SEVILLA / PAPALARDO

El otro día, intentando escapar de este tiempo de navidades en el que he releídoRicominciamo. Su voz de cañería y el recuerdo de un tiempo pasado bajo el influjo de esa canción me clavaron al sofá. ¡Papalardo!, dios, cuánto hacía que no escuchaba a Papalardo! En fin, no pude menos que tele-transportarme a la Universidad Laboral de Sevilla, en un tiempo en el que todavía éramos felices e indocumentados. Qué recuerdos guardo de aquellas tardes de ensoñaciones, sueños deslavazados, chicas trémulas y flamígeras en las portadas de las revistas, asignaturas fastidiosas y curas despendolados. No lo sé. Me veo en una ventana mirando la extensión de la tarde. Estoy en la tercera planta del colegio Miguel de Mañara (hoy Fco. de Goya). Abajo quedan los campos de fútbol flanqueados por setos de adelfas y árboles. Es invierno. Crudos días de invierno. Vagas sombras pasan y se dispersan bajo los árboles. Chicos que vienen de buscar anguilas del canal. Alguien llama a una puerta insistentemente. Rufino Luengo, Julio Castaño, Maxi, Macarrilla Lancho, el granadino Cabrera, Rodríguez, el salmantino de Santiz, Juárez, de Alboloduy, Navas, el sanluqueño Cervera Díaz, Juan Carlos Corrales, mi casi tocayo Moya Mendía, almeriense, el otro Corrales deboto de Giacobbe, el alpujarreño de Válor cuyo nombre he olvidado momentáneamente... Por megafonía suena una canción de Papalardo o tal vez de Sandro Giacobbe. Signora mia. A lo lejos, recortada por los otros pabellones, queda Sevilla, esa ciudad que contemplo cada noche en busca de una única luz. Vuelo hacia allá transportado en la melaza de Giacobbe, girando por el ventarrón poderoso y roto de Papalardo, por esa bella sez´anima de Adamo. Y siento sobre mí, sobre toda esa masa de recuerdos y de cascotes que soy ahora, el aroma tibio de esa tarde, cualquier tarde de un invierno como ahora, la luz última y aquiescente que se remansa y va a disolverse en esa mancha anaranjada de la ciudad próxima, en las voces que transportan el fluido de la vida monótona de un internado del tardo franquismo, en el que un chico se abstrae bajo el influjo de una canción y mira por una ventana infatigablemente, como si de ahí, de esa oscuridad, de ese frío hubiera de surgir el prodigio de una vida nueva y hermosa. Me giro, camino hacia el punto de luz y la habitación súbitamente se ilumina. No es gran cosa, pero basta para apagar la noche, para hacer que todo el mundo se concentre en unos pocos metros cuadrados de luz palpitante. Sobre la mesa aguardan los libros. La cama permamece deshecha. Por megafonía suena, sigue sonando Papalardo. Sobre mi frente parpadea un colibrí. ¿Un colibrí? Sí, un colibrí, el incierto colibrí del futuro. Un colibrí que refulge ahí, al alcance de mi mano, en ese laberinto de luces de la ciudad encendida. Tal vez la ciudad más hermosa de la tierra, tal vez el colibrí más hermoso de la tierra.
tanto a Hamsun, ese autor deslavazado y auténtico, me dio por hacer zapping y apareció en la pantalla uno de esos refritos que últimamente hacen las cadenas públicas con material recalentado dictados por el ahorro y orientados por la nostalgia y aunque no me dejo embaucar por esta señora de ojos lánguidos, que nos suele llevar a los oscuros callejones del pasado para allí desvalijarnos, acabé por sucumbir y durante unos minutos sentí sobre mi cara los chicotazos tremendos del tiempo que se fue y no es. En fin, no hice más que apretar el botón, y salió a recibirme Papalardo con esa canción titulada


PUENTE AÉREO 
 Nos conocimos en el puente aéreo. Ella trabajaba para nosotros y al principio nos veíamos dos o tres veces en semana. Quedábamos en la cafetería y así, con el roce y los e-mails, acabamos enamorándonos. Llevamos doce años felizmente casados. Desde el principio yo me quedé con Rafael y ella con Luna, y ni yo conozco nuestra casa de Barcelona ni ella la que Rafa y yo compartimos en Madrid. La empresa que dirijo siempre se mostró satisfecha con sus servicios, por eso esta mañana ha de ser dura, muy dura para mí. Su vuelo llega dentro de quince minutos y ensayo frente a la tacita de café, la que será la intervención acaso más dura de mi carrera:
 
—Lamento tener que informarle —le diré— que obligados por los nuevos recortes producidos en la empresa, hemos decidido cancelar el contrato que nos unía con usted desde hace quince años. No le oculto que a partir de primeros de enero comenzaremos a trabajar con una joven empresa alemana, con la que ya tenemos muy avanzado un acuerdo.
 
Eso le diré. Y que puede venir a visitarnos cuando le apetezca, y que saldremos adelante.




