LA TIERRA NEGRA, NOVELA






LA TIERRA NEGRA












¿qué hazaña es matar dos veces a un muerto?
Antígona”. SÓFOCLES

que nunca hubiera creído yo que fueran tantos los que la muerte se llevara.
La tierra baldía”, T.S. ELIOT

No hay estatua ni lápida que narre quien fue el que fue todos nosotros;
mas como es todo el pueblo, debe tener por tumba toda esta tierra negra.
Libro del desasosiego”, Fernando PESSOA







Vito se quedó como único carpintero del pueblo desde que dos meses atrás muriera Melchor de una cosa mala que le entró por el estómago y a la que ningún médico logró ponerle nombre. En un mes se le acabó la vida, sufriendo como un perro y aguantándose el dolor a base de inyecciones de morfina que compraban a cuenta en la botica de Galaroza. Fue Beatriz, la hija de Melchor, quien vino a encargarle el ataúd la mañana en que el médico, fatigado de luchar contra un enemigo anónimo, perdió toda esperanza.
Era una mañana clara de primeros de junio, tiempo de heno y de cerezas, y hasta el taller de Vito, en la calleja del Estanco, llegaba ese olor agrio de la hierba recién segada. Hacía horas que los hombres se habían echado al campo y la tranquilidad de la calle era tanta, que se escuchaba hasta el trajín de las gallinas cluecas de Purita La Machuca. Todo lo más, pasaba alguna que otra mujer con el cántaro al cuadril o a la cabeza, seguida de dos o tres niños sucios y revoltosos; quizás algún perro que olisqueaba por las paredes o se echaba, sin suerte, sobre su propia sombra. Como todas las mañanas de verano, desde el caserón de enfrente, llegaba hasta su banco el ir y venir de las hijas de María “La Cumbreña”, que se pasaban las horas oreando camas, barriendo la calle o aljofifando suelos, pero Vito, a fuerza de costumbre, ajeno a los enredos del exterior, seguía calentándose la boca con sus cantiñeos: enún cuartito lódó, veneno que tú tomará veneno tomara yo.
Beatriz, la melancólica hija de Melchor, fue tan precisa en su encargo, que Vito, con la gorra en la mano en señal de respeto, sólo pudo encogerse de hombros y prometerle que se pondría con la labor aquella misma mañana. En efecto, no bien Beatriz cruzó el umbral de ladrillo, Vito dejó de hacer lo que andaba haciendo, limpió la mesa de trabajo, quitó de los alrededores todo cuanto pudiera estorbarle y, con una escoba de lentisco, repasó una y otra vez el suelo hasta dejarlo como una patena.
¿Trabajas para el arzobispo de Sevilla? —preguntó burlonamente Urbano Ventura, que, como cada mañana a eso de la una, venía a echar una parrafada con el amigo, antes de marcharse juntos al casino de Enrique el Cojillo a emboticarse dos medios litros.
En el ataúd de su compañero puso Vito el mismo afán que unos meses antes pusiera en el de Pedro Liara, un personaje con quien había trabajado años atrás y quien le había abierto los ojos sobre ciertas cosas. A Pedro le había hecho un ataúd forrado con trapos rojos y negros, emulando la bandera anarquista, cosa que su mujer, Candelaria, supo agradecer con un gesto de profunda gratitud. No sabría explicar la causa, pero desde entonces, el antipático oficio de construir ataúdes se convirtió en algo distinto, donde uno tenía que echar el resto. Por eso, en vez de las tablas de pino laricio que tenía apiladas en un lateral, comenzó a emplear una pila de tablas de castaño comisario que durante mucho tiempo reservó para unas puertas que nunca terminaban de encargarle. No contento con la buena calidad de la madera, una vez midió, cortó, lijó y encoló las tablas, lo que le entretuvo toda una jornada, pacientemente se puso a labrar sobre la tapa el nombre y apellidos del compañero, así como los datos de nacimiento, el año de la muerte y una cruz que había sacado de un periódico, lo suficientemente historiada como para dar a entender que más allá de viejas y pasadas rivalidades, en el gremio todavía sabían cómo despedir a los suyos; después forró la caja con un paño de luto que fue a comprar para la ocasión a la tienda de María. Aun así, no hacía más que encontrar defectos a su trabajo y no se resignaba a acabar la caja sin añadirle una nueva filigrana, un nuevo detalle de fantasía que le diera mayor empaque. Dos días empleó Vito en concluir la caja de Melchor, el otro carpintero. Una vez acabada la tarea, acomodó la caja en una esquina mal iluminada de la carpintería, le echó una manta encima y allí la dejó. Cuando al cabo de unos días oyó doblar a hombre, sin encomendarse a nada ni a nadie, labró la fecha precisa del fallecimiento y se echó el pesado cajón al hombro; con él ascendió por la calleja Pastora, hasta la casa de Melchor, casi a las afueras del pueblo.
Como había hecho tantas veces, depositó la caja entre dos sillas y tras acomodar en ella al difunto, al que los estragos de tan corrosiva enfermedad le habían descompuesto el rostro, se hizo la señal de la cruz y con las manos a la espalda y la barbilla clavada en el pecho, musitó una oración. Recluido en la caja, con su única chaqueta y las manos cruzadas sobre el estómago, Melchor parecía sereno y resignado, como esperando la señal de un fotógrafo. La tela negra realzaba sus ojos abrasados, los rasgos cerúleos de la cara y los nudos de unas manos correosas que habían dominado como nadie la madera, pero que la enfermedad habían descarnado. Su mujer, Avelina, le retocó el pelo y ahogó un suspiro, mientras Vito, circunspecto, sin dejar de observar el cadáver, aguardaba una señal para ponerse a clavetear. La atmósfera que se respiraba en la casa parecía más cercana al cansancio que al abatimiento, consecuencia de una tan larga como inútil espera.
Cuando por fin la viuda se alejó del féretro, Vito colocó la tapa, tomó el martillo y sacándose las puntillas de los labios, comenzó a golpear, primero con timidez, pero luego con la habitual precisión. A pesar de que la escena la había vivido una decena y media de veces, no acababa de acostumbrarse a aquel mutismo denso que rodeaba la habitación mientras él, con paciencia, martilleaba, así que cuando de un par de golpes certeros vio desaparecer la última puntilla, no pudo evitar una mueca de cansancio, de timidez, de orfandad. Entonces, en un gesto aprendido, tomó aire, se enjugó el sudor que perlaba su cara y, sin darse tiempo para más, agachó la cabeza en señal de respeto, y dando media vuelta se volvió a su taller, caviloso. El aire tibio de la calle le refrescó la cara, pero el ánimo lo llevaba espantado.
En el taller, su hijo Juan José andaba trajinando con un asiento de anea, pero Vito, hundido en sus pensamientos, apenas si le prestó atención. Eran ya casi las once de la mañana y en lugar de seguir con la sillita alta que días atrás le había encargado Josefa la del Grillo, se puso a buscar aquí y allá unas buenas tablas de castaño. Cuando Sabina entró en busca del niño, viendo todo tan manga por hombro, quiso saber en qué nuevo encargo andaba ocupado.
Encargo ninguno —respondió Vito con su habitual parsimonia—. Ando buscando unas tablas para hacerme el ataúd.
¿Querrás decir el de Melchor? —le rectificó Sabina que creía no haber escuchado bien la contestación de su marido.
No, el mío.
Ay, hijo, desde luego que tienes unas cosas...
Si me muero, ¿quién me va a hacer la caja? —dijo con una voz que sonara convincente—. Antes estaba Melchor, pero ahora...
Ay, Jesús, María y José, mira si llevo años en este mundo y no he conocido a ningún muerto que se haya quedado sin enterrar.

















I














1

Con un talego al hombro y veinte duros en el bolsillo, Juan José se detiene al llegar a la paerilla y toma, en una decisión inesperada, puente Membrillero abajo en vez de seguir recto hacia el transformador, que sería la forma natural de salir del pueblo. No ha contado en esta determinación el hecho de que tal rumbo pase ante el cuartel de la guardia civil, junto a la fuente, pues a esa hora los guardias duermen y en la plaza no hay un alma. Suspendidas en el aire cristalizado de la noche, atrás van quedando las luces ralas, el frío hondo, el cansancio infinito que parece enquistado en las apiñadas casas. Mientras se aleja, le reconcomen los ojos desalentados de la madre al despedirse en el zaguán, junto a las cantareras, y él le ha asegurado que en una semana, cuando más, tendrá noticias suyas. Todo ha ocurrido tan rápido, que en vez de cansancio, lo aturde una especie de asco amazacotado y un olor a podredumbre que ha de sacarse de encima antes de marcharse definitivamente porque, de no hacerlo, esa fetidez lo seguirá durante mucho, mucho tiempo y hay algo en su interior que le dice que en adelante ha de luchar a brazo partido para ganarse los cuartos, y que para entonces tiene que haber zanjado las asechanzas del pasado.
Ha sido mientras metía la ropa en el talego, cuando su madre le ha hablado de Candelaria, la molinera. Durante los últimos cuatro años ella fue uno de los enlaces con su padre y necesita, antes de partir acaso para siempre, agradecer lo que hizo y saber si podrá contar con ella para el asunto de las cartas. Candelaria, a quien sólo en contadas ocasiones ha visto por el pueblo, es una mujer pequeña pero segura de sí misma, de tez clara y mirada pastueña, pero que porta sobre su rostro un dolor arreciado y a la vez una placidez sin reserva, inmemorial, la de quien ha decidido aceptar el dolor como una carga molesta, pero necesaria. Hay algo en ella que la hace distinta de las demás mujeres del pueblo y que al muchacho Juan José le produce una especie de pasmo, de escalofrío. Quizás en la revelación de su madre quede explicada toda la inquietud que la molinera le ha producido hasta entonces. Desde la muerte de su marido, es ella la que lleva la molienda y el joven piensa que quizás sea esa soledad tan largamente macerada, la que imprima a la molinera una serenidad conventual y alunada que tranquiliza a los niños y desarma a los perros. Jorge, un chavea dos años menor que él, que perdió a su padre por un asunto de cartas, la conoce bien, pues la ayuda a trajinar con la harina en los momentos de más necesidad y por él sabe que detrás de ese aspecto apacible, se esconde una mujer roqueña y decidida.
La cuesta, empinada, resbalosa y oscura, que desciende paralela al barranco, hace pisar con tiento a Juan José, que parece orientarse más por el brillo de las piedras que por la determinación del camino. Abajo, al pasar junto a la portera de Javier Murube, un caballo viene a su encuentro con un trote mansurrón y confiado: es Danuncio, el mismo caballo con el que años atrás Javier Murube presidiera las ejecuciones y tanto se jactara de la planta de su garañón, mientras Pepe Jabicha, manchándose de sangre, porfiaba con cada uno de los cadáveres, en busca de un hilo de vida, por darse el gusto de rematarlos. El caballo, afable, saca la cabeza por encima de la portera y Juan José le acaricia la frente, el hocico, la crin. La noche del campo es una noche limpia, con olor a mestranto y a toronja, ajena a los trasiegos humanos; el rumor persistente del agua, que lo acompaña desde que dejara a sus espaldas la tapia de Bernardino, hace mucho más unívoca a la noche. Al dejar atrás la portera, siente el lejano ladrido de un perro que proviene acaso de los corralones de la era de la Carrera. Apenas unos metros más adelante, camino y barranco se desvían, el uno para unirse al carretín a la altura de los lavaderos, y el otro, tras andar medio encorajinado en busca de las chopeas de la Huerta Don José, para apaciguarse junto al cruce de Solisombra, ya en la carretera de Lisboa, donde el valle se abre como un abanico.
A un lado del barranco, desentendiéndose del camino ancho y empedrado, nace una trocha que, fiel al riachuelo, se embosca entre las ramas de los nogales y va a concluir justo en el puente de acceso al molino harinero. El molino, escondido entre la fronda, no es visible hasta que no se le tiene casi encima, pese a ser un edificio sólido, de respetable altura. Con un tejado que desagua sobre el barranco, unos muros comidos por la yedra, de la que sólo se salvan las ventanas, y una puerta ancha por donde sin dificultad cabe una bestia cargada de grano, el molino ofrece la impresión de un lugar inhóspito, tenebroso, como sobrepasado por el quejido imperturbable de la muela y del estrevejín del agua.
Al joven no le ha dado tiempo a cruzar el puente, cuando una luz brota de las ventanas altas, iluminando débilmente el follaje. El ladrido del perro se hace más débil, la brisa mueve las hojas de una brevera. Hace frío.
¿Quién va? —pregunta la voz reconocible de Candelaria.
Soy Juan José —responde él—, el hijo de Vito, el carpintero.
Ya bajo —escucha.
Al cabo de unos segundos, siente chirriar la puerta lateral y tras ella aparece el rostro de la molinera iluminado por una lámpara de aceite.
Pasa, niño —dice al cabo—, que es muy mala la rociá.
Perdone que venga a estas horas, pero es que me voy a Aracena a coger el Saure, y antes quería agradecerle lo que hizo por mi padre, por si no vuelvo —dice de una tacada, sin decidirse a entrar.
Ay, hijo... No sabes cómo me...
Hemos hecho lo que Dios manda. Usted tiene que saberlo. Mi madre...
Calla, niño —responde la molinera alargando su mano—. Mientras menos sepamos, mucho mejor para todos.
Pero...
Y a dónde vas, si se puede saber.
Me voy para Barcelona, para la Francia, qué sé yo. Aquí ya no tengo nada que hacer.
¿Y no te convendría esperar...?
¿Esperar a qué? Descansó mi padre, que es al que esperamos durante todos estos años. No queda ya nada que esperar.
Ay, hijo, por lo menos descansó.








2

Descansó —dijo para sí Bartolomé, retirándole la mano de la boca, sin saber con exactitud qué es lo que pretendía decirse con aquello.
Después de más de cinco años viviendo como alimañas, bastante hacían con mantenerse en pie, y hasta los más jóvenes andaban demacrados y débiles, más muertos que vivos. Matías anduvo el invierno anterior que si sí que si no con un culebrón que le cogió toda la espalda, y sólo las potentes medicinas que le administró, entre grandes peligros, Don Dimas Parejo, el médico de Valdelarco, y los huevos cocidos que le traía Chola, uno de su aldea, lograron arrancarle aquel tremendo sufrimiento. Algo similar había ocurrido con el propio Bartolomé, al que después de una gripe mal curada que le había tenido arrastrándose desde febrero, cuando el aguaje, le había quedado una tos comprometedora que sólo las inhalaciones de flor de jara habían podido enderezar. Pero con Perdigones la cosa llegó como llegó y no se pudo hacer nada. De lo suyo, decían, no se hubiera salvado ni siendo Sánchez Dalp, porque era una cosa mala, que cuando da la cara, estás ya listo. Era claro que ni siquiera en las mejores condiciones habría sobrevivido, pero la humedad de la cueva, la escasez y su constitución, ahora más estragada, habían certificado su final en dos semanas de incontable martirio. Por eso, Bartolomé, que no podía soportar por más tiempo el atroz sufrimiento del compañero, se había adelantado en media horita al destino en aquella noche umbría de septiembre, apechando con una decisión que le llevó horas. Después de infinitas dudas, cuando la antorcha de aceite parecía dar las boqueadas, se acercó al moribundo y, sin más preámbulos que pasarle un trapo húmedo por la frente y los labios que le ardían, llenándose de aire los pulmones, apretó el paño sobre la boca y la nariz del moribundo, aguantado su reacción violenta, pero en mucho menos tiempo del que pensaba, las contracciones cesaron por completo y el cuello del enfermo giró plácidamente sobre su lado derecho, aligerado de toda pendencia con la vida. Inútiles habían resultado los remedios que la mujer, enterada a última hora de la enfermedad, le había procurado en el pueblo, e inútiles los cuidados de sus compañeros, que hicieron cuanto pudieron para mantenerlo vivo y aliviarle con cocimientos de yerbas y ungüentos que se procuraban por los campos colindantes. En todo caso, ni siquiera el Doctor Dimas Parejo, a quien pusieron al corriente del cariz furibundo de la enfermedad, pudo frenar una evolución tan rápida, y, de haberlo sabido, ellos mismos lo hubieran transportado hasta el pueblo, para que al menos muriera en paz y al calor de los suyos.
Pero ya era tarde. Cargar con él hasta el pueblo hubiera supuesto una tortura inútil, más allá de un riesgo innecesario. Cierto que, desde la primavera hacia acá, Perdigones andaba como más rezagado y desalentado que antaño, pero todos lo atribuían a la severidad de aquella vida de alimañas a la que desde hacía seis años habían sido condenados. En los últimos días del verano, su aspecto sufrió una transformación evidente, que vino a resolverse en el hecho de no tener ánimos ni para comer ni para dormir, descompuesto ya por el dolor que sufría en silencio, y procurando no servir de estorbo a los demás. Pasado el día de la Virgen, ya no pudo soportarlo más y, acogotado por una raíz que le mordía y le pudría el vientre como si se lo estuvieran raspando con carquesas, no volvió a reunir fuerzas para salir del cuarto de las camas.
La vida en la cueva había sido penosa desde el principio. Bartolomé y Matías Reguero provenían de la vecina aldea de Navahermosa, Antonio, de la Nava, Miguel, de Alájar y Perdigones, de Fuenteheridos. Sobre ninguno de ellos pesaba delito alguno de sangre, pero todos habían decidido abandonar sus casas y adentrarse por esas sierras de dios con la intención de cruzar a la otra zona.
Los hermanos Matías y Bartolomé consiguieron llegar a Fuentes de León, por la parte de Extremadura, pero cuando escucharon de otros huidos que por allí era prácticamente imposible enlazar con los suyos y que aventurarse a hacerlo por Portugal presentaba mucho más peligro, volvieron sobre sus pasos y se personaron en la aldea, dispuestos a afrontar lo que fuera. La aldea, tras los primeros y tensos días de la columna, permanecía tranquila, pero la muerte de dos de sus vecinos, aconsejó a los dos hermanos buscarse un refugio por la parte más agreste de Maibritz, pasado Valdelarco en dirección a la sierra de Hinojales. En los cerros de Maibritz encontraron una bujarda medio derruida y allí, tras arreglar el techo con jaguarzos, acendajas y carquesas, pensaron aguantar una buena temporada, pero pronto se dieron cuenta de que aun siendo aquella una zona ancha y segura, la falta de agua en la temporada seca, les hacía vulnerables, así que trataron de buscar nuevos destinos por los riscos de Fuente Manzano, pero por aquellos andurriales había mucha gente y hubiera resultado imposible pasar desapercibidos. Por los puertos y fronteras de Maibritz anduvieron cuatro o cinco semanas hasta que un cabrero, con quienes platicaban de tarde en tarde, les habló de un huido de La Nava al que había visto deambular por el barranco Dundún, bajando Puerto Lanchar. Y hacia el Dundún se fueron, pero durante días no lograron dar con el huido, si bien hallaron no pocas huellas de su paso. Una mañana, sin embargo, lo aguardaron junto a un monte caído, y entre ambos lograron retenerlo. Pasado aquel primer momento, no les fue difícil entenderse con él y juntos anduvieron ocho o nueve días, durmiendo en la bujarda de Maibritz y yendo a por agua y comida donde se terciaba, siempre en lugares distantes. Antonio resultó tener el oído de un venado y el vislumbre de un tejón. Durante las horas de luz vivían en las manchas, expuestos a la picadura de los víboros, que en esas fechas andaban enloquecidos por el celo. Uno de los días, viéndose en un aprieto, disputaron a los jabalíes un socavón muy cerca de Las Cañás, una aldea abandonada.
En otra de sus incursiones nocturnas en busca de fruta, fueron a parar a las inmediaciones de las viejas canteras de Fuenteheridos, donde alguien les dijo que podían contar con la buena voluntad de un viejo calero que en esos días andaba horneando. Dudaron en buscar nuevos contactos, pues la suerte del trío dependía del grado de discreción que se cerniera sobre ellos y mientras menos conociesen de su presencia, mucho mejor, pero en Maibritz faltaba la comida y en las huertas de Fuenteheridos y Galaroza era más fácil pasar por alto sus exiguas rapiñas. Anduvieron cerca de tres horas antes de avistar de nuevo la blancura espectral de las canteras. Vacilante entre los alcornoques, distinguieron una luz. Hacia ella se aproximaron los fugitivos. Fue a Antonio el de la Nava a quien le tocó acercarse a los haces de taramas y montones de piedra que como una barricada rodeaban el horno de cal, pero enseguida advirtió que no había un calero, sino tres, así que trató de alejarse de allí antes de que adivinaran su presencia. Pero ya era tarde, pues uno de ellos se levantó al oír el estrevejín de ramas secas que iba partiendo en su huida.
¡Quién va! —gritó el calero.
La guardia —contestó Antonio engolando la voz, en un alarde de improvisación.
Al escuchar tales palabras, dos de los tres caleros­ saltaron las taramas y se echaron a correr, cada uno en una dirección distinta. En eso supieron los dos compañeros de Antonio el de la Nava, agazapados detrás de un bardal, que los que corrían andaban en sus mismos peligros.
El calero, más muerto que vivo, salió al encuentro de Antonio, que se había quedado quieto en su sitio, sin saber qué hacer, pero en vez de a la pareja de civiles, a quien encontró fue a un hombre de mediana edad, que por su aspecto montaraz debía llevar varios días vagando por los campos.
Usted dirá —preguntó aliviado el calero.
Ando buscando a Faustino el de la cal.
¿Y qué se le ofrece, si no es mucho preguntar?
Cuando los tres huidos acabaron de darles sus señas y contarle sus muchas desventuras, Faustino los condujo monte arriba, a campo traviesa, saltando primero una pared de piedra y bordeando luego una tupida mancha de robles, romeros y cornicabras. La luna blanqueaba sobre los cerros y las siluetas de los olivos se recortaban en la quietud de la noche, como en una estampa. Tras más de un cuarto de hora de caminata, llegaron a una especie de claro presidido por un olivo. A pocos metros, justo en la linde de la mancha, el calero les señaló un boquete oscuro con pinta de cueva y donde quizás podían pasar la noche. Una vez se deshicieron de sus mochilas, el calero imitó el canto del cárabo cuatro veces y esperó, sin decir qué esperaba. En eso, dos sombras salieron de la cueva. Eran las mismas que un rato antes había visto Antonio sentadas junto a Faustino, en el horno de cal.
Miguel, el herrero de Alájar —dijo el primero en asomar la cabeza, que vestía con un pantalón remendado y sucio, de pana.
Perdigones —dijo el segundo, de más edad, que tenía sobre el hombro una pelliza, bajo la que se adivinaba una escopeta—, carpintero de Fuenteheridos, para servirles.
Ese era el preciso momento que recordaba Bartolomé cuando, a su lado, el silencio, implacable, parecía llevarse los últimos estertores del camarada.
Descansó —dijo para sí, sorprendido por el compacto silencio que se había apoderado del cuarto de las camas, un silencio que si parecía haber lavado todo el sufrimiento que durante las dos últimas semanas había estado torturándole, añadía frío al frío que desde hacía seis años tenía metido como un clavo en los huesos.










3

Fue el propio Urbano Ventura el que habría de encontrárselo, cuando aquella madrugada de septiembre desembocó desde la calle Águila en la plaza del ayuntamiento viejo, justo en el corazón del barrio Alto. La bestia, al ver el bulto, se encabritó y Urbano Ventura estuvo que si sí que si no de pegarse un buen jardazo contra el empedrado. Lo que asustó al animal no era más que un bulto tapado con una manta. Ventura se malició que fuese una broma, pero al fijarse bien distinguió unas botas de cuero, abiertas en las punteras y un dedo que sobresalía como una tana sin abrir. El animal, asustado, resoplaba, negándose a avanzar, así que Urbano echó pie en tierra y, con la mula tirándole del cabresto, se fue acercando al bulto, pero a medida que se acercaba, más evidente era que debajo de la manta había un hombre, un hombre muerto.
¿Un hombre muerto?
Con mucha prevención adelantó el pie y dio una patadita a una de las botas, más que nada para abolir de su mente la idea de la broma. La consistencia de la bota le hizo comprender que la cosa iba en serio, así que, muy lentamente, respirando hondo, trató de identificarlo, pero la operación no era ni mucho menos fácil, porque el cuerpo andaba reliado en la manta, de tal modo que había que alzarlo para poder arrancársela.
Confundido, sin saber qué hacer, ató la mula al palo de la luz y fue a llamar a la puerta de Justo, quien no tardó en comparecer en el balcón. Quién va, preguntó Justo, bostezando y restregándose los ojos. Urbano Ventura, confundido todavía, sólo pudo decirle que había un muerto y la cara de Justo, al ver el fardo en mitad de la plaza, se estremeció como si le hubieran echado una palangana de agua en lo alto. ¿Un muerto?, ¿qué muerto?
No tardó en llegar al lado de Urbano Ventura.
¿Quién es? —preguntó.
No me he atrevido a quitarle esto —contestó Urbano—. No vaya a ser que...
Si es un muerto, hay que dar parte —dijo Justo, presionando sobre la manta y comprobando que, en efecto, era un cadáver.
Habrá que saber...
Esto es cosa de la pareja y del juzgado.
La mañana clareaba cuando Urbano Ventura aporreó la puerta del cuartel. Regino, el comandante de puesto, que tenía el sueño ligero, no tardó en acudir.
¿Qué hay tan temprano? —preguntó al cabo, tras comprobar que quien andaba al otro lado de la puerta era conocido.
Un muerto —contestó Urbano Ventura mientras el otro hacía rechinar la puerta.
¿Un muerto? ¿Dónde?, ¿quién se ha muerto? —preguntó el cabo, confundido, echándose el fúsil a la mano y tratando de mirar para todos los lados a la vez.
En la plaza de Arriba. Liado en una manta.
¿En una manta? ¿Quién coño está liado en una manta?
Eso no lo sabemos —contestó Urbano Ventura.
¿Cómo que no lo sabemos? —preguntó Regino—. ¿Quién no lo sabe?
Tranquilo, Justo se ha quedado con él. Nadie se lo va a llevar.
¿Y cómo ha aparecido?
Y yo qué coño sé, Regino. Ha aparecido y ya está.
¿Quién se lo ha encontrado?
Cojones, cálmate. Me lo he encontrado yo cuando iba para la huerta.
¿Y qué coño hacía allí un cadáver?
Alguien lo habrá dejado, digo yo...
Tendrás que firmarme una declaración.
Mira, yo no he hecho más que encontrarlo y he venido a dar parte, como era obligación. A partir de ahora, os las arregláis ustedes. Yo me voy a la huerta, que entre guapos y valientes se me ha ido el día.
Urbano Ventura subió hasta la plaza Alta sin prisas. Las campanas dieron las seis y media justo cuando pasaba bajo el reloj de la torre. Al sonido de la campana, un par de palomas echaron a volar alocadamente en dirección a la Carrera, pero Urbano siguió en sus pensamientos hasta que llegó a la plaza donde seis o siete gallinas, indiferentes a todo, picoteaban aquí y allá, con esa altanería un poco desgarbada de las gallinas.
Justo andaba en la cuadra de su casa encabando el hacha cuando volvió a ver la figura de Urbano Ventura, centrado en la puerta, quitándole la luz.
Ni te puedes figurar quién es —dijo tranquilamente, golpeando el cabo del hacha contra el madarro.
¿Quién? —preguntó Urbano Ventura, al que las palabras de Justo habían despertado su curiosidad.
Te vas a caer de espaldas.
Déjate de hostias y dime...
Míralo tú mismo —contestó Justo, desentendiéndose del hacha y mirándole a los ojos.
Ventura se alejó de la puerta y se detuvo junto al bulto, que permanecía enormemente quieto en mitad de la plaza.
¡La hostia puta! —exclamó cuando, trajinando en los pliegues de la manta, reconoció el rostro.
Aquí va a arder Troya —oyó decir a Justo.
Una sombra de inquietud se apoderó de Urbano Ventura, que se quedó allí, en cuclillas, aturdido, sudoroso, sin fuerzas para levantarse.
Es mester joderse.
Habrá que avisar a la familia.
¿Avisar? ¿Tú estás loco? Que vayan a avisar esos cabrones, que es su trabajo.













