EL MARISCAL DE ARCOS


Julio Mariscal Montes, natural de Arcos de la Frontera (Cádiz). 1992-1977. Poeta. Poeta en un pueblo de poetas, contra el parecer de ese otro poeta fino y crítico severo que es Francisco Bejarano. Para desmentir a Bejarano ahí tienen a Antonio Hernández o a Pedro Sevilla, poetazos ambos, junto a Julio Mariscal, of course. Al propio Pedro Sevilla debemos un estudio ejemplar y emocionado de su paisano. Pero yo hablaba hoy de Julio Mariscal, cuya Obra completa acaba de aparecer en La isla de Siltolá, en edición de Blanca Flores. Para completa completa faltan, según la propia Flores, los muchos poemas que el poeta arcense no llegó o no quiso publicar en vida y singularmente sus letras flamencas, que debieran salir a la luz lo antes posible.
Muchas son las etiquetas que los estudiosos del verso han puesto sobre Julio Mariscal, de manera que no pocas veces estas etiquetas han acabado por sepultarlo, más que revivificarlo. Julio pertenece por tiempo a la llamada generación del 50, entre cuyos integrantes, curiosamente, no se le suele citar. Nacido en 1922, su primer libro publicado es Corral de muertos (1952), de la misma añada que Quinta del 42, y un año antes de que viera la luz El don de la ebriedad, dos libros que marcan el inicio de la generación. Corral de muertos fue saludado con interés por la crítica, pero acaso no con el interés que merecía ese libro singular. Se trataba de un libro adolorido, solanesco, cuya mertáfora de fondo, el cementerio, no debía entusiasmar a las fuerzas vivas de la época. En todo caso Corral no obtuvo la suerte que sus inspirados versos merecían. No es ninguna frivolidad pseudonacionalista insinuar que Corral de muertos, como otros muchos de los libros de poetas andaluces del 50, fueron preteridos en su momento y siguen siéndolo hoy día por razones no estrictamente literarias. Poetas de la entidad de Ricardo Molina, Alfonso Canales, Manuel Mantero, el propio Julio Mariscal, Jesús Arcensio, Vicente Núñez, Julio Alfredo Egea, Juan Bernier, Pablo García Baena, Rafael Guillén, María Victoria Atencia o Julia Uceda, fueron postergados en su momento y sólo los cuatro últimos han logrado en los últimos años el interés crítico que merecían sus obras. Muy tarde, pero a tiempo. A los demás poetas mencionados aún les queda un largo camino que recorrer para conjurar su olvido. Tal vez la excesiva focalización crítica en los reductos de Madrid y Barcelona, el formalismo andaluz, y esa acusación sorda a las periferias en general y a Andalucía en particular, han incidido en la fortuna o la infortuna de algunos de los poetas más valiosos de esa Generación del 50, que tras el paso de los años y los vicios críticos convendría redefinir. Pues bien, en esa nueva clasificación y clarificación, el nombre de Julio Mariscal Montes debiera ostentar un papel mucho más importante que el que ahora ostenta. Su obra así lo pide.
La obra de Julio Mariscal Montes está muy mediatizada por el origen social y económico del poeta. Nacido en una familia religiosa y de fuertes convicciones conservadoras, con unos códigos morales marcados a hierro, Julio debió luchar desde muy pronto con su condición de homosexual, que desde luego colisionaba con los parámetros morales de la época. Parte de esta homosexualidad latente la encardinó tras una religiosidad extrema que en él se traduce en un continuo sentimiento de culpa, extremo que recorrerá gran parte de su obra. Sin embargo el eterno y nunca del todo solucionado conflicto entre su naturaleza y su culpa dará su obra un tinte agónico y desesperado. Julio Mariscal, como señala Pedro Sevilla, se verá a sí mismo como un proscrito, como un ser despreciable, que ha roto la alianza con Dios. Su derrota vital tiene que ver con su culpa, o mejor con la imposibilidad de expiar su culpa. Todo ese sufrimiento que llegó no sólo a lacerarlo, sino a enfermarlo, queda impreso a fuego en sus versos. En su obra, pues, choca la amargura con la luz meridional, la rebeldía aplazada con una vitalidad cada vez más problemática, la tierra como eje estructural y genesíaco de lo humano y el pecado, la ofensa a Dios y al orden establecido y el castigo que él recibe como un Ecce homo, sin el menor atisbo de rebeldía.


