LA SIERRA DEL CASTAÑO

 
Ayer anduvimos dando una vuelta por los caminos de los Molinomollera con Concha y Pepe. Hacía meses que no pasaba por esos andurriales. Recuerdo que por aquellos terrenos pasé parte de los veranos de mi juventud con un libro en la mano y todos los sueños por delante. El lugar es de una tal belleza en todas las estaciones del año, que suelo llevar a mis visitas por allí, con la convicción de que el lugar les fascinará. Los inmensos castaños que producen una galería de sombras, convierten al paraje en una especie de catedral umbría e imponente, donde se cruzan las ramas, se escuchan los pitos caballares, nos asaltan los muros de piedra y los caminos, o nos aguardan los rebaños de ovejas que pastan en la sombra. Cuando era un jovenzuelo mi padre tenía allí un huerto de castaños que solía sembrar de habichuelas, que yo iba a regar un día sí, otro no, de forma que me pasaba gran parte del verano bajo la tutela de aquellos árboles. Tras endilgar el agua, cosa que ocurría más o menos una vez cada hora, me iba a dar una campavía por el bosque, donde el musgo fresco duraba todo el año y corrían los arroyos. Yo me adentraba por los helechos de casi dos metros de altura que seguían a los valles. Me alejaba hasta llegar al término de Galaroza o subía hasta la Fuente del Nogal, ya en los Tojales, desde donde se oteaba el término de Alájar, con la iglesia de El Calabacino hundida entre el follaje. A veces, subía en dirección a La Sierra del Castaño, donde había una antigua mina de plata, La Hilandera, con sus lavaderos, sus pozos y todo. Más arriba quedaba el tupido robledal que corona La Sierra, desde donde es fama que en días claros se ve el mar, o por mejor decir, el término de la tierra.
 
Hasta esa montaña, que en los lugareños adquiere un cierto aspecto de sagrada, nos condujo mi padre a mis hermanos y a mí una buena tarde. La nuestra, queda dicho, era una familia de agricultores muy castigada por la miseria que sobre los trabajadores del campo se había cernido en las décadas del 60 y el 70 del pasado siglo. Según los planes de desarrollo, el país debía alcanzar la industrialización a marchas forzadas y para eso el dictador de entonces y sus secuaces tecnócratas, no tuvieron mejor estrategia que hacer morir de miseria y abandono a los pueblos del sur de España, principalmente andaluces, extremeños y murcianos, que se despoblaron en una década en favor de las regiones norteñas, sí, justo las que hoy se sienten desfavorecidas o acaso no tan favorecidas como antaño. Pues bien, en tales circunstancias, para nosotros no había posibilidad de unas vacaciones o ver mundo, más allá de la pura emigración. Pero un día, no sé por qué motivo, mi padre aparejó la Roja y la Española, nuestras mulas, y allá que nos llevó hasta la Sierra del Castaño que es el lugar que corona la comarca y desde donde, obviamente, se divisa toda la región. Durante más de dos horas subimos por empinadas cuestas flanqueadas por castaños, cornicabras y madroños, hasta que por fin nos salió al paso el tupido robledal, donde descendimos de las mulas y ya a pie nos encaminamos hasta el pico. Mientras ascendíamos alegremente mi padre nos prevenía contra los víboros machos que cuelgan de los robles y suelen atacar a las gentes en el tiempo del celo. Cuando ya nos acercábamos a la cima, la vegetación se volvió más y más rala. Donde antes abundaban los castaños, cornicabras, jaguarzos, retamas o robles, ahora sólo aparecían pedruscos horadados y tiznados con una extraña violencia. Sobre ellos sólo crecía, pero muy ralamente, la avena loca y otras hierbas que el aire peinaba a voluntad. Mi padre nos explicó que el motivo de que aquellas rocas estuvieran buraqueadas no era otro que sobre ellas descargaban los rayos en los días de tormentas. Cuando por fin alcanzamos la cima,  respiramos con alivio. Desde el pichacho, admiramos el inmenso horizonte que quedaba a nuestros pies. Sonaba el viento. Como en el poema de Leopardi, ante aquellas montañas que se plisaban en lo azul, uno se sentía íntimamente penetrado por la infinitud, a punto de naufragar. Sentado sobre el mojón geodésico, escondiendo su voz bajo su sombrero, mi padre nos apuntaba con una vara los lugares y los pueblos que desde allí arriba se avistaban. Aracena, Campofrío, El Cerro de San Cristóbal, en Almonaster, Cortegana, Las Indias, Higuera, Las sierras azules de Cortelazor e Hinojales, los valles profundos de Galaroza y Jabugo, Las Cumbres... y por fin, volviendo la mirada hacia el sur, una finísima línea azulada parecía anunciar el mar. ¿Lo era? No lo sé, pero mi padre, que como buen campesino de tierras adentros, era ajeno a los espejismos del mar, parecía animarse explicándonos su mundo, porque aquel -lo he comprendido mucho más tarde- era su mundo, y todo cuanto le interesaba podía otearse desde allí. De joven había estado por los Pirineos, pero eso no contaba. Para él sólo contaba aquel territorio suyo, sobre el que se creía un rey y como un rey nos llevó hasta la cumbre para en un acto simbólico legarnos sus dominios. En aquella demorada explicación él nos ofrecía su universo, el territorio por el que iban a discurrir, si nada lo cambiaba, nuestras vidas. Mucho más tarde, leyendo a Caeiro, entendí que nuestro universo sólo puede ser de la estatura de nuestra estatura, es decir de aquello que somos capaces de ver y de sentir. Salvo algunas pequeñas temporadas que he vivido lejos, mi cuerpo y mi mente siempre han permanecido cerca de ese punto que aquella vez y con qué orgullo, nos enseñara mi padre. Por más que me aleje, nunca me alejaré lo suficiente de ese pico desde donde por vez primera tuve conciaencia del mundo, por más que me pierda, nunca me perderé lo suficiente como para perder la referencia de ese pico acosado por los rayos. Cuando muera, parte de mis cenizas dejadlas allí, sobre las rocas horadadas, y que sea el viento quien las esparza a voluntad, en lo que habrá de ser mi último viaje (la otra mitad enterrarlas bajo un nogal del Rodeo, mi huerto, nuestro huerto). Pero, bueno, después de aquella primera ocasión, otras veces he subido con mi gente a ese extraño omphalos, que heredé un día, cuando era tan pequeño que no podía comprender el sentido de aquella primera heredad, en mi primer viaje hacia el centro mismo del universo. 