4

Sólo habían transcurrido tres días desde que la vida de Juan José se dio de bruces con un quiebro tan inesperado. Desde la desaparición de su padre, hacía seis años y pico, las cosas habían ido como cabrían ir sin una manera factible de ganarse el sustento y quitarse el hambre. Porque a falta del padre, la carpintería hubo que cerrarla. Cuando una buena parte de la gente llevaba su hambre como podía, el trabajo de la madera era un lujo al alcance de unos pocos y esos pocos no querían saber nada de un chaval joven, hijo de huido, que apenas si había aprendido a manejarse con la garlopa, de manera que desde la desaparición del padre, habían conseguido malvivir de una pequeña huerta de pereros rufinos y olivos manzanillos que la familia poseía por Los Zurraores, cuando no trabajando como guardador de pavos o apañaor de bellotas por esas Valdelamas con el médico don Julio Gómez, lo que les daba para ir engañando el hambre. Así las cosas, Juan José contaba los días que le restaban para dejar el pueblo y firmar un contrato en la mina, en cuyos talleres siempre habría trabajo para un chaval despierto y con ganas de abrirse camino en la cosa de la mecánica. Porque él tenía claro que la esperanza estaba en otra parte, en las minas, en Sevilla, donde fuese...
Por si no tuviera bastante con el estigma de ser el hijo de un huido, se sentía acosado por los guardias civiles que se maliciaban de que el zagalón supiera el paradero del padre, del que se decía que era un pistolero que andaba por las sierras cometiendo fechorías y robando ganado. Dos veces lo habían llamado al cuartel a declarar. En la primera le dijeron que su padre había muerto en la Sierra de Hinojales, en una de sus incursiones delictivas, y él hizo como que iba creyendo cuanto le soltaban, para asombro de los guardias, que con aquella noticia pretendían sopesar si estaba al tanto de las correrías del viejo carpintero, a las que tampoco ellos acababan de dar crédito. La segunda vez, haría un par de años, lo mantuvieron toda una noche en una silla, atosigándolo para que dijera cuanto sabía, pero Juan José se mostró despistado, vacilante e incongruente y acabó contándoles las correrías de su padre por el Rif, cuando se vio rodeado por miles de cabilas y sólo pudo salvarse de que le cortaran los huevos, escondiéndose en el fondo de un pozo y aguantando en él más de una semana. Lo que le había oído narrar cientos de veces en el casino del Cojillo, junto a su compadre Urbano.
En realidad, él había perdido todo contacto con su padre el mismo día que éste decidió echarse al monte, aunque durante los últimos tiempos había conseguido atar algunos cabos. El que los más dieran por muerto al viejo carpintero, o el que los menos aseguraran que andaba por Francia donde quizás luchara contra los alemanes, no hacía ni más llevadero ni más triste el sinvivir en el que andaba sumida la familia, sobre todo su madre, la Sabina, que en aquellos cuatro años había encanecido y perdido los dientes por mor de los sufrimientos y calamidades. Aquello no era vida, se había oído decir tantas veces, pero la esperanza cierta de que el padre regresara algún día, ayudaba a hacer más sufribles los malos tragos. Porque su intuición y algunas frases entrecortadas le decían que el viejo carpintero no andaba lejos y el beso subrepticio que recibiera en una noche tremenda de rayos y aguaje, acaso fuera la prueba evidente de que andaba cerca. Como es natural, nada de esto le confió a los guardias, sino que andaba por el moro luchando con los regulares del tercer tabor, herido de una pierna, quizás prisionero de los bolcheviques.
¿De los bolcheviques? ¿Chiquillo, estás seguro?
De los bolcheviques —repitió con la seguridad de quien, sin haberlo pretendido, acaba de hacer encajar las piezas de un rompecabezas —¿Por qué, pasa algo?
Juan José, que dejó de ver a su padre cuando tenía diez años, sólo conserva un recuerdo deshilvanado de él. Como en su casa no hay retratos, la cara del padre se había ido desvaneciendo en su magín. Sus recuerdos se circunscriben a la carpintería. Allí se pasaban las horas: el padre cortando y ensamblando piezas de madera y el hijo lijando, barriendo, dándole a la garlopa hasta que le salían borbojas como chícharos. Pero el padre era un hombre reconcentrado, silencioso, que sólo se animaba cuando su compadre Urbano Ventura venía a sacarlo de aquel estado de ensimismamiento, de manera que las descripciones posteriores de su madre se habían barajado de tal forma con sus propios recuerdos, que las imágenes que ahora le brotaban de él, tenían un cariz mucho más imaginario que real. Lo que más nítidamente quedaba anclado en sus recuerdos era su complexión fuerte, sus brazos musculosos y el color como rojizo de su piel y de su bigote, que él había heredado junto a una risa estentórea y un humor acidulado. Pero lejos de esa imagen que lo asaeteaba con frecuencia, apenas si conseguía recordarle ademanes, frases... más allá de esas cuatro letrillas que el padre, encorvado sobre el banco, haciendo girar el berbiquí o empujando los escoplos, cantiñeaba una y otra vez, como si le salieran de un fondo mineral, desconocido. Cuando se aproximaba la hora de comer, Urbano Ventura, que era compadre y quinto suyo, pues habían sobrevivido juntos a la sangría de Abd El Krim en Izumar y a los desembarcos y al mal francés en todas partes, se llegaba por la carpintería y, dejando el trabajo donde estuviera, se quitaba el lápiz de la oreja, se sacaba el mandilón de cuero que le llegaba hasta las rodillas, se sacudía los remendados calzones y, junto a su compadre, se marchaba al casino del Cojillo donde, sentados ante una mesa camilla, echaban un par de boticos de blanco, evocando los días cerriles de las cabilas, terciando sobre los tejones que se comían el maíz o insistiendo en el misterio de la tierra africana, a la que parecían anclados. Aquellas conversaciones teñidas de nostalgia sobre los bravos cerrajones del Rif, eran las que en las hondas noches de frío trataba de recordar Juan José, hasta que se quedaba dormido, soñando con palmerales y columnas de polvo rojo, mientras arriba, una luna enorme se iba hundiendo como una hoz en el pecho de los hombres que dormían bajo su influjo.
De las ideas del padre y del por qué de su huida, Juan José no sabía nada a ciencia cierta y cada vez que le sacaba a la madre el asunto, ella negaba que su Vito (lo llamaba así) estuviera complicado en algo. Son cosas que nadie entiende, decía la madre, enajenando la vista, tratando de poner en pie algo que no acababa de cuadrarle. Era un hombre bueno y callado, se limitaba a recalcar al cabo, que ni se metió nunca con nadie ni nunca quiso lo que no era suyo. El hecho de ser socio del Comité de Abastecimiento o como se llamara aquello, no fue una decisión suya, pero al final, previendo su suerte, decidió echarse al monte, pues de no haberlo hecho, lo hubieran fusilado vivo frente por frente a la plaza de toros, como, aseguraba entre sollozos, le sucedió a otras criaturitas, y ahí, ahí aparecían encaladas una y otra vez las cruces frente al portón rojo, para que no se fueran de la memoria.
Durante años, Juan José había acompañado diariamente al padre a la carpintería e incluso lo ayudaba en los trabajos más livianos, más por andar entretenido e ir metiéndose en el oficio, que por la necesidad de un ayudante. La carpintería en un pueblo tan pequeño no daba mucho trabajo y aunque la muerte de Melchor supuso una pequeña dosis de sobretajo, pronto las cosas volvieron a ser como siempre. En realidad, Vito no era lo que se dice un carpintero fino, como los de Galaroza, por lo que las familias que bien podían permitírselo, sólo tenían que bajar hasta el pueblo vecino y encargar los trabajos de más enjundia a Filiberto, o los Tormenta, que tenían talleres enormes, con empleados y máquinas compradas o fabricadas por ellos mismos, y recibían encargos no sólo de la comarca, sino de la misma Sevilla, o Fregenal y Zafra, tirando ya para las Extremaduras. De hecho, lo que hubiera querido Vito era que su hijo, adquiridos los rudimentos del taller, se emplease de mozo con Filiberto, con quien tenía amistad, para así adquirir como dios manda el oficio sagrado de la madera, en el que él se consideraba un simple y tosco principiante. Mayormente, la especialidad de Vito era echar medias puertas, arreglar aperos, armar ataúdes y mesas chacineras, así como elaborar pequeños utensilios domésticos, a veces, eso sí, de su entera invención, como los que había hecho años atrás para Pedro Liara. Cuando el trabajo escaseaba, lo que sucedía cada vez más a menudo, bajaba a Los Zurraores, donde todos los años, lloviera o venteara, sembraba papas de sequeras, garbanzos, chícharos y, si el año pintaba de aguas, unos canteros de jabichas acorvilladas, aprovechando que el terreno era propio y no faltaba el agua.












5

La tarde del 22 de agosto Vito decidió echarse al campo. En realidad él no esperaba merecer ningún castigo, ni creía que tras la relativa calma del pueblo durante el último mes, donde lo más notorio fueron las incursiones mineras en requisa de alimentos y la toma pacífica del cuartel, la ocupación de los nacionales pudiera acarrear consecuencias más o menos trágicas, pero fue el mismo Urbano Ventura el que aquel mediodía se acercó a la carpintería con un botico en la mano y, sin mediar palabra, echó la tranca y alertó al compadre de lo que se les avecinaba. Lo que Urbano venía a decirle era que en Higuera, Aracena, Corteconcepción o Alájar, tras la llegada de la columna del comandante Redondo, habían fusilado a un porrón de hombres y que en Fuenteheridos, válganos Dios, no iba a ser menos.
¿En Fuenteheridos? —se extrañó Vito.
¡En Fuenteheridos! —afirmó categóricamente Urbano Ventura.
Vito se quedó un momento descentrado y pensativo ante las palabras del compadre, tratando de repasar los hechos del pueblo en los últimos cinco o seis meses, pero en su magín no encontró un solo lance lo suficientemente significativo como para esperar de él una venganza y, mucho menos, el baño de sangre que pronosticaba su compadre.
¿Y tú cómo lo sabes?
Lo sé —respondió Urbano Ventura—. Hay listas, comentarios, cosas...
¿Listas?
Mira, quinto —dijo tras emboticarse la botella y pasársela al compañero—. Hay mucha gente señalada y tú estás entre ellas...
¿Cómo que señalada?
Señalada, joder, que estáis apuntados en esa dichosa lista. No sé por qué te han metido a ti en esto, pero te cuento lo que me han contado, ni más ni menos.
¿Y qué he hecho yo, si se puede saber? —preguntó indignado el carpintero, que ni siquiera se le había pasado por el magín el contar con enemigos.
¿Cómo lo voy a saber yo, compadre?— respondió Urbano abriendo los brazos—. Yo sólo he venido a...
Tú sabes que en el moro nos escapamos de chiripa, maldita sea. Todavía tengo trozos de metralla en el culo. Y todo por salvarle la cara a esos hijos de puta. Ellos se quedaron aquí mientras tú y yo... ¿Qué más quieren, compadre, qué más quieren?
Mira, quinto. La columna está ya ahí. En Alájar. En cuanto quieran, entrarán en el pueblo. A las claras de la mañana los tendremos aquí. ¿Para qué darles ventajas? Escucha, escucha lo que te digo. La cosa tiene solución. Te vas al campo tres o cuatro días, hasta que todo vuelva a su ser. Después te vuelves.
Coño, Urbano, ¿no te das cuenta de que si me voy, van a creer que estoy metido en algo?
¿Y a ti qué más te da? Cuando vuelvas cuentas que vienes de Zafra, de procurar madera o de visitar a un pariente.
¿Tiene esto que ver con el Abastecimiento, quinto?
Tendrá —contestó lacónicamente Urbano Ventura.
¿Cómo que tendrá, compadre? ¿Es por eso que ando en las listas?
Tranquilo, Vito, yo sólo he venido a decirte. En esa lista hay más de cincuenta y más de sesenta.
¿Cincuenta? —preguntó Vito, haciéndose cargo de una vez de lo impredecible de la situación —¿Y nos quieren matar a todos?
A mí me lo ha contado mi hermana Ignacia y yo he venido a decirte. Nada más. Cincuenta son mucha gente, pero ahí, en Aracena dicen que han matado a más de treinta en menos de una semana. Yo creo que aquí la cosa se quedará en nada, pero a qué exponerse tontamente. La solución la tienes, pero eres tú el que decide.
¿Y adónde voy, compadre, con mi familia y mi casa?
De momento, vete tú solo. Es, ya digo, cosa de tres o cuatro días. Quédate en mi monte del Lencero, si te parece, y ya iremos viendo.
Entonces El Coyote está en el ajo.
Y el Murube.
¿Cómo el Murube, qué le he hecho yo a Murube?
Urbano Ventura calló. La cabeza de Vito daba vueltas sin saber a qué atenerse. Como si le faltara el aire o como si aquel aire no fuese suyo. Realizó el corto trayecto que lo separaba de su casa a barquinazos, como un borracho, sin saludar a quienes con él se cruzaban, ni atender más que a sus propios y confusos pensamientos. En el fondo, lo que más rabia le daba era no encontrar una razón para figurar en una lista de enemigos de cualquier causa. Desde que tenía uso de razón había trabajado como un burro, primero en el campo, con su padre y luego en la carpintería. Más tarde, se había dejado tres años en África, luchando en una guerra que no era la suya, definitivamente asqueado de la infinita crueldad de la que era capaz el género humano en cuanto las condiciones se le volvían un poco propicias. Por eso, ante el recuerdo de tanta muerte, temblaba, como si el horror quisiera cebarse una vez más con él, un hombre pacífico, que había quedado inmunizado para los restos de los miasmas de la violencia, de tal modo que si en alguna ocasión había tenido desencuentros con alguien, éstos se disiparon con la misma indolencia con la que nacieron, por lo que por más vueltas que le diera, no acababa de encontrar gentes que pudieran malquererlo y, mucho menos, estuvieran dispuestos a ponerlo frente a un pelotón de fusilamiento, como le constaba que había sucedido o estaba sucediendo en Higuera, Zufre, Cortegana, La Umbría o Aracena... pero, por muy inexplicable que en ese momento le pudiera parecer, lo cierto es que alguien se había tomado la molestia de hacer una lista y poner su nombre en ella... En realidad eso era lo único importante, definitivo, que alguien se había tomado la molestia de redactar una lista. Porque desconfiar de las malas intenciones de su compadre, ni siquiera se le podía pasar por la sesera. Pero ¿cómo, cómo la hermana del compadre sabía de esa lista, cómo se había enterado de que Murube...? De pronto, el empedrado de la calle se movía bajo sus pies, como si la tierra que antes sirviera de trabazón a las piedras apareciese lavada por la tormenta y todo lo que hasta entonces fuera una superficie compacta, quedara ahora expuesto a la sinrazón y los vaivenes.
¡Sabina! —gritó en la puerta, casi sin aliento.
Sabina andaba en el corral echándole unos tronchos de col a las gallinas cuando escuchó la voz desalentada de Vito. Por un momento pensó que su marido había tenido un pequeño percance con la sierra, pues su voz sonaba muy distinta de lo habitual. En unos segundos, Vito, casi con la cara en blanco, con signos de infinita fatiga, la miraba, medio derrumbado en el quicio de la puerta, sin atreverse a hablar.
¿Qué es lo que te pasa? —preguntó la mujer en mitad del gallinero, rodeada por una docena de gallinas.
Están en Alájar —respondió Vito, tomando aliento y llevándose la mano a la frente.
¿En Alájar? —preguntó la mujer sin saber con exactitud a qué se refería el marido.
Los falangistas.
¿Y qué pasa con los falangistas?—volvió a preguntar ella que, definitivamente calmada con la respuesta, se dirigió al interior del chivetín construido con alfajías donde tenían el ponedero las gallinas.
La tranquilidad con que su mujer acogió la noticia calmó a Vito, al que hasta ese instante todo le daba vueltas.
Tienen listas —dijo.
¿Listas?
Sí, mujer, listas de individuos peligrosos, de desafectos, de rojos, no sé cómo les llaman. A mí me tienen en una. Me lo ha venido a decir el compadre.
¿Tú peligroso? ¿Desafecto, tú? ¿Rojo? Anda, anda, eso son locuras. ¿Cómo vas tú a...?
Es lo que le he dicho a mi compadre.
Seis —dijo Sabina desde el interior, desinteresada por una conversación que no acababa de entender—. Lo que es mester que no nos falten huevos.





6

Con la camisa abotonada hasta el cuello, la boina ladeada y los pies separados como alguien le había dicho que era costumbre en el caudillo, Pepe “Jabicha” aspiraba la fresca brisa de la noche en mitad de la plaza, dándole la espalda al cuartel. Comparaba la hora del flamante reloj que en un arranque de inspiración le había decomisado al maestro, con la que marcaba el reloj de la torre. No había un alma por la plaza y el silencio se podía cortar con un cuchillo. Por la empinada calle de la Charneca le pareció ver atravesar una sombra. ¿Estaría abierto el bar de Perico el de Frasca? ¿Seguiría abierta la puerta de la barbería de Guillermo, un poco más arriba?, ¿cómo es que la gente no salía a la calle a tomar el fresco? Por miedo, por puro miedo, se dijo. Mis paisanos están acojonados. Se cagan por los calzones. Hasta aquí llega el olor. Sonrió.
La pareja de requetés que dos días antes habían ido a sacar a Miguel Zambrano de las cuevas de la Peña, esperaba a la puerta del cuartel las órdenes del jefe, que se demoraba escuchando el sonido portentoso de la maquinaria, calibrando el resorte de apertura, la calidad de la cadena, el delicado dibujo de la tapa.
Las once menos diez en punto —se dijo ufano.
El guardia Galán, atravesó la plaza y fue a su encuentro. Sus botas resonaban en el silencio aristado de la noche. Jabicha se giró, displicente, como si el claqueteo hubiera interrumpido una cavilación importante. El guardia se cuadró a su lado y preguntó formalmente si ya había decidido qué hacer con las mujeres.
¿Se les han bajado los humos? —preguntó con una voz que pretendía ser engolada, pero que en el fondo resultaba la de un petimetre.
No —respondió el guardia.
¿Entonces?
Es que ya le hemos aventado un litro...
¿Y?
Lo que usted disponga —contestó el cabo, que volvió a cruzar la plaza y a entrar en el cuartel.
La verdad es que se sentía cansado como un burro. Y decepcionado. Sobre todo decepcionado. Desde que había puesto los pies en el pueblo, esa misma mañana, no había tenido tiempo de descansar ni un instante. Bajar a caballo la calle de la Cantina, seguido de más de sesenta muchachos animosos, era lo más parecido a lo que debieron sentir los viejos emperadores romanos tras llegar a Roma después de luchar con los bárbaros. Hubiera deseado que en vez de un penco cosido a mataduras, el caballo hubiera sido un buen caballo, y que la gente toda saliera a las aceras a vitorearlo, que extendieran las colchas en los balcones, que alfombraran las calles de helechos, como se hacía el día del Señor, pero entendía, podía entender que el miedo hubiera podido con sus paisanos y hasta que lo recibieran en silencio, con las ventanas y los balcones cerrados, acaso ante la expectativa de algún rifirrafe con los subversivos, pero en el fondo se sintió dolido de que en las calles sólo hubiera gallinas, chivarros y chuchos, y que sólo diez o doce afectos se llegaran a saludarlo y agasajarlo al puesto de mando como el libertador que, de hecho, era. No lo podía negar: hubiera deseado encontrarse con alguna resistencia para mostrar a sus paisanos su hombría, pero sus paisanos, incluso los más recalcitrantes, una vez más, decidieron no presentar batalla. Allá ellos. No estaban a su altura. De haberlo estado, habría podido demostrar que no era quien ellos pensaban que era, que detrás de su aspecto de hombre tifirufi y enclenque sobre aquel jaco, había un alma de emperador y una sensibilidad de poeta; que más allá de su voz imposible, por la que tantas veces había tenido que escuchar la risita o la cantilena de maricón, se escondía un hombre con más cojones que el caballo del Espartero.
Reencontrarse con sus antiguos paisanos era algo que había anhelado en secreto durante el último mes, cuando se unió a las tropas de Queipo y, con el fusil en la mano, hizo temblar a media Sevilla. En la Barqueta, en la Alameda, en las Siete Puertas, en la calle Feria, en la calle Parras, en la calle San Luis, en Hombre de Piedra, en la misma Macarena, en San Jerónimo... Ahí, ahí le hubiera gustado encontrarse con sus paisanos, hacerles saber quién cojones era Pepe “Jabicha”. ¿Maricón?, que le preguntaran a los marxistas que había tumbado en el Pumarejo, meándoles encima. ¿Porreta?, que fueran a las tapias del cementerio y contaran. Sí, por qué no, tenía que cuadrar algunas cosas con ellos. Con algunos de ellos. Con los que traía apuntados en el cuaderno de tapas azules que no hacía más que consultar, pensando que se le escapaba alguno. Con los que un día fueron compañeros suyos en el Comité de Abastecimiento. Con quienes lo habían humillado, con quienes se reían en sus espaldas o lo trataban como si fuese un tarazado. Con ésos sobre todo.
Pepito, coño, tienes andares de zorra.
Con el maestro de Galaroza, que se creía el rey de Roma, con Cachero y Alfajía que se habían conchabado para quitarle la secretaría del sindicato, con los Manalbos, que se reían de sus trazas, como si ellos fueran mejores, con Cabecita de Oro que una noche lo había cogido por el pecho, levantándolo una cuarta, con El Coyote, que le había ganado cuarenta duros a las cartas y que le decía maricón por aquí, maricón por allá, con el maestro de sierra que cantaba canciones picantes a su paso, con el Perdigones y Urbano Ventura que un día, en el casino del Cojillo, se rieron de lo lindo a su costa, diciéndole que era corto de pecho y estrecho de estatura, con Guillermo, el peluquero, sobre todo con Guillermo, ese infame, esa basura, ese ingrato.
¿No lo habrán soltado?
¿A quién, mi comandante?
¿Al maricón?
No, mi comandante, como usted no ha dicho nada...
Pues que siga ahí hasta nueva orden. ¿Estamos?
Conforme, mi comandante.
Todos estaban en el cuaderno que, nada más llegar, puso sobre la mesa que le habilitaron en el cuartel como si en él se hallasen las tablas de la ley, de su ley. Allí estuvo sentado un buen rato, coordinando las noticias que le llegaban de los distintos puntos del pueblo. Sin novedad por aquí, sin novedad por allá. Ni un disparo, mi comandante. Ni una carrera, ni un insulto. El pueblo parecía un cementerio. Sin novedad, mi comandante. Los soldados se cuadraban, repetían la fórmula y esperaban en el largo pasillo nuevas órdenes. Cuando llegó la última patrulla (sin novedades, mi comandante), Pepe “Jabicha” dio un manotazo en la mesa y dijo, muy solemne, que ya que los marxistitas no habían querido recibirlos, tendrían que ser ellos quienes fueran a visitarlos.
No había acabado de decir estas palabras, cuando El Coyote, con ese halo suyo de diablo con dolor de muelas, entró a zancadas por la puerta del cuartel, dejando a su paso un olor a vinazo que caía de espaldas.
Coño, Pepe —dijo abriendo los brazos con idea de abrazar al hombrecillo que estaba hablando con las manos apoyadas en la mesa—, así, con el uniforme, pareces un sargento semana.
¿Qué se te ofrece, Antonio? —preguntó con frialdad, casi con repugnancia el comandante de puesto.
Vengo a entregarme —dijo calurosamente El Coyote.
¿A entregarte? —preguntó Pepe “Jabicha”, que desde hacía mucho tiempo lo tenía más que enfilado.
De momento vengo a entregarme como voluntario para limpiar todo esto.
Eso nos toca a nosotros, Antonio.
¿Ha venido ya Javier?
¿Javier?
Estás tan amariconado como siempre, Pepe. Mucho uniforme, mucha pistolita, pero no cambias, hijo —dijo amanerando la voz—. Javier, nuestro Javierito Murube.
¿Y para qué tiene que venir por aquí Javier?
Coño, para qué va a ser. Para hacerse cargo.
Yo soy el que manda ahora —dijo, resolutivo, Pepe.
El Coyote se rió de lo que le parecía una broma, y le dio una tan fuerte palmada en la espalda, que Pepe perdió el equilibrio e hizo el amago de llevarse la mano al cinto, pero vaciló, tragó saliva, miró al Coyote, dijo:
Ahora, déjanos trabajar en paz.
Mismamente un sargento semana.
Al igual que ocurriera a su entrada, El Coyote salió dejando un halo de hosquedad que los intimidados muchachos no sabían si atribuir a la voz gruesa que se gastaba o a ese oscuro dominio que su figura contundente y espesa desprendía. Más tarde, todos aquellos muchachos imberbes, muchos de los cuales se habían incorporado a la soldadesca por puro miedo o, con la mejor voluntad, creyendo que cumplían un deber sacrosanto, habrían de saber cómo se las gastaba un individuo incapaz de refrenar su violencia, su frialdad, su rencor y su mala sangre. Las anécdotas que de él contaban sus paisanos, ponían los pelos de punta de los muchachos, que pronto se acostumbraron a convivir con la crueldad y con los abusos, pero nombrar al Coyote era arrancarles un hondo escalofrío y así, la primera impresión que tuvieron en el cuartel iba a ser sólo la antesala de algo mucho más amargo.
Al rato, sobre su caballo tordo, apareció Javier Murube, peguntando por Pepe, el de la Falange. Un soldado corrió a donde se hallaba Pepe “Jabicha” a informarle de la llegada de un señor a caballo que preguntaba por el jefe —sic— de la Falange.
Pepe no se sorprendió al ver el perfil borbónico de Javier Murube, refrenando el caballo. Realmente tenía facha de estatua, con aquella cabeza cesárea, el pelo ondulado, peinado hacia atrás, y una espalda sólida, marcial, primorriveriana. Lo que a Pepe le sorprendió fue que el caballista se negara a entrar al cuartel y, aun más, que ni siquiera hiciese el gesto de bajarse del caballo.
Hombre, Javier.
Ya me ha contado El Coyote que estás con nosotros y que... —contestó el jinete con indiferencia, tratando de marcar el terreno.
Sí. Hemos tomado el pueblo —dijo Pepe engolando la voz—. Los elementos subversivos no han presentado batalla. Todo está bajo control militar.
Te traigo una lista —dijo el del caballo, sacándose un papel del bolsillo de la chaqueta y extendiéndosela.
¿Una lista?
Hemos apuntado en ella a los individuos conflictivos y peligrosos.
Nosotros ya tenemos una lista —atajó Pepe.
Ésa —dijo despreciativo Javier Murube— será la de Huelva. Nosotros tenemos la que vale. Uno por uno. Sesenta y tres nombres.
Pero en Huelva, digo, en Sev...
Mira, Pepe. En Huelva podrán decir misa. Nosotros somos los que sabemos lo que pasa en este pueblo. En Huelva que se preocupen de los suyos, que falta les hará.
No sé si podrá ser, Don Javier, a mí me mandan Queipo y Redondo. Recibo órdenes directas de...
¿Gonzalo? Coño, Gonzalo es como de la familia. El año pasado...
Esto tengo que consultarlo.
Consulta lo que quieras, pero que sepas que aquí...
Pepe “Jabicha” no lo dejó acabar y extendiendo la mano al modo fascista y girando sobre sus talones, se metió en el cuartel, visiblemente alterado. Se quitó la boina, la revoleó sobre la mesa y se llevó la mano al pelo, pensativo y contrariado, no tanto por el contenido de la conversación, cuanto por el tonito de Javier. Lo que más le dolía, sin embargo, era habérsele escapado lo de Don. Esa torpeza no se la perdonaba, pues era como dejar claro quién era quién en el pueblo. Y no era justo, cojones, no era justo, ni lo iba a consentir. Él había entrado triunfalmente en la plaza mientras ellos, los señoritos de a caballo y los de a pie, estaban escondidos como ratas. Ya más calmado, pidió el botijo, escupió en el suelo y preguntó por el teléfono, pero el guardia Galán, tras marcar varias veces, comentó que era pronto para tener línea.
Mira, Galán, no he hecho más que venir y ya me están hinchando los huevos estos señoritos de mierda.
El guardia se encogió de hombros, como quien prefiere mantenerse en un estado neutro. Jabicha siguió rumiando durante un buen rato, hasta que se sentó junto a la máquina de escribir y comenzó a dictar:

1 Daniel Domínguez, “El Rayo, calle Puente (preguntar número).
2 Daniel Dominguez (No es el mismo), calle Reina de los Ángeles número 3, dicho “Alfiler de Pecho”.
3 Eugenio Domínguez (idem domicilio), dicho “Malos pelos”
4 Julio Tristancho (c/ Iglesia, preguntar nº). Dicho el maestro.
5 Vitorino Fdez, calle del Álamo, 1, dicho el Perdigones.
6 Manuel Domínguez calle Valle num. 3, dicho “ El Manalbo”.
7 Manuel Fernández Recio, calle de la cantina, dicho “Alfajía”

Cuando acabó de dictar, ya más tranquilo, llamó a uno de los muchachos que andaban de vigilancia por el pasillo, jugando con la boina entre los dedos, aburrido.
Vayan a buscar a estos individuos. Dos por cada casa. Si les preguntan, les dicen que es para un interrogatorio ordinario. Si tratan de huir o se resisten, ya saben. ¿Qué hora tiene?
Son las cuatro y cuarto, señor —respondió el requeté, sacándose trabajosamente el reloj.
Tienen una hora. Ah, y si se presenta algún problema viene a decírmelo personalmente. Lo hago responsable.
Pepe “Jabicha” siguió la salida de las cinco patrullas desde la puerta del cuartel. Los muchachos caminaban despreocupados, con los fusiles en la mano, como si se tratara de un simple juego. Cuando ya todos habían desaparecido de su vista, se encaminó hacia la fuente, se mojó los pulsos, la cara, la nuca. Luego tapó el caño con la mano y sonrió. Estaba en casa.
Estaba en casa.
Desde entonces habían pasado muchas cosas. Demasiadas tal vez. Había visto a Guillermo, le había cortado los vientos a Sabina, se había agenciado un reloj. Un buen reloj.











7

Hace seis años que adoptaron la cueva de Alcalá como refugio permanente, recuerda Miguel, mientras el día no acaba de romper. Durante todo este tiempo han vivido como alimañas, es cierto, y apenas han mantenido un contacto entrecortado y esquivo con el mundo, pero también a eso han acabado por acostumbrarse y hasta su misma situación montuna, lo que son las cosas, ha terminado por parecerles la más natural del mundo. Porque todo lo que antes era incomodidad, ahora no pasa de ser monotonía. Al fin y al cabo, piensa mientras expulsa una bocanada de humo, tampoco es que antes viviéramos como reyes. La vida de los pobres siempre fue dura, de manera que no es que hubiera demasiada diferencia entre ésta y la otra vida, cuando vivían libremente (eso sí) en aquellos campos, trabajando como bestias, todo el santo día pegando alpargatazos para andar pasando necesidades y resignándose a las desventuras.
Pero Miguel no se queja. Si en estos años ha aprendido algo, ha sido a no quejarse y a entender que nada es seguro ni derecho en este mundo, salvo la muerte, y que lo que ahora es sol, dentro de un instante es cielo encapotado. Lo cierto, sin embargo, es que de una situación incómoda, han pasado a otra de modestas comodidades (han construido camastros, mesas, tienen espejos, una hornilla de carbón, palanganas, sentaetes de corcho, cucharros, latas, sartenes, platos...), y en cierto sentido heroica, pues aun siendo verdad que vivir escondidos y desconfiando de todo lo que ocurre alrededor es algo a lo que no acaban de resignarse, no es menos verdad que cuentan con la benevolencia de un par de docenas de personas, que le dan el calor de la camaradería y se la juegan por ellos cuando es preciso. Es lo que ocurre con Faustino el calero, que les apaña bellotas y peros; o El Chico del Norte, que a veces los acoge en el monte del Prado Fernando y reparte con ellos el talego o les deja las medicinas que le proporciona don Dimas Parejo; o el compadre Urbano Ventura que se ha convertido en el contacto con las familias a través de las cartas que dejan y recogen en el quebraero de su alberca, bajo una lancha; o la molinera, que todos los meses se las ingenia para dejarles un talego con harina, achicoria y a veces munición en el trueco de un castaño, sobre la esquina de la Huerta Ana. Eso por no contar con los seis u ocho vecinos de Navahermosa y Valdelarco que de una u otra manera los ayudan y amparan cuando es preciso. Si no fuera por ellos, acaso hubieran acabado por rendirse hacía mucho tiempo. En el fondo, Miguel sabe que también ellos, los fugitivos, representan para sus benefactores una esperanza, acaso una esperanza demasiado pequeña y difusa, pero suficiente para arrostrar con algún ánimo los tiempos que corren.
Si se suma a todo ese caudal de complicidades, la cantidad de pequeños refugios con los que cuentan en caso de verse acosados, su situación, siendo mala, muy mala, no es ni mucho menos para desesperarse, y más teniendo en cuenta que les han llegado rumores (pero siempre les están llegando rumores) de que en breve quienes no tengan delitos de sangre, podrán volver a sus casas y seguir haciendo su vida. Justo por eso, piensa Miguel, mientras abre la petaca y extiende sobre la palma de su mano las hebras de matute, la muerte de Perdigones es aún más inoportuna. Porque, además, es injusto que Perdigones, el que con su impasibilidad y su sentido de la estrategia siempre ha sabido sacar de apuros al grupo, convirtiéndose en su tutor, sea el único que no regrese a casa, tras más de seis años viviendo como tejones sobre esta tierra negra, en las entrañas del bosque.
Pero en estos seis años largos, recapitula Miguel, mientras apura su cigarro a la salida de la cueva, mirando las primeras luces que le llegan por la parte de los Marines, les ha ocurrido de todo. Si al principio mantuvieron algunas esperanzas en cuanto al curso de la guerra, poco a poco fueron cayendo en la cuenta de que su situación iría para largo, a menos que ellos le pusieran algún remedio. Ninguno puede recriminarse que no lo intentaran, pues por tres veces se propusieron contactar con la zona republicana, pero otras tantas, luego de haber recorrido una barbaridad de leguas, hubieron de desistir. Ésos, piensa, fueron momentos difíciles, en los que la presencia del carpintero fue decisiva.
En la primera ocasión, después de jugársela en las desconocidas sierras, andando de noche como lechuzos y escondiéndose en cuanto salían las primeras luces, llegaron a las inmediaciones de Fuenteovejuna. Allí, junto a un arroyo, a más de cincuenta leguas, cuando ya tenían a los suyos a no más de tres o cuatro jornadas, se plantó ante ellos una compañía de moros, que venían a bañarse y durante un par de días permanecieron subidos en unas encinas, acogotados, aguardando lo peor. Desde la copa de los árboles escuchaban el estrevejín del frente. Vieron cómo el cielo, al atardecer, se iluminaba con los cañonazos de uno y otro lado y sintieron sobre sus cabezas el vuelo insidioso de los aviones. Sólo cuando los moros se alejaron del arroyo, a los dos días de montar el campamento, los huidos bajaron a tierra, medio embotados por el hambre y acalambrados por la inmovilidad y la jindama. Una vez en tierra, y a medida que se aproximaban al frente, sintieron cómo la tierra se estremecía. Desde un alto localizaron las trincheras, las escaramuzas, el humo de las cocinas, el polvo que iban levantando los­ vehículos al avanzar por los caminos. Tenían a los suyos al alcance de la vista, pero sólo un milagro podría hacer que contactaran con ellos. Divisaron sus campamentos, y vieron a lo lejos, pequeños como hormigas, a los soldados, corriendo ante la inminencia de los aviones. Los vieron avanzar en su dirección por una especie de valle que se abría, pero al cabo de más de dos horas de escaramuzas, hubieron de retroceder a anteriores posiciones. Más tarde vieron avanzar las columnas nacionales. Todo esto ocurría ante sus propias narices, pero atravesar aquellas escasas dos o tres leguas que los separaban de los suyos se les antojaba una temeridad. Durante días se mantuvieron al acecho, trataron de rodear las líneas, pero el desconocimiento del terreno y la continua presencia de soldados y vehículos enemigos, los hacía demasiado cautos, de manera que al final, rotos, faltos de municiones y siempre más cerca de ser capturados que de pasar a los suyos, extraviados en una sierra pelada, al albur de todos los peligros y ante las temperaturas inmisericordes del verano, no les quedó más que resignarse y volver sobre sus pasos, tratando de obtener información sobre otras rutas posibles. Al cabo de dos meses de infortunios y peligros, sintiéndose víctimas de un destino que les había puesto la libertad al alcance de sus dedos, se vieron ante la única tierra que conocían y en la que podían defenderse. Volver a casa era, sin duda, una derrota, pero también un inmenso alivio.
Sin embargo, la idea de pasar a la zona republicana, donde al fin se sentirían seguros, no los abandonó, al menos al principio, pues tan sólo unos meses más tarde, en cuanto recuperaron las fuerzas, supieron por Candelaria de la existencia de una partida de más de treinta huidos extremeños, cuya misión era abrirse paso como fuera hasta Peñarroya. Se unieron con ellos en un alto de Martín de la Jara, pero dos días más tarde un enfrentamiento con una columna de falangistas no lejos de Constantina, diezmó y dispersó la partida. Bartolomé y Perdigones fueron heridos en el intercambio de disparos, el uno en un dedo y el otro, superficialmente, en el muslo, pero el caso es que los cinco compañeros tuvieron suerte, y pudieron escapar por una barranca junto a dos camaradas más, que se unieron al grupo en espera de una posterior reagrupación. En la huida, él mismo se medio quebró una pierna y tuvieron que entablillarlo e improvisar una muleta. En esas condiciones, tardaron tres días en avistar la estación del Cataveral, ya en tierras zufreñas, donde un tal Benito, el zagal rubianco que guardaba una punta de cabras a la orilla de un río, les proporcionó un escondrijo en una mina abandonada, donde los antiguos habían extraído azufre. En la mina esperaron a que Miguel pudiera caminar por su propio pie y en cuanto estuvieron listos, junto a los dos nuevos compañeros, se dispusieron a desandar las casi diez leguas que los separaban de su cubil, para allí restañar sus heridas con la ayuda de Dimas Parejo, el médico de Valdelarco, que de haber contado con veinte años menos, sin duda se hubiera sumado a la partida. Pero el tranquilo camino de vuelta se complicó cuando al pasar de noche y lloviznando no lejos de Puerto Moral, una pareja de la guardia civil les dio el alto y ellos respondieron disparando sus escopetas. La pareja de civiles, perdida la ventaja de la sorpresa, trató de trepar a unas talliscas que como animales prehistóricos se asomaban al valle, pero los fugitivos no tuvieron dificultad en alcanzarlos y verlos rodar ladera abajo, hasta el arroyuelo. Ellos mismos escondieron sus cuerpos entre unas matas de adelfa. El amanecer los alcanzó en los altos del Barrial, pasado Corterrangel, y allí, sin ceremonias, se despidieron de los dos huidos extremeños. El cielo se fue encapotando a medida que avanzaba la mañana y pronto comenzó a chispear y luego a llover con fuerza. Como no estaba el horno para bollos —Puerto Moral no quedaba lejos— siguieron caminando bajo el aguaje hasta que a medio día, estuvieron de nuevo en casa, pero no en la cueva, donde alguien podría buscarlos, sino en una especie de túnel que habían excavado en un barranco cercano a la cuesta de los Chinorros. Allí permanecieron una semana comiendo vinagreras crudas, hasta que al fin decidieron regresar a su refugio.
Resabiados por los fracasos y tras una aventura tan accidentada y amarga (la muerte de los guardias pesaba en sus conciencias), ya no querían saber nada de preparar una nueva salida. El frente quedaba cada vez más lejos y las posibilidades de enlazar con los suyos se presentaba como una quimera, por más que la perspectiva de continuar sobre estas sierras tan pobladas fuese una temeridad de la que tarde o temprano tendrían que arrepentirse.
Aún así, tras muchas dudas y deliberaciones, lo volvieron a intentar casi dos años más tarde, en febrero del 39, cuando ya los suyos se batían en una agónica retirada por los Pirineos, diluyéndose toda posibilidad de victoria y redención. ¿Hasta cuándo habían de resistir? ¿Qué es lo que podían esperar, sino un chivatazo, una imprudencia, una batida? Mirasen hacia donde mirasen, todo había concluido. Debían intentarlo, aunque se quedasen en el camino, cazados como conejos. Cualquier cosa sería mejor que dejarse matar a manos de los perros. No tenían otra salida. Durante días, discutieron qué camino tomar, hacia dónde encaminar sus pasos, a quiénes recurrir, cómo organizar la larga marcha. La decisión fue cruzar al vecino Alentejo, aprovechando las rutas abiertas por los contrabandistas de Jabugo, quienes se avinieron a abrirles el terreno y prestarles colaboración. Penetraron en Portugal por Encinasola, junto a una partida de huidos arochenos y marochos que campaban en los breñales de la Contienda, pero apenas unas leguas más allá de la raya, se las tuvieron con los guardinhas, quienes los tirotearon cerca de Santo Aleixo, donde perdieron a Sebastián, uno de los tres huídos de Aroche que se les unieron en los breñales de la Contienda y a donde debieron volver para emboscarse, enfrentándose día sí día no con los civiles, hasta que encontraron un portillo y por él pudieron huir, primero hacia el sur, al Andévalo, para luego ir enderezando hacia el norte.
Tras esta tercera correría, la más breve, asumieron la idea de no abandonar los parajes conocidos, en la esperanza —una vez más la esperanza— de que la guerra europea, que había estallado en esos días, los liberase de aquella vida de alimañas.
En eso pensaba Miguel, cuando el tímido sol de septiembre asomaba ya sus crenchas por el horizonte, inyectando a los olivos más próximos el aliento de una luz nueva, recién horneada. Pero para ellos, aquél había de ser un día difícil, en el que tendrían que afrontar decisiones importantes.














8

Le ha faltado tiempo para atarse las botas, llegarse a la armería, abotonarse la casaca hasta las orejas y llamar a voces a Servando, el más joven de sus guardias. Un muerto, se dice para sí, como tanteando el significado de semejante expresión. Un muerto. Un muerto enrollado en una manta. Un asunto extraño a primera vista, cavila mientras escucha al número que se viste atropelladamente en la habitación de al lado. Dos minutos más tarde, ahogando su gesto de impaciencia, el número aparece por el quicio de la puerta calándose el tricornio, con la cara abombada por el sueño interrumpido o el mal despertar. Afuera, en la plaza, ya hay luz.
El recién ascendido a cabo, Regino Chaparro Alea, natural de Escacena del Campo, de treinta y seis años de edad, casado y con un hijo, sube a todo lo que le dan las piernas la cuesta de la iglesia en dirección a la plaza Alta, oficialmente Queipo de Llano, junto a su compañero de servicio, Servando Curros Montiel, de los Santos de Maimona, provincia de Badajoz, soltero, veintidós años. En un pueblo tranquilo como es éste, donde todo lo más alguien denuncia que las cabras del vecino le han comido las sementeras o que en uno de los molinos hay más harina de la cuenta, un muerto supone un trabajo extra, pero un muerto envuelto en una manta, como acaba de denunciar Urbano Ventura, puede suponer un lío inmenso, una mancha en el historial, una catástrofe. Servando, el muchacho que hace un mes se ha incorporado a la plaza, trata de seguir al cabo en su carrera, pero a la altura de la panadería de Leopoldo, ya no puede más y se detiene un instante para tomar aliento. El olor del pan caliente lo reanima y acezando, abriendo y cerrando los ojos como si por ellos pudiera pasar el aire, trata de unirse al compañero, que se ayuda en el movimiento de sus manazas para andar aún más aprisa, aunque también él lleva ya el bofe por la boca. El bar de Serafín está aún cerrado y desde una de las casas le llega el chirrido de una puerta. En el último quiebro, el corazón de Regino está a punto de salírsele por la boca, pero la meta queda ya al alcance de la vista, a apenas veinte pasos.
En el momento de desembocar en la plaza, Urbano, en cuclillas junto al bulto, se está llevando las manos a la frente en señal de incredulidad. Justo, lo mira desde el umbral de su casa con el hacha en la mano, mientras las gallinas siguen a sus asuntos, picoteando las hierbas junto a la puerta del ayuntamiento. Un poco más allá, amarrada al palo de la luz, la mula parece adormilada.
¡Quieto ahí! —ordena Regino, con apenas un hilo de voz, ante el amago de Urbano Ventura de descubrir por segunda vez el cadáver.
Servando, que corre tras su superior, se descuelga el fusil del hombro y, de manera mecánica trata de protegerlo frente a los dos vecinos, a quienes acaso esté viendo por primera vez. Urbano Ventura, intimidado, se aparta del bulto y deja que sea el propio cabo Regino, que ya está casi a su altura, quien libere al cadáver de la manta.
Pero el cabo no las tiene todas consigo, así que da una vuelta en redondo sobre el bulto, tratando de hacer tiempo para poner en claro cuál es la situación, su situación. Desde el primer momento quiere dar una sensación de tranquilidad y eficiencia, lo que consigue sólo a medias, pues en cada uno de sus movimientos se trasluce su angustia. Sin mediar palabra, pero con toda la prevención de que es capaz, se agacha y con la punta de los dedos, retira lentamente la manta bejarana que cubre al individuo. Se trata de un sujeto de tez y pelo moreno, ojos saltones, delgado, sin cicatrices visibles, que despide un olor fuerte, que casi lo hace vomitar, si bien su estado de descomposición no es ni mucho menos avanzado, lo que hace suponer, etcétera... pero el cadáver le resulta del todo desconocido al cabo Regino, que se incorporó a la plaza hace tres años.
¿Se sabe quién es? —pregunta.
Mi quinto..., el carpintero de la calleja ĹEstanco —responde en un hilo de voz Urbano Ventura, que trata de exagerar su estado de perplejidad.
¿El huido? —pregunta Regino— ¿El que decían que andaba por esas sierras?
Ése —confirma Justo.
El cabo Regino traga saliva, mira de nuevo la cara del muerto y trata de rastrear en su expresión un signo de veleidad, pero lo que tiene ante sí es sólo el rostro de un muerto, unos ojos sin profundidad, unos labios resecos, una nariz acartonada. Podría ser la cara de cualquier labriego. No hay en ella fealdad, ni nada rubicundo. Más bien tranquilidad, dolor, ensimismamiento. En el fondo, no acaba de asimilar la situación, y lo sabe. Se levanta despacio, flexionando las piernas, prolongando el movimiento y tratando de poner orden, no tanto en sus pensamientos, cuanto en sus temores. Le sudan las manos, el cuello. Si pudiera, se liaría a patadas con el cuerpo que yace sobre la manta, pero no puede, y por eso se limita a mirarlo con infinito asco, con una impotencia infinita.
Lo primero —le dice al número, tragando aire, y tratando de hacer valer el principio de autoridad— es llamar al juez, para que venga a levantar a este cabrón.
El guardia se queda mirando a su superior, esperando una segunda orden, pero el cabo Regino está perdido, porque intuye que la aparición del cadáver le va a crear muchas más dificultades de las que ahora puede sospechar.
¿Quién ha traído a este pistolero? —pregunta.
Ni Justo ni Urbano Ventura contestan y, todo lo más, se limitan a encogerse de hombros cuando el cabo posa una mirada inquisitiva sobre ellos. Las gallinas se acercan al bulto una vez más pero el guardia las espanta con el pie en un gesto de fastidio.
¿Y tú qué coño haces todavía aquí —grita el cabo—, no te he dicho que vayas a telefonear al juez?, ¡hostias!
El muchacho, nervioso, se vuelve a terciar el fusil a la espalda y emprende la carrera hacia el cuartel.
Y me despiertas a Garrido y a Galán. Y diles que los quiero aquí ya mismo, ¿me oyes?
A sus órdenes, mi cabo —contesta Servando, que ya dobla la esquina y se pierde calle abajo.
Poco a poco, como quien despierta de un sueño, Regino se ha percatado de que se encuentra ante una situación extraordinaria y difícil. Si todo hubiera ido como hasta ahora, era posible que para primeros de año o cuanto más para el verano próximo, lo destinaran a un cuartel más cercano a su pueblo, Escacena del Campo. La aparición del huido acaso le complique de mala manera, así que mientras espera a sus otros compañeros, todo lo que alcanza a sentir es rabia. Rabia contra ese muerto, rabia contra este día, rabia contra su eterna mala sombra, rabia contra el día que lo destinaron a Fuenteheridos, rabia por no haberse guiado de sus instintos y haber seguido en la viña. Ya lo está viendo, todo el buen trabajo de los últimos tres años se va a ver estropeado por la aparición de ese cuerpo al que tiene ganas de hacer desaparecer aunque fuese a bocados, maldita sea. Lo haría de no ser por los dos testigos. Lo haría si no fuera porque ya es tarde.
Dios mío, entonces era verdad el rumor de que por las inmediaciones menudeaba una partida de facinerosos y terroristas. Lo que él había interpretado como una mera fantasía popular, de la que no sabía cómo se habían hecho eco sus superiores y a la que él, una y otra vez había combatido con toda la fuerza de la razón y de las pruebas, resultaba ahora cierta. Dios mío, pensó, quitándose el tricornio y rascándose la cabeza, de aquí para Río Muni, a lidiar con los negros.
Pero más allá de los afectos y familiares, nadie más tenía la certeza absoluta de la existencia de la partida y aunque en el cuartel de Fuenteheridos, se maliciaban de la presencia de fugitivos ocultos por la zona, y más aún de que el cabecilla de ellos pudiera ser el carpintero, al que a falta de crímenes, le atribuían ideas, cuernos, robos y enfrentamientos con las fuerzas del orden, lo cierto es que en los últimos cinco años no habían tenido la menor noticia o pista acerca de ellos y si alguna vez habían hecho batidas, nunca habían tenido esperanzas de dar con su cubil. Porque la Sierra está llena de manchones, cuevas, cortijadas desiertas, barrancas y su puta madre. ¿Tierra tranquila? ¡Los cojones, tierra tranquila! Ahora, piensa el cabo Regino, se vendrá a ver que las fantasías trazadas en Aracena y en Huelva estaban en lo cierto, que no eran tan insensatas, y aunque tenga la conciencia tranquila con respecto al trabajo del cuartel durante el tiempo que ha estado bajo sus órdenes, no puede evitar sentirse engañado, ultrajado, escarnecido.
Ante los requerimientos de informes que de cuando en cuando llegaban a su despacho, procedentes de Aracena, Regino argumentaba que la historia de los huidos formaba parte de la leyenda, como tantas había por estos pueblos de dios, de esa novelería tan extendida entre la gente de campo, de una imaginación tan encendida, que va viendo apariciones y fantasmas por todas partes. En todo caso, nadie parecía haberlos visto desde que acabó la guerra, de manera que sus informes siempre han sido negativos: puedo afirmarlo con rotundidad: ni en el término de Fuenteheridos ni en los de los municipios aledaños se tienen o han tenido noticias de partidas de bandoleros o facinerosos desde febrero de 1939, año de la victoria. Aun así, de vez en cuando, una o dos veces al año, se recibe en el cuartel la orden taxativa procedente de la Comandancia de la Guardia Civil de emprender batidas para localizar a los elementos subversivos que, según informes de toda solvencia, se hallan escondidos en la zona de su incumbencia, pero tales batidas han resultado hasta la fecha infructuosas, sin excepción.
Tampoco los interrogatorios han dado frutos apreciables y la política personal del cabo Regino, destinado a la plaza en octubre de 1940, segundo año de la Victoria, ha sido la de no hurgar en las heridas y dejar que la vida fluya bajo su atenta vigilancia. Por tanto, en el cuartel se carece de personas que se avengan a delatar a sus vecinos, mayormente porque el pueblo es un entramado de relaciones de parentesco, y porque la gente del campo no quiere líos ni pleitos familiares, que bastante tienen con lo suyo, de manera que, ante los débiles e infundados rumores de la presencia de una partida de fugitivos marxistas comandada por el tal Perdigones, que pudiera estar operando dentro del término municipal, el mando del cuartel ha mantenido una discreta vigilancia sobre la mujer, el hijo y las personas más allegadas al susodicho, a quienes ha seguido a distancia, porque hablar, lo que se dice hablar, como pueden imaginarse, aquí no habla ni dios.
De nada sirvieron los purgantes y los rapados que el recién llegado cabo primera Joaquín Trebejo, tan pinturero y atildado que hasta sus subalternos lo tenían por bujarra, le aplicó a Sabina, la mujer del carpintero, para bajarle los humos y desechar la idea de que su esposo andaba furtivo por esos montes. Por tres veces se la citó en el cuartel, con la intención de que soltara lo que sabía, pero ella afirmaba que su esposo había escapado a Francia y que allí seguiría, si no lo habían matado los fascistas alemanes.
Así que los fascistas alemanes. Ya le daré yo fascistas alemanes.
De mucho menos sirvió pasearla por el pueblo, tratando de escarnecerla y humillarla ante los vecinos. De humillador, el cabo primera Trebejo no dejó de sentirse humillado ni un solo momento, ante la mirada insolente, serena y gélida de Sabina, que caminaba junto a él por el redondel de la plaza, como si aquel ser pinturero fuera su alfeñique, o, peor aun, como si ya estuviera muerto y ella se consolase girando sobre su tumba. Nunca había visto nada igual el entonces número Regino, que procuraba marcar distancias con el cabo primera Trebejo. Por suerte para Sabina, habían pasado los tiempos de las ejecuciones, porque Trebejo estaba dispuesto a pegarle un tiro en la mismísima plaza.
No me intimidaba el maricón del Jabicha, ni después el cabo Damián y vas a venir tú, que pareces la pipita de la calabaza.
Mucho menos fructíferos y mucho más desconcertantes fueron los interrogatorios del hijo del carpintero, Juan José, pues a la primera pregunta que le hizo Trebejo, el niño se puso a fantasear conque su padre se había marchado al África a matar mamelucos y rifeños, y que se había escapado por chiripa de una emboscada, en la que los moros hijos de puta, los bolcheviques esos, le habían cortado el cuello y los cojones a más de doscientos soldados, y el cabo primera, aburrido, desalentado, tirándose de los pelos, no veía la hora de largar al niño y echarse a dormir, o a llorar, o a darse cabezazos contra la pared, porque con un niñato así no había nada que hacer.
Estos y otros episodios llegaban magnificados a oídos de los fugitivos a través de sus enlaces, y a falta de otras alegrías, ellos los acogían como decididas victorias morales y contrapuntos a sus muchos padecimientos. Pero Regino, el cabo Regino, que había puesto todas sus esperanzas en volver, pasado el invierno, a Escacena del Campo, su pueblo, se veía opositando a un porvenir negrísimo, luchando contra unos mosquitos tan grandes como chivarros, allá en Río Muni, rodeado de negros y leones.
No lo voy a preguntar dos veces. ¿Este hijo de puta qué está haciendo aquí?









