EL BEJOTA

Esta será mi última entrada en unos días. Durante las siguientes fechas andaré dando vueltas por Bégica y Amsterdam. Si algún colega intrépido quiere localizarme por la ciudad de os canales, no tiene más que pasarse por el Best Western Apollo, juntico al Museo Nacional a partir del 15:
Best Western Apollo Museumhotel Amsterdam City Centre
P.C. Hooftstraat 2
1071 BX Ámsterdam, Países Bajos
31206621402
)


Os voy a echar de menos. Hoy gorjean, y cómo, los pájaros, que vuelan nerviosa, juguetonamente hacia el naranjo de Vitorino. Hace calor. Mucha calor. Ayer por la noche estuvimos en casa de Lito echando unas birras y unas risas. Casi sin darme cuenta entré en el viejo BJ y, lojuro, fue como si seprodujera una explosión de recuerdos dentro de mí. Dios, el Bj. Difícil describir lo que fue y lo que significó el BJ. Imagínense un pueblito de la España profunda allá por el año 75, donde aún se trillaba en las eras (mi padre y yo fuimos los últimos en hacerlo en la Era de la Carrera, allá por el año 90) y donde todavía  deambulaban cientos de burros y mulos por las calles. Las viejitas andaban vestidas de negro y en los transistores se escuchaba todavía copla y música macarrónica, casi en blanco y negro. El BJ era una especie de club privado donde nos reuníamos no más de 10 personas (cuatro éramos fijos: Jose, Lito, Plácido y yo) a escuchar música inglesa y americana, a beber lo que podíamos y a fumar lo que se terciaba. Todos excepto Lito vivíamos fuera la mayor parte del año y traíamos con nosotros el espíritu de lo que se llamaba la transición, porque el Bj significó, por resumirlo, la transición en Fuenteheridos. En una pequeña poblacion como la nuestra el BJ debió ser un escándalo. Muchos padres prohibían expresamente a sus hijas que acudieran a aquel antro de perdición, aunque hay que decir que allí nunca se perdió ninguna chica (utilicemos el término perdición en la acepción que queramos) ni tampoco, que yo sepa, nos encontramos con nadie que no quisiera estar allí. Es más, la gente se lo pasaba bien escuchando a los Who, Rollings, Emerson, Lake &Palmer, Led Zeppelin, Deep Purple, Pink Floyd, Jethro Tull, Genesis, Yes, Humple Pie, Queens, Police, Dire Strairs, Credence, Leño, Triana, Imán Califato Independiente, Azahar... Lo cierto es que éramos bastante tranquilos en nuestras cosas. Escuchábamos música, nos fumábamos unos cuantos canutos (nunca pasamos de ahí), echábamos unas estruendosas risas, bebíamos no demasiado, trasnochábamos mirando las estrellas y ahí quedaba todo.



Pero aquello duró casi diez años y en esos diez años pasaron muchos personajes por el BJ. Ayer, al traspasar la puerta esos diez años cayeron sobre mí y casi me sepultan. Recordé a Alicia, cómo no, a los Villa, a mi hermano Sergio, a Conchita, a Quintina, a Sofía, a Ángeles, a Pilar, a Eladio, a mi hermana Ana y a María, a Barragán, a Ángela, AAlberto, a Emilio Castillo, y a otros tantísimos personajes que pasaron por allí más esporádicamente y que dejaron una u otra huella en nosotros. El BJ cambió algunas cosas en el pueblo. Para bien y para mal, supongo. Después del BJ ya nunca Fuenteheridos volvería a ser el mismo. Nosotros fuimos la puerta de Fuenteheridos al siglo XX, con casi 80 años de retraso, pero así era pel país, nuestro país entonces. Ayer, ya digo, todo ese hermoso peso se me echó en lo alto y por qué no decirlo, fue bonito.



Os dejo con un cuento que se ha publicado de muchas formas, pero que creo que no conoce aún internet. Lo encontraréis en La sombra del caimán y otros relatos. La sombra del caimán. Eso es.