Hoy repito texto: Lo hago proque la historia que cuento (que es real), tieen mucho que ver con los paisajes que de alguna manera he descrito arriba. Y también porque hablan de aquel viejo tiempo de verano.

ADELFAS
Hay días que traen en su seno un puñado de tierra negra y dura, un alfanje, un río nocturno, luces podridas para las que uno carece de ventanas y pasillos. Y esa luz podrida se queda ahí, como se queda un animal muerto en mitad de una rosaleda.

Era una noche de verano. ¿Agosto tal vez? La luna cabriolaba sobre el cielo como el farol chino de una casa apartada mecido por la brisa. Había un naranjo, una parra, la sensación de que la noche iba a dejar sus huevos húmedos en nuestros labios. Aquella chica, sin embargo, parecía enajenada, atrapada en esa luz podrida que antes mencioné. Como siempre, me acerqué a ella y de inmediato tuve consciencia de su sufrimiento. Traté de consolarla, pero para entonces ya su desazón era tan grande que mis palabras no podían siquiera suavizar la saña de aquel río nocturno que entonces la atravesaba. Estoy sola, dijo, en una voz entrecortada. ¿Sola?, me pregunté. Nadie me quiere, agregó en un gesto que llenaba de oscuridad cuanto nos rodeaba. Lo juro: eso dijo y fue como si cayera sobre mí un alud de tierra, como si su río de sombras me arrastrara hacia un desconocido delta, como si todas esas luces podridas que le enturbiaban el estómago, me lanzasen destellos incomprensibles. ¿Sola? ¿Nadie te quiere? De pronto yo había dejado de existir, me había hecho invisible, yo, que sólo vivía para ella, yo, que me hubiera dejado matar por ella. Fue, ya digo, como si se hubiera abierto una grieta en la tierra, y yo hubiera dejado de existir. ¿Sola?
 Por la mañana me alcé temprano, abatido, roto, pero con el firme propósito de existir. Y me puse en marcha. No sabía hacia dónde caminaba, ni tampoco lo que andaba buscando. Era agosto. El sol rebotaba en la tierra y ni siquiera la tibieza de los castaños conseguía atenuar su firme opresión. Deambulé por muchos lugares, yendo y viniendo por trochas abruptas, subiendo y bajando lomas como un poseso, buscando lo que no sabía si podía encontrar. Me alejé, retrocedí, bordeé la montaña, pasé junto a nogales y olivares de pasto y de chicharra, hasta que al fin bajé aquella cuesta sobre la que el sol, ya en toda su furia, aullaba. Y allí, allí estaban, al borde de la fuente. Las adelfas, quiero decir. Mis ojos se iluminaron. Sus flores blancas y rojas parecían llenarlo todo. Me detuve y me dije, muy muy quedo, gracias. Gracias. GRACIAS. Mientras todo estaba quieto, una libélula culebreaba en el aire. Muy cerca, bajo las encinas, bramaban las chicharras, pero yo entonces no escuchaba a las chicharras. Al otro lado del arroyuelo, separado por una lomita, se escondía la silenciosa aldehuela donde muchos años antes mis abuelos habían ido en viaje de novios. Corté un ramo de flores de adelfa —las únicas flores de agosto— y, satisfecho, emprendí la vuelta. ¿Sola? La tierra negra se pegaba al cuello y a la cara, pero nada me detenía. Ya nada me detenía. Caminé sin descanso durante hora y media hasta que alcancé las primeras casas de un pueblo sin sombras. Bajé la cuesta del cementerio y, ya con el corazón batiéndome bajo la camisa, giré en la primera bocacalle. ¿Sola? Llamé a su puerta y me abrió la chica que la noche anterior se lamentaba de su soledad. ¿Sola? Le extendí el ramo sin pronunciar palabra y ella me miró sin comprender, como si hubiera depositado en sus manos una caja con unos zapatos usados.
 

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Manuel, Pilar, gracias, una vez más por vuestra amabilidad y compañía, fue un privilegio para nosotros poder disfrutaros en vuestro querido pueblo de Fuenteheridos. Nos sentimos como en casa. Compartir la tarde-noche dando ese estupendo paseo por el más que centenario castañal y oír las entrañables historias que contabas, Manuel, se nos ha "queao" en el corazón. Me sonrío al recordar los "peazos" de bocadillos que nos pusieron en el camping y que nos zampamos como si "na" bajo las tiernas ramas de los árboles y el trozo de luna. Creo que a eso se le llama "estaragusto" Recibid nuestro sincero abrazo.

Concha

Anónimo dijo...

Se me hace imposible leer Adelfas sin llorar. Siento tanta ternura por aquellos chicos que quisiera abrazarlos.

MANUEL MOYA dijo...

Yo tambiém daría dos años de mi vida solo por poder abrazarlos.