9

Sabina no logra poner pie en pared sobre cómo se decidieron a pedir ayuda a Candelaria, la molinera. Porque lo primero que pensamos fue en esconderlo en la cuadra, o en los montes del compadre Urbano Ventura, pero vimos que no, que si venían a buscarlo no dejarían de mirar en la cuadra y en los campos no andaba seguro, pues era la época de la greña y de las hortalizas y estaban llenos de gente del amanecer a la noche. Tu padre fue el que dio con Candelaria, dice, pues estuvo trabajando en el molino cerca de dos meses, poco antes de morirse Pedro, y habían hecho buenas migas. Fue precisamente después de eso cuando a tu padre le dio por leer periódicos y libros que hablaban de la guerra de África y qué sé yo. Desde entonces había mantenido una buena relación con los molineros, de forma que cuando murió Pedro, tu padre tuvo el detalle de forrarle la caja con la bandera de los libertarios. De eso hacía ya algún tiempo, dos o tres años y, desde entonces Candelaria se había recluido en el trabajo, para honrar así la memoria de su marido. Vito creía que ella podría no sólo acogerlo unos días, sino, si llegaba el caso, proporcionarle medios seguros para escapar del pueblo.
Todo nos cogió, así, tan sin esperarlo...— se justifica.
Es cierto, la molinera había vivido los últimos tiempos recluida en el molino, sin apenas contacto con los vecinos. La relación que por esos años de tribulaciones estableció con cada uno de sus habitantes, fue meramente mercantil. Ella era la molinera. De Candelaria se contaban historias increíbles, que pasmaban incluso a los más fantasiosos. Nadie en el pueblo sabía a ciencia cierta de dónde provenía aquella mujer de aspecto afable y quebradizo, que había adoptado el luto, no como símbolo de pesadumbre, sino como una especie de atributo personal, de gallardete frente al mundo, y, que, para sorpresa de todos, no sólo había logrado mantener la actividad del molino tras la repentina muerte —dicen que murió envenenado— de Pedro, su esposo, hacía ocho años, sino que había terminado por comprárselo a su antiguo propietario, y hasta algunos se maliciaban de que, junto a algunos correligionarios, se había agenciado un Leyland, con el que mercaba trigo y cebada por la parte de Fregenal para comerciarlo por las panaderías de media Algaba, La Rinconada, Alcalá del Río, Lora y Cantillana.
Todos concuerdan que Candelaria llegó al pueblo con unos diecisiete o dieciocho años, como criada de Mister Lucas Wert, un industrial londinense que tenía negocios mineros en la Zarza y Gil Márquez y que construyó un chalet de ladrillos vistos, madera y pronunciadísimas cubiertas de pizarra a las afueras del pueblo, en la embocadura de la cuesta de Maiguerra, al que pusieron Chelsea. Los Wert, una familia de pamelas y sombrillas desconcertantes, no conservaron durante mucho tiempo aquel edificio desdichado, que durante una década fue pasando de dueño en dueño, hasta concluir en las manos de Javier Murube, un exportador local que se había hecho rico con la electricidad y, sobre todo, fletando barcos de castañas a los puertos de Londres y Trompeloup. Lo cierto es que a pesar de los continuos propietarios por los que sucesivamente pasó Chelsea, Candelaria nunca dejó de trabajar en el insólito palacete de ladrillo, hasta la lúgubre aparición de Javier Murube.
Nadie conoce con exactitud los pormenores de la relación entre Candelaria y Javier Murube, el último propietario de Chelsea, pero hubo de ser tormentosa y agria, porque aquella mujer afable y menuda acabó en la calle, golpeada y zaherida como un perro a manos de aquel hombre intrépido en los negocios e imprevisible en todo lo demás. Pero la hasta entonces quebradiza Candelaria no se arredró con el inesperado cariz que tomaba su destino y decidió quedarse a vivir en el pueblo, donde montó una fonda, en la subida de la fuente hacia la iglesia. Durante años, Javier Murube hizo cuanto estuvo en su mano por doblegar a aquella mujer de apariencia frágil, pero que no estaba dispuesta a dejarse amilanar por las repetidas afrentas y baladronadas del joven triunfador. Una mañana, sin saber cómo ni por qué, Chelsea ardió como una tea. Las llamas se elevaron por encima de los jóvenes eucaliptos de los alrededores y en menos de dos horas redujo el chalet a una escombrera humeante. Javier Murube se dio trazas de acusar y condenar a Candelaria como instigadora del incendio, de modo que la mujer pasó tres años en la cárcel y otros tres en Sevilla, de donde volvió trasformada y con un marido, Pedro Liara, que, según era fama, había sido la mano derecha de su tocayo Pedro Vallina, anarquista sevillano, que había atentado en París contra Alfonso XIII. Establecidos en la antigua fonda de Candelaria, muy pronto se hicieron con el arriendo del molino harinero que había sido abandonado recientemente. Cuatro años más tarde, Pedro Liara murió —tal vez envenenado— y Candelaria afrontó sola el mayor reto de su vida, continuar con el molino.
Pasa, niño —dice al cabo—, que es muy mala la rociá.
Juan José ya conocía el lugar, pues a veces acompañaba a su quinto Jorge Moya, que diariamente venía a por la harina que su madre, una mujer a quien había abandonado su marido por un asunto de cartas, necesitaba para cocer el pan, que luego vendía por las casas. Ahora, con la sola luz de la palmatoria que la vieja portaba en su mano, el lugar estremecía un poco. La muela, ajena a los vaivenes del mundo, daba vueltas con una cadencia seca y machacona. Candelaria colocó la palmatoria en una mesa cuadrada donde algunos papeles, lápices y tacos de recibos estaban parcialmente cubiertos de una capa de tamo blanco, que la llama de la palmatoria doraba. Apenas le extendió la silla, Candelaria se ausentó en dirección a la contigua sala de la molienda, donde estuvo trajinando unos instantes. La habitación, no muy amplia, servía realmente de repartidor entre la puerta que daba al puente, el almacén de la harina que ocupaba la mayor parte del edificio y la sala habilitada para la tolva y la muela. Una ventana con vistas al riachuelo, una alacena embutida en uno de sus rincones, un pesado arcón de castaño que parecía soldado a la esquina opuesta a donde se hallaba y la mesa, daban al recinto un cierto toque de prematuro olvido. Juan José, un poco sorprendido por tanta desidia, se quedó observando los suelos de baldosas rojas, las paredes cubiertas de brocadas telarañas, apenas interrumpidas por un almanaque de 1931 y una fotografía enmarcada donde aparecían dos hombres jóvenes y risueños que protegían sobre sus pechos sendos sombreros de época; detrás de ellos, difuminada por la distancia, se atisbaba la silueta de una torre. Juan José se levantó para observar más de cerca a los dos jóvenes.
Tú eras un crío cuando murió —le interrumpió una voz a sus espaldas.
Yo me acuerdo. Mi padre le hizo el ataúd —contestó el zagalón—. Yo, con perdón, lijé aquellas tablas.
Sucedió un momento de silencio, de turbación, de trastorno que hizo aún más densas las telarañas que caían pesadamente del techo.
Es París, ¿no? —preguntó Juan José, señalando la fotografía, tratando de cambiar de tercio.
Pedro Liara y Pedro Vallina en París, dos hombres de verdad —suspiró Candelaria, con orgullo—. Pero eso era cuando a la vida se la podía llamar por su nombre.
Entonces, esa es la torre.
¿Has oído hablar de Pedro Vallina?
Juan José negó con la cabeza.
Fue un hombre importante. Qué digo, sigue siendo un hombre importante —concluyó en un suspiro.

La tarde del veintidós de agosto, el carpintero se presentó en el molino. Candelaria, sentada junto a la ventana, repasaba las anotaciones de un cuaderno, cuando barruntó pasos por el camino. Cerró el cuaderno, sopló sobre la tapa y lo ocultó rápidamente en el cajón de la mesa donde ahora reposaba la palmatoria. Unos segundos más tarde golpearon a la puerta. Era el carpintero que, casi sin aliento, sin atreverse a entrar, habló atropelladamente, de unas listas y de que la columna del comandante Redondo ya estaba en Alájar y se disponía a subir de madrugada el puerto para tomar Fuenteheridos. Candelaria estaba al tanto de esto último, pero quiso saber más de esa cosa enigmática que el carpintero llamaba listas. Más calmado, Vito la puso al corriente de lo que le había contado Urbano Ventura, acerca de lo que sucedía en los pueblos que iban siendo ocupados. El caso es que venía a pedir su momentánea protección, cosa de dos o tres días. Candelaria le dijo que, conociendo el trapo, el molino sería uno de los primeros lugares donde ésos se presentaran. Vito repasó mentalmente los viejos pleitos entre la molinera y el acaudalado exportador de castañas y bajó la mirada con menos desconcierto que resignación, como si los temores de la molinera zanjaran un asunto que desde aquel mediodía lo tenían en carne viva. El arroyuelo, corría atropellado bajo el puente y a lo lejos se escuchaba el sonido estricto y cadencioso de un hacha, quizás de dos. Cuando ya se desviaba hacia la trocha para emprender su camino hacia no sabía dónde, Candelaria lo agarró del brazo.
Espera un momento —dijo con una voz resolutiva y frágil a la vez.
Vito se quedó quieto, pero al poco Candelaria le dijo que lo siguiera al interior del molino.
Échame una mano con este arcón —dijo la mujer señalando el arcón que él mismo había construido hacía cinco años y que estaba compartimentado en dos por una gruesa tabla de pino. Una de sus partes aparecía agobiada por decenas de sacos de yute vacíos, mientras en la otra, bajo una gruesa capa de harina, se reconocían diez o doce libros, pesos, romanas y balanzas que quizás no se habían usado en los últimos diez o quince años.
Entre ambos retiraron los sacos y, para sorpresa de Vito, la molinera abrió una casi invisible trampilla que él mismo había ideado unos años atrás junto a Pedro Liara, sin entender qué uso se le podría dar a aquel ingenio de la conspiración, como el mismo Liara lo llamaba. El caso es que Candelaria le señaló el hueco y le dijo que en él podría esconderse hasta que pasara el peligro.
Lo que Juan José descubrió al liberar la trampilla, fue un hueco oscuro, muy estrecho, en cuya profundidad se distinguían los peldaños de una escalera de mano.














10

A ninguno de sus compañeros sorprendió la muerte de Perdigones, pero todos ellos tuvieron consciencia de que aquella primera muerte los devolvía a la desesperación ante una existencia tan oscura como la propia cueva. Todos habían acabado formando parte de la oscuridad, de la tierra negra, y la muerte del compañero venía a recordarles que el destino se había interrumpido un verano de hacía ya seis años. Es al menos lo que, mirando al camarada muerto, pensaba el herrero Miguel Zambrano.
Casi se podría decir que Miguel Zambrano había sido el adelantado de Pepe “Jabicha” en la legua justa que separa Alájar de Fuenteheridos. Tres días antes, al barruntar a los nacionales en el alto de los Madroñeros, aldea medio abandonada donde la familia aún poseía una casa, Miguel se escabulló barranca abajo, en dirección a las Cruzadas, pero al encontrarse con el camino de Las Indias, pensando que tomar hacia la Mina sería meterse en la boca del lobo, optó por encaminarse hacia el Collado, para, de ahí, subir hasta La Peña, que él conocía bien de cuando su padre trabajaba en las excavaciones del excéntrico Montesinos y confiaba en bandearse con las cárcavas diseminadas por las quebraduras hasta hacerse con un enlace que lo condujese al Norte. Pero La Peña era lugar de tránsito y de peregrinaciones, de manera que era difícil pasar inadvertido durante demasiado tiempo. Un chivatazo vino a descuadrarle los planes y en la madrugada del veintitrés de agosto, cuando aún no había acabado de rayar el día, sintió voces cerca de la covacha donde pasó las últimas tres noches. Tuvo el tiempo justo de coger sus cosas, escorrifarse ladera arriba y ocultarse detrás de unas torviscas, junto a un pino piñonero. Se trataba de un grupo de cinco o seis soldados vestidos de falangistas, entre los que reconoció a dos paisanos suyos de no más de dieciséis o diecisiete años. Al ver de quiénes se trataba, estuvo a punto de abalanzarse sobre ellos y cruzarles la cara, pero felizmente se contuvo. Los soldaditos parecían inquietos, quejosos por un supuesto engaño. Discutían con vehemencia si bajar al pueblo y dar parte o seguir buscando entre los riscos, porque la cama estaba caliente y el pájaro no debía andar muy lejos. Por fortuna, el grupo se mantenía unido y si alguno se desviaba a mirar algo, los demás se detenían a esperarlo o iban tras él. Cuando se distanciaron un trecho y los perdió de vista, el herrero acabó de vestirse, se echó a correr por la trocha del Calabacino, y ya no paró hasta alcanzar las inmediaciones de la fuente del Nogal, pasado el alto de los Tojales. En la bifurcación de los caminos volvió a dudar si coger hacia el Castaño o Fuenteheridos, pero ante la posibilidad de que el Castaño estuviese ya en manos de los rebeldes, que el día antes habían tomado Jabugo, se decantó por Fuenteheridos y hacia allí se encaminó a buen paso, cruzándose con labriegos que, confiados, caminaban hacia sus campos. Al llegar al Puerto Ciervo, un hombrecillo de bigote y mascota que rozaba helechos junto al camino, le preguntó que a dónde se iba y el herrero, confuso, respondió que se le habían perdido las bestias y que les seguía el rastro.
Pues por aquí no han pasado.
Un poco más tarde avistaba el cementerio blanqueado, a cuyo resguardo se sentó a reposar, antes de aventurarse por las calles. No llevaba ni cinco minutos a la sombra de la tapia cuando escuchó disparos muy, muy espaciados procedentes del hondón. Protegiéndose por las altas paredes, pensó en seguir camino en dirección contraria a las casas, que se desparramaban ladera abajo, ahí, a tiro de piedra, pero no se atrevió a salir en plena luz, a la vista de todos, cuando quizás acababan de tomar posiciones los soldados. Aguardó, pues al anochecer, pero en cuanto el sol se fue ocultando entre la enramada, un par de requetés se apostaron junto a la cancela del cementerio, cortándole cualquier posibilidad de salida. Durante horas escuchó la cansina cháchara de ambos y a cada minuto sentía más complicada y absurda su situación.
Pasaba de la media noche cuando oyó el ruido de un motor que se iba acercando. No tuvo dudas, pero de haberlas tenido, la voz aflautada que se imponía sobre las otras, apenas separada por la tapia, se las hubiera disipado. Aprovechando la confusión y el estrevejín que se traían unos y otros, se encaramó al interior de uno de los dos cipreses y allí, transido de miedo, protegido por su espesura fetal, aguardó. La voz aflautada pedía que se dieran prisa en bajar a esos cabrones, como ellos se habían dado prisa en quemar la iglesia y su puta madre. Casi sin respiración, a menos de tres metros de la tapia, escuchaba las súplicas, los sollozos, las órdenes, la creciente excitación de la voz aflautada. Una vez que los detenidos fueron agrupados junto a la tapia, el clima se relajó, aunque siguieron las recriminaciones y las amenazas de la voz aflautada y las súplicas de los presos. La situación era un poco absurda, pero al cabo, entre el murmullo de unos y de otros, se fue abriendo paso el claqueteo de un caballo.
¿Qué te parece, Javier? —se jactó el de la voz aflautada, cuando por fin se detuvo el estrépito de las herraduras.
¿Cuántos vienen al final? —preguntó una voz que a Miguel le resultaba familiar.
Cinco.
¿No quedamos en que iban a ser siete?
Dos se nos han escapado, pero ya daremos con ellos.
¿Y El Coyote?
¿Ése? —contestó con retintín el de la voz aflautada—. Ése se habrá cogido una zumba o estará jugándose a su mujer a las cartas, cualquiera sabe.
Conque jugándome a mi mujer —irrumpió una voz rasposa, que parecía salir de una cañería.
Cojones, Pepe. ¿De dónde coño sales?, no te había visto. Pareces una marimanta.
¿Una marimanta? Marimanta te voy a dar yo a ti.
Vamos a proceder —dijo la voz de Javier.
Oiga, don Javier... —gritó una voz en tono de ruego.
Tú a callar, maestrillo de los cojones —soltó el de la voz aflautada.
Espera un momento, Jabicha —dijo el del caballo—. ¿No quedamos en que la lista...? Aquí hay dos que no teníamos apuntados.
Se han seguido instrucciones de la Comandancia.
¿Qué Comandancia ni qué cojones, Pepe? Éstas son cosas tuyas. ¿Cómo van a saber en Comandancia...?
Qué más da uno que otro —dijo el de la voz de cañería—. La limpia es la limpia.
De momento, al maestro decidle que coja el camino y se vaya.
Eso se lo dices mañana al comandante.
Bueno. Venga —dijo el del caballo, rectificando—. Hoy te sales con la tuya, Jabicha. Mañana, ya veremos. Cuanto antes mejor.
El de la voz aflautada se puso entonces a dar órdenes, nervioso, excitado.
Es mejor que se baje del caballo —dijo al fin—, no vaya a dar una cojetá y...
Acaba de una vez, Pepe, joder, que no tenemos toda la noche.

Cuando Antonio el de la Nava acabó de atar los últimos cabos, Miguel, que lo miraba abstraído, se incorporó y, tomando al compañero de las axilas, lo acomodó sobre la parihuela. Entre ambos, arrodillados, fueron salvando los más de cien pasos de estrecha galería que separa el cuarto de las camas del salón de entrada. Miguel, que iba detrás, trataba de no darse cabezazos con las estalactitas. Cuando llegaron al final del túnel, justo en la embocadura del salón de entrada de la cueva, los relevaron Matías y Bartolomé, que salvaron el desnivel y ocultaron el cadáver entre unas grandes piedras que se habían caído del techo. Fue allí donde discutieron qué hacer con el cadáver.
Matías, el que mejor conocía de asuntos de campo, era partidario de trasladarlo a algún lugar de la tupida mancha que rodeaba la cueva y dejarlo allí para que los zorros y los cuervos dieran cuenta de él. Seguramente pasarían muchos años antes de que alguien descubriera el cadáver. Si lo de los animales les parecía mala cosa, siempre se podía bajar a lo de Faustino y cubrirlo de cal viva. A su hermano Bartolomé, la idea de que los zorros se repartieran los despojos del compañero, no le hacía ninguna gracia y mucho menos hacerlo desaparecer en cal viva. A los hombres —afirmó— se les entierra como a hombres. No hemos estado aquí durante seis años hozando como tejones para dejar que a uno de los nuestros se lo coman los zorros. Antonio, que seguía la discusión liándose un matute, estuvo de acuerdo con el parecer de Bartolomé, por eso sugirió que buscaran un lugar discreto por los alrededores y abrieran, sin más, una fosa.
¿Tú qué dices, Miguel? —preguntó Antonio, que no hacía más que poner pegas a la idea de la fosa, pero Miguel, perdido en sus pensamientos, no respondió.
La idea de la fosa se fue imponiendo poco a poco y llegaron a un punto en el que la discusión era en qué lugar podrían ponerse a cavar. Matías se decantaba por la mancha, que era el mejor lugar para no dejar rastro, pero en la mancha no había más que coyenas y riscos, y dar con un fondo de tierra suficiente como para abrir una hoya, les hubiera llevado días, replicó su hermano Bartolomé. Para entonces tendrían que disputar los despojos a los zorros. Descartado el matorral, Matías propuso bajar hasta las huertas, pero en las huertas, volvió a replicar Bartolomé, hubiera sido un suicidio, pues era la temporada de la recolección de la fruta y muchos hombres dormían en el campo, con una escopeta bajo la anjarma. Las huertas eran, sin embargo, la solución: tenían fondo de tierra, era rápido cavar... Después de darle muchas vueltas, pensaron en el Lencero de Urbano Ventura, donde al menos contaban con la garantía de que no iba a delatarlos, pero el problema era que había que hacerle llegar la noticia y entre eso y cavar la sepultura, les llevaría su tiempo.
Tú, Miguel, ¿qué dices? —preguntó Bartolomé.
Pero Miguel parecía pasar por unos de sus días de enajenación. En realidad trataba de reconstruir en su magín la noche atroz que había vivido, seis años antes, en el ciprés del cementerio de Fuenteheridos.
¿Y si lo enterramos en el socavón de la cuesta de los Chinorros? —propuso Matías—. No tenemos más que cerrar la boca y nadie va a echar cuenta.
Los zorros darán con él —respondió Antonio.
Entonces ya está —protestó Bartolomé—. En lo de Urbano Ventura y que sea lo que Dios quiera.
Nada de cuesta de los Chinorros, ni de huertas. Hay que llevarlo hasta el pueblo —intervino Miguel categórico, saliendo de su mutismo.
¿Al pueblo? —preguntó un perplejo Bartolomé.
Al pueblo —repitió el herrero.
Pero...—objetó Matías.
A los hombres se los entierra como a hombres, ¿quedamos?