LA SOMBRA DEL CAIMÁN

  

 
ilustración para el relato
de Fern Martínez
           Es posible que a alguno de ustedes les suene mi historia. La televisión y los periódicos la han difundido hasta la saciedad. Debo asegurarles, sin embargo, que muchas de las informaciones que les han llegado al respecto, incluyendo las entrevistas de mi mujer, suelen sucumbir a un cierto tono fantasioso y errático, cuando no toman partido por la estupidez. Entiendo que la vida es endiabladamente dura, que la gente tiene que comer, pero me cuesta creer que haya tanta gente que pretenda esconder la cabeza tan torpemente bajo los infortunios de los demás. Si elegí este centro fue porque en él, se me aseguró, podría contar los hechos con libertad. Consideren, por último, que ante la maraña de versiones interesadas o equívocas que han salido a la luz durante estos meses y que he tenido que leer incluso por prescripción facultativa, me puede cierta tendencia a ir acomodando algunas de ellas a mi propia versión, sin que por ello crea perjudicar o contaminar gravemente la verdad.

 

            Ana había vuelto de uno de esos reportajes fotográficos que le llevaban a mal traer por todo el mundo. En esta ocasión el lugar elegido fue Venezuela, un país al que Ana tenía cierta aprensión y por el que, quizás debido a ello, se sentía atraída. Un mes entero pateando los barrios más impenetrables del viejo Maracaibo había acentuado aún más esa atracción y, como era su costumbre, decidió arrastrar consigo las más extravagantes piezas que el azar había puesto en sus manos, entre ellas un frasco grasiento y vacío donde los indios, aseguraba, habían encerrado la sombra de un caimán.

            La sombra del caimán, como suena.

            Pueden ustedes suponer que se trataba de un frasco corriente, sellado con un sencillo emplasto de hojas desconocidas. Tras examinarlo brevemente, vi que en él no había ningún indicio de sombra, y como no era cuestión de quedarse mirándolo muy seguido, me acerqué a la ventana y contemplé la ciudad, que empezaba a encender sus farolas. Esto, me dije observando el alfabeto de luces minúsculas que describían un arco en torno a la bahía, sí que es la sombra de un caimán. Pilar, en cambio, observó el frasco como si se tratase de una crátera romana, deseando encontrar fervientemente algún indicio del reptil en su interior, para congraciarse con ese cierto espíritu esotérico y soñador que compartía con su hermana. Era el momento de pasar a relatarnos cómo había caído en sus manos.

            Una mañana, en medio de un estrafalario mercadillo, uno de esos lugares donde el fotógrafo sabe que sólo tiene que abrir mucho los ojos y esperar, se le acercó un individuo de aspecto aindiado, envuelto en una especie de casulla que le sobrepasada con mucho las rodillas y cuyo color, si es que algún día lo tuvo, resultaba a esas alturas bastante difícil de precisar. El personaje se defendía con dificultad en español, con ese turbio desdén que aparece en los indios apenas se alejan unas leguas de su terreno. Pues bien, tras un rato de cháchara intraducible, sacó con suma timidez algo de entre las ropas y con un gesto de infinita humildad se lo extendió. Ana, sorprendida, ni siquiera se atrevió a mirar aquello que parecía una mísera botella envuelta con hojas exóticas, parecidas a las del tabaco.

            Ella, que en esos momentos ni siquiera se atrevía a mirar cara a cara al desconocido, tomó el frasco con cautela, un frasco que, por más que lo examinaba, no parecía contener nada, absolutamente nada. El indio, tal vez para atenuar el asombro, no dejaba de mover mucho las manos dentro de su batón raido, como si de un momento a otro fuese a levantar el vuelo, queriendo demostrar que allí, en su interior, se encontraba la sombra quieta de un caimán. Ana, que se impacientaba ante las entrecortadas palabras del desconocido, acabó por adquirir el frasco, pero él, asegurados ya sus diez bolívares, seguía moviendo mucho las manos y reafirmándose en que allí dormía la sombra de un caimán.

            La ya innecesaria tozudez del hombre convenció a la turista que, tras examinar de nuevo el frasco, ahora más sosegadamente, pareció distinguir algo en su interior, pero no supo precisar qué. Taií,taií shacaré, repetía cansinamente el indio, sin atreverse a levantar todavía los pies del suelo. Más receptiva, Ana fue traduciendo sus palabras, y supo así que en la impronunciable región de donde provenía aquel indio se guardaban las sombras de caimán en calabazas hasta que lospesona, como él los llamaba, vinieron con sus botellas de cristal a meter en ellas las sombras de los árboles y de los arroyos, de los muertos e incluso de quienes no habían nacido todavía, para venderlas en los hoteles donde pedían por ellas mucho más de diez bolívares. Supo también que las sombras permanecen durante muchos inviernos y veranos quietas, protegiendo el hogar, hasta que un buen día les entra la querencia del río y de la carne y escapan sin que, desde ese momento, se las vuelva a ver. Así, concluía el indio, son lassombra.