 

 

 



SABES, AMOR, QUE NO TENGO CABEZA PARA GORROS

a Macarena, que me regaló el cuento




Amor, no me creerás
pero me paso todo el santísimo día tejiendo y tejiendo para destejerlo todo durante la noche. Así un día y otro día desde hace casi once años, pero nada. Nada de nada. Dicen que te ha tragado la mar, alguna troyana de níveos pechos o dios sabe qué y que más vale que me decida porque se me va a pasar el arroz y de un día para otro me van a desaparecer todos los pretendientes. Yo lo sé, y a pesar de ello no me decido. Pero a mí no me va Ctesipo y Agelao es un memo. No hablemos de Anfínomo ni de Antinoo, que son, cómo te diría, insoportables. Mientras tomo una decisión, qué le voy a hacer, me dedico a tejer y a tejer. Busco las madejas de entre las muchas que guardo bajo la cama. Elijo alguna por el color o porque quisiera usar los restos que hace tiempo se me han ido acumulando y ya me conoces con eso. Empiezo algún gorro, se me ocurre que me decidiré por Eurímaco, hijo de Pólibo, o por alguno de los licios que vienen a visitarme y que siempre están con que a ver si les hago unos guantes o unos gorros porque en su tierra hace un frío que pela. Tú sabes, amor, que no tengo cabeza para gorros. Se me ocurren ideas de gorros divertidos, nunca vistos por aquí. Imagino una combinación de morados y fucsias a rayas finitas. Ese, pienso, le vendría que ni pintado al bello Teoclímeno y empiezo sesenta o sesenta y cuatro o sesenta y ocho, múltiple de cuatro con las agujas circulares. Cuatro del derecho y cuatro del revés, cuatro del derecho y cuatro del revés y vuelta y vuelta en espiral, tú ya sabes. Y ahora qué, me digo cuando ya estoy a la mitad del gorro. Porque no me gusta el gorro ni creo que Teoclímeno... A la mierda con todo, me digo, así que saco los puntos de las agujas y vuelvo a liar la madeja. Entonces regreso a la caja de las lanas y miro otro color. Si mezclo la madeja color ladrillo con la otra de lana finita que va cambiando de color entre el verde clarito, el hueso y algunos tonos rojizos, seguro que queda una combinación chula. Pero antes de ponerme a tejer necesito saber para quién voy a hacer el gorro. Ya lo sabes: eso es importante. Y tú no estás y si estás en alguna parte lo mismo no necesitas gorro o te los tejes tú o has encontrado a alguien que te los teja. Y ya sabes que yo no tengo cabeza para gorros. Se me ha ocurrido, pues, que podría regalárselo a Leodes y que sobre su fina cabeza quedarían bien un par de flores tejidas en un lado o un par de pompones colgando del otro. Y Leodes, me digo, es un buen chaval. Y empiezo mis sesenta puntos porque esta lana es gruesa. Y después de varias vueltas, decido que no, que Leodes no, que yo necesito a alguien más consistente. Y así llevo, amor mío, casi once años, uno detrás de otro. Después de cientos de puntos, sesenta por seis, más sesenta y ocho por ocho, más sesenta y cuatro por cinco, más sesenta y ocho por seis, recojo las madejas y las vuelvo a guardar bajo la cama y me pongo a llorar porque en realidad ni sé lo que quiero, ni por qué sigo aquí, tan sola, y no me decido a acabar de una vez con casi once años de soledad o alguna cosa, así que dime algo de una maldita vez, o mándame una señal, Ulises de mis entretelas, porque esto ya empieza a ser un sinvivir.


3 comentarios:

Juanjo Luna dijo...

Aunque yo tampoco tenga cabeza para gorros, ni para nada, me veo en la necesidad, porq1ue asi lo siento, de elevar a lo más alto de los altares de la historia, a la figura femenina. Pués como este cuento nos muestra, todo Ulises de turno, tuvo detrás un alma fémina que, rogando y pidiendo por el regreso del ser amado, era presa de una injusta condena, la soledad.
Después, en los libros de historia, solo aparecen los prodigios de los machotes, pero nada, de nada, de las madejas de soledad que, dia tras dia, desmadejaban las mujeres, para, en su mnayoria hilar su camino hacia la muerte, en la más absoluta soledad y anonimato.
Gracias maestro, de parte de mi madre, mi mujer y mi hija. Que jamás las dejaré solas, pués son mi Ítaca de cada día.

MANUEL MOYA dijo...

Querido Juanjo, me temo que yo tampoco tengo cabeza para gorros, que sí para paracaídas y cosas del género. Bienvenido a Itaca y que Odiseo y su arco nos coja confesados.

Anónimo dijo...

Y yo que pensaba que era la única que no tiene cabeza para gorros...
Juanjo, hay que acordarse también de aquellos hombres que se pasan todo una vida esperando tejiendo y destejiendo gorros hermosísimoss.