El primer libro de JMM es, como se ha dicho, Corral de muertos, un libro de apenas veintitantas páginas. Se trata de una obra telúrica, donde el litigio entre la muerte y la vida parece imperar. A través de once elegías, veinte años más tarde ampliada a 22, el poeta arcense construye un brillante mapa de la muerte. Tras el poema inaugural, Ciprés, que nos da el tono del libro, Mariscal va trazando una sucesiva galería de impresionantes retratos en blanco y negro como Manuel de Montejaque o Joaquín el de los burros, que tanto nos recuerdan a esos otros personajes que pueblan el cementerio de Spoon River, de Edgar Lee Masters, si bien en el corral de Julio Mariscal, todo cobra unos tintes más oscuros y telúricos, que a veces nos recuerdan a los mundos nucleares de García Lorca. Y es que ambos, García Lorca y Mariscal son hombres intuitivos, apegados a la tierra, poetas que beben la savia de esta tierra amarga y saqueada y que de alguna forma absorben ese mismo magma que explica el flamenco. Si en los rasgos estilísticos ambos poetas difieren, en lo esencial hay una natural comunicación entre ellos. Los une la tierra, ese elemento que no sólo los sostiene sino que reciben su savia, que no sólo es temblor sino también sudor, mucho sudor, mucha angustia postergada. ¡Grita!, / grita tan fuerte / que se derrumbe este montón de olvido”. Juan Bonilla, utilizando estos versos, define este libro como grito y no le falta razón, es un grito hacia dentro, un dolor que se escapa por las grietas del paisaje. Bastaría este solo libro para sacar a Julio Mariscal del olvido en el que se lo tiene. Pero por fortuna es mucho, mucho más.
Apenas tres años después de Corral de muertos, Julio Mariscal editó en la pujante colección Adonais Pasan hombres oscuros, a decir de muchos, su obra más lograda y acaso la más conocida. En sus veinte composiciones, el poeta de Arcos troca el tema de la muerte por el del amor. Su verbo se vuelve más florido, más sensual, más delicado si cabe, pero mantiene esa rara fuerza interior que suele emanar su poesía. Muy en la línea de los poetas andaluces de la época (pensemos en Pablo García Baena o en Ricardo Molina), Pasan hombres oscuros, es un canto a la vida y al amor, un libro hedonista, vitalista que supera el tenebrismo de unos tiempos hoscos, en el que media España vestía de un luto que llegaba más allá del luto. De mañana no pasa que una palabra oscura / tiña de rojo el blanco pañuelo de tu frente, / que un gesto haga cosecha la viña de tus senos / tan bobamente niños, agraces todavía... Pasan hombres publicado por Adonais, entonces la editorial de moda para los poetas, obtuvo una meritoria acogida, pero no la suficiente para arrancar a su artífice de ese corral de muertos que debía resultarle por entonces Arcos.
Poemas de Ausencia (1957) es su siguiente libro. Se trata en realidad de la continuación de Pasan hombres oscuros, pero en los nuevos poemas, Mariscal subraya el carácter provisorio del amor, su ausencia. “No vuelvas, amor mío. / Déjame erternamente buceando en tu ausencia. / Prefiero el cardo de tu olvido, / la batalla campal con tu recuerdo./ Prefiero este evocarte como te he ido soñando / como te he ido creando en mis noches de insomnio / a la decepción triste, chata, del encontrarte”. Si antes cantaba la vitalidad del amor, la tensión amorosa y vital que dominaba al poeta, ahora abunda el sesgo melancólico, adolorido, las raspaduras de la soledad, las cenizas del recuerdo. Poco después de la publicación de este libro, Julio Mariscal, que ejercía de maestro de escuela por los pueblos de la zona, es arrancado de su Arcos natal para recalar en Santa Bárbara de Casas, un pueblo perdido en las encrucijadas del Andévalo onubense, lo que acaso lo convirtiera en un poeta más invisible de lo que ya era. 