            El relato parecía sacado de una de esas novelas sudamericanas que tanto encandilaban a Pilar. Al fin y al cabo, argumentaba ella con esa candidez tan suya, de algún lugar tienen que sacar esas historias. El caso, replicaba yo, mucho más escéptico, es que el vendedor de corotos le había sacado buena tajada a la turista con el simple casco de una gaseosa y una historia más o menos increíble. La historia, en fin, no dejaba de valer los diez bolívares que Ana había pagado por ella.

            Pero Ana estaba tan convencida de lo que decía que hasta me quiso persuadir de que durante el viaje largo y distante, había tenido la impresión de que en el interior del bote ocurrían cosas. Se han visto cosas mucho más difíciles, exclamé, ya francamente cansado de sus arrebatos fantasiosos. Los indios, replicó muy seria, son así, ellos se relacionan con las cosas de otra manera, son capaces de ver lo que nosotros no vemos. Van a su aire, los indios. Para zanjar el asunto, se sacó del bolso un papel donde aparecían anotadas las instrucciones que el indio le chapurreó para la perfecta conservación del frasco. El menor contratiempo, ratificaba ella mientras alzaba un dedo admonitorio, podría resultar fatal para todos nosotros.

            Ante tales perspectivas, Pilar se apresuró a buscarle un lugar tranquilo y alejado del trasiego doméstico, donde no pudieran llegar las manos de Helena, nuestra hija de tres años. Ana, pensaba yo, y era cuestión de tiempo, acabaría olvidándose del asunto; entonces nosotros, libres de todo, lo podríamos arrojar a un río (allí el caimán...)o depositarlo en un contenedor de reciclado. Las sombras nunca fueron lo mío, y no estaba dispuesto a compartir mi casa con la sombra de un caimán.

            Como sucede con todos los cachivaches que penetran la puerta de tu casa, también aquello acabó por perderse en una polvorienta balda, en el lugar que la prevención y el olvido acabaron por asignarle. Sólo muy de tarde en tarde, al pasarle trapo por las estanterías o al buscar la funda de las gafas o un mechero olvidado, volvía a aparecer el frasco, vacío e inquietante como una de esas hachas de sílex que mi mujer dibujaba en casa para la Salvat. Era entonces cuando el relato de Ana volvía a nuestra memoria con tenebrosa transparencia. Nos inquietaba, eso sí, cometer algún error, algún descuido. La incredulidad, como todo, tiene sus límites y tampoco era cosa de poner en entredicho al destino por una cuestión tan inofensiva como un sencillo y mugriento frasco de cristal sellado con un tapón de hierbas desconocidas. Sólo los frágiles recuerdos de familia o las piezas fabulosas que Pilar compraba a un vecino algo chiflado y expoliador de dudosos yacimientos arqueológicos, obtenían de nosotros la misma precaución que reservábamos para el frasco. Fuera de estos fortuitos encuentros, nosotros seguíamos una vida completamente relajada, sin otros temores o incidentes que los referidos a los de la cuenta corriente.

           

            Pero las cosas, ya se sabe, acaban por ponerse del otro lado. Nada dura eternamente y, como veníamos haciendo desde hacía tantos años, nos fuimos a pasar el mes de vacaciones a la casona que Pilar, mi mujer, heredó de sus padres, en Fuenteheridos. En nuestra ausencia, una cuadrilla de pintores aprovecharon para dar unas manos a la vivienda, que ya le estaba haciendo falta. A la vuelta, nos encontramos con un piso radiante. Las habitaciones parecían más altas, más amplias, mucho más hermosas...

            Me ocupaba de colocar las conservas en el frigorífico cuando desde el comedor se escuchó el grito seco de Pilar, un grito que hizo resbalar de mis manos un bote de tomates. En tres segundos estaba en el salón, indiferente a las huellas que dejaba por el pasillo.

            -- ¡El frasco, Manuel, el frasco! -gritaba, mientras señalaba nerviosamente el lugar donde siempre estuvo-. No está, ha desaparecido.