11

Ante el tono de sus palabras, Urbano Ventura se encogió de hombros. El cabo lo miró de arriba abajo, con todo el desprecio de que en ese momento era capaz. Se sentía engañado, sentía que todo el mundo estaba al corriente (incluidos sus superiores) de la existencia de una partida de huidos que operaban en sus propias narices, menos él. A él no le constaba todavía la vieja amistad que había unido al carpintero y al hombre desgarbado que tenía frente a él, pero no hacía falta entrar en detalles para sentirse profundamente burlado. Aquel cadáver no sólo era una afrenta, sino una provocación, una gran carcajada que como una mancha de humedad se extendía por sus pies hacia arriba, y que ahora se hacía presente en la mirada burlesca y punzante de un labriego que sostenía el largo cabresto de su mula. Chúpate ésa, cabito de los cojones, creía escuchar de sus labios, tan entendido para unas cosas y tan ciego para otras, chúpate ésa.
¿Tú qué coño miras? —gritó sin poder contenerse.
Pero en la mirada de Urbano no había ni reproche ni conmiseración hacia la figura cada vez más desconsolada y ridícula del cabo. No. Todo su pensamiento lo absorbía la figura pálida del compadre, con el que había pasado multitud de padecimientos en aquellos rojizos polvazares del Rif, cuando la vida era algo que le ocurría a los otros, y sobre la que era mejor no especular. Tú qué coño miras, había gritado el cabo y Urbano Ventura, salió de su abstracción y por un segundo clavó la mirada en los ojos desconcertados del cabo Regino, que parecía empequeñecido con respecto al cadáver envuelto en la manta. El viento frío de la mañana añadía tersura al instante.
Digo yo, que habrá que avisar a su viuda —comentó al fin Urbano Ventura, casi sin darse cuenta de lo que decía, por quebrar la tensión de aquel pobre hombre que parecía hundido por el peso del tricornio.
El cabo, abatido, levantó la cara, respiró hondo por la nariz y se llevó el dedo al gatillo de la pistola que llevaba desabotonada. Una gallina se puso al alcance de su pie y la pateó sin contemplaciones.
¿Usted sabe quién era este rufián?—preguntó al fin el cabo, deteniéndose en cada sílaba.
Vito, el carpintero —contestó imperturbable Urbano Ventura.
¿Carpintero? Este es un forajido, un delincuente, un cabrón marxista de los que casi queman el país —gritó el cabo, que no puedo evitar dar una patada al cadáver.
Pero su viuda...
Su viuda que se joda —dijo en tono amenazante, perdiendo el control—. Cuando el juez venga, ya se verá. Si fuera por mí, le pinchaba el cabezo en un palo y lo dejaba aquí para que se lo comieran las moscas.
Ante el cariz que tomaba la conversación, Urbano Ventura optó por callarse, pero el cabo Regino, comandante de puesto, no podía ya contenerse.
Si este cabrón pudiera, nos asaría vivos. A usted y a mí. Muerto, al menos, no hace daño a nadie. ¿Por este cabrón sabe a dónde me mandarán? ¡A Río Muni! A mí, que sólo hago cumplir con mi trabajo, que me desvivo por mantener las cosas en su sitio. ¿Sabe usted por dónde cae Río Muni? —Urbano negó con la cabeza—. Río Muni está donde los negros. Ahí es donde me van a mandar por culpa de este terrorista cabrón, con esos hijodeputas de los negros, otros que tal bailan. Pero a éstos los preparo yo antes de irme. Los preparo como me llamo Regino Chaparro Alea, por todos mis muertos.
Mientras el cabo iba rumiando su discurso, que cada vez era más inaudible, la plaza se comenzó a llenar de gente. En verdad, nadie hacía mucho caso de las palabras del cabo, pues aquel cuerpo extendido en mitad del empedrado reclamaba la entera atención de los presentes. Todos sin excepción se acercaban a examinar, primero con temor y luego con incredulidad, el cadáver, y todos se hacían cruces por el carpintero, aunque estaba tan flaco y demacrado que algunos dudaban y preguntaban al cabo, que, bastante menos encendido, se limitaba a encogerse de hombros y a hacer gestos de que no lo tocaran. Todos sus paisanos —al menos eso se desprendía de sus comentarios— lo hacían en Francia, o escondido en esas sierras de Galicia, o preso en las cárceles del norte, cavando túneles, pero al cabo Regino no se la daban más aquellos muertos de hambre. En cuanto se acabara el jolgorio, ya se vería quién era quién en aquel pueblo de mierda. Porque antes de irse, por sus muertos que se iban a enterar esos mangurrinos de quién era el cabo Regino Chaparro Alea.
Cuando sonaron las campanas de las ocho, en la plaza había ya más de treinta o cuarenta personas. Todas hablaban de Sabina y todas miraban al guardia sin saber a qué atenerse. Algunos se fueron, pero eran más los vecinos que a cada momento se iban incorporando.
Apenas sonó la repetición, cuando se sintió el revuelo proveniente de la calle Álamo. El cabo, en un acto de inconsciente defensa, tragó saliva y afianzó sus pies en el empedrado. Cuando Sabina giró como un incendio hacia la calle Águila, embocando la plazoleta, todos sintieron un estremecimiento. El cabo, que la veía acercarse como un vendaval, seguida de diez o doce vecinas, se terció el fusil e interponiéndose entre la mujer y el cadáver, trató de impedir que se abalanzara sobre el muerto, pero la mujer, sin mirarlo, como si se tratara de un muñeco, apartó de un manotazo el arma y se agachó temblando de ira hacia el cuerpo de quien había sido su marido. El cabo, confuso, se apartó unos pasos, con una evidente sensación de ridículo. La mujer, arrodillada, tomó el cuerpo, lo incorporó en su regazo y balanceándose como un autómata, con el cuerpo sin vida apretado contra su pecho, no dejaba de sollozar y de proferir quejas y alaridos entrecortados.
Los curiosos, cada vez más numerosos, iban cerrando el círculo en torno a la mujer que acunaba a su marido, de modo que el cabo, muy poco a poco fue separándose de la escena, desplazado, humillado por una situación que ni había sabido ni había podido controlar en su raíz, por eso cuando vio llegar a Garrido y a Galán con sus fusiles terciados al pecho, pensó en invertir la situación. Entonces se abrió y trató de tomar a Sabina por el brazo para levantarla, pero Sabina lo miró con absoluto desprecio.
Quita la mano, criminal —le previno la mujer.
A ver Garrido, Galán —gritó el comandante de puesto—. Retírenme a esta señora.
Los dos guardias se miraron sin saber qué hacer, pero el cabo repitió la orden en un tono más enérgico. Entonces se echaron sobre la mujer y trataron de desplazarla, pero la mujer, agarrada al marido, no se movió.
Acaben con esto de una puta vez —gritó el cabo en un tono seco, malhumorado.
Los guardias se agarraron a los brazos de la mujer, tratando de desprenderla del cadáver, pero la mujer no se soltaba, así que la arrastraron unos metros. La gente se iba retirando ante la operación de los guardias, que apenas conseguían desplazarla una o dos cuartas.
Regino, que seguía la violenta operación de sus subordinados, perdió la paciencia y agarrando a la viuda del pelo, se puso a gritar:
Ya está bien. Joder. Ahora, todos a casa o al trabajo, o a donde les salga de los huevos. En un minuto quiero ver despejada la plaza o no respondo.
Sabina trataba de zafarse a mordiscos del que le tiraba del pelo y de los dos guardias, quienes poco a poco la iban desasiendo de su marido, mientras ella, sin fuerzas, gritaba canallas, canallas, ahí tenéis al mejor hombre del pueblo, canallas, que sois unos canallas.
O se calla de una puta vez —gritó Regino soltándole el pelo, cuando ya todos se retiraban—, o le reviento los sesos.
Una vecina se acercó con una taza de tila, que la viuda en sus últimos forcejeos rechazó. Los guardias, conseguido su propósito, alejaron a la mujer del cadáver y la sentaron en el umbral de Purita la Machuca, que, aún desgreñada, se asomaba al balcón, gritando a los guardias que no había derecho a hacer lo que hacían con aquella mujer...
Usted se mete para adentro —le advirtió el cabo Regino apuntándola fríamente con el dedo—, si no quiere acabar en el cuartel.
Desde la esquina donde había estado atada la mula, un muchacho miraba la escena, muy serio. El cabo, vencido por su mal fario, le apuntó con su pistola:
¿Tú tampoco te has enterado de lo que he dicho?
Ese es mi padre —respondió el chico sin inmutarse.
Al oír al hijo, la mujer trató de correr hacia él, pero los dos guardias que permanecían a su lado lograron contenerla. El cabo, trastornado, bajó el arma, la metió en su cartuchera y se secó la frente con la manga, mientras maldecía su perra suerte.
Estos cabrones se han propuesto terminar conmigo —masculló.























II













12

Cuando Candelaria, acabó de subir las escaleras y cerró la trampilla, Vito supo que acababa de ser enterrado vivo.
En efecto, la escala daba a una habitación subterránea que, ya en un primer momento le venía a recordar una tumba, quizás por aquel braguetazo a tierra húmeda, por esa sensación de frialdad y de clausura que, no bien había puesto los pies, ya lo estremecía. El sótano, en todo caso, no era tan pequeño como se podía esperar, sino que parecía incluso más espacioso que su dormitorio. Candelaria, que bajó tras él, le explicó que lo había excavado su marido, resabiado por las muchas persecuciones que había sufrido en su juventud, y en tono melancólico añadió que el pobre ni siquiera había podido llegar a estrenarlo. Mientras Candelaria le iba mostrando el lugar, Vito reconoció diversos artilugios de madera que él, bajo la dirección de Pedro Liara, había fabricado años atrás, como la mesa de tablero y patas plegables que yacía en un rincón o las hamacas de lona que descansaban sobre las paredes, envueltas en una deteriorada cortina de raso. Pero el agujero era tan sobrio como podría esperarse. Un trozo de espejo brillaba en la oscuridad. A su lado, colgada de un clavo, había una balda de madera con una pastilla de jabón, una lamparilla de aceite, una navaja de afeitar, un peine de carey, un mechero de yesca, una cajita de metal de donde Candelaria extrajo unas cerillas y un alambre con el que, explicó, podía abrirse la trampilla desde dentro. Sobre un taburete de enea había cuatro o cinco libros y a su lado, justo en el rincón, una palangana desportillada de lata que tapaba el agujero del retrete. Sosteniendo la palmatoria, Candelaria le mostraba cada cosa, con el íntimo orgullo de quien ha pensado en todo y no ha escatimado esfuerzos. Cuando ya parecía no tener más que decir, la mujer cedió la palmatoria a Vito, se agachó ante un retrato de latón muy deteriorado que parecía estar apoyado en la pared, pero que ella hizo girar sobre el clavo que lo fijaba, y después de hurgar un poco en la tierra y trajinar un instante con algo que parecía fijado a la pared, sacó un taco de madera y un borbotón de luz entró en la habitación. Sorprendido, Vito, preguntó por el origen de aquel chorro de luz. Viene del barranco, contestó Candelaria, volviendo a introducir el taco en su sitio.
En cuanto se puso en pie y se sacudió minuciosamente las manos, Candelaria comenzó a dictarle estrictas instrucciones acerca no sólo de la vida que debía llevar dentro del agujero, sino de las maneras de comunicarse con ella, de las reglas que debía observar y de los códigos que debía respetar en caso de peligro, porque si alguna seguridad tenía Candelaria, ésta era la de que Javier Murube no perdería la ocasión de rendirle una visita. Los lobos huelen la carroña desde lejos, dijo. El nombre de Javier Murube hizo estremecer a Vito, que recordó la vez que, bajando al molino, le echó el caballo en lo alto, recriminándole que se vendiera a los anarquistas, a los presidiarios y a las orgías. ¿Sería esa la causa por la que su nombre estaba incluido en la lista? Podía, podía ser. Vito trataba de memorizar cada uno de los preceptos que la imperturbable Candelaria le iba dictando, pero tenía la sensación de que las palabras de la molinera se dispersaban en su cabeza abatida por la revelación, y no se estaba enterando de nada.
¿Todo claro?—preguntó la mujer.
Todo —respondió él sin convicción, temiendo el momento de quedarse solo en medio de la oscuridad.
Sin nada más que decir, la mujer se despidió de él poniendo un pie sobre el primer peldaño. Fue entonces cuando Vito sintió que se estaba enterrando vivo.
Lo primero que sintió al hallarse solo fue un inmenso vacío, una angustia que le quemaba la garganta. Durante un rato, trató de poner en pie la conversación tenida con Javier cuando le echó el caballo en lo alto, pero había algo importante que se le escapaba. Él era un trabajador, un carpintero, un hombre de bien. ¿Qué había querido decir Javierito con lo de las orgías? Él estaba al tanto de la vieja y turbulenta relación de Javierito con Candelaria, pero no podía creer que ese fuera el verdadero motivo, que ahí estuviera la clave de su infortunio. Porque si esa fuera la clave, ya no podría esperar redención alguna. Toda su vida quedaba ahora doblegada a la oscuridad. Su mujer y su hijo, su taller y sus cosas, quedaban en el territorio de la luz, expuestas a vaivenes impredecibles, y él, no podía hacer nada por protegerlos. Habría de ser el tiempo quien pusiera las cosas en orden. De momento no podía hacer más que esperar, tratando de no acobardarse. Ya en Marruecos lo había salvado su frialdad y su resistencia frente a las trampas que urdía el miedo.
Afuera anochecería en unas dos horas o dos horas y media. No había tenido la precaución de traer nada, salvo una muda de ropa, un trozo de pan, otro de tocino de papada y su navaja extremeña. Echó de menos el reloj de plata que se había comprado en la feria de Zafra hacía dos años. Finalmente quitó los libros del taburete y se sentó, sin fuerzas, descuadernado. Muy poco a poco los ojos se le fueron haciendo a la oscuridad y fue discerniendo entre las distintas sombras, primero con dificultad pero luego, al cabo de una hora, el agujero le parecía casi iluminado.
Lo que más le impresionó fue el silencio. A veces, cuando se quedaba quieto, aguantando la respiración, le parecía escuchar el riachuelo, incluso algunos definidos ruidos exteriores, pero no, era su propia cabeza quien producía aquellos ruidos, o, mejor, el recuerdo de esos ruidos. Ni siquiera el monótono son de la muela podía escucharse desde allí. Mecido por el murmullo de su respiración, se fue quedando dormido.
La noción del tiempo suele asociarse a la luz. Cuando Vito despertó no sabía si era de noche o de día, si su sueño consistió en una breve cabezada o se había llevado catorce o quince horas durmiendo. Pensó que era muy probable que los facciosos hubieran tomado ya el pueblo y que su mujer, ante la ausencia del marido, tuviera que afrontar los rigores de los interrogatorios. En todo caso no podía ni imaginar qué estaba ocurriendo, pues la sola idea de que él estuviera enmascarado en la lista de desafectos a no sabía bien qué, le dejaba sin fuerzas. Y no porque él fuera de izquierdas, sino porque en su estrecho mundo de carpintero las ideas políticas no habían hecho demasiada mella. De acuerdo que en los tiempos en los que trabajó en el molino, había llegado a demostrar afecto sincero por Pedro Liara, quien había terminado por relatarle su volcánico pasado como atracador de bancos en Barcelona y su papel de co-regicida en París, pero su afecto se restringía al trato, a un cierto entendimiento en la intuitiva manera de entender la vida y las escépticas relaciones con el poder, con todos los poderes. Quizás, es cierto, las ideas que él había ido trazando en su interior tras su paso por África, no estaban del todo alejadas de aquéllas que profesaba el anarquista y en el fondo de sí mismo se había sentido identificado con esta doctrina que tan bien reflejaba sus propias ideas acerca del mundo, pero tales ideas nunca habían trascendido el círculo de su propia intimidad, y si alguna vez, discutiendo con Urbano Ventura, se había adentrado en ciertos barruntes de los principios libertarios, fue porque el germen de todo aquel pensamiento no era otro que el común resabio africano, cuando tanto su compadre como él habían sido empujados al matadero para defender no una idea o un país, sino los intereses de cuatro ricachos sin escrúpulos y la vanidad de otros tantos militares que en cuanto vieron malas y no buenas, los dejaron en mitad de los cerrajones, vendidos como conejos en una conejera.
En estos pensamientos andaba, cuando escuchó una señal proveniente de la trampilla. Dos toques seguidos y un tercero más espaciado. Trató de poner orden en su cabeza para discernir el significado de aquellos golpes, pero al no encontrar una respuesta, decidió permanecer en absoluto silencio. El corazón se le quería salir por la boca y sin darse cuenta, se acurrucó contra una de las paredes, en posición fetal. Sin otro entretenimiento, escuchó el bombeo de su corazón y el de sus pulmones y durante un rato caviló en ese milagro que es un cuerpo, cualquier cuerpo. El de una mosca, por ejemplo. El de una de esas arañas de largas y flexibles patas (caballitos les llamaban) que lo acompañaban en su cautiverio y que, al igual que él, tenían noción del hambre, del peligro, del miedo. Cuán extraordinaria era la naturaleza, que dotaba a cada ser, ya fuera brizna de hierba, pulga o elefante, mata de jaguarzo o palmera del desierto, de un organismo completo, hecho a su medida y a su propósito, pero lo más extraordinario de todo, pensaba el carpintero con los antebrazos agarrados a los tobillos y la cabeza clavada en la rodilla, era que todos los organismos vivían a la vez, en una guerra sorda, en la que vida y muerte eran una misma cosa.
Al cabo del rato sonaron dos golpes secos y seguidos en la trampilla que tampoco supo identificar, por lo que siguió sentado contra la pared, escrutando las sombras y contando, como si la mera relación de los números pudiera conjurar el peligro. No había pasado mucho tiempo (él se había vuelto a adormilar) cuando sintió que alguien trajinaba en la trampilla. Retuvo durante un instante la respiración y hundió aún más la cabeza entre las piernas, pero al cabo escuchó la voz casi inaudible de Candelaria, que pronunciaba su nombre. Entonces trató de alzarse pero notó que el cuerpo se le había dormido y que no respondía a sus estímulos.
Vito, Vito...
Aquí estoy —respondió imitando la voz de la molinera, mientras trataba de enderezarse y aproximarse al agujero por donde venía la voz— ¿Algún problema?
Ya tomaron el pueblo —contestó Candelaria—. Vinieron de visita, pero volverán. Estoy segura.
¿Entonces?
Entonces nada. Toma agua y castañas pilongas.
¿Sabes algo de casa?
En tu casa están bien. Se han llevado a cinco o seis hombres. Me lo han contado ellos.











13

Pero nos buscarán como a cabrones. Con perros. Con lo que sea —protestó Antonio el de la Nava.
Siempre será mejor que pudrirse en esta cueva.
¿Pero tú sabes lo que estás diciendo? ¿Te has parado a pensar? Subir al pueblo con un muerto a cuestas, sería como meternos en la boca del lobo —contestó Bartolomé.
Llevamos seis años en la boca del lobo —replicó Miguel—. ¿Recordáis los días que pasamos subidos en las encinas, muertos de sed y mirando el agua, o el día que matamos a los guardias civiles? ¿Recordáis la semanita que nos tiramos en la Contienda? ¿Recordáis la mina de azufre? Yo todavía tengo el azufre metido en las narices...
Pero entonces no podíamos elegir.
Tampoco ahora. Ninguno de nosotros ha elegido estar aquí o vivir como comadrejas. Si esos cabrones nos cogieran, nos dejarían por esas barrancas y nosotros no vamos a abandonar al compañero en una barranca.
Pero tampoco decirles que estamos aquí, que vengan a cogernos si tienen cojones...
Yo ya he dicho lo que tenía que decir. Si hace falta, me lo echo al hombro y lo dejo en la puerta de su casa. Así que ya lo sabéis.
Entonces, ¿qué se hace? —preguntó Matías, confuso.
Llevarlo esta misma noche al pueblo —concluyó Bartolomé, que se alejaba hacia la entrada de la cueva.
¡Hostias! —se dijo Antonio pasándose la mano por la frente.
De todos los fugitivos, Antonio era el menos impetuoso, el que llevaba la reclusión con menos altibajos, aunque era el que menos razones objetivas tenía para estar allí. En el fondo, su historia de fugitivo se debía a un simple pero fatal equívoco. Antonio, un cazador experto, soltero y sin la menor inquietud política, llevaba dos meses trabajando en asuntos de vigilancia en el salto de agua que la compañía Santa Teresa de electricidad mantenía en el río Múrtigas, entre la Nava y el Puente del Infierno, pues durante los últimos meses se habían producido algunos episodios de sabotaje en la presa, debidos a la proximidad de las minas de la Reina Cristina. Antonio Tejones, como se le conocía por La Nava, tenía fama de preciso montero, conocedor del campo y de tener un olfato tan fino como el de un tejón, y por esa causa había sido contratado.
Sucedió que en su rápido avance, las tropas nacionales se maliciaron de que al pasar por las minas encontrarían una dura resistencia. Pero los mineros, sabiendo de la llegada de la columna, hacía días que se habían marchado, de manera que en la mina no quedaba nadie. Aun así, los nacionales desplegaron a sus hombres a ambos lados de la carretera, dispuestos a tomar la mina, calificada en el mapa como un importante punto estratégico, al precio que fuera. Pero los únicos tiros que se escucharon por aquellas quebraduras fueron los que intercambiaron una de las avanzadas con algunos requetés escondidos entre los matorrales. Durante más de un cuarto de hora la confusión fue total y sólo un milagro impidió que hubiera víctimas mortales, aunque sí hubo más de diez heridos. Antonio, que andaba al tanto de la huida de los mineros, no entendía lo que estaba pasando en la mina y sintió tanto miedo que se ocultó en una hondonada, donde a veces se camuflaban los pajareros, de manera que cuando dos requetés llegaron a la presa, la encontraron sin nadie. Allí se estuvieron los muchachos más de una hora, esperando a un oficial que, acompañado por un paisano, preguntó si habían encontrado a un tal Antonio. Antonio no pudo evitar un sobresalto al escuchar su nombre, pero decidió esperar a mejor momento para salir. Los soldados relataron que en la presa no había nadie cuando ellos llegaron, por lo que supusieron que el tal Antonio habría huido hacia el monte. El oficial preguntó por la filiación de Antonio y el paisano se encogió de hombros. Afecto o desafecto, volvió a inquirir el oficial, a lo que el paisano tampoco respondió. Es lo mismo, zanjó el oficial, si se esconde es que no debe tener la conciencia tranquila.
Esas palabras persiguieron a Antonio durante los diez o doce días que vagó solo por el monte y aunque muchas veces estuvo tentado de echarse a andar hacia su pueblo y aclarar las cosas, la prudencia le dictó que esperara una ocasión más propicia. En esos primeros y decisivos días ni se unió a las partidas que vio por el monte, camino de Extremadura, ni buscó un refugio estable, acabando por los riscales del barranco Dundún, conocido por la violencia de las tormentas y por los frecuentes episodios de lobás que los viejos contaban, cuando el aguaje duraba seis meses y los lobos bajaban hasta las cabrerizas a beberse la sangre caliente de las ovejas. Por esos andurriales, que Antonio conocía como cazador, andaba cuando un par de huidos de Navahermosa se le abalanzaron a la salida de un monte. Después de cambiar impresiones con ellos, decidió unirse a ellos hasta que la situación volviera a su ser o le llegaran noticias tranquilizadoras de su pueblo.
Pero las noticias que le llegaron a través de un pastor no podían ser más adversas. Después de varios días de búsqueda infructuosa, donde hasta se le dio por muerto, el cabo de la guardia civil lo había consignado como prófugo, acusándolo, además, de haber abandonado y tal vez entregado su puesto a los subversivos. Su suerte, pues, estaba echada.
Después de esas primeras semanas de confusión y de continuas imprecaciones, Antonio había caído en un estado de profunda apatía, de manera que lo mismo le daba permanecer en la cueva hasta el fin de los tiempos, que emprender caminos imposibles en busca de la libertad. Participaba de todas las iniciativas, respondía a todas las situaciones, afrontaba peligros con la resignación de un hombre que sabe que la fortuna no está de su parte y que haga lo que haga, siempre andará un par de pasos por detrás del destino, tal y como le ocurriera la aciaga tarde que decidió ocultarse de los dos requetés, pero él se sentía fuera de lugar.
Fue por eso que no se opuso a la decisión tomada primero por Miguelito y secundada por Bartolomé. De haberse opuesto, acaso la discusión hubiera durado horas y tomado otro cariz, pero cuando vio la firmeza de Miguel, pensó que no valía la pena oponerse. Peligros los arrostraban un día sí y el otro también. Cualquier acción, desde obtener alimento hasta recoger leña de los alrededores, entrañaba un peligro inminente.
En los seis años que llevaba viviendo como una comadreja, las había visto de todos los colores. A su mano se debía la muerte de al menos uno de los civiles de Puerto Moral. No dudó en apretar el gatillo cuando lo vio subir por la escarpada, buscando el amparo de las talliscas. El guardia, alcanzado en la espalda, se quedó un instante suspendido, como si tratara de girarse para buscarse la herida, pero poco a poco se le aflojaron las piernas y rodó hacia el barranco. Como un guarro, se dijo. Tal y como un guarro. El otro guardia lo siguió por el terraplén apenas unos segundos más tarde, cuando casi había logrado su objetivo. Nunca supo si la bala había salido de su fusil o no, pero esa imagen ya no se le volvió a quitar ni un segundo de su pensamiento. El destino se le había vuelto a adelantar y contra el destino no cabía rebelarse.
En el plan que había trazado Bartolomé, a Antonio le tocaba ir abriendo paso, haciendo labores de exploración. No sólo era el que mejor y más silenciosamente se orientaba en la oscuridad, sino el de más certera puntería y el que mejor imitaba a los animales. Los demás irían tras él, cargados con la parihuela, atentos a sus señales.
Salieron de la cueva cuando el lejano reloj de la torre dio la repetición de las dos de la mañana. Antes, Antonio había dado una vuelta por los alrededores, hasta el cruce del Batán y no habiendo advertido peligro, hizo la señal del cárabo, por lo que los fugitivos tomaron la parihuela y se dirigieron hasta la entrada de la Quinta, pasado el molino de piedra, donde harían la primera parada. El segundo trayecto, acaso el más peligroso, puesto que gran parte de él se hacía siguiendo la carretera general, lo hicieron casi corriendo, a todo lo que le daban los pasos. Se detuvieron justo antes del barranco, amparados en la arqueta que en ese punto atravesaba la carretera. A partir de ahí, y a medida que se acercaban al pueblo, Antonio sabía que se la jugaba, por eso caminaba despacio, balanceándose en su escopeta, acolchando los pasos, levantando las rodillas como si a cada nueva flexión esperara levitar, venteando el peligro, atento a cada hoja, desentrañando cada ruido, cada fluctuación del viento, al aguardo de cualquier vicisitud inesperada.
Y mientras así caminaba, se sentía el hombre más feliz y completo del mundo. Como si todo, absolutamente todo, dependiera de él, como si todo hubiera de pasar por sus sentidos, como si en sus manos y en su nariz, en sus pasos y en su cabeza, se concentrase el universo todo, desde las estrellas del cielo hasta las motas de polvo, desde el vuelo de los vencejos hasta el movimiento de los ratones entre las hojas secas de los bardales.
La luna menguante aparecía y desaparecía entre la tupida enramada de los castaños, y la tierra, inusitadamente blanca, se recortaba junto a la tierra negra, como en un espejismo. Los compañeros, confiados, lo seguían a distancia. Por los bajos de la Presa rebuznó un burro, un perro ladraba a lo lejos.








