nada me detenía. Ya nada me detenía. Caminé sin descanso durante hora y media hasta que alcancé las primeras casas de un pueblo sin sombras. Bajé la cuesta del cementerio y, ya con el corazón batiéndome bajo la camisa, giré en la primera bocacalle. ¿Sola? Llamé a su puerta y me abrió la chica que la noche anterior se lamentaba de su soledad. ¿Sola? Le extendí el ramo sin pronunciar palabra y ella me miró sin comprender, como si hubiera depositado en sus manos una caja con unos zapatos usados.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Adelfa significa hermana ...es de una hermosura sobrecogedora este relato, Manolo. A mí, con tu permiso, me habla de mucho más que de humanos.
Un beso

MANUEL MOYA dijo...

Bueno, Sofía, es un relato verídico. Ayer hice ese mismo camino y me quedé a 500 mets del lugar donde entonces tomé las adelfas. Y ayer hacía sombra, y las matas estrechaban el camino, volviéndolo si cabe más acogedor, más tibio. Vivir enFuenteheridos espara mí, tenerlo todo -todo- tan cerca, tan en mí. Gracias, por tus visitas.