            -- Tranquila, mujer, tranquila. Acuérdate de Ana. Le habrá llegado la querencia del río o qué sé yo -dije, tratando de controlar la situación.

            -- No digas tonterías. Aquí no hay río, ni selva ni nada.

            -- Sea  lo que sea -continué-, no hay por qué ponerse así. Al fin y al cabo el frasco era un estorbo. Si ha decidido marcharse...

            -- Pero, ¿y sí a partir de ahora...?

            Fue como si me hubieran golpeado con un martillo neumático en las mandíbulas. Sin decir palabra, con el miedo metido de súbito en los huesos, nos enzarzamos en una búsqueda desesperada: rastreamos encima y debajo de los armarios, en el horno, en los huecos de las camas, en cada una de las repisas, en el trastero de la terraza, detrás de la lavadora, en los cajones del escritorio, entre los juguetes de Helena, en los rincones más inverosímiles y recónditos de la casa donde sin saber cómo ni entender por qué, suelen acabar los objetos perdidos. Sólo después de darle un millón de vueltas, tomando siempre los caminos y las hipótesis más tortuosas, se nos ocurrió lo evidente. Lo evidente era que el frasco tendría que haber desaparecido durante la limpieza. Era posible que hallándolo vacío y sucio, los propios pintores se hubieran deshecho de él, ahorrándonos a nosotros el trago.

           

            -- El muchacho es que no se lo explicaba -nos confesó uno de los pintores-. Dale que dale con que aquello tenía vida, coño, que incluso le había hecho un no sé qué en las manos. Figúrese.

            Pero ya no trabajaba con ellos. Pocos días después tuvo un percance con la moto y aún estaba hospitalizado. No me fue difícil localizarlo entre los pacientes de una clínica cercana, de forma que aquella misma tarde pude tener una pequeña conversación con el muchacho, al que encontré escayolado, sufriendo unos dolores atroces en la espalda, de los que temía no recuperarse del todo. Era un muchacho amable y algo tímido, que hablaba como contrapesando mucho unas palabras, que no sólo confirmaban la historia del pintor, sino que añadían algo sobre lo que no se cansaba de insistir: el frasco, aunque vacío, pareció cobrar súbito calor y movimiento en cuanto lo alzó de la repisa y lo sostuvo entre sus manos. Era difícil de creer -de hecho nadie le había creído del todo- pero ocurrió que al contacto de su mano se calentó de tal forma, que en pocos segundos le quemaba las yemas de los dedos. Dentro, continuó, parecía que hubiese un bicho o algo aún peor. ¿Un caimán, una tortuga, un pájaro acaso?, pregunté evitando un énfasis que me hubiera delatado. No lo sé, no lo sé, contestó, el caso es que después de que casi ardiese en mis manos, empezó a agitarse como si dentro hubiera alguna fuerza extraña, pero no había nada. El frasco se rompió en mil pedazos cuando ya no pudo sostenerlo por más tiempo.

            -- No sé si me cree- dijo.

            Tenía buenas razones para no inquietar a Pilar con tan inexplicables pormenores. También le ahorré, como haré con ustedes, lo que el muchacho me confesó sobre los días que siguieron al suceso, porque eso es parte de otra historia que sólo cuento cuando vienen autoridades.

            La vida, tras ese imprevisto avatar, transcurrió con discreción. Pilar seguía con sus dibujos zoológicos para la insaciable enciclopedia botánica; Helena se las arreglaba con el universo sibilino de la ortografía y yo, qué si no, de turno en la fábrica de envases. Estaba claro que la ira del caimán, si es que cabía hablar de ira y de caimán, se cebó con el pobre muchacho, al que solíamos acompañar mi hija y yo algunas tardes a dar un paseo por el parque.