14

Juan José no pudo evitar un escalofrío mientras descendía al cubil donde su padre había estado recluido toda una semana. Recordaba esos días con una sensación de novedad y de extrañeza, como si todas las cosas, habitualmente detenidas, se hubieran puesto a correr de golpe, animadas por no sabía qué confusos resortes. Tenía sólo nueve años pero podía recordar como si los estuviera viendo a dos muchachos imberbes registrar, muy nerviosos, cada rincón de la casa.
Uno de ellos, el más bajito, se había acercado para preguntarle con cierta benevolencia si sabía dónde estaba su papá, y la madre, inmovilizada en la silla mientras el otro requeté metía las narices por todos los sitios, lo había mirado con desesperación. Decían, respondió, que había ido a Zafra, a comprar madera, pero no sabía, igual era a Fregenal o a Cortegana, quizás, no estaba muy seguro. El requeté, que daba vueltas a la boina entre los dedos, lo miró con cierto desaliento, pero enseguida cambió la expresión de la cara. ¿Cuándo se fue, zagalote?, volvió a preguntar tocándole el hombro en busca de complicidad. Hace tres días, respondió él sin acobardarse, como si tal cosa. Tu madre nos ha dicho antes que dos, ¿en qué quedamos? A lo mejor hace dos —respondió él con la misma seguridad —. ¿Hoy a cómo estamos? El requeté, confuso, no siguió preguntando y el otro, el que lo revolvía todo, y que parecía más joven, se encogió de hombros en señal de que allí no había ningún hombre.
No salgan de casa hasta nueva orden —dijo el que lo había interrogado, antes de cuadrarse y hacer el saludo fascista.
¿Estoy detenida? —preguntó Sabina.
No. Todavía no.
Media hora más tarde se personó Pepe “Jabicha”, un hombrecillo de trazas amaneradas y una voz de trompeta de feria, que andaba a saltitos, con un cuello de cigüeño ligeramente caído sobre uno de los lados, como si quisiera darse la prestancia que sus trazas, acaso le impedían. Venía acompañado de los dos mismos muchachos que hacía un rato habían revuelto la casa. En cuanto entraron por la puerta (sin llamar), su madre mandó al hijo que se fuera al llano, que aquellos señores tenían que hablar con ella, pero Pepe “Jabicha”, lo retuvo por el brazo y le indicó que se sentara.
¿A qué vienes a esta casa, Pepe? Te hacía en Sevilla.
Tú sabes a lo que vengo —contestó aquel hombre de aspecto pueril, y al que la voz hacía aún más pueril.
Pues vas a tener que venir dentro de dos o tres días, cuando vuelva de Zafra.
¿Zafra? Zafra te voy a dar yo a ti.
¿A ver, nosotros qué te hemos hecho, Pepe? ¿Para qué quieres a mi marido?
Tu marido —contestó subiendo el tono—. Tu marido es un anarquista y un comunista y se le va a caer el pelo.
Aquí, que yo sepa —contestó la madre—, el uniquito comunista que hay, eres tú, ¿o no te acuerdas?
¡Llevadla al cuartel! —dijo Jabicha, al que la rabieta aguzaba más la voz—. Veréis cómo allí se le quitan todos esos humos.
No hace falta que nadie me lleve al cuartel —contestó la madre, haciendo revolotear una toquilla negra sobre los hombros y encaminándose hacia la puerta—. Ahora mismo me voy yo a denunciar a este valiente mindungui, por sinvergüenza, por comunista y por maricón.
Los requetés se miraron entre sí, ahogando una sonrisa. Pepe “Jabicha”, que acababa de desenfundar la pistola que llevaba al cinto, se interpuso en el camino de la madre y levantó la mano como para darle con la pistola en la cara, pero en el último momento, acaso al encontrarse con una mirada heladora, se contuvo.
La madre salió a la calle y, sin decir palabra, los tres hombres armados le siguieron al trote. Así bajaron la calle de la iglesia y así, sin detenerse, Sabina atravesó la plaza y entró en el cuartel preguntando por el jefe de aquello. El cuartel estaba lleno de requetés que fumaban y charlaban en el pasillo empedrado. En el interior se escuchaba el repiqueteo de una máquina de escribir. Sabina se fue abriendo paso a empujones, pues aunque los requetés la miraban con fastidio, ninguno de ellos se atrevió a cerrarle el paso. Pepe “Jabicha” la seguía a distancia, alterado por la carrera. Dónde está el jefe de todo esto, preguntaba Sabina a voces, asomándose en todas las puertas. Sólo el guardia Galán, que la vio venir, se interpuso antes de que metiera la cabeza en el último despacho donde Sabina pudo reconocer al maestro Tristancho, a Cachero, a los dos Manalbos, al Rayo...
Vengo a denunciar —dijo ella.
¿A denunciar?
A denunciar a ese maricón y comunista —dijo Sabina, volviéndose hacia el menudo Jabicha.
Al guardia se le demudó la cara.
A esta mujer me la interrogáis ahora mismito —replicó Jabicha.
Tú sabes que es verdad lo que digo —protestó la mujer, dirigiéndose a Galán—, que no me invento ni lo de maricón ni lo de comunista.
Los requetés que estaban en la puerta se agolparon en torno a aquellas dos figuras, hasta que Jabicha, pataleando y gritando, ordenó por todos sus muertos que prendieran a la mujer y la metieran en un calabozo, que él tenía que bajarse a ver a la molinerita, otra que tal baila.
Ante las últimas palabras de Jabicha, Sabina sintió que se le trambucaba el corazón, que no le quedaban fuerzas, mientras tres muchachos uniformados la empujaban, ya sin resistencia, hacia una habitación vacía.
A ésa —escuchó— que le vayan preparando aceite, a ver si se le aligera la garganta para cuando yo vuelva.
Él había seguido a su madre hasta la puerta del cuartel y pudo ver cómo la agarraban de los brazos y la arrastraban hacia una de las habitaciones del fondo.
Candelaria encendió una vela e insistió en que dispusiera del refugio hasta que pudiera procurarle una manera segura de viajar hasta Barcelona o a donde quisiera, que ella se encargaría de todo. A Juan José se le saltó una lágrima al ver la mesa plegable, las hamacas, el taburete de enea, los libros. Una mano le apretó entonces el hombro y en esa mano sintió todo el consuelo que podía esperar en un día como el que acababa de pasar.
De momento, échate a dormir. Mañana, descansado, ya lo veremos todo más claro.










15

La espera supuso para el cabo Regino un calvario. Los vecinos iban y venían de la plaza y todos lo miraban entre curiosos y severos. La viuda lloraba abrazada a su hijo, sentada en el umbral de Justo. El cadáver, tapado, yacía en mitad del empedrado, como el centro de un gran abismo, cuya profundidad el cabo no acababa de comprender. Él esperaba. Esperaba a que el juez le dictara qué hacer con el cadáver, pero esperaba también a que sus superiores le dictaran qué debía hacer con su vida. De momento, estarían riéndose de su falta de diligencia o, peor aún, comentando su tibieza con relación a la causa.
Regino Chaparro Alea había nacido en Escacena del Campo hacía casi exactamente treinta y seis años. Su hermano Felipe, dos años menor que él y también del cuerpo, estuvo destinado en Higuera de la Sierra desde 1931 hasta el comienzo de la contienda, siendo uno de los dos supervivientes en el asalto armado del cuartel en agosto del 36 y gracias a ello condecorado varias veces y ascendido primero a sargento y luego a Brigada, en Sevilla. Regino, que por entonces cultivaba unas viñas familiares en el término de Rociana, fue llamado a filas en enero del 37, pero su participación activa en el frente fue vista y no vista. No llevaba ni una semana como fusilero en el frente del Ebro, cuando resultó herido por fuego amigo, al tratar de coronar un montículo junto a otros compañeros. Durante tres meses y medio se debatió entre la vida y la muerte, no tanto por la gravedad de las heridas, cuanto por las pésimas condiciones higiénicas del hospital donde fue llevado. Debido a que las circunstancias de su herida no quedaron suficientemente claras, se lo destinó a una compañía en primera línea de fuego, pero gracias a la intercesión de su hermano, no bien había arribado a su nuevo destino, lo reexpidieron a la Capitanía sevillana, donde pudo acabar la guerra en paz, trabajando como jardinero para un comandante.
El destino sevillano no podía ser ni más descansado ni más inocuo para un hombre pacífico como él, pero a Regino, hombre de campo al fin, que había visto morir en el hospital a decenas de soldados por carecer incluso de lo más necesario, le soliviantaba la sola comparación del frente con la retaguardia sevillana, atestada de hijos de papá, muchachos alegres e indolentes, que se pasaban el día montando a caballo o conduciendo camiones y coches requisados, y con quienes no se ahorraba ningún tipo de gastos. Hasta los caballos de la capitanía hispalense gozaban de más medios y privilegios que los hombres que él había conocido en sus meses de frente. Estos pensamientos, que no se atrevía ni a confesar a su hermano, le granjearon una cierta fama de taciturno entre aquella fauna de niños arrogantes e irresponsables, y con ese entripado se licenció.
Su destino hubiera sido continuar con la viña, pero su hermano, el héroe del cuartel de Higuera, logró convencerlo para que pidiera el ingreso en la guardia civil, en calidad de herido de guerra, pues en no más de tres o cuatro años, ya hecho cabo, se ajustarían las cosas para volver al pueblo, donde podría compaginar su trabajo en el cuartel con la viña familiar. Pero Regino carecía de vocación, y si hasta esa mañana en la que apareció el cadáver del carpintero, había resuelto su trabajo de la mejor manera posible, tratando de no excederse en sus competencias ni aparentar una apatía demasiado evidente ante sus compañeros y superiores, lo había hecho con la esperanza de volver algún día a su casa y a su viña. Esta actitud que acaso no gustase en exceso a sus superiores, le granjeaba una cierta simpatía entre la gente del pueblo, con quienes hablaba gustosamente del campo y de las bestias.
Pero el asunto del carpintero venía a poner en entredicho no sólo su vigor y su compromiso con el cuerpo, sino su propia relación con los lugareños. Por un lado, se sentía engañado por los mismos que él consideraba sus amigos, quienes no le habían dado ni una sola pista acerca de aquellos hombres que, muy seguramente, vivían entre ellos, escondidos tal vez en los doblados de sus casas o en algún escondrijo a poca distancia de la población; por otro, el cadáver le venía a refrendar que no había amistad posible entre un cabo de la guardia civil y aquellos hombres a quienes él había tratado como a sus iguales. Durante años había vivido en el profundo error de considerar que él, Regino Chaparro Alea, sólo se debía a sí mismo y no al uniforme que lo vestía y que le daba de comer. No, el uniforme lo hacía distinto, formando parte de algo que ni siquiera él comprendía del todo.
En el fondo, no podía reprocharles que no se fiaran de él, que no le confiaran ninguna de las cosas que ocurrían a su alrededor. Podía hablar con ellos de la siembra, del cambio de las bestias, de las faenas agrícolas, de las enfermedades de sus hijos, pero no podía esperar que le contasen que un grupo de huidos se refugiaba en una cueva o que Dolores la del Cárabo, impedida de las dos piernas, se ganase la vida con el contrabando, o que Vicenta Vázquez, todos los 14 de abril pintara cruces blancas frente a las tapias de la plaza de toros, en recuerdo de los fusilados. De haberlas habido, ¿qué hubiera tenido que hacer él con semejantes informaciones? Sin dudarlo, tendría que haber capturado a los fugitivos, a requisar a Dolores la del Cárabo, a mandar a prisión a Vicenta, a quien le habían matado al padre y a uno de sus hermanos. No, cada cual estaba donde tenía que estar y no había vuelta de hoja. Perder la posición venía a significar no tener posición, estar perdido. Él era en este preciso momento el comandante de puesto del cuartel de Fuenteheridos y eso no lo podía cambiar nadie, ni siquiera él.
Por eso, ahora, mientas aguardaba la llegada del juez, Regino recordaba los días en el frente, cuando en los intervalos de la fiebre y la angustia, tumbado en un camastro, arropado por una manta infestada de chinches, veía como alguien a su vera expiraba sin saber por qué, en un lugar a mil quilómetros de su casa, luchando contra un enemigo oscuro y desesperado como él, mientras los campos se llenaban de yerbajos y se perdían los árboles y todo olía a podredumbre, a cuerpos medio enterrados entre los yerbulazos. Abono para el trigo, sangre para nada.
En estos pensamientos andaba el cabo Regino, cuando el coche que traía al juez asomó sus morros por la plaza. De él descendieron tres personas: el juez, Don Alfredo D́Acosta, el sargento primera Cuaresma y el auxiliar del juez. La viuda, que había estado sollozando en el hombro de su hijo, se levantó en cuanto vio el coche, como movida por un resorte, pero el guardia Servando, atento, logró contenerla.
¿De dónde ha salido este hombre? —preguntó el sargento, no bien echó pie en tierra y vio el bulto.
A sus órdenes, mi sargento —dijo el cabo Regino—. Ha aparecido esta mañana, aquí mismito.
¿Cómo que ha aparecido? ¿Alguien lo habrá traído hasta aquí, o es que ha venido volando?
Volando no.
¿Entonces?
Lo vamos a intentar saber enseguida, mi sargento, pero lo primero era llamar al señor juez.
El señor juez se había adelantado a los demás y ya se agachaba sobre el cadáver. Sabina lo miraba con los ojos incendiados.
Está muerto —afirmó el juez, dirigiendose a su auxiliar—. Vaya escribiendo. A las once y diez horas del día quince de septiembre de mil novecientos cuarenta y dos...
¿Es su mujer? —preguntó el sargento en voz baja, para no interrumpir el dictado.
Sí, mi sargento.
¿Y qué está haciendo aquí?
Lleva aquí desde las ocho, mi sargento.
Déjese de mi sargento y hostias, cabo. Lleven a esa mujer y a ese crío a su casa y que no se muevan de allí.
La mujer dio un paso hacia los dos uniformados, pero dos guardias le impidieron seguir hacia adelante.
Yo no me voy sin mi marido —dijo resuelta—. Si quieren péguenme un tiro, pero mi marido se viene conmigo.
¿Comunistas? —preguntó el sargento.
Su marido era un pistolero —se limitó a contestar el cabo.
Comunistas —ratificó el sargento—. Estamos infestados. Das una patada y salen cincuenta comunistas. Son peores que las ratas. La guerra tenía que haber durado un par de añitos más.
El juez seguía dictando a su auxiliar los pormenores del fallecimiento, mientras los vecinos se agolpaban en las embocaduras de la plazoleta.
Mire, señora —dijo el sargento dirigiéndose a Sabina—. En cuanto acabe el juez, se lleva a su marido y le abre una hoya lejos del pueblo, ¿entendido?
La mujer lo miró con ira, sujeta por los dos guardias que la escoltaban.
¿Entendido? —recalcó el sargento.









16

Javier Murube había mandado a uno de sus mozos para que acompañase a Pepe “Jabicha” a la embocadura de la cuesta de Maiguerra. Pepe, que estaba esperando a los primeros detenidos, había intentado resistirse al principio, aduciendo que él no recibía órdenes de nadie y menos a través de lacayos, pero el asunto le interesó, tenía su miga. Si lo llevaba bien, hasta podría obtener algún beneficio.
Se trataba de visitar a la molinera, viuda de un famoso libertario y regicida con el que él había tenido sus más y sus menos. De hecho, su juvenil filiación al anarquismo había estado marcada por la relación que había establecido con aquel individuo con el que coincidía en un bar de la Alfalfa, en Sevilla, donde también conoció a Candelaria, entonces recién salida de la cárcel. Ambos, dinamitero y molinera, vivían en promiscuidad, pero entonces a él estas cosas del amor libre le parecían encomiables. Hasta que más tarde, en 1932, Pedro Liara y él se enzarzaron en una discusión acerca de los métodos revolucionarios. Jabicha sostenía que para acabar con la explotación había que tomar el poder, mientras el maestro insistía en su idea de que acabando con el cáncer del poder, la explotación, como una más de sus metástasis, estaría de más. La discusión fue bronca y acabó de mala manera. A partir de ahí, la relación entre ambos fue siendo cada vez más distante y más enconada. La muerte de Liara, hacía dos años y en su propio pueblo, le había llenado de satisfacción entonces, pero ahora echaba de menos al enemigo: su captura hubiera sido un caramelo para él. Aun así, si conseguía mover el asunto de Candelaria, tendría mucho terreno ganado con respecto a esos señoritingos de mierda que ahora le disputaban el honor, la victoria y, paradojas del destino, el poder. En fin, la captura de Candelaria podía suponerle un espaldarazo, de modo que la contestación que le dio al mozo de Javier Murube fue que en cuanto solucionara un asuntillo, estaría allí.
El asunto era la incomparecencia de Vito, el carpintero. Pico más o menos dentro de una hora acabaré con todo esto, dijo con displicencia, sabiendo que hacer esperar y aun desesperar a Javier Murube y al Coyote era una victoria. Pero la tarde se había puesto turbia. Muy turbia. Sabina le había revuelto las tripas. Primero con la actitud desafiante, luego con la maldita carrera hacia la plaza, y, más tarde, con los insultos y las voces. Llamarle maricón y comunista en el cuartel, en su puesto de mando, delante de los subordinados, lo había sacado de sus casillas. De ser hombre, ni se lo hubiera pensado. Le habría destrozado la cabeza delante del hijo y delante de Cristo si fuese preciso. Pero era mujer y a las mujeres se les podía hacer de todo menos matarlas. No estaba bien mirado matar a las mujeres. Denotaba flaqueza de ánimo, nerviosismo, y él, el comandante de puesto, no podía transmitir esa impresión a sus inferiores. Utilizar una bala con ella, hubiera sido desperdiciar la bala, pensó. Claro que él le había puesto las cosas en su sitio: la prueba es que se había callado de golpe, como una tumba. Energía. Decisión. Decir las cosas cuando y como había que decirlas. Eso había sido una victoria. Los muchachos debían saber siempre quién era el que partía el bacalao.
Pero ahora tenía que bajar a lidiar con aquellos dos señoritingos de mala madre, con aquellos dos energúmenos de la España más rancia, que habían estado un mes entero temblando como gallinas en el gallinero marxista, callados como putas, hasta que él llegó para libertarlos. Había, pues, que dejarles claro que el que llevaba la batuta era él, José López, el salvador del pueblo, el hombre de confianza del comandante Redondo, la máxima autoridad competente.
Murube, que sostenía las riendas de su caballo mientras éste comía hierba, y El Coyote lo esperaban sentados en la pared del Huerto Molino, frente a la cancela verde de Asqueta. Pepe “Jabicha” había decidido hacerse acompañar por el muchacho que tan bien había llevado el asunto de las detenciones aquella misma tarde. Daba por entendido que su elección como hombre de confianza suponía ya un premio para el zagal. Por el camino se había ido interesando por su nombre, por la edad, por el pueblo de procedencia, esas cosas. El apuesto Vicente Acosta, de Los Romeros, tenía sólo diecisiete años, pero podría pasar por veinte o veintiuno, a no ser por la estrechura de hombros y por esa voz que aún no había cuajado del todo. En todo caso, el muchacho parecía despierto, enérgico, quizás, con un poco de suerte, maleable.
Cojones, Jabicha, casi nos cocemos los huevos esperándote —dijo El Coyote a manera de saludo.
Obligaciones del mando —replicó Jabicha con esa voz aflautada a la que el requeté no se acostumbraba.
Javier Murube se levantó, sacudiéndose los pantalones, explotando su planta digna de un alabardero.
El molino —dijo lacónico—. Hay que ver qué pasa en el molino.
Cuando todos se dirigían a la estrechura (más estrecha si cabe por las yedras) que nacía justo donde acababa la pared de la serrería, Javier Murube preguntó a Jabicha que para qué traía al soldado.
Es mi hombre de confianza —respondió Jabicha, recalcando mucho las palabras, para que las escuchara el muchacho.
Ni confianza ni hostias —replicó Murube—. Al molino bajamos los tres solos.
Jabicha arguyó que él no bajaba sin su auxiliar, pero ante las risitas del Coyote, no tuvo más remedio que ceder. No haberlo hecho, hubiera sido un empecinamiento no sólo absurdo, sino acaso delator, de modo que volviéndose al muchacho, le dijo:
Vicente, quédate aquí, por si acaso.
Ya que te quedas —aprovechó Javier Murube, con la naturalidad de quien está acostumbrado a mandar—, hazte cargo de Danuncio.
Bajaron la cuesta uno detrás de otro, en silencio. Al llegar al molino, El Coyote, que abría el cortejo, aporreó la puerta. Candelaria tardó en recibirles. Su mirada era fría, sin una pizca de intimidación.
¿Qué trae a sus mercedes por estos pagos? —dijo con calculada reticencia.
Menos guasa. Queremos saber qué guardas en el molino —contestó en el mismo tono Javier Murube.
Tú sabes que guardo harina.
¿Harina?
Harina, sí. No tenías que haberte molestado.
Es por seguridad.
Tienes unos ayudantes muy dispuestos. Diles que olisqueen por ahí, por si encuentran algo.
Jabicha estuvo a punto de contestar que él no era ayudante de nadie, ni era su oficio olisquear, pero se contuvo. Aquella mujer, ahora se daba cuenta, lo intimidaba.
Si Pepe —siguió la molinera— es tan bueno buscando como lo era escondiéndose, enseguida dará con el aeroplano que tengo ahí, entre las sacas de harina.
Pepe se volvió hacia Candelaria con la intención de cruzarle la cara, pero Javier se lo impidió, sujetándole la mano. A Pepe, rojo de ira, no tanto por las palabras de Candelaria, cuanto por el atrevimiento de Murube, le iban a saltar las venas del cuello en cualquier momento y miraba a la molinera con desprecio.
Gentuzas como tú han provocado todo esto —dijo sin poder contenerse, apuntándole con el dedo.
Hasta anteayer, que yo sepa, seguías siendo gentuza comunista —replicó Candelaria.
Javier, condescendiente, trató de quitarle importancia al asunto del tiempo.
Hasta anteayer, todos éramos, no sé cómo decirlo. Hasta anteayer ninguno éramos nada. Nada —repitió abriendo las manos.
Mientras, El Coyote husmeaba entre los sacos de harina, en los armarios, bajo las mesas, sin mucha fe, quizás sólo por fastidiar metiendo la navaja aquí, derramando trigo allá... Nadie, pensaba, habría de ser tan estúpido como para encerrarse en la boca del lobo. De pronto, acurrucado en un rincón, vio un gato. Era un gato amarillo, muy joven. Se agachó con sigilo, lo tomó por el pellejo del pescuezo y sin decir palabra, acercándose a Candelaria, le clavó la navaja en el estómago. El animal maulló, intentó mover los pies y las manos antes de que un chorro de sangre caliente le saliera del vientre, como si hubiera estado a presión. Candelaria cerró los ojos durante un par de segundos. Cuando volvió a abrirlos, El Coyote, con sólo dos dedos, le estaba sacando las tripas y con un súbito asco, lo lanzó contra una pared y fue a limpiarse las manos en la mesa, en un saco de harina.
Está tan caliente por dentro como mi mujer. Os lo juro —dijo metiéndose los dedos en la boca—. Ummm. Mismamente, Javier.
Candelaria tragó saliva, pero no se inmutó. Javier cerró los ojos en señal no tanto de horror como de asco. Pepe, que aún se encontraba alterado, se quedó mirando la pared ensangrentada, el cuerpo sin vida del gato y, dando media vuelta, dijo que se iba a echar un vistazo por los alrededores. El Coyote, irónico, envalentonado, preguntó si tenía más gatos. Candelaria ni lo miró. Murube suspiró y se aproximó al arca.
¿No guardarás aquí a tu querido? —dijo.
Candelaria calló.
El Coyote abrió la tapa y comenzó a tirar sacos y libros.
Deja ya de hacer el imbécil —dijo Murube.
Eh, eh, marqués ¿No te ha gustado lo que he hecho con el gato? Los libros habrá que examinarlos.
Estás loco, Coyote —exclamó la mujer.
Lo que he hecho con el gato, lo podría hacer contigo.
Venga, cierra eso —terció Murube—, y vámonos de aquí.
Candelaria respiró tranquila cuando vio que El Coyote dejaba de tirar los sacos y cerraba la tapa con esa sonrisa grosera y zafia que conocía tan bien. Después lo vio recoger los libros del suelo y tirarlos en una banasta.
Cuando salieron a la luz, Jabicha aún andaba metiendo sus narices por todos lados: bajo el puente, en el socavón, en los bardales...
¿Has encontrado algún gato? —preguntó El Coyote, haciéndose el simpático.
Si no mandan más sus señorías —dijo la molinera.
Esta es la primera visita, Candelaria. Habrá más. Vendremos cada hora, si es preciso.
Por mí, como si os quedáis a vivir en el barranco.
¿Qué es eso? —preguntó Pepe, refiriéndose a la banasta.
Échale un vistazo, es propaganda —lo animó El Coyote—. A lo mejor encuentras guarrerías marxistas.
Pepe “Jabicha” se echó como un chacal sobre la banasta y El Coyote, que había previsto el arranque del compañero, se echó a un lado y comenzó a subir la cuesta lo más aprisa que pudo.
Eh, eh, la caja —gritó Pepe, sabiéndose engañado. La molinera lo miró con sorna. Los otros se alejaban. Él dudó, pero al final se echó la caja encima y comenzó a caminar.
Javier Murube ascendía a paso marcial la pendiente. Se diría que caminaba con solemnidad, contemplando los perales cuajados de peras, los chopos que se perdían en el valle, las montañas azules de Cortelazor. Los dos compañeros lo seguían muy de cerca. El Coyote se había saltado a la huerta vecina para coger un melocotón, pero caminaba a buen paso, y algo más retrasado Pepe “Jabicha”, avanzaba a regañadientes, bufando por el peso de la banasta de libros que le habían endilgado.
Antes de alcanzar el carretín, Javier Murube se detuvo a contemplar el suave montículo donde años atrás se alzara Chelsea. No quedaban más que jaramagos y ruinas. El rostro se le endureció de pronto y sintió un escalofrío de contrariedad. El Coyote, pasó a su lado mordiendo el melocotón y, al llegar al llano de la carretera se encontró con el requeté que sostenía las riendas de Danuncio, mientras le rascaba el hocico y le decía tranquilo, tranquilo, que ahí llega el amo.
¿Te gustan los caballos, zagal? —preguntó El Coyote, acercándose.
Sí señor.
¿Y has montado alguna vez?
¿En caballo? No señor.
¿Y jacas, has montado alguna jaca?
No señor, sólo he montado en mulos.
El Coyote, a quien el melocotón le chorreaba por la mano, se alejó con una carcajada grosera, estruendosa, mientras el zagalón, acharado, lo miraba sin entender que qué había dicho de gracioso.
Pepe “Jabicha” llegó desfondado a la carretera y dejó la caja de libros sobre una especie de sifón de agua que estaba pegado a la pared de la serrería. Se sacó el pañuelo de la guerrera y se limpió el abundante sudor que le brotaba de la cara y del cuello.
Cojones, Pepe, ni que vinieras de Tetuán —bromeó Javier Murube.
Pepe “Jabicha” no respondió, sino que, en un impulso desesperado, se llevó la mano a la cartuchera, pero en cuanto notó el contacto duro de la pistola, se detuvo, como si quemara. Javier Murube, que se percató de la intención y el gesto del mequetrefe, siguió caminando hacia el caballo como si nada, dándole la espalda. El Coyote seguía a lo suyo, riendo carretera arriba. Javier Murube hizo caracolear al caballo, el muchacho se echó al hombro la banasta, Jabicha siguió rumiando y, así, cada cual enredado en sus cavilaciones, llegaron a la plaza, donde una mujer los esperaba desde hacía más de una hora con el ceño imperturbable.