Sin embargo, el encierro en la localidad onubense le daría un libro considerado menor dentro de su bibliografía, Quinta palabra, pero que visto con la distancia de hoy, y sin dejarnos persuadir por las etiquetas, nos parece de una fuerza interior y simbólica más que evidente. Toda su amargura, toda la tensión acumulada durante años rompe aquí, en una religiosidad donde impera la culpa y el castigo, la herida y la cruz. Mariscal se transustancia en Jesucristo. El dolor del hijo del carpintero es el dolor del apátrida, del hombre que lleva su dolor a cuestas por las empinadas cuestas de su vida. Este es acaso un momento crucial en su poética y en el que los críticos -salvo Pedro Sevilla- suelen pasar de largo. Tanta soledad, tanto aislamiento, tanto dolor callado y tanta culpa no resuelta horadan sus propios cimientos. Es mariscal el que acarrea su cruz hasta el monte del calvario, el que recibe la lanza, el de las llagas, el de los escupitajos. En sus veinte poemas que emulan los últimos pasos de Jesucristo, Mariscal trasciende la anécdota para crear una poesía de corte existencial (muy en la linea del primer Otero), donde tiene un papel fundamental la culpa y la zozobra de un mundo que ha dejado de ser bueno y al que ya no pertenece. Estamos a un solo paso de una visión temporal y realista. Siendo esta una obra puramente religiosa, se escora por su artesonado clásico un cierto airecillo realista que más tarde se hará evidente en Tierra de secanos, su siguiente libro, publicado con cuatro años de diferencia. No hay sitio aquí para palabras bellas: / Barrabás o Jesús, ¿verdad? ¿Mentira? / ¡Qué importa! La Judea es una lira / que hay que templar al son de sus querellas.
Tierra de secano (1962) supone un golpe de timón en la trayectoria vital y poética de Julio Mariscal. Los críticos suelen afiliar este libro al realismo que aquejaba a buena parte de la poesía española de la época. Realmente es un retrato agrio y nada complaciente de la España campesina y atávica, pero también es un homenaje al esfuerzo y al afán de toda esa gente que durante años ha acompañado a Julio Mariscal en sus distintos exilios laborales. Tierra de secano es más allá de un texto de denuncia, un texto de afinidad, de identificación con el dolor ajeno. Nacido en una familia de comerciantes, su actividad laboral de maestro, lo lleva primero a los pueblos de la serranía gaditana, para más tarde recalar en Santa Bárbara de Casas y luego en Paterna de Ribera, en plena comarca de La Janda, no muy lejana a su Arcos natal y dedicada a la ganadería y al laboreo, uno de los núcleos más radicales del flamenco. El contacto con la realidad rural, con un mundo periclitado y empobrecido hasta límites casi insoportables, debió extremecerrlo. Fruto de este estremecimiento, de este contar desde la cercanía, más allá de las posibles modas literarias a las que el autor no es ajeno (repárese si no en la cita inicial de Otero), es lo que hace posible este libro intenso. El suyo es “un grito de la sangre”. Si antes había gritado a la muerte, a esa falta de respiración que es la muerte, ahora lo hace a la sangre, a la sangre hermana, a la explotación secular, a los vencidos. En sus versos no hay complejo de culpa, no hay escritura de oído, lo que hay, como en Hernández, es veracidad, identificación en el dolor y en el sufrimiento. Y es, por tanto, un libro logrado.
Tierra, su siguiente entrega data de 1965. Es una obra autobiográfica y “oscura” y estos dos detalles quizás hayan hecho mella en sus lectores. Redactado en Paterna, parte de una relación homosexual a la que Julio Mariscal se ve arrastrado. Pensemos en todo el sufrimiento que en un tiempo y en una pequeña población como Paterna una relación así podría acarrear. Juan Bonilla define el libro de esta manera: “unos poemas en los que la conciencia religiosa del poeta, su culpa, su sentido del pecado, combaten contra el gozo y la plenitud, la certeza de la imposibilidad de un amor contra las propias posibilidades que ese amor le brinda. El resultado es un libro lleno de poemas emocionados tanto en la celebración del amor escondido como en el autoimproperio que el poeta se dedica por no ser capaz de desafiar a la sociedad y a su tiempo y sacar a la luz esa pasión”. En efecto, en este libro se entrecruza toda la fuerza vital del poeta y toda su amargura, toda su