            Nos tomamos un largo respiro hasta que el siguiente verano me tuve que quedar sin vacaciones por las reformas que los nuevos dueños pensaban afrontar en la fábrica. La nueva maquinaria y los nuevos dueños exigían ponerse al corriente con ambos. Pilar y Helena pasaban el verano en el pueblo, lejos del aire insoportable de la ciudad durante los meses de verano, poniendo tierra de por medio en una relación que se hacía cada vez más compleja, y en la que no faltaban agrias y abundantes discusiones. Ana, por su parte, andaba en Cuba, acompañando a un conocido escritor en un reportaje sobre los soldaditos de Guantánamo. Me contaba en el dorso de una playa de cartulina, que se pasaba el día tomando el sol en un lugar que tenía el enrarecido aspecto del Paraíso, mientras el conocido escritor, tan discreto él, se había reencarnado en una esponja capaz de acabar con las existencias de ron y chavalitos de todo el Caribe. Yo entretenía las tardes adecentando la casa, ordenando un caos de papeles, hallazgos arqueológicos y recuerdos difusos que empezaban a poner en peligro la estabilidad del edificio.

           

            Esa tarde -no se me va de la cabeza aquella tarde- había previsto limpiar la moqueta del salón, que al cabo de los años acabó por adquirir un aspecto macilento, inimaginable cuando la elegimos en el bazar turco, recién instalados en el piso. Poco a poco fui desenrollándola, pero pesaba como un muerto. Bajo su tupida urdimbre descansaba una espesa capa de polvo que formaba un cerco rectangular y uniforme. Al principio supuse que con una limpieza rutinaria todo quedaría perfecto. No fue así. Pensé entonces que se trataba de una forma caprichosa, la mancha de algún producto químico o, incluso, un extraño efecto de la solería. Lo único que estaba claro era que aquella forma caprichosa correspondía con exactitud a la sombra de un caimán. Incrédulo, aturdido, salí a buscar un poco de aire a la terraza, pero la imagen maldita del reptil no había manera de hacérmela desaparecer de la cabeza.

            Cuando conseguí un poco de calma volví al salón y comprobé que no se trataba de ninguna pasajera alucinación. La sombra continuaba allí, aparentemente quieta, agazapada, como tensionando el lomo y las patas en lo que sin duda podía ser el inicio de un movimiento; era una sombra nítida, en la que se reproducían con detalle, los trazos de su dorso, las escamas de sus patas, los pequeños bultos de su cabeza, la opacidad de sus ojos... Una sombra, dios, que permanecía impasible tras los botes de lejía y aguafuerte que me apresuré a derramar sobre ella...

            ¿Cómo es que se había quedado en casa la sombra? ¿Por qué no se había ido a las cloacas, donde sin duda viviría en su ambiente? ¿Qué mal le habíamos hecho en aquella casa? ¿Qué es lo que querría finalmente de nosotros?. Estas y otras tantas preguntas me tuvieron en vilo toda la noche. La idea de convivir con la sombra, de entregar mi hija a aquel monstruo, lo pueden suponer, me aterraba. Una absurda maldición había entrado, para quedarse, en nuestra casa y yo debía encontrar con urgencia una solución. Aguardé con ansiedad a que amaneciera, a que las luces volvieran a poner las cosas en su lugar y la gente, insomne, se embarcara en el trasiego, en el ruido, en todas esas tensiones diarias que nos aíslan del vacío y del terror. Tenía que acabar con la maldita sombra, arrojarla como fuese de nuestras vidas.

            Y todo lo que se me ocurrió fue llamar a la fábrica para que enviasen lo antes posible una pareja de albañiles. Al cabo de dos horas, la casa era un frenético ir y venir de escombros y baldosas. Por la noche la operación había concluido.

            -- Pero hombre de Dios, no se inquiete usted por estas tonterías -me había confiado uno de los albañiles, en un aparte-, son las tonterías del terrazo. ¿Por qué cree usted que ya nadie lo pone?. Los constructores -me guiña- no saben dónde ahorrarse pasta y utilizan el cemento casi muerto, el que no quiere nadie y luego, pues pasa lo que pasa, que todo son problemas. Esto suyo no es nada, yo he visto casos mucho peores.

            -- Pero animales... -pregunté con cierto alivio.

            -- Figúrese -concluyó, contando con sus dedos-, cucarachas, arañas, gatos, dinosaurios, cuervos, ya le digo, de todo. Hasta un cuadro famoso he visto, con eso le digo bastante. La cosa está en el cemento, ¿sabe?, que le ponen el más barato y enseguida empieza a echarse a perder.