17

Al coronar al alto de Vallemenores la operación se complica. No hay que alarmarse. Estaba en los planes. Tenía que ser así. Hay, por tanto, que extremar la seguridad. No hacen más que pararse a tomar aliento, cuando un perro se pone a ladrar. Al momento son todos los perros del pueblo los que se suman al concierto, frenéticos, como si se les acabara de aparecer la luna tocada con un bombín de fuego. Antonio, que ya ha bajado hasta la cerquilla del Grillo, ha dado el alto. Tiene que ver. No cree que sea nada grave. Los perros son así. Están locos. Se ponen a ladrar y no paran. Sucede muchas veces.
Los otros tres fugitivos esperan escondidos tras un castaño. Están cansados de la cuesta, pero todo ha sido mucho más limpio y rápido de cuanto pudieran esperar. En caso de apuro, podrían incluso dejar el cadáver en medio de la calleja. Ya han cumplido. Si continúan es por otra cosa. Miguel parece taciturno, no habla. Bartolomé se tiende boca arriba y aspira el aire tibio de la noche. Matías pasa por ser el más pragmático de la cuadrilla y es el que mejor conoce el pueblo. No le gustan las novelerías, el riesgo innecesario. El alto de Vallemenores puede considerarse la entrada al pueblo. Llegar con un cadáver hasta la plaza Alta no es sólo un riesgo, sino también una fanfarronada. ¿Qué conseguirán con eso? Que redoblen la búsqueda. Que interroguen a medio pueblo. Que al final cante alguno. Que los cacen como a conejos. Si lo dejan allí, todo cambia. Los civiles pasarán la mano. Dirían que lo encontraron en un camino. Pero entrar en el pueblo es una fanfarronada. Él lo ha advertido. Conoce bien a la guardia civil. Durante un tiempo, trabajó en el estraperlo. Conoce bien el campo. De otra manera que Antonio. Y sabe la leche que se gastan los civiles. Cómo piensan, cómo ventean, cómo se echan tierra al lomo. No, no hay que tocarles mucho los huevos. Ahora, por ejemplo. Pero no insiste. Cuando se decide una cosa, no queda más que aceptar. De otra manera, no hubieran sobrevivido. La suerte de todos está echada, con la sola decisión de plantar al Perdigones en la plaza de su pueblo. Por él, lo dejarían aquí mismo, pero los otros esperan su señal para continuar. Piensan en sus cosas. El uno mira las estrellas. El otro... Total, el pueblo no está a más de doscientos metros.
Matías lo conoce bien. Durante años hizo de ditero y vino diariamente, a lomos de su burra Catarina, a comprar el pan de Navahermosa a la panadería de Dolores la del Tempranillo. Sabía, pues, que esa parte del pueblo era tranquila. Muchos perros, sí, pero tranquila. Sentado junto al trueco del castaño, Matías trató de recordar. Frente a Los Tempranillos vivían justamente los Manalbos, que fueron los primeros en caer, en cuanto llegaron los nacionales. Él los conocía bien. Gente pobre y humilde, como él, como todos los del barrio. Trabajadores a jornal. Gente que salía a la calle a lavarse la cabeza, a fumar o a despanochar mazorcas cuando era el tiempo. Daniel, José, Eugenio, María, eso es, la madre de todos ellos, una mujer indómita, tanto, que daba cosa verla avanzar por la calle, tan erguida, tan alta, balanceando los hombros y las caderas, con aquellos lebrillos de ropa asentados sobre la toalla que se ponía a modo de turbante sobre la cabeza. Después había venido lo que había venido, y aquel mundo de suciedad y pobreza, aquellas calles jalonadas de orégano, con perros, chivos, gallinas, guarros, gatos y palomas buscando entre las juntas del empedrado un grano de trigo, una brizna de hierba, una miga de pan, se habían apagado, como cuando un ventarrón apaga el cabo de la vela. Así. Todo eso había desaparecido de su vida de hoy para mañana, sin darse cuenta, por el hecho de votar a las izquierdas. La vida, la muerte, todo se acabó el mismo día. Como le ocurrió a Perdigones, que salió de casa y desde entonces todo fue esquivar las tarascadas de la muerte. En Badajoz, en Sevilla, en la Contienda portuguesa. En todos sitios. Y todo para qué. Todo para volver en unas parihuelas, escondido, después de sufrir como un perro. Por eso se sentía cansado. ¿Qué sentido tenía continuar como comadrejas, haciendo vida de tejones, en una continua alarma, midiendo cada movimiento, estudiando cada señal, desconfiando hasta de las piedras?
Matías era padre de dos hijos de diez y dieciséis años. De los supervivientes, era el único casado. Por los contactos que tenía con los suyos, sabía que lo estaban pasando mal. Su hermana Parmelia les ayudaba, se desvivía por ellos, pero también ella pasaba calamidades. A su mujer le había salido un culebrón en la garganta. Don Dimas Parejo, el médico de Valdelarco se lo ha tratado, pero las medicinas las tendría que traer de Barcelona y son caras, así que el culebrón campa a su antojo por el cuerpo de Eugenia, su mujer. Ahora su hijo Matías guarda guarros en una finca de Cortegana. Al menos no pasará apuros hasta que él pueda volver. ¿Pero cuándo, cuándo será eso?
¿Sirve de algo andarse con melancolías? Un hombre al que lleva rondando la muerte seis años, sabe que sólo existe el presente, y el presente es que aquí estamos, sobre el alto de Vallemenores, mirando las luces del pueblo, demostrando a todos que seguimos vivos, que mientras ellos duermen, nosotros seguimos aquí, haciendo ladrar a los perros y rebuznar a los burros. Cojones, que no nos han matado.
Así era. Allí estaban, junto a la parihuela donde reposaba el carpintero. Las luces ralas de la era de la Carrera endulzaban la noche y el alboroto de los perros ponía un acento de color a aquella negrura de vida. De pronto, de la hondonada, les llegó el ulular del cárabo. Prestaron atención. Unos segundos después se volvió a repetir. Todo estaba en calma. Matías se agarró a la parihuela con decisión. Bartolomé hizo lo mismo. Se pusieron en camino. Rápido. Muy rápido. Tanto que a Antonio le faltaba el resuello. El pueblo apareció ante ellos apenas bajaron y subieron el doble tobogán de Vallemenores. Allí Matías pidió un receso. Un minuto. Medio. Menos tal vez. Le faltaba el aliento. Antonio los observaba desde la bocacalle del Gavilán; Miguel, unos metros atrás, les cubría las espaldas. Ladraron los perros de los corrales. Se escuchó un gallo. Antonio corrió a auxiliar al compañero y, tras tenderle su escopeta, tomó su relevo. Falta nada, dijo en voz casi inaudible. Antonio afirmó con la cabeza. Nada son cien pasos. Sólo cien pasos. Bartolomé hizo la señal y con las parihuelas se pusieron a correr hasta que llegaron a la esquina del Gavilán. Antonio iba tras ellos y Miguel se puso a su altura. Doblaron hacia la plaza. Un último esfuerzo. Nada, esas casas que se ven ahí.
Hacía una noche limpia. Las estrellas esplendían, la cal reverberaba. El pueblo olía a peros y a membrillos. Vito, el carpintero, yacía en mitad de la plaza. Miguel se hizo la señal de la cruz. Matías, cansado por el esfuerzo, corrigió un pliegue de la manta que lo envolvía, Bartolomé cerró el puño y en un movimiento enérgico lo mostró al cielo. Antonio, circunspecto, se llevó la palma de la mano hacia el pecho y cerró los ojos un segundo, dos. De pronto Matías se abrazó a su hermano y Miguel y Antonio se sumaron al abrazo. Se pusieron a andar, dos por un sitio y dos por el otro, como habían acordado. Ladraban los perros, cantaban los gallos. Cada cual cumplía en lo suyo.










18

En efecto, apenas María la Manalba los vio aparecer por la carretera, se lanzó a por ellos. Javier Murube detuvo el caballo, El Coyote aflojó el paso, el requeté Vicente, cargado con la banasta de libros, siguió su paso con indiferencia, y sólo Pepe “Jabicha” tragó saliva y sintió que las rodillas no le respondían.
A ver. ¿Quién es el guapo que manda aquí? —preguntó María.
Javier Murube y El Coyote se encogieron de hombros, señalando al comandante de puesto. Pepe “Jabicha” trató de zafarse, pero María se plantó delante, impidiéndole el paso y cortándole el aliento.
¿Qué es eso de llamar a mi José, a mi Daniel, a mi...?
Son sólo... unas formalidades —se excusó Pepe “Jabicha” con esa voz que se le aflautaba más cuando se veía en algún aprieto.
Ni formalidades ni hostias. Aquí me quedo hasta verlos salir, so pedazo de maricón, ¿te enteras?
María... —trató de advertirle.
Me voy a quedar en la puerta, y si no salen de ahí, voy a entrar y te voy a arrancar los huevos.
Pepe entró en el cuartel a toda velocidad, con los ojos tensos, apurados, seguido muy de cerca por María La Manalba, que continuaba increpándolo, llamándolo de todo. Los zagalones, apostados a la entrada y en el pasillo, se aguantaban la risa.
¿Tú de qué coño te ríes? —interpeló Jabicha al que tenía más a mano, que se cuadró de golpe, como si le hubieran metido un palo por el culo.
Pepe continuó andando hasta su pequeño despacho. El guardia Galán se le acercó apenas lo vio en la silla.
¿Qué hacemos con la Sabina, mi comandante?
Escuchar la palabra comandante le alivió de todas las afrentas que había recibido desde su llegada. Mi comandante sonaba bien, y más, pronunciado por un guardia, no por uno de estos zagalones a los que debía tener todo el rato haciendo cosas para que no se desmandaran y el cuartel terminara por parecerse a un parvulario.
Mire, por de pronto, haga llamar a Guillermo, el peluquero y que la pele al ras. Luego, ya veremos.
¿Y con la otra?
¿Con qué otra? ¿Con la que está en la puerta? —preguntó con desprecio.
El guardia movió la cabeza afirmativamente.
Por de pronto, que la metan con la otra. A ver si acompañadas...
El guardia Galán salió del pequeño despacho y al momento un revuelo de voces llenó el cuartel. Arrastrada por cuatro o cinco requetés vio pasar a María, que se resistía a manotazos, a bocados, a lo que fuera, como una loba. Él se tapó los oídos, los ojos, expulsó el aire como si le quemara y se llevó la mano al cinto dispuesto a volarle la cabeza si, como temía, conseguía zafarse de los soldados y presentarse ante su vista.
Nada era como había imaginado cuando decidió sumarse a la columna del comandante Redondo. Durante días no había hecho más que imaginar todas las cosas que haría nada más desembarcar con sus tropas. Lo había pedido expresamente. Fuenteheridos es mío, dijo en un arranque de inmodestia, cuando unos días antes, en Aracena, se organizó el itinerario y se distribuyeron las responsabilidades. ¿Por qué Fuenteheridos?, preguntó Sánchez Dalp, que no conocía de nada al alfeñique. Porque él es de allí y conoce el paño, salió en su defensa el teniente Arjona, con el que noches atrás, en el cerco de Higuera, había compartido confidencias. Pero nada era como había imaginado. La culpa no era tanto de esas mujeres que defendían lo suyo, cuanto de los dos elementos que querían compartir con él, si no quitarle, el mando. Eso, sin contar a Candelaria, para la que se reservaba una mañanita de órdago. Miró el reloj de pared. Las ocho y veinte. Ya pronto anochecería. Quería tumbarse, descansar, que le trajeran un filete, un par de huevos fritos, un vaso de leche. Y dormir, dormir durante dos o tres días seguidos...
Galán, ¿usted sabe de libros?
Algo sé.
Pues me va a ver usted si esos libros —dijo señalando a los que tenía apilados en la caja— son lo que parecen.
No sé si yo...
El revuelo cesó. El requeté Vicente había venido a informar de que las dos mujeres estaban juntas y de que los hombres esperaban en la escuela de párvulos, como él había sugerido. Pepe quiso hacer un gesto de aprobación, pero lo que le salió fueron unas palabras de gratitud.
Al menos, entre todo este maremágnum, todavía hay gente que cumple.
El soldado sonrió.
Pero siéntate, sientáte —dijo Pepe, señalándole la silla, relajándose —, ¿cómo decías que te llamabas?
Vicente.
Vicente, ah, claro, Vicente —repitió Pepe, que recordaba perfectamente el nombre del subordinado, pero al que quería tantear, fingiendo una cierta indiferencia—. De Los Romeros, ¿no es así?
El soldado afirmó con la cabeza.
Yo soy de aquí. Me fui cuando tendría pico más o menos tu edad. He trabajado en Sevilla. En una confitería, hasta que hace cuatro años entré de secretario personal de un gobernador, al que no llegué a ver más de diez o doce veces. ¿Te lo puedes creer? Yo le llevaba las cosas. Los papeles, los enredos, todo. Pero él andaba de putas, de cacería, de llevar y traer a la señora. Eso me desengañó. Me volví un sin fe. ¿Comprendes lo que trato de decirte?
Al levantar la mirada hacia la puerta, vio a un requeté que no se atrevía a interrumpir las palabras de su comandante.
Los políticos no eran más que unos degenerados, unas sanguijuelas que nos conducían al abismo. Por eso y no por otra cosa me sumé a la Falange. Porque ellos iban a cambiar las cosas, el país, la mentalidad de la gente, la fe en la patria, en el destino, en la propiedad, en el nuevo hombre. Pero antes, antes había que limpiar. No se puede comenzar nada sin limpiar. ¿Comprendes? Limpiar es a veces tan necesario como construir y levantar. Rozar, sachar, limpiar la mala yerba. Ése es, nada más y nada menos, el trabajo que nos queda por delante.
Ha llegado el peluquero, señor.
Pepe se levantó con la prontitud que lo hubiera hecho de haberle sido anunciada una conferencia con Queipo, pero tras la primera reacción se sintió aturdido.
Dile que pase —ordenó.
La cabeza griega de Guillermo se asomó con desgana a la puerta antes de entrar. Se diría que no le agradaba demasiado volver a verse con aquel hombrecillo.
¿Qué se te ofrece, Pepe? —preguntó con frialdad, dejando entrever en la voz un difuso amaneramiento.
¿Sigues siendo peluquero? —preguntó Pepe, al que los ojos, cansados de una larga jornada, se le habían avivado de pronto.
Tú has dejado los pasteles, por lo que veo —respondió Guillermo con causticidad.
Ante estas palabras, Vicente se giró y se encontró a un hombre alto, delgado, con una cierta insolencia en su postura y un grueso anillo de oro en el dedo.
No son tiempos de pasteles —dijo con frialdad Pepe “Jabicha”, devolviéndole la insolencia.
¿Me vas a detener?
¿Detenerte? ¿Por qué? ¿Es que te has pasado a los comunistas? De momento, lo que quiero es que me peles al cero a Sabina y a María, que están ahí dentro.
Tú sabes, Pepe, que yo no pelo a mujeres. Y mucho menos al cero. Y en el cuartel, vamos, ni hablar.
Pepe perdió la paciencia y dio un golpe en la mesa.
Tú pelas a quien yo te diga y donde yo te diga, maricón.
Guillermo, tragó saliva, encogió el cuerpo, abrió mucho los ojos, cruzó los brazos como para defenderse.
Vicente —dijo el hombrecillo dirigiéndose al soldado—, asegúrate de que éste me pela a esas dos energúmenas. Coges a cinco hombres y si hay que amarrarlas se amarran. Y con éste maricón —dijo arrastrando las sílabas—, lo mismo, ¿estamos?
Vicente se levantó de la silla y se acercó a Guillermo.
¿Me sigue, por favor?
Guillermo lo siguió en silencio, sin oponer la menor resistencia.
Pepe se quedó un rato pensativo, tratando de aplacar nuevamente su ira. Si seguía así, iba a acabar por reventar como un ciquitraque. Pero había estado bien mostrarle quién era quién a esa niñata de mierda que venía a su despacho sacando pecho, haciéndose el valiente. ¿Valiente? Valiente le iba a dar él. Que no se pusiera muy tonto. Que no le tocara mucho los cojones, porque no respondía, Guillermo, no respondía. Una cosa es que utilizara la antigua confianza que había habido entre los dos y otra... Dio dos golpes con la palma de la mano en el filo de la mesa. Abrió el cuaderno de tapas azules. Buscó un nombre. Lo volvió a cerrar. Se frotó los ojos. Pidió al cielo que se acabara el día.
Vicente volvió a aparecer por la puerta, pero antes de decir nada, Pepe “Jabicha”, que estaba cansado y prefería no saber nada, le interpeló:
¿Dónde están los detenidos?
En las escuelas, señor.
Bien. Muy bien, Vicente. Hay que ir a procurar el camión de Camilo para esta noche.
¿Para esta noche?
Sí. Habrá que llevarlos a Aracena para que el juez disponga.
Sí, mi comandante.
¿Qué es eso de mi comandante? Un auxiliar tiene que tener confianza con su jefe. Ah, y si vienen esos dos, el del caballo y el otro, les dices que a las doce vamos a sacar a los subversivos. Ahora voy a ver si me dan de jamar y me echo una siestecita.
A sus órdenes, mi...
Pepe “Jabicha” sonrió.
Otra cosa. Al peluquero ese, le enseñáis la escuela y lo dejáis enjaulado hasta nueva orden. ¿Estamos? Que sufra. Que se acostumbre a sufrir.












19

Candelaria se lavaba el pelo en una palangana cuando escuchó los disparos y envolviendo la gran mata de pelo en una toalla, corrió al ventanuco. Provenían seguramente de la era de la Carrera o de más abajo, de las chopeas, pero cuando se asomó los disparos ya habían cesado. La tarde tenía una luz blanda, como de finales de octubre. Una bobita se posaba, inquieta, sobre la rama de la brevera. El estrevejín del agua, precipitándose por el hueco del cubo, se tragaba todo lo demás. Los frondosos castaños ocultaban la mayor parte de la tierra y las nubes pasaban como si se desplazaran a través de rieles. Candelaria, sin saber por qué, siguió con la mirada fija en los castaños, abstraída, mientras se restregaba el pelo con la toalla. De pronto lo vio. Era una figura que corría entre los árboles, escondiéndose cada poco detrás de los troncos. En una de las fintas, la figura se perdió de vista. Durante unos segundos trató de adivinar dónde volvería a aparecer. Pasó un buen rato, sin que nada sucediese, hasta que de nuevo la descubrió casi en el mismo lugar donde la había visto por última vez. Durante un minuto anduvo apareciendo y desapareciendo de su vista, hasta que la tuvo muy cerca, a no más de cien metros, tratando de buscar un saltaero en la pared de los Murube. No había dejado aún de verla, cuando le pareció atisbar un par de manchas azules, que corrían también castañar abajo, mirando en todos los truecos, parándose a otear con la mano de visera en todas direcciones. Eran un par de requetés, con las camisas azules, las boinas ladeadas y el mosquetón en guardia. Por la dirección que tomaban, pensó que el fugitivo había logrado despistarlos. Pero no habían pasado ni dos minutos cuando escuchó nuevos disparos. Tres, cuatro, cinco disparos.
Para entonces la figura que había seguido en la distancia se hallaba a no más de treinta o cuarenta metros de su ventanuco, al otro lado del arroyo, dubitativo, desesperado.
Eh —gritó ella.
El hombre, confuso, alarmado, miró en todas direcciones, hasta que al fin pareció reconocer el origen de la voz y avanzó los hombros como preguntándole qué camino seguir. Candelaria le indicó el puente. El muchacho, confuso aún, se dirigió hacia allí y miró al fondo del arroyo, donde las aguas corrían desatadas. A su lado se alzaba un álamo y una brevera, cuyas ramas dejaban en sombras el barranco y se fundían con las yedras de la pared, ocultando así el edificio donde la mujer se había asomado. Candelaria, enrollándose la toalla en el pelo, corrió escaleras abajo y abrió la puerta, cuando el muchacho —era un muchacho de no más de veinte años— trataba de bajar al arroyo. La gran mata de pelo negro iba dejando un reguero de gotas en el umbral de ladrillo. El muchacho hizo un gesto de desesperación y miró en la dirección por donde, de un momento a otro, habrían de presentarse sus dos perseguidores. Ella le hizo señal de que entrara. El muchacho, asustado, atravesó el puente y pasó junto a la molinera que desprendía un perfume como de manzanas cocidas. Me persiguen, atinó a decir. Me he escapado de Alájar. Me quieren matar. ¿Cojeaba, o era la impresión que en aquellos breves metros había tenido Candelaria? Al menos no parecía herido. En cuanto estuvo dentro, ella fechó la puerta con el cerrojo, y ambos se dirigieron hacia la habitación del arca. El muchacho, viéndose entre cuatro paredes, se sintió acorralado. Si llegaban los falangistas, no tendría ninguna posibilidad de escapar, porque la ventana daba al embravecido arroyuelo y, salvar la distancia con la otra orilla, era imposible, pero acaso ya era tarde para volver a salir a campo abierto. La molinera, decidida, abrió la tapa del arca y, como loca, se puso a tirar sacos al suelo. Después le hizo una seña para que se metiera allí. El muchacho dudó, pero no podía hacer otra cosa. Desde afuera no se podía sospechar que el arca pudiera esconder a una persona, pero es que, de presentarse, ése sería el primer lugar donde registraran los soldados, pero ya no tenía otra alternativa.

Desde que dos horas antes saltara la tapia del cementerio, todo había sido un puro sobresalto. No hizo más que echarse a andar, cuando un par de guardias cívicos le dieron el alto. Huyó cuesta arriba seguido por los dos paisanos, que en cuanto vieron que la trocha se alejaba del pueblo, ni se molestaron en seguirlo. No muy lejos, al llegar a una calleja, escuchó risas. Como no le dio tiempo a esconderse en el trueco de un castaño, tuvo que echarse a correr valle abajo, tras salvar una pared. Los dos requetés dispararon varias veces, pero estaban tan lejos, que sus tiros impactaron en árboles y piedras distantes. De pronto, el valle se fue llenando de helechos y de matas que le impedían avanzar y sintió la angustia de los sueños. Los requetés se aproximaban tanto, que en una decisión que una vez tomada le pareció suicida, se quedó tendido en el suelo, con la esperanza de que pasaran de largo. Al caer, se había herido en el tobillo con el pincón de un helecho. Vio cómo los requetés, con sus mosquetones preparados para disparar, pasaban a diez o doce metros de donde se hallaba. Aguantó como pudo, sin respirar, y cuando creyó que se alejaron lo suficientemente lejos, se levantó e intentó ascender la otra parte del valle. Sangraba. Muy poco, pero sangraba. Los perseguidores, que ya se habían percatado de que siguiendo el valle no tenían nada que hacer, se detuvieron a escuchar. Quizás el chorlo estuviese mucho más cerca de lo que pensaban. Shhhh. Y, en efecto, no bien aguzaron el oído, escucharon un alboroto de ramas secas a sus espaldas. Allá va, allá va, escuchó y enseguida se sucedieron nuevos disparos. Agarrándose a unas choqueras, el fugitivo salvó un talud y dudó si correr castañar abajo o esconderse en uno de los muchos truecos. En todo caso, no era tan inconsciente como para dejar de pensar que en el castañar ofrecería un blanco fácil para un tipo que tuviera la paciencia de pararse a apuntar, pero no tenía otra solución. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que el camino que había tomado era el peor de los posibles, pues, en vez de alejarse del pueblo, lo estaba rodeando, de manera que si no eran sus dos perseguidores, serían otros los que terminarían cazándolo. Como jugar al gato y al ratón. Abajo, tras unas huertas, emboscadas entre árboles frondosos, adivinó varios edificios que se asomaban al arroyo. ¿Molinos? ¿Fábricas de aguardiente? Pensó en alejarse hacia la chopea, pero eso quizás le hubiera supuesto exponerse ante sus perseguidores, de modo que optó por guarecerse entre la arboleda del arroyo y esperar allí el milagro de la noche, pero no había hecho más que llegar al arroyo, cuando escuchó una voz —eh, eh—, y enseguida una mujer que le hacía una señal. ¿Qué podía hacer? Estaba vendido.