pasión y toda su resignación, toda su entrega y toda su extrañeza, toda su fuerza y toda su cobardía. “Y eché a andar por tu sangre; por esa / desamparada y sola vereda de tu sangre, / con lagartos de rabia, con umbríos/ retamales de pena y sobresaltos. / Y aquí me tienes como un toro ciego, / corneando, furioso, inútilmente / el muro enorme de los perjuicios”. Tierra viene a ser su último gran libro, acaso el libro que mejor lo define íntimamente. Si en sus anteriores libros amorosos Mariscal se dejaba llevar por una cierta pasión y luego por una cierta melancolía, en Tierra el amor lo desborda hasta el punto de aniquilarlo. Su publicación lo desnuda ante los demás y, él, que siempre se integró en su trabajo y en su fértil relación con los demás, se convierte en un apestado. Unido esto a su enfermedad y su consiguietne deterioro físico, el poeta entrará en una fase de erosión continua, que no acabará hasta su muerte. Antes publicará libros como Último día (1971), Poemas a Soledad (que en realidad es su primer libro escrito) (1975) y Trébol de cuatro hojas (1976).
Último día redondea una magnífica obra poética. En él la conciencia de la muerte, de la decrepitud y del acabamiento se hacen palpables. Si en Corral la muerte era, cómo decirlo, atmosfé(é)rica, simbólica, en Último día es una pura agonía. El poeta, que ha regresado a Arcos, se ve vencido, y camina espectral entre sus pinas calles. Todo le recuerda el vencimiento “Aquí tenéis a un hombre / ya tan horizontal, / tan desoladamente horizontal, / que cualquier niño puede / mirarlo como un surco o al tomillo. / Y este hombre se ha muerto bien calzado / con un gesto de reto a las estrellas”. Un libro, pues, desolado, donde el poeta dialoga con el destino, con la muerte y con la nada que precede a la muerte. Última hora es su desembocadura natural, su gesto último antes de entregarse.
Sin embargo su última entrega será Trébol de cuatro hojas, del que Blanca Flores escribe lo siguiente: “El tema central de Trébol de cuatro hojas es el paso del tiempo. El recuerdo, la melancolía y la nostalgia invaden el poemario”. En efecto el libro es como una alacena donde Mariscal va colocando todos los elementos que han definido su paso por la tierra. No es propiamente un repaso por su vida y sus circunstancias, pero a través de sus poemas sueltaos, el poeta va manifiestándose todas en cada una de sus objeciones y obsesiones. Es un libro de reencuentros con los espacios míticos de la infancia y de la adolescencia, “una perdigonada de recuerdos” macerados en su memoria que esplenden un instante, antes de la entrega definitiva.
Tras su suerte aparecen tres libros más, Aún es hoy (1980), Ocho sonetos y un retrato de mujer (1982) y La voz quebrada (1992). Ninguno de ellos ciertamente abre nuevos cauces en la poesía total de Mariscal Montes, un poeta entrañado y humano al que hay que volver, porque su voz, pasado el tiempo, suena jonda y limpia, mayúscula. Álvaro Valverde ha definido recientemente esta Obra completa de acontecimiento. No seré yo quien lo desmienta.
 
Ahora solo falta sacar sus letras flamencas. Lo que es yo, no me las pierdo.

 un poema de Julio Mariscal. Por abrir boca


Fosa Común
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A Blas de Otero
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Estoy sobre vosotros los baldíos,

fosa común, desván del pudridero,
olvido sobre olvido.
Sobre vosotros los sin cruces,
los sin esa
campanilla loca del recuerdo.
Los más muertos de todos.


Estoy sobre vosotros, tierra otra vez,
barbecho sin un cardo ni un lirio,
sin un esposo o madre que os ampare.
Sobre vosotros digo,
pisando vuestros huesos, vuestros sueños,
vuestras ansias calientes todavía
aferradas a un junco o un arado.


Y aquí sobre vosotros mientras
me florece esta almáciga de olvidos,
os digo que quizás vuestro silencio
me clame con más fuerza,
me grite más enorme
que el mármol y el puñado de alhelíes.
 


1 comentarios:

Sofía Serra dijo...

No tenía ni idea. Menuda sorpresa por esta publicación, estamos de enhorabuena.
Gracias, Manolo.