            Tampoco esa noche pude dormir a pesar del cansancio y la alteración, del trasiego de cajas y de escombros. No, no las tenía todas conmigo. Sentía que el maldito caimán no se daría por vencido así como así, que  me estaría acechando desde alguna parte, que no tardaría en volver a dar la cara. Los días posteriores consistieron en un minucioso rastreo del piso, en el que no fueron ajenos los cientos de libros de botánica y arqueología que combaban las repisas. Si es cierto que no encontré la más leve alusión, el más inicuo signo de aquella sombra, yo prefería no bajar la guardia. La sola idea de su retorno me impedía conciliar por más de una hora el sueño. De nada servían los bastantes somníferos que tomaba. Durante los siguientes días pretexté una enfermedad para no ir al trabajo. Igualmente me resistí a descolgar el teléfono, ante el temor de que la sombra se apareciese súbitamente ante mí y, qué sé yo, se introdujera en los hilos; cuando sonaba me tapaba los oídos, agazapado en el suelo, como si se tratase de las sirenas antiaéreas. En la calle, entre el escaso bullicio de los bares, me encontraba mucho, mucho mejor.

            El resto lo han contado y exagerado todos los periódicos.

            Una tarde, al volver de mis cada vez más largos paseos, encontré una nota de Ana en el buzón. Insistiría. No puedo precisar si fue el agotamiento nervioso de las últimas semanas o la soledad que empezaba a hacer estragos en mí, pero lo cierto es que la idea de volver a ver a Ana redobló mi ansiedad.

            Presencié toda la ralentizada escena de su bajada del taxi con esa contenida y secreta angustia del niño ante la tía que viene de lejos, cargada de regalos. Reconocí sus botines azules al posarse sobre la acera, el tobillo bronceado y musculoso de alguien que se ha pasado los últimos veinte días en el caribe, la sombra que la seguía, inquieta como un perro que hubiera estado encerrado durante mucho mucho tiempo. Asistí con angustia a la breve conversación con el taxista, que sacaba del maletero una voluminosa bolsa de cuero. ¡¡Ana, Ana!!, grité. Ella entonces miró hacia arriba y sonrió.

            Me vino entonces un sobresalto, como un tirón del cuello que entonces no entendí. Corrí hacia la escalera, bajé varios peldaños, pero me detuve. Volví a la casa, miré el reloj, me retoqué el pelo, fui al dormitorio, me cambié de camiseta, quité algunas cosas de encima de la cama, pasé un trapo a la mesa, tomé un trago rápido de aguardiente para quitarme la sequedad de la boca, metí un tarro de mermelada en el frigorífico, me volví a atusar el pelo, centré una figurilla en el mueblebar, cogí un cigarrillo, lo perdí mientras buscaba las cerillas, pensé que no tenía un maldito refresco en el frigorífico para agasajar a Ana, encendí la luz del pasillo, cerré la puerta de la terraza, saqué una hoja del pantalón, la arrugué, la eché en el cenicero, puse el trapo en la cocina, di un toque de ambientador al salón y al dormitorio de la niña, encontré el cigarro, puse la radio en un programa de música clásica y esperé hecho un manojo de nervios a que sus pasos se escucharan en la escalera. Tras un breve silencio en el que me pareció que la casa se iba a venir abajo, sonó el timbre. Tragué saliva y giré el pestillo todo tembloroso, con el corazón haciéndome clap-clap, clap-clap, clap-clap, como un seminarista.

            -- ¿Qué te ocurre, Manuel?, ¿estás enfermo? -fueron sus primeras palabras.

            -- ¿Cómo enfermo? -refunfuñé, haciendo como que no había entendido muy bien la pregunta. La cuestión era calmarme, ganar un poco de tiempo. Llevarla hasta el salón.

            -- No sé... si tienes algo, si hay algún problema. He llamado a Pilar y me ha dicho que no sabe nada de ti, que tienes colgado el teléfono, y que en la fábrica le aseguran que...

            -- Bueno..., Pilar, ya sabes como es Pilar... Exagera siempre. En realidad hace años que no me encontraba tan bien, ¿sabes? -mentí. 

            Entonces, con un movimiento estudiado, me agaché y empecé a enrollar parsimoniosamente, con cautela, la pesada alfombra, mientras intentaba sopesar la más exigua contracción de sus músculos, el más leve aleteo de su nariz, el más imperceptible movimiento de sus pestañas, la más insignificante alteración en los pliegues de su vestido. Pero ella no parecía entender nada. Su cuerpo continuaba allí, impávido, como a la espera de algo cuyo sentido último ignorásemos todavía.

            -- Ya no está, Ana. Se fue. He cambiado el suelo y ya no está.

            -- ¿Quién? -preguntó desde arriba-, ¿quién se ha ido, quién no está?

            -- El caimán -respondí con determinación infantil-, la sombra del caimán, ¿recuerdas?

            Hubo un momento de silencio, inexplicable, lento, acuoso.

            -- ¡Dios mío!, ¡dios mío!, ¿pero qué has hecho con la botella?- preguntó.

            Aliviado, pero sin saber a qué se debía el alivio, me abracé a sus piernas, que se alzaban frente a mí, tersas, soleadas y rotundas. Entonces, pero al cabo de un tiempo que me pareció interminable, sentí las yemas de sus dedos quemándome la nuca. Me creía abandonado por las fuerzas, mareado, perdido en un mar de sensaciones contradictorias y desconocidas, pero conseguí alzarme sin ayuda. Lloré y me abracé a ella como un niño que se hubieran perdido en una noche oscura, como si algo terrible, nos estuviese ocurriendo.

            Lo que siguió escapa a mis razones. Sólo sentía que su cuerpo me quemaba como una barra de metal expuesta durante horas al sol. Que sus ojos, frondosos, impenetrables, me miraban desde otra parte. De golpe me supe a su merced, entregado a sus fuerzas, y sin embargo, al estrecharla de nuevo trató de apartarme con un violento manotazo que me desequibró un instante. Pero yo, lo juro, no quería hacerle daño, si no seguir sintiendo en el calor de su piel, acaso una explicación.

            Ignoro cuánto tiempo permanecí junto a ese cuerpo que iba perdiendo por momentos su color y su consistencia. Ya no me tomo la molestia de contradecir a quienes aseguran que fueron más de siete días. ¿Tiene eso alguna importancia? Sea como fuere, ustedes han de creerme: no quise matar a Ana, simplemente la estreché porque quería compartir con ella esa inmensa y extraña fuerza que sentía dentro de mí, porque había algo en nosotros que no podría ser compartido con nadie. No crean a quienes aseguran que intenté poseerla. No es verdad o, al menos, no es esa la verdad. Sólo quise huir con ella, adonde ella, volver al lugar en el que alguna vez fuimos lo mismo. Pero no quiero insistir en algo que incluso para mí es confuso y que todavía me altera.

            A veces, ya les digo, cuando me dejan mucho tiempo para pensar, advierto las complicaciones y tramas ocultas que ellos han ido añadiendo a este relato. Cada día, es cierto, crece mi confusión, pero si hasta hoy me he podido enfrentar a los impostores, creo que en el futuro, cuando dejen de presionarme, tomaré medidas efectivas contra quienes han querido ver en mí a una especie de monstruo. Sospecho que ese momento está cada vez más cerca, de ahí la importancia que tiene para mí seguir refiriendo la historia, como hago ahora para ustedes, pues, en el fondo, todos nos sentimos solos y humillados, confinados en un sitio como este del que no es posible escapar. Todos, al fin, tenemos una historia, una sombra, lo que ustedes quieran que saldar.

            Mientras llega mi momento - y sé que llegará- procuro aceptarme tal cual soy, dejando que los días transcurran con su sebácea tranquilidad. Como contrapartida, en las tardes de tormenta, cuando todos se refugian en los pabellones y no queda nadie en el jardín, consigo que me dejen reposar un rato, un ratito solamente, en el estanque.

 

3 comentarios:

Ignacio dijo...

Espero que disfrutes de los Países Bajos y de Bélgica. ¡Ojalá que nuestro Elogio de Bruselas te sirva para descubrir muchos secretos! Un fuerte abrazo y hasta la vuelta.

MANUEL MOYA dijo...

Ignativs,
me servirá, vaya si me servirá. De hecho ya lo llevo en la mochila mental, después de su tercera relectura. La próxima vez que nos veamos observarás como chichones y protuberancias varias en mi chola. Es, creo el Palacio de Justicia bruselense y todas sus mulas, que se me sale por todos lados.

Anónimo dijo...

El Bejota! Lead Zeppelin, AC/DC, los borrajos y el ponche, las cortinas de cinta de cassette, y el sofá para pasarse las mejores horas de pereza del verano. Todo un refugio del mundo. Gracias por recordar. Un beso a Lito.