Ahora lo que aquella mujer le mostraba era un hueco oscuro, una escalerilla de mano, el reino de la oscuridad.
Los dos soldados tardaron todavía varios minutos en aparecer por el barranco. A Candelaria le dio tiempo a cerrar la trampilla, meter algunos sacos y cerrar la tapa antes de que escuchara aporrear a la puerta. Los dos requetés preguntaron si había escuchado ruido, si había visto a alguien merodear por el molino.
¿Cuándo? —preguntó Candelaria.
¡Ahora mismo! —contestó uno de ellos.
La mujer se mostró confusa:
¿Ahora? Bueno, he escuchado disparos, pero hace ya un rato. ¿Es eso?
¿Entonces no lo ha visto?
¿A quién?
A uno que corría... —dijo sin esperanza el más fornido de los requetés.
Preguntad en la fábrica. Es ahí arriba. A lo mejor ellos han visto...
¿Hay gente ahí?
Queréis agua, alguna cosa.
No —replicó el más bajo.
El otro se encogió de hombros y, tirando del compañero, se alejaron arroyo abajo. Al cerrar la puerta, Candelaria vio sobre los ladrillos del umbral una gota de sangre.

La sorpresa de Miguel fue mayúscula, pero aún más fue la de Vito, que al ver que alguien bajaba, se acurrucó en la esquina de la habitación donde llevaba no sabía cuánto tiempo. Acostumbrado a la oscuridad, lograba discernir perfectamente los cuerpos en la oscuridad. Miguel, en cambio, se encontraba en medio de ninguna parte y no se atrevía ni a moverse de su sitio, no fuese a tropezar con algo o caer en algún hoyo, por eso cuando escuchó el susurro, sintió que el corazón se le encabritaba.
Aquí, aquí.
Miguel arrastró los pies en dirección a la voz y se tapó los ojos hasta que sintió una mano que le tocaba la pierna:
Aquí —susurró Vito.
Shhhh —dijo Miguel llevándose absurdamente los dedos a la boca—. Es—tán a—hí.
¿Quiénes?
Los fa—lan—giiiis—tas.




















III












20

Desde hacía más de dos semanas Sabina había estado al tanto de la enfermedad de Vito. El propio compadre Urbano Ventura había venido a comunicárselo. Le había ahorrado los detalles que anunciaban una muerte inminente, así como el martirio físico en que se hallaba, sólo atenuado por los cocimientos de hierbas que le obligaban a tomar, pero ella intuía lo peor. Otras veces había estado enfermo y se había enterado al cabo del tiempo, pero ahora... En realidad hacía tiempo que lo esperaba. Sabía que aquella aventura acabaría mal, pero no había solución. De entregarse sería peor, mucho peor, porque lo dejarían morirse como a un perro, como estaba ocurriendo en las cárceles y si no que le preguntaran a Josefito Canales o a Juan El Mimbres, echados como perros a la fosa común de Huelva, luego de haber penado tres y cuatro años en la cárcel a base de habas cocidas y agua.
Apenas ahora, cuando lo tenía delante, con esa cara tan hundida sobre los pómulos, amarillenta, con los ojos volados, se dio cuenta Sabina de todo el martirio por el que había debido pasar Vitorino en los últimos días y aun en los últimos seis años de cautiverio. ¿Para qué habían servido aquellos años, a quién aprovechaba tanto dolor? ¿Por qué habían de ser ellos quienes sufrieran por todo el mal que unos y otros habían infligido?
El juez, arrodillado junto al cadáver, seguía dictando a su auxiliar las observaciones y pormenores del óbito. El sargento, pétreo, cejijunto, con los brazos cruzados al pecho y las piernas separadas y tensas, observaba la escena como si desde un alto promontorio estuviera oteando un valle lejanísimo y su figura fuese el pendón, la piedra miliar donde se asentaba el orden, el estandarte de la autoridad.
Mire, señora —dijo sin dejar de mirar hacia el supuesto valle—. En cuanto acabe el juez, se lleva a su marido y le abre una hoya lejos del pueblo, ¿entendido?
Sabina, que había estado ensimismada durante un buen rato, lo miró con ira, sujeta por los dos guardias que la escoltaban.
¿Entendido? —recalcó el sargento.
Ella no respondió. ¿Por qué iba a responderle?
¿Entendido? —gritó el sargento, girando la cabeza hacia ella y desafiándola con la mirada.
Pero ella siguió sin responderle. Los guardias trataban de hablarle con gestos, como pidiéndole que lo hiciera, que por dios lo hiciera para no irritar más al sargento, pero ella aguantó su mirada durante todo el tiempo que quiso y cuando vio que el otro cedía, escupió en el suelo.
Me mata a mí, si quiere. Si le quedan cojones para matar a una mujer.
Señora, a mí no me toque los huevos —amenazó el sargento, visiblemente tenso, empuñando el arma.
Ella abrió los brazos.
Descuide, no voy a salir corriendo.
Desde luego que no iba a salir corriendo. Si quería matarla, tendría que hacerlo en el umbral, a la vista de aquellos hombres. Que la matase, si ese era su gusto, si así salvaba su hombría, si es que era de verdad tan bravo y tan pinturero. Pero ella sabía que no la iba a matar. Lo supo desde el principio. Ella le había visto la jeta a Pepe “Jabicha”, y había visto pasar ante ella al Coyote y sabía de qué pasta hay que estar hecho para matar. El sargento era sólo un pobre hombre que bufaba como un toro porque quería darse un baño de autoridad frente a sus inferiores, en especial ante el cabo, que miraba acobardado la escena.
Guardia —dijo el sargento dirigiéndose a Servando en un gesto calculado que dejaba notoriamente fuera a Regino—, me vigila usted a esta mujer o lo que sea, y no le pierda de vista al muerto hasta que no esté enterrado y bien enterrado.
Sí, mi sargento.
Le hago responsable.
Como usted mande, mi sargento.
En cualquier lugar menos donde se entierra a los hombres. ¿Me ha entendido?
Las preguntas amortiguan el dolor, pero lo hacen más incomprensible. Vitorino, el carpintero Vitorino, había sido un buen hombre y eso, sólo eso es lo que debe contar, lo que debiera contar. Pero se ve que no, que también los hombres buenos han de ser perseguidos. Quizás hubiera sido mejor que lo hubiera encontrado el maldito Jabicha, la vez que vino a llevárselo. Cuánto sufrimiento inútil se hubiera ahorrado. Ella habría cogido el Saure y nadie la hubiera hecho volver más a aquel pueblo endemoniado; habría tomado camino de cualquier parte, hacia un lugar donde el hijo pudiera crecer sin el dolor y el odio que ella sentía horadándole los tuétanos, envenenándole el alma, sin la vergüenza de ver a todos ésos paseándose como si tal cosa, con la cabeza alta, ellos, sobre cuyas conciencias —¿pero tenían conciencia?— pesaba la muerte de veintitrés criaturitas, todas en la flor de la edad, y de las mujeres y niños que habían dejado, como ellos, en el desamparo y en el ultraje. Pero se veía que Dios quería hacer sufrir precisamente a los más débiles, a los que no tenían dónde agarrarse, a los que iban por el mundo sin nada, se ve que Dios quería vengarse de no sé qué afrentas, se veía que Dios, ese Dios bárbaro en el que a pesar de todo seguía creyendo, se había puesto del lado de los verdugos y de los locos de atar, de quienes de buenas a primeras se encontraron en la ocasión de dar rienda suelta al monstruo, de obrar sin consecuencias, sin atender a más límites que los de su propio arrojo, ni más enseñas que las de su sangre. Y hay sangre blanca y hay sangre negra, como la de Pepe o El Coyote, o Javier Murube, o la de los otros, la de quienes pudiendo hacer algo, se quedaron en sus casas, esperando que otros les acabaran un trabajo que ellos, quizás, no se atrevían a hacer. Sí, si se hubiera muerto cuando morir era una diversión para los otros, si hubiera acabado frente a las tapias del cementerio, frente a la plaza de toros, hacía tiempo que le hubiera dicho adiós a aquellas calles, por la que no podía caminar sin el entripado de saber que eran propiedad de los vencedores. Cuánto sufrimiento para nada. Cuántas calamidades para acabar así, como un perro, debajo de cualquier tierra, porque ni eso, ni siquiera tenían el derecho de morir como se muere, de descansar como hay que descansar. Dónde estaba Dios ahora. Dónde estaba Dios ahora, que ni siquiera podía enterrar a su marido. Dios estaba con los verdugos, con los que cada día iban refregando a los demás su victoria, con los sin piedad, con los sin escrúpulos, con los sin ni una pizca de compasión. Su Dios estaba muerto en una zanja y se lo estaban comiendo los gusanos... mientras el otro Dios, el de los castigos, el del látigo, el de la lanza, reía y brindaba en lo alto de la montaña con los vencedores. Pero vencedores... ¿vencedores de qué, vencedores acaso de sus propios instintos, vencedores de sus crímenes, vencedores de qué?
Cuando el juez, levantándose, dio libertad para que se hicieran cargo del cadáver, Sabina trazó la señal de la cruz sobre su rostro y se dirigió al cuerpo yacente. Varios hombres se acercaron para ayudarla a levantar la parihuela, pero Sabina, muy serena, agradecida, dio a entender que no necesitaban la ayuda de nadie para llevar la parihuela hasta su casa. El sargento Cuaresma la miró una vez más, pero sus ojos delataban un cierto respeto. La gente seguía a la madre y al hijo con un mayor recogimiento del que se tendría en un verdadero entierro, primero por la calle Águila y luego por toda la calle Álamo, justo hasta la esquina, frente a María “La Cumbreña”, que allí estaba, en la puerta, con sus tres hijas, viendo pasar a la comitiva.
Se detuvieron frente a la puerta y allí esperaron, sin soltar la parihuela, hasta que María, con la niña en el cuadril, se adelantó a abrirles. Atravesaron la casa y depositaron la parihuela sobre la cama. La mujer no hizo el menor gesto de fatiga o de dolor. Después alzaron al muerto y, muy suavemente, sacaron la parihuela.
Trae una palangana —pidió Sabina con una voz que parecía mucho más sosegada. La voz de una parturienta.
Cuando se giró, se encontró con el guardia Servando en el quicio del dormitorio, atento a los movimientos.
Tú —le espetó con frialdad, pero sin acritud— te esperas en la calle.
Me ha dicho...
Por mí como si dice misa. Esta es mi casa y aquí sólo entra quien yo quiero, y eso vale tanto para ti como para el sargento.
Pero...
Pero esperas en la puerta. Nadie se lo va a llevar, ni se lo va a comer, ni lo va a quemar.
El guardia, abochornado por la resolución de la mujer, no respondió, sino que se retiró hasta el umbral y allí se quedó, de guardia.
Al momento salió Juan José hacia el taller de la calleja del Estanco, en busca del ataúd.













21


Era de noche. Las luces de la plaza permanecían apagadas y sólo había luz en el interior de la escuela y en el cuartel. Vicente esperaba al camión, junto a otros compañeros en la misma esquina del paseo de la Alcuza. Le habían prometido que estaría allí a las doce, pero eran ya las doce y media y el camión no terminaba de aparecer. Jabicha, que andaba en su despacho, venía de cuando en cuando a ver cómo iban las cosas, pero enseguida se volvía a su guarida, en la antigua sala de armas. La noche sería larga, se temían los ocho o diez requetés que esperaban junto a Vicente. De momento, les habían informado que debían acompañar al camión hasta Aracena y volverse luego. Con suerte dos horas o dos horas y media. Mucho tiempo.
La escuela de niños, casi frente por frente al paseo de la Alcuza, fue el lugar elegido como cárcel provisional a la llegada de los nacionales. Se trataba de un salón rectangular y embaldosado, de techo muy alto y dos ventanas alargadas a las que se les puso rejas provisionales. Contaba también con un pequeño patio en forma triangular que daba a las casas vecinas, cuyas paredes, altísimas, lo encajonaban de tal modo que sólo a mediodía el sol se posaba tímidamente en el suelo de tierra. En este patio era donde se encontraban los retretes y donde los presos pasaron la mayor parte de la tarde. Los presos, seis en total, se movían con relativa amplitud dentro de un recinto custodiado por dos requetés armados con fusiles que fumaban tranquilos en la puerta. El guardia Galán les había prometido bajo palabra de honor, que a la noche o a la mañana siguiente serían trasladados a la prisión comarcal de Aracena, donde serían interrogados y juzgados, como era perceptivo. Él mismo Galán, que hacía las veces de oficinista porque tenía nociones de escribir a máquina, cosa que hacía con dos dedos, y porque era un hombre templado y rutinario, fue tomando los datos a los detenidos y rellenando con parsimonia los atestados, parándose a inspeccionar la endiablada máquina a cada momento. Todos los detenidos preguntaron antes de sentarse en la silla el motivo de su prendimiento y a todos ellos el guardia Galán, tan poquita cosa, les informaba sin énfasis, que el motivo no era otro que su pertenencia defarto a partidos extremistas, y no porque sobre ellos, eso no, pesaran delitos de sangre o lesa magnitud. Después de rellenar los atestados provisionales, los detenidos, juntos, escoltados por un retén mixto de falangistas y guardias cívicos —el mismo que ahora esperaba en el paseo— serían conducidos a la cárcel, que se encontraba en la propia visual del cuartel, en la embocadura de la calle de la Iglesia.
¡Un momento! —dijo Jabicha cuando el guardia Galán le informó que ya había acabado con los atestados—. Fórmemelos en el pasillo.
El comandante salió al poco y fue pasándoles revista con insolencia, aupándose del suelo y extendiendo el cuello como una garza.
José... —suplicó Alfiler de Pecho.
Esto es un atropello —musitó el maestro Julio Tristancho.
¿Un atropello? ¿Un atropello? Conque un atropello... —le respondió con calma, mirándolo muy despacio de arriba abajo el comandante de puesto.
Atropello sería que te quitara el reloj, pero no te lo voy a quitar, me lo vas a dar tú.
El maestro lo miró con impotencia, sin saber si se trataba de una broma, pero Jabicha extendió la mano, esperando que el maestro depositara en ella el reloj.
El maestro, muy nervioso, se quitó el reloj del chaleco y con resignación lo dejó caer en la palma extendida de Jabicha.
Muchas gracias, maestro, por el regalo. ¿Es de plata? ¿De plata auténtica?
El maestro asintió. Los ojos de Jabicha se iluminaron.
Es un regalo de Elisa...
Pero ahora es un regalo tuyo.
Una vez introdujeron a los presos en las escuelas, una pareja de requetés custodió día y noche la puerta. Si alguien se acercaba a preguntarles, ellos, imperturbables, mudos, encogiendose de hombros, remitían al cuartel donde se hallaba el mando general. No estaban autorizados a dar ni el número ni la identidad de los detenidos y así se lo dieron a entender a aquella mujerona que decía tener allí secuestrados a tres de sus hijos, y que, de haber podido, les hubiera arrancado los ojos y los huevos.
Vicente fue rebajado de guardia y otros tipos de servicio esa misma tarde, a la vuelta del molino, pasando a ser oficialmente auxiliar y cabo primera sin galones. El comandante Pepe “Jabicha” se lo comunicó al entrar en su despacho y después de pedir un par de cafés calentitos para un día que estaba siendo de perros, ¿no te parece?, con tantas idas y venidas, pero sobre todo por los trabajos ingratos que había que llevar a cabo para que el orden y la probidad llegaran hasta los últimos rincones y no quedara malvado sin castigo, ni justo sin recompensa. Así se expresó aquel hombrecillo de voz aflautada, que se escuchaba a sí mismo con la delectación de un Duque de Alba en sus embajadas ante el rey Felipe II.
Un día de perros. Sí. Desde su salida de Alájar, esa misma mañana, las cosas se estaban empeñando en ocurrir muy deprisa y con una cierta dosis de improvisación e inquietud, sobre todo desde que al pasar casualmente delante del despacho de Jabicha, se había convertido en el responsable de la detención de los seis reclusos, orden que cumplió sin muchas dificultades, sobre todo porque ninguno opuso la menor resistencia y todos se entregaron de forma voluntaria, creyéndose víctimas de una torpeza burocrática. Lo peor, sin embargo, había sido la disputa en casa del carpintero entre el comandante y aquella mujer, Sabina, cuya mirada sentía clavada como una aguja en el estómago. La mujer no sólo le recordaba a su madre, sino el drama que en esos días anteriores había vivido, cuando también fueron a buscar a su padre. Durante todo el tiempo que permaneció en la casa, anduvo cabizbajo y si deshacía las camas, abría las puertas o recorría las habitaciones, era porque esa era la única forma de no estar delante de la mujer, de no mirarla a los ojos. Porque lo demás, acompañar a los tres sujetos al molino, con el extraño incidente de las risas ante el que llamaban El Coyote, o ir en busca del peluquero maricón y, luego, tras pelar a las mujeres, acompañarlo hasta la cárcel, habían sido ocupaciones más o menos engorrosas, pero que no habían dejado en su ánimo más que una pesadez y un embotamiento difuso, más que cansancio.
Lo que sí le preocupaba, era la actitud del comandante. No le había gustado el personaje desde que, en Alájar, montado el penco, se diera aires de capitán de los tercios y se dirigiera a ellos con esa voz que causaba risa y a la que no se acababa de acostumbrar. Pero la puntilla había sido la escena con el peluquero. Cualquiera se hubiera dado cuenta, hasta el más bobo, de que entre los dos había habido tomate, y que la mujer, Sabina, no mentía al acusarlo de maricón, según entraba en el cuartel. Comunista no sabía, pero maricón era, seguro, y sus miradas, sus familiaridades, sus continuos Vicentes, le producían, cómo decirlo, más que inquietud, sobre todo porque ya comenzaba a sospechar cómo se las gastaba, y a qué había venido a su pueblo.
La guerra, en todo caso, no era como el joven Vicente se podía imaginar al ser reclutado en Los Romeros, cuatro días antes. Vicente tenía sólo dieciséis años y su padre, ditero y aficionado al pirraque, había confraternizado con los socialistas y, dada su profesión, se había convertido en el gestor de las requisas no sólo en Los Romeros, sino también en El Quejigo, Aguafría, Los Molares y Fuente del Loro. Durante un par de semanas no había parado de ir de un sitio a otro llevando y trayendo víveres, con el coche requisado a un industrial de su pueblo. Vicente Macetas, como era conocido aquí y allá, por todas las tabernas y bujíos de la comarca, se había escondido ante la inminente entrada de los nacionales en un pajar de su hermano. Este hermano fue el que, para evitar males mayores, habló con Pablo Delgado Romero, el jefe de la Falange de la aldea, sobre la posibilidad de incorporar al joven Vicente a la columna del comandante Redondo a cambio de la libertad del vivales de Macetas. La petición fue aceptada y sólo cumplida a medias, porque el ditero fue conducido sin dilación a la prisión provincial, junto al jabonero cordobés y residente en Cortegana, Francisco Carrasco. Pero aun no sabiendo nada el requeté Vicente del destino de su padre, desde que se embutiera en el uniforme azul sentía que el mundo no se tenía a su alrededor, que una nube ponzoñosa de locura se había introducido en las entrañas de aquellos hombres que se comportaban como buitres, acechándose los unos a los otros, disputándose al precio que fuera un tasajo de poder o de gloria.
Pero si en Santa Ana y Alájar había logrado mantenerse al margen, limitándose a cumplir las órdenes que otros le marcaban (hasta ahora había tenido suerte y no le había tocado intervenir en ejecuciones), en Fuenteheridos la cosa se le había complicado con aquel Pepe “Jabicha”, al que debía mantener a raya, pero no sabía o no se atrevía a hacerlo. De momento, todo cuanto podía hacer era alejarse, andar con ocupaciones que evitaran dar pábulo a aquel hombrecillo desesperado y rabioso. Porque intuía que, tal cual estaban las cosas, uno nunca podía disponer enteramente de su destino, y que era la propia supervivencia quien marcaba las rayas no sólo del bien y del mal, sino de su propia independencia.
Ten cuidado, que ése te quiere empiolar —le había prevenido un compañero entre risas.
Hacen falta seis como ése para empiolarme a mí.
Eso me lo cuentas dentro de una semana, tigre.
Pues tú ándate con ojo, porque ese tío es maricón perdido, de nativitate, vaya —recalcó otro—. ¿No os fijasteis qué miradas y qué cosas se gastaba con el peluquero?
Las luces del camión inundaron el vacío y la bocina llenó la plaza silenciosa de ecos que se iban superponiendo y ahogando hasta desparecer. Como siguiendo un rito, se detuvo en la parada del Saure y no frente al cuartel, por más que estuvieran uno al lado de la otra. Los muchachos, reunidos en el paseo, vieron cómo se detenía el camión y cómo Vicente, dejándolo todo, corría hacia él.
Cuidado, no te vayas a clavar el tubo de escape —bromeó uno de los compañeros y los otros, a sus espaldas, se echaron a reír.
No le había dado tiempo de llegar hasta el camión, cuando Jabicha, ajustándose la pistola y atacándose la camisa, apareció por la puerta.
¿Y el del caballo? —preguntó despectivamente.
No sé nada —respondió confuso— ¿Tenía que venir también el del caballo?
Tenía. Anda, vete dentro y dile a Galán que lo llame a su casa. Que le diga que lo esperamos donde él ya sabe.
Al volver, el camión ya estaba reculando en la calle de la Iglesia para acercarse a la escuela. Jabicha trataba de dirigir las maniobras con su voz de flauta. Mientras, Vicente atravesaba la plaza muy, muy despacio, como si se quisiera zampar todo el aire fresco que llegaba de la fuente; entonces, desde la bocacalle de los Tejares, le pareció ver una sombra que se escondía. Por instinto se echó el fusil a la mano y corrió a ver qué pasaba. La sombra, al verlo, buscó el amparo de una puerta y allí se quedó inmóvil, agazapada en el hueco, esperando.
¿Quién va? —inquirió Vicente, que había aminorado el paso y ahora caminaba afianzando los pies, con la mano en el gatillo del fusil.
La sombra salió con los brazos en alto a mitad de la calle, sonriendo y saludando como un actor al final de la representación.
Zagal, ¿a ti nadie te ha dicho que hay que disparar una vez se da el alto?
No, señor. Si lo hubiera hecho...
Si lo hubieras hecho, habrías hecho lo que tenías que hacer.
Claro, señor.
¿Sabes que por mucho menos de eso...?
Lo sé, señor.
Bueno, bueno, ¿Pero entonces es verdad que no has montado todavía en ninguna potranca? —y se marchó calle arriba, con la mano en la boca, tapando las carcajadas.

Falta del capítulo 23 al 33.











Esta segunda edición de La tierra negra es sustancialmente idéntica a la primera. Las apenas 100 palabras que se han quedado por el camino y la media docena de correcciones que los más atentos de los lectores han tenido a bien hacerme debieran mejorar aquella primera salida.

Está novela está dedicada a los héroes de Navahermosa, Galaroza y La Nava (Antonio Castilla, Victor Marín, José, Teófilo y Matías Fernández, y Antonio Guerrero), sus mujeres, sus hijos y sus gentes. Esta novela está dedicada a los fusilados y a los silenciados en esta piel de toro. Esta novela está dedicada a gentes como Candelaria, Sabina o María la Manalba que existieron como tal o al menos debieron existir. Esta novela está dedicada a mis padres, que fueron contándome en los almuerzos de mi infancia algunos de los episodios narrados, y que nos llevaron a mi hermano Sergio y a mí a la cueva de Alcalá, donde aún hoy se conserva el testimonio de aquellos hombres. Esta novela está dedicada a Rufino, que me habló de sus paisanos, y a mi tío Rodolfo Recio que escribió su Brutal 23 de agosto, libro que habla con pelos y señales de la represión de 1936 en Fuenteheridos y que recomiendo a los curiosos que quieran adentrarse en los datos. Esta novela está dedicada a Diego Vaya porque fue el primero en apostar por ella y a Fali, mi librera, que me acompañó en las presentaciones.
Esta novela está dedicada a Patricio Romero1 y con él a todos los lectores de la primera edición, que con su apoyo y su ánimo me han inclinando a emprender esta segunda edición. Esta novela está dedicada a Rafael Cruz, Antonio Ordóñez, Paco Huelva y quienes la leyeron antes de desaguar en las imprentas por vez primera. Esta novela está dedicada fundamentalmente a quienes aún buscan a sus muertos aquí y allá y a quienes combaten la impunidad y la barbarie, sea en España o Croacia, en Chile o Camboya, en Ruanda o...











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No querría dejar de reflejar la curiosa aventura que Patricio Romero tuvo con esta novela: viajando por el Sahara, uno de los vehículos en los que viajaba se hundió en la arena. Mientras trataban de rescatarlo, Patricio encontró un anillo enterrado. Al volver a Huelva se dirigió al Museo Provincial para recabar información acerca del anillo. En el museo descreían que se tratara de una pieza interesante desde el punto de vista arqueológico, pero lo que sí encontró Patricio fue un cartel donde se anunciaba para esa misma tarde la presentación de una novela, La tierra negra, que, según se leía, narraba la historia de unos “topos” escondidos durante la guerra civil en una cueva de Fuenteheridos. El tema le interesó, pues él, como espeleólogo, había frecuentado la cueva y hasta filmado un documental para un programa de televisión, llegando a entrevistar al último de los supervivientes de la historia que se narra en la novela, siendo el suyo el único testimonio gráfico que se tiene del asunto. A la hora de la presentación, Patricio, a quien yo no conocía, me esperaba a la puerta del museo y, tras presentarse, me entregó un plano elaborado por él mismo de la cueva, así como una copia del programa emitido unos años antes. Todo lo cual refiero aquí para una vez más dejar la evidencia de que la realidad es casi siempre más osada e inverosímil que la